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PRIMERO LE ENSEÑO EL JARDÍN, PUESTO QUE ES AQUÍ DONde empecé a tener conocimiento de este mundo y porque quiero compartirlo con él. Kartik da vueltas alrededor, con la cabeza inclinada hacia atrás. Llueven flores blancas que le cubren el pelo y las pestañas como copos de nieve. Abre las manos para aceptarlos.

—Éste es el jardín —digo casi con orgullo—. Allí está el río. Por allá está la gruta donde antes se hallaban las Runas del Oráculo. Y aquí es donde gobernaba la Orden, donde una vez los Rakshana gobernaron con ella.

—Me siento como si estuviera dentro de un sueño.

Kartik se acerca hasta el río caminando a grandes zancadas y mueve una mano en sus aguas cantarinas. Remolinos dorados, plateados y rosa se forman en la superficie que ha tocado.

—Mira esto —digo.

Soplo en las briznas de hierba y éstas se convierten en vivas alas de mariposas. Una se posa en la mano extendida de Kartik antes de emprender el vuelo. Nunca había visto a Kartik tan feliz, tan despreocupado. Encuentra la hamaca que tejí hace semanas y se deja caer en ella, escuchando el dulce murmullo de sus hebras. Se sube las mangas de la camisa por encima de los codos y, aunque resulte indecente, no puedo dejar de mirar sus brazos desnudos.

—¿Quieres sentarte? —dice y me ofrece un hueco justo a su lado.

—No, gracias —consigo responder—. Aún hay mucho que ver.

 

 

Lo conduzco a través de los campos de amapolas bajo el Templo y señalo los altos riscos que se elevan por encima de nosotros. Grabados a ambos lados se hallan las sensuales esculturas de mujeres medio desnudas que me hicieron sonrojar la primera vez que las vi. Con el rabillo del ojo observo a Kartik y me pregunto si las encontrará escandalosas.

—Me recuerdan a la India —dice.

—Sí, es verdad —contesto y espero que mi voz no me traicione.

La mirada de Kartik desciende por mi cuello y la baja tímidamente.

—Me gustaría enseñarte las Cuevas de los Suspiros —digo con voz enronquecida.

Lo llevo por el estrecho pasadizo en la tierra, a lo alto del desfiladero, entre los incensarios que arrojan su humo de colores y hasta la cima. Los Hajin se inclinan ante nosotros, y Kartik les devuelve el saludo con respeto.

—Éstas son las Cuevas de los Suspiros —explico.

Pasamos por el grabado de dos manos estrechadas dentro de un círculo. Kartik se detiene ante él.

—Lo conozco. Es Rakshana.

—También pertenece a la Orden —digo.

—¿Sabes lo que significa? —pregunta mientras se acerca.

Asiento con la cabeza, sonrojada.

—Es el símbolo del amor.

—Sí, ahora lo recuerdo —dice sonriendo—. Las manos dentro de un círculo. ¿Lo ves? Las manos están protegidas por el círculo, el símbolo de la eternidad.

—¿Eternidad?

—Porque no se sabe dónde empieza ni dónde acaba, ni tampoco importa.

Resigue el dibujo con los dedos.

Me aclaro la garganta.

—Se dice que se pueden ver los sueños de la otra persona si se ponen las manos dentro del círculo.

—¿De verdad? —pregunta mientras deposita una palma justo fuera del mismo.

—Sí —contesto.

El viento sopla a través de las cuevas y éstas suspiran. Las piedras hablan.

«Éste es un lugar de sueños para aquellos que están dispuestos a ver. Pon tus manos dentro del círculo y sueña.»

Pongo las manos dentro del círculo y espero. Kartik ni me mira ni se mueve. No lo hará. Lo conozco. Semejante certeza hace que se me caiga el alma a los pies.

Desplaza su mano hacia el interior del círculo, cerca de la mía. Nuestros dedos y pulgares se acercan sin tocarse, nuestras manos son dos países separados por el más estrecho de los océanos. Y luego sus dedos rozan los míos. Las piedras se desvanecen lentamente. Una luz blanca y brillante me obliga a cerrar los ojos. Mi cuerpo se diluye y aparezco en un sueño.

 

 

Los brazos me brillan cubiertos de brazaletes dorados que atrapan la luz. Vistosos dibujos decoran mis manos y pies, como los de una novia. Llevo puesto un sari de un púrpura oscuro semejante al de una orquídea. Al moverme, los pliegues de la tela cambian de color y brillan del naranja al rojo y del índigo al plateado.

Hay una celebración. Unas jóvenes ataviadas con saris de color amarillo brillante bailan descalzas en una alfombra de flores de loto. Sonríen cálidamente mientras introducen sus manos en grandes cuencos de arcilla de donde sacan pétalos de rosa que arrojan a lo alto. La lluvia de colores cae lentamente y los pétalos se aposentan en mi cabello y en mis brazos desnudos. Su aroma me recuerda al de mi madre, pero no me entristezco. Es un día demasiado alegre.

Las chicas me abren paso. Corren y arrojan flores hasta que el camino se convierte en un espectáculo aleteante de rojos y blancos. Las sigo hacia el cielo azul. Estoy en la entrada de un impresionante templo de piedra, tan antiguo como el tiempo. Encima de mí, Shiva, el dios de la destrucción y el renacimiento, permanece sentado meditando y viéndolo todo con su tercer ojo. Debajo de mí puede que haya unos cien peldaños. Doy un primer paso y todo desaparece —el templo, las jóvenes, las flores, todo—. Estoy sola en un desierto de arena, la única mancha de color en kilómetros. No hay nada en ninguna dirección excepto el cielo. Las horas parecen segundos; los segundos se convierten en horas; el tiempo es un sueño.

Un viento cálido se levanta a mi paso; los granos de arena rozan con suavidad mis mejillas. Después, lo veo. No es más que un punto acercándose en la distancia, pero sé que es él, y, de repente, está ante mí. Monta en un caballo moteado, y sus ropas son negras y elegantes. Lleva una guirnalda alrededor de su cuello. En mitad de la frente luce una marca roja hecha con cúrcuma, como un novio indio.

—Hola —dice y sonríe con una sonrisa más brillante que el sol.

Se inclina y extiende la mano; se la cojo y el mundo desaparece de nuevo. Ahora nos hallamos en un jardín fragante de flores de loto grandes como lechos.

—¿Dónde estamos? —pregunto con una voz que resulta extraña a mis oídos.

—Estamos aquí —contesta como si eso lo respondiera todo y, en cierto sentido, así es.

Coge su puñal y dibuja un círculo en la tierra a mi alrededor.

—¿Qué haces? —pregunto.

—Este círculo simboliza la unión de nuestras almas —responde.

Me rodea con siete círculos y se introduce en el cercado del séptimo. Nos miramos cara a cara. Presiona sus palmas contra las mías.

No sé si estoy soñando.

Desliza una mano por detrás de mi cuello y me empuja hacia él con suavidad. Sus manos se enredan en mi pelo y acaricia los mechones entre los dedos como si fuera seda fina que deseara adquirir. Poco después, su boca está en la mía, hambrienta, profunda, penetrante.

Éste es un mundo nuevo y yo viajaré por él.

No sé qué desearía que me dijera: «Te quiero. Eres hermosa. No me dejes nunca». Parece que puedo escuchar todo eso y, sin embargo, él sólo dice una palabra, mi nombre, y me doy cuenta de que nunca le he oído decirlo de esa forma: como si fuera conocida. La piel de su pecho es suave bajo el peso de mis dedos. Cuando mis labios rozan el hueco de su garganta, emite un sonido entre un suspiro y un gruñido.

—Gemma...

Sus labios recorren mi cuerpo en una borrachera de besos. Mi boca. Mi mandíbula. Mi cuello. La parte interna de mis brazos. Lleva sus manos hasta el nacimiento de mi espalda y me besa el vientre a través de la basta tela de mi vestido, haciendo que mis venas chisporroteen. Me aparta el pelo y calienta el dorso de mi cuello con su boca, arrastra sus besos por mi columna mientras sus manos sostienen suavemente mis pechos. Las cintas de mi corsé se han soltado. Ahora soy capaz de aspirar su olor. Kartik se ha despojado de su camisa. No soy consciente de cuándo lo ha hecho y, por alguna razón, olvido avergonzarme de ello. Sólo percibo su belleza: la suavidad de su piel tostada, la amplitud de sus hombros, los músculos de sus brazos, tan diferente a mí. El suelo cubierto de rosas es suave y cede bajo mi cuerpo. Kartik se aprieta contra mí y siento como si pudiera hundirme hasta el centro de la tierra. Sin embargo, me uno a él, sintiendo su calidez hasta que creo morir.

—¿Estás segura...?

Por una vez, no me aparto. Lo beso de nuevo y permito que mi lengua explore la calidez del interior de sus labios. Kartik parpadea y luego los abre de par en par, con una mirada que no puedo describir, como si acabara de contemplar algo precioso que creyera haber perdido. Entrelaza su cuerpo con el mío. Mis manos se aferran a sus hombros. Nuestras bocas y cuerpos hablan por nosotros en un lenguaje nuevo cuando los árboles dejan caer una lluvia de pétalos que se introducen en nuestros cuerpos resbaladizos como una segunda piel que llevaremos para siempre. También yo he cambiado.

 

 

Al abrir los ojos me hallo de vuelta en las Cuevas de los Suspiros. Mis dedos rozan los de Kartik en la piedra. Respiro pesadamente. ¿Ha visto él lo que yo? ¿Hemos soñado el mismo sueño? No me atrevo a mirarlo. Siento su dedo, tan ligero como la lluvia, bajo la barbilla. Gira mi cara hacia él.

—¿Has soñado? —susurro.

—Sí —responde y me besa.

Durante un tiempo interminable permanecemos sentados en las Cuevas de los Suspiros, hablando de nada y, sin embargo, diciéndolo todo.

—Comprendo por qué mis hermanos Rakshana no querían dejar de ser los dueños de este lugar —dice. Me acaricia la parte interna del brazo con los dedos—. Creo que tiene que ser muy difícil abandonarlo.

Tengo un nudo en la garganta. ¿Podríamos quedarnos aquí? ¿Se quedaría si se lo pidiera?

—Gracias por traerme —dice.

—De nada —respondo—. Hay algo más que quiero compartir contigo.

Le cojo las manos y nuestros dedos experimentan un hormigueo ante el contacto. Parpadea y luego abre los ojos, asombrado al comprender el regalo mágico que le he entregado.

Lo suelto a regañadientes.

—Ahora puedes hacer lo que quieras.

—Lo que quiera —repite.

Asiento con la cabeza.

—Muy bien.

Cubre la escasa distancia que hay entre nosotros y deposita sus labios en los míos. Sus labios son suaves, pero su beso es firme. Dulcemente, pone una mano en mi nuca y acerca mi rostro al suyo con la otra. Me besa de nuevo, esta vez con mayor intensidad, aunque resulta igual de dulce. Necesito tanto esos labios que no consigo imaginar cómo podré vivir si no los saboreo para siempre. Quizás es así cómo las chicas caen; no en un delito de encantamiento perpetrado por un malvado irresponsable, sino en un gran enamoramiento antes y después en que no son más que víctimas inocentes sin voz. Quizá simplemente las besen y quieran devolver el beso. Puede que incluso sean ellas las que besen primero. ¿Y por qué no iban a hacerlo?

Cuento los besos: uno, dos, tres... ocho. Rápidamente, me aparto de él para recuperar el aliento y la compostura.

—Pero... puedes hacer todo lo que desees.

—Exactamente —contesta rozándome el cuello con la nariz.

—Pero —digo— puedes convertir las piedras en rubíes o montar en un elegante carruaje de caballero.

Kartik pone las manos a ambos lados de mi rostro.

—A cada uno lo suyo —contesta y me besa una vez más.