PRÓLOGO

 

 

 

1893 LONDRES

 

LA NOCHE ERA FRÍA Y LÚGUBRE Y, A LAS ORILLAS DEL mesis, los ribereños maldecían su suerte. Merodear entre las sombras del gran río de Londres para obtener alguna ganancia no era una ocupación muy gratificante, pero servía para pagarse una comida aquí y allá, a pesar de que, gustara o no, la humedad que anquilosaba los huesos y causaba dolor de espalda también estaba incluida en esa tarea.

—¿Qué has visto, Archie?

—Nada —contestó Archie a su amigo Rupert—. Es la peor noche de perros que he visto en mi vida.

Hacía una hora que estaban allí y lo único que habían conseguido era un trozo de tela del cadáver de un marinero. Quizás a la mañana siguiente pudieran vendérselo a un ropavejero, aunque si en ese momento hubieran tenido un puñado de monedas, esa misma noche habrían podido llenar sus estómagos con comida y una cerveza, puesto que para los ribereños como Archie y Rupert lo único que contaba era el aquí y el ahora; pretender ver más allá del día siguiente se consideraba de un optimismo estúpido, más propio de quienes no malgastaban la vida hurgando entre los muertos del Támesis.

El único candil del bote apenas servía de algo ante la niebla infernal. La penumbra se había adueñado de las orillas. A lo largo del río, las casas sin iluminar parecían calaveras oscuras. Los ribereños navegaban por las zonas poco profundas del Támesis, hundiendo sus largos arpones en las aguas mugrientas en busca de los cadáveres de quienes se habían topado esa noche con la mala suerte: marineros o estibadores demasiado borrachos para salvarse de morir ahogados, tristes víctimas de una pelea a cuchillo, o de un enfrentamiento con rateros y asesinos, y pilluelos arrastrados por la fuerte corriente con los mandiles llenos de un valioso y pesado carbón, el mismo carbón que los había llevado a la muerte.

El arpón de Archie topó con algo sólido.

—¡Eh! ¡Aquí abajo, Rupert! ¡Tengo algo!

Rupert sacó el candil de la percha que lo sostenía e iluminó el área donde flotaba un cadáver. Sacaron el cuerpo del agua, lo dejaron caer en la cubierta y le dieron la vuelta hasta dejarlo boca arriba.

—¡Caramba! —exclamó Rupert—. Es una señora.

—Era —matizó Archie—. Busca en los bolsillos.

Los ribereños dieron comienzo a su espeluznante tarea. La mujer parecía una dama acaudalada, pues vestía un traje de fina seda color lavanda que no parecía en modo alguno una bagatela. No era lo que solían encontrar en esas aguas.

Archie sonrió.

—¡Oh! ¡Hola, hola!

Sacó cuatro monedas de uno de los bolsillos del abrigo de la señora y las mordió una a una.

—¿Qué tienes, Archie? ¿Hay suficiente para una pinta de cerveza?

Archie miró de cerca las monedas. No eran libras. Eran chelines.

—Ajá, aunque no para más por lo que veo —rezongó—. Quítale el collar.

—Muy bien.

Rupert le quitó la gargantilla a la mujer. Se trataba de un objeto curioso, una pieza repujada de metal con la forma de un ojo de la que pendía una medialuna. No había más joyas de las que apropiarse; era incapaz de imaginar quién podría querer una cosa así.

—¿Qué es eso? —preguntó Archie.

Abrió los dedos rígidos de la mujer, que aún asía con fuerza un trozo de papel empapado.

Rupert le dio un codazo a su compinche.

—¿Qué pone?

Archie le devolvió el empujón.

—Yo qué sé. No sé leer ¿verdad?

—Pues yo fui a la escuela hasta los ocho —le dijo Rupert mientras cogía el trozo de papel—. «El Árbol de Todas las Almas existe.»

Archie le dio un codazo a Rupert.

—¿Y eso qué se supone que significa?

Rupert negó con la cabeza.

—Ni idea. ¿Qué hacemos con esto?

—Déjalo. No se saca provecho de las palabras, amigo Rupert. Quítale la ropa y tirémosla al agua.

Rupert se encogió de hombros e hizo lo que le habían ordenado. Archie tenía razón: no se obtiene dinero de un papel viejo. Sin embargo, era lamentable que las últimas palabras de una difunta se perdieran con su vida, aunque, pensó, si esa señora hubiera tenido a alguien que se hubiera hecho cargo de ella, no estaría ahora flotando boca abajo en el Támesis en una noche tan dura como ésa. Con un brusco empujón, los ribereños dejaron caer al agua el cadáver de la mujer, que apenas produjo un insignificante chapoteo.

Lentamente, se sumergió en el río y sus blancas manos abotargadas se demoraron en la superficie durante unos cuantos segundos, como si intentaran coger algo. Los ribereños hundieron sus arpones contra el fondo turbio del agua y partieron empujados por la corriente en busca de algún tesoro que justificara pasar una noche tan fría a la intemperie.

Archie propinó a la cabeza de la mujer una última estocada con su arpón, una violenta bendición, y ésta se deslizó bajo la mugre y la inmundicia del poderoso Támesis. El río la engulló, aceptando su carne, y se llevó consigo su advertencia final a una lóbrega sepultura.