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ES SORPRENDENTE QUE, CON UN HOMBRE AHOGADO EN LOS bosques, la comidilla de la academia sea mi comportamiento en el baile, pero así es. Durante el desayuno, las chicas callan cuando paso delante de ellas; me siguen con la mirada como buitres a la espera de abalanzarse sobre la carroña. Me siento con las mayores, que guardan silencio. Es como si me hubiera convertido en la Parca, guadaña en ristre.

Escucho los cuchicheos de las chicas.

—Pregúntaselo.

—¡No, tú!

Cecily carraspea.

—¿Cómo te encuentras, Gemma? —me pregunta con fingida amabilidad—. He oído que has tenido mucha fiebre.

Me llevo a la boca una cucharada de gachas.

—¿Es eso verdad? —insiste Martha.

—No —respondo—. Me vi superada por un exceso de magia. Y por los secretos y mentiras que componen este lugar en la misma medida que las piedras y el cemento.

Abren la boca, sorprendidas, y luego se ríen con una risa tonta. Fee y Ann me miran alarmadas. Ya no tengo apetito. Me retiro de la mesa y salgo del comedor. La señora Nightwing levanta la vista pero no intenta detenerme, como si supiera que soy una causa perdida.

 

 

Felicity y Ann me visitan por la tarde. Su curiosidad respecto de mi locura ha vencido a su enfado. Felicity saca de su bolsillo una bolsa de caramelos.

—Toma. He pensado que te gustarían.

Dejo que se sienten en la cama, intacta.

—Fuisteis a los reinos anoche, ¿verdad?

Ann abre los ojos como platos. Me maravilla que pueda ser a la vez tan buena actriz y una pésima mentirosa.

—Sí —responde Felicity. Le agradezco su honestidad—. Estuvimos bailando y Ann cantó y me lo pasé tan bien que no me hubiera importado no volver. Ese lugar es el paraíso.

—No se puede vivir siempre en el paraíso —digo.

Felicity se guarda los caramelos en el bolsillo.

—Y tú no puedes mantenernos alejadas de los reinos —contesta, al tiempo que se levanta.

—Las cosas han cambiado. Circe tiene la daga —digo y les cuento todo lo que recuerdo de la noche pasada—. No puedo seguir conteniendo la magia por más tiempo. Tenemos que hacer una alianza e ir tras Circe.

El rostro de Felicity se ensombrece.

—Nos prometiste que no devolveríamos la magia hasta nuestra presentación en sociedad. Prometiste ayudarme.

—Podrías marcharte de aquí con la magia suficiente...

—¡No podría! ¡Me atraparían! Por favor, Gemma —me ruega Felicity.

—Lo siento —contesto; trago saliva—. No hay otro remedio.

El apasionamiento de Felicity se enfría y su calma me resulta mucho más amenazadora que su rabia.

—Ya no tienes toda la magia para ti sola, Gemma —me recuerda—. Pip también tiene poder y es cada vez mayor. Y si tú no me ayudas, sé que ella lo hará.

—Fee... —grazno.

No me oye. Cruza la puerta con Ann pisándole los talones.

 

 

De repente la tarde se vuelve fría, como si el invierno hubiera arrojado una última bocanada antes de que el verano se aposente. El inspector Kent ha venido a hacer indagaciones sobre la muerte de Ithal. Sus hombres peinan los bosques en busca de pruebas que indiquen que se trata de un acto criminal, pero no encuentran ninguna. Los fantasmas no dejan pistas. Detienen al señor Miller en el pub y se lo llevan para interrogarlo, aunque él defiende su inocencia e insiste en que hay fantasmas en los bosques de Spence.

Kartik ha dejado su tarjeta de visita —la badana roja— en la hiedra que hay fuera de mi ventana junto a una nota: «Reúnete conmigo en la capilla».

Me deslizo en el interior de la capilla vacía y contemplo el ángel con la cabeza de la gorgona.

—Ya no tengo miedo. He comprendido que quieres protegerme.

—Ve y vence —contesta una voz profunda.

Doy un respingo. Kartik se asoma tras el púlpito.

—Perdona —se disculpa con una sonrisa avergonzada—. No pretendía asustarte.

Parece como si no hubiera dormido durante días. Menuda pareja hacemos, con las caras largas y ojerosas. Recorre el respaldo de un banco con el dedo.

—¿Recuerdas la primera vez que te sorprendí aquí?

—Por supuesto. Me asustaste al decirme que mantuviera las visiones alejadas de mi mente. Tendría que haberte escuchado. No era la más indicada para llevar adelante todo esto.

Se apoya contra el extremo del banco con los brazos cruzados en el pecho.

—No, eso no es verdad.

—No sabes lo que he hecho, ni siquiera te lo imaginas.

—¿Por qué no me lo cuentas?

Parece transcurrir una eternidad hasta que las palabras se deciden a recorrer las ruinas que hay en mi interior. Aunque finalmente lo hacen y no omito nada. Se lo explico todo y él me escucha. Me da miedo que me odie por ello, pero cuando acabo de hablar se limita a asentir con la cabeza.

—Dime algo —susurro—. Por favor.

—La advertencia aludía al nacimiento de mayo. Y ahora ya sabemos lo que significa, supongo —dice después de pensarlo y sonrío, porque sé que eso quiere decir que me ha escuchado y que hemos progresado—. Iremos tras ella.

—Sí, pero si meto mucho más que un dedo del pie en la magia, temo unirme a Circe y a las Tierras Invernales y volverme tan loca como creí estarlo anoche.

—Más motivo para detenerla. Quizá todavía no haya cedido el poder de Eugenia al árbol. Puede que aún estemos a tiempo de salvar los reinos —afirma.

—¿Nosotros?

—No voy a salir corriendo otra vez. Ése no es mi destino.

Desliza una mano bajo mi barbilla y la levanta; lo beso primero.

—Pensaba que habías dejado de creer en el destino —le recuerdo.

—No he dejado de creer en ti.

A pesar de todo, sonrío. Más que nunca necesito confiar en sus palabras.

—¿Crees que...? —empiezo a preguntar pero no acabo la frase.

—¿Qué? —murmura en mi pelo; sus labios son cálidos.

—¿Crees que si tuviéramos que quedarnos en los reinos podríamos estar juntos?

—Éste es el mundo en que vivimos, Gemma, para mejor o peor. Disfruta de él lo que puedas —dice, y tiro de él hacia mí.

 

 

Después de semanas de emocionantes preparativos para el baile de máscaras, la academia se asemeja a un globo completamente desinflado. Han quitado los adornos. Han empaquetado los disfraces con tisúes y alcanfor, aunque algunas de las chicas más pequeñas se niegan a desprenderse de ellos tan pronto. Quieren ser princesas y hadas tanto tiempo como les sea posible.

Otras, a punto para la siguiente fiesta, aguijonean a Mademoiselle LeFarge para conocer todos los detalles de su inminente boda.

—¿Llevará diamantes? —pregunta Elizabeth.

Mademoiselle LeFarge se sonroja.

—Oh, Dios mío, no, son demasiado valiosos. Aunque me han regalado una gargantilla de perlas realmente preciosa para que la luzca ese día.

—¿Irán a Italia de luna de miel? ¿O a España? —pregunta Martha.

—Haremos un modesto viaje a Brighton —responde Mademoiselle LeFarge y las chicas se siente terriblemente decepcionadas.

Brigid me palmea en el hombro.

—La señora Nightwing quiere verte, señorita —dice compasiva, y me da miedo preguntarle la causa de tanta amabilidad.

—Sí, gracias —respondo y la sigo hasta la puerta de paño del santuario macizo y formal de nuestra directora.

La única nota de color está en una mesa esquinera, donde unas flores silvestres se desparraman por los bordes de un jarrón y dejan caer sus pétalos descuidadamente.

La señora Nightwing me señala una silla.

—¿Cómo se siente hoy, señorita Doyle?

—Más yo misma —respondo.

Cambia de lugar el abrecartas y el tintero y el corazón se me acelera.

—¿Qué es eso? ¿Qué ha sucedido?

—Ha recibido un telegrama de su hermano —dice mientras me lo entrega.

 

PADRE MUY ENFERMO STOP ESPERARÉ TU TREN EN VICTORIA STOP TOM

 

Parpadeo para alejar las lágrimas. No tenía que haberlo presionado como lo hice en el baile de máscaras. No estaba preparado para descubrir la verdad, yo lo obligué a ello, y ahora temo haberle causado un daño del que no pueda recuperarse.

—Es culpa mía —digo arrojando la nota al escritorio.

—¡Tonterías! —ladra Nightwing, lo que necesitaba: un poco de viento fresco en la espalda—. Ordenaré a Brigid que la ayude con sus cosas. El señor Gus la acompañará a la estación de ferrocarril a primera de hora de la mañana.

—Gracias —murmuro.

—Mis pensamientos están con usted, señorita Doyle.

Creo saber a qué se refiere.

Durante el largo trayecto hasta mi dormitorio, Ann corre tras de mí, sin aliento.

—¿Qué pasa? —pregunto al ver su rostro alarmado.

—Es Felicity —jadea—. Intenté hacerla entrar en razón. No quiso escucharme.

—¿Qué quieres decir?

—Se ha ido a los reinos. Se ha ido para estar con Pip —dice con los ojos muy abiertos—. Para siempre.