FOWLSON ME AGUARDA EN SU ELEGANTE CARRUAJE. LANZA una moneda al aire y la caza al vuelo una y otra vez. Al verme llegar, atrapa la moneda en el brazo de un manotazo.
—Aggg, mira esto: cruz. Mala suerte, cielo.
Me abre la puerta del carruaje y veo a Kartik dirigirse a hurtadillas hacia la parte de atrás.
—Dime, Fowlson, ¿siempre haces lo que te ordenan? ¿Y para cuándo recompensarán todos tus esfuerzos? ¿O siempre será así: ellos participando del festín y tú haciendo el trabajo sucio?
—Me recompensarán en su momento —responde y se saca del bolsillo una venda.
—Sin duda es por ese motivo por el que estás aquí en lugar de sentado con ellos. Necesitaban un cochero.
—¡Cállate!
Me lanza una mirada iracunda, aunque hay un atisbo de duda en sus ojos, el primero que descubro en él.
—Te haré una oferta, Fowlson. Ayúdame, y te llevaré a los reinos.
Se echa a reír.
—En cuanto la magia sea nuestra, iré allí todas las veces que quiera. No, no creo que esta noche haga ningún trato contigo, cielo.
Me ata la venda alrededor de los ojos y la aprieta más de lo necesario. Me pasa una cuerda por las muñecas y la anuda a algo, creo que a la manija de la puerta.
—Para que no te vayas a ninguna parte —dice y se ríe hasta que le sobreviene un ataque de tos.
El carruaje se pone en marcha con una sacudida. Los cascos de los caballos golpean el pavimento a buen ritmo, y espero que Kartik esté bien agarrado.
No nos alejamos mucho. Los caballos se detienen. Los dedos de Fowlson se esfuerzan por aflojarme las ataduras pero no me quita la venda de los ojos. Me cubre la cabeza con una capucha.
—Por aquí —sisea Fowlson.
Se abre una puerta. Me arrastra hacia abajo y más abajo, me da una vuelta y otra, y, cuando me quita la venda, me hallo en una sala donde las velas rodean la periferia de la misma. Tom está sentado en una silla. Tiene las manos atadas y parece drogado. Un hombre encapuchado permanece en pie delante de él con un cuchillo en la garganta de mi hermano.
—¡Tom!
Corro hacia él y una voz retumba desde arriba.
—¡Deténgase!
Levanto la vista y veo una galería que recorre toda la estancia. Otros hombres encapuchados nos observan con los rostros ocultos.
—Si lo toca, morirá, señorita Doyle. Nuestro hombre es muy ágil con el cuchillo.
—Gemma, no te preocupes —farfulla Tom—. Es mi ini... inici...
—Iniciación —grita Kartik y se sitúa a mi lado—. Suspendedla.
—Hermano Kartik. Me habían asegurado que habías dejado de existir —grita una voz—. Señor Fowlson, responderá de ello.
El rostro de Fowlson palidece.
—Sí, milord.
—¡Suelte a mi hermano! —grito.
—Por supuesto, señora mía. En cuanto nos entregue la magia.
Dirijo la vista hacia Tom, indefenso bajo el cuchillo del verdugo.
—No puedo hacer eso —contesto.
Tom chilla cuando el cuchillo presiona sobre su cuello con más fuerza.
—Basta —dice con voz entrecortada.
—¡Por favor, necesito su ayuda! —exclamo—. Algo terrible está sucediendo en las Tierras Invernales. Todos nosotros estamos en peligro. Creo que esas criaturas intentan entrar en nuestro mundo.
La sala estalla en una risa educada. A mi lado, Fowlson se ríe más fuerte.
—¡He visto a Amar en los reinos! —grito—. En una ocasión también él fue uno de ustedes. Me advirtió de lo que se avecinaba. «Cuidado con el nacimiento de mayo», me dijo.
Las risas se disipan.
—¿Qué quería decir con eso?
—No lo sé —respondo sin dejar de mirar a mi hermano. Tom parece volver en sí. Lo veo en sus ojos—. Creía que se refería al primero de mayo, pero ese día ya ha pasado. Podría tratarse de otro día...
Lord Denby emerge de las sombras.
—Desconozco qué clase de truco es éste, señorita Doyle, pero no le funcionará. —Baja un dedo y la figura encapuchada aprieta aún más el cuchillo contra la garganta de Tom—. Su hermano morirá.
—¿Y qué sucederá si lo mata? —pregunto—. ¿Qué poder negociador tendrá entonces?
—¡Su hermano morirá! —retumba su voz en la estancia.
De repente es como si una suerte de niebla se hubiera disipado y, por primera vez desde que esto empezó, lo veo todo con claridad. No me dejaré intimidar ni por ellos ni por nadie.
—Y entonces no tendrán nada —grito con voz segura y fuerte—. Nada que les proteja de mi poder. Y lo liberaré, señores, como una jauría infernal ¡si se atreven a tocarle un solo pelo de la cabeza!
Lord Denby mantiene su dedo en ristre a la espera. También aguarda el cuchillo del verdugo. Durante un interminable intervalo, todos nos mantenemos en ascuas.
—Usted es una mujer. No lo hará.
Baja la mano y no me detengo a pensar. Invoco a la magia y el cuchillo se convierte en un globo que se desliza de la mano del verdugo.
—¡Tom, corre! —grito.
Tom se queda sentado, aturdido. Kartik lo agarra y lo arranca de la silla mientras mi cuerpo vibra por el poder que he contenido durante tanto tiempo. Sale de mí como una exhalación con un nuevo propósito. Nadie abre tanto los ojos como mi hermano cuando hago que el fuego trepe por las paredes. Los fantasmas se arremolinan chillando por encima de nuestras cabezas. No importa que sólo se trate de una ilusión; los presentes se la han creído.
—¡Basta! —exclama lord Denby y las llamas y los fantasmas desaparecen. Se tambalea hasta la barandilla—. Somos hombres razonables, señorita Doyle.
—No, no lo son. Y por eso voy a hablarle sin ambages, señor. No volverá a acercarse nunca más a mi familia, a no ser que quiera sufrir las consecuencias. ¿He sido clara?
—Bastante —responde boquiabierto.
—¿Qué hay de los reinos? —grita Kartik—. ¿Habéis olvidado que durante mucho tiempo hemos sido sus guardianes? ¿No vendréis con nosotros a las Tierras Invernales?
Los hombres murmuran entre ellos. Nadie se ofrece para emprender el arduo viaje.
—Muy bien —dice lord Denby—. Reuniré a unos cuantos soldados de a pie para ejecutar la tarea.
—¿Soldados de a pie? —pregunto.
Kartik se cruza de brazos.
—Hombres como Fowlson y yo. Hombres a quien nadie echará en falta.
—Sí, llévese consigo al señor Fowlson —contesta lord Denby como si sugiriera contratar a un sirviente—. Tiene buena mano con la navaja. Es usted un buen tipo, ¿verdad, Fowlson?
El señor Fowlson acepta el comentario como un golpe que no podrá devolver. Aprieta la mandíbula.
—Como se trata de mi elección, yo me llevaré conmigo al señor Fowlson. Nos entendemos el uno al otro. Y, por supuesto, tiene buena mano con la navaja —digo—. Desata a mi hermano, haz el favor.
Fowlson le afloja las cuerdas a Tom. Se carga al hombro el tambaleante cuerpo de mi hermano y nos encaminamos hacia la puerta.
—¡La venda! —ruge un hombre.
La arrojo al suelo.
—No la necesito. Si quiere llevarla usted, adelante.
—¡Gemma! ¿Qué demonios está pasando? ¿Qué has hecho? —exige saber mi hermano, que empieza a atar cabos, por lo que hay que actuar de inmediato.
—Mantenedlo sujeto, ¿de acuerdo? —les pido a Kartik y Fowlson, quien sostiene con fuerza a Tom por los brazos.
—¡Basta! ¡Quitadme las manos de encima! —insiste, aunque está demasiado aturdido para luchar.
—Thomas —le digo y me quito los guantes—, esto te dolerá más a ti que a mí.
—¿El qué? —pregunta.
Le doy un buen puñetazo en plena boca y lo dejo inconsciente.
—Una chica difícil —me dice Fowlson mientras apuntala a mi hermano en el carruaje.
Me acomodo las faldas como es debido y tiro del guante por encima de mi mano dolorida.
—Jamás has conducido un carruaje con mi hermano en semejante estado, Fowlson. Confía en mí, me lo agradecerás.
Cuando Tom recupera el sentido —es decir, el poco que le queda—, nos sentamos cerca del dique. Las farolas arrojan círculos de luz al Támesis que se diluyen como pintura. Tom presenta un aspecto lamentable: el cuello de la camisa le sobresale como un hueso roto, y la pechera está salpicada de sangre. Sostiene un pañuelo húmedo contra su rostro magullado mientras me mira de soslayo. Cada vez que me topo con su mirada, aparta la vista rápidamente. Podría apelar a la magia para que me echara una mano, para borrar las huellas de esta noche y mis poderes de su mente, pero decido lo contrario. Estoy cansada de correr. De ocultar lo que soy para hacer felices a los demás. Dejaré que sepan mi verdad y, si eso es demasiado para ellos, al menos lo sabré.
Tom mueve la mandíbula con cautela.
—Ay.
—¿Está rota? —pregunto.
—No, zólo zuele —dice con el pañuelo en el sanguinolento labio inferior y con una mueca de dolor.
—¿Quieres hablar de ello?
—¿Hablaz ze qué?
Me mira como un animalillo asustado.
—De lo que ha pasado.
Se quita el pañuelo de la boca.
—¿De qué quieres que hable? Me dieron éter, me llevaron a un escondite secreto, maniatado y amenazado de muerte. Luego mi hermana, la debutante, a quien suponía que en la escuela estaba aprendiendo a hacer reverencias, bordados y a pedir caracoles en francés, desata una fuerza como no había visto jamás y que no puede explicar ninguna mente racional ni las leyes de la ciencia. Me mandaré encerrar mañana mismo. —Se queda mirando fijamente el río turbio que serpentea a través del corazón de Londres—. Todo eso era real, ¿verdad?
—Sí —contesto.
—Y tú no vas a...
Hace un gesto con la mano, como si agitara una varita, lo que supongo que significa «desatar las fuerzas mágicas para que me asusten».
—De momento, no.
Hace una mueca de dolor.
—¿Puedes hacer desaparecer esta jaqueca?
—No, lo siento —miento.
Se cubre la mejilla con el pañuelo humedecido y suspira.
—¿Cuánto tiempo hace que eres... así? —pregunta.
—¿Estás seguro de que quieres oírlo... todo? ¿Estás preparado para escuchar la verdad?
Tom reflexiona durante unos instantes y, cuando responde, su voz suena segura.
—Sí.
—Todo empezó el año pasado, el día de mi cumpleaños, el día en que Madre murió, aunque supongo que, en verdad, comenzó mucho antes...
Le hablo de mis poderes, de la Orden, los reinos y las Tierras Invernales. Lo único que no le confieso es que nuestra madre mató a la pequeña Carolina. Aunque no sé por qué. Quizás intuyo que aún no está preparado para conocer esa verdad en este momento. Y es posible que nunca lo esté. La gente sólo es capaz de vivir con una determinada dosis de honestidad. Sin embargo, en ocasiones también es capaz de sorprenderte. Así que le hablo a mi hermano como nunca había hecho antes, confiando en él, permitiendo que el río escuche mis confesiones de camino al mar.
—Es extraordinario —dice cuando termino y clava la vista en el suelo—. Así que, en realidad, te querían a ti y no a mí.
—Lo siento.
—No tiene mucha importancia. No me gustaba demasiado su oporto —afirma, intentando ocultar su orgullo herido.
—Hay un lugar que te aceptaría si tú los aceptaras a ellos —le recuerdo—. Puede que no sea tu opción preferida, pero son hombres cabales que comparten tus mismos intereses, y puede que lleguen a gustarte más con el paso del tiempo. —Después, cambiando de tema, le digo—: Tom, hay algo que debo saber. ¿Crees que podría haber provocado la enfermedad de Padre cuando intenté hacerle ver... con la magia...?
—Gemma, tiene tuberculosis, causada por su dolor y sus vicios. No ha sido culpa tuya.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Pero, y no me malinterpretes; eres bastante incordiante. —Se acaricia la dolorida mandíbula—. Y pegas como un hombre. Pero no has sido la causa de su enfermedad. Ha sido culpa suya.
Río abajo, la sirena de un barco emite un lúgubre sonido. Es lastimero y familiar, un aullido en la noche para quien se ha perdido y no sabe regresar.
Tom carraspea.
—Gemma, hay algo que necesito decirte.
—De acuerdo.
—Sé que adoras a Padre, pero no es el caballero blanco que imaginas que es. Ni nunca lo fue. En realidad, es encantador y cariñoso a su manera. Pero también es egoísta. Es un hombre limitado y decidido a provocar su propio final...
—Pero...
Tom me agarra las manos con la suya y me las aprieta brevemente.
—Gemma, no puedes salvarlo. ¿Por qué no lo aceptas?
Veo mi reflejo en la superficie del Támesis. Mi rostro es una silueta aguada de contornos borrosos sin delimitar.
—Porque si lo hago —trago saliva una, dos, tres veces— también tendré que aceptar que estoy sola.
La sirena del barco ulula de nuevo mientras se escabulle hacia el mar. El reflejo de Tom aparece junto al mío, igual de incierto.
—Todos nosotros estamos solos en este mundo, Gemma —dice sin amargura—. Pero si la quieres, tendrás compañía.
—¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? —pregunta Fowlson a gritos.
Kartik y él están apoyados en el carruaje como un par de estoicos morillos a la espera de un fuego que vigilar.
Le ofrezco mi mano a Tom y lo ayudo a incorporarse.
—Y esa magia tuya... ¿Supongo que no podrás convertirme en barón o en conde o en algo parecido? Un ducado estaría bien. Nada demasiado ostentoso; bueno, a no ser que te tomes la molestia de hacerlo.
Le aparto el mechón rebelde de la frente.
—No tientes a la suerte.
—De acuerdo. —Sonríe y la herida del labio vuelve a abrirse—. ¡Ay!
—Thomas, a partir de ahora tengo la intención de vivir mi propia vida como considere adecuado y sin intromisiones —le digo mientras nos apresuramos hacia el carruaje.
—No te diré cómo tienes que vivirla. Pero no me conviertas en un tritón ni en un asno rebuznante o, Dios no lo permita, en un tory.
—Demasiado tarde. Ya eres un asno rebuznante.
—Dios, a partir de ahora no habrá quien te soporte. Estoy demasiado asustado para devolvértela —dice Tom.
—No sabes lo feliz que me hace escuchar eso, Thomas. —Fowlson se dispone a abrir la puerta del carruaje, pero me adelanto a él—. Puedo sola, gracias.
—¿Adónde vamos? —pregunta Tom, rozándome al pasar, mientras se acomoda en el interior del carruaje sin tener en cuenta al resto de nosotros.
Se ha restablecido el orden.
—A un lugar donde eres bien recibido —contesto—. Fowlson, llévanos a la Sociedad Hipocrática, por favor.
Fowlson se cruza de brazos y habla sin mirarme.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué me elegiste a mí?
—Porque me fío de ellos un poco menos que de ti. Y porque, según parece, creo en ti un poco más.
—Ellos no me hubieran dejado atrás —murmura Fowlson en voz baja.
Kartik hace un gesto de mofa.
—¿Te crees eso lo bastante como para apostarte todo lo que tienes? —pregunto—. No voy a consentir que vuelvan a amenazarme. No tienen ningún poder en mí. Ésta es tu oportunidad para ser un héroe, Fowlson. No me decepciones. No la decepciones a ella —digo significativamente.
—Nunca lo haría —contesta con la cabeza gacha.
De repente me doy cuenta de que hasta Fowlson tiene su talón de Aquiles.
Al llegar a la Sociedad Hipocrática, Fowlson aporrea las puertas hasta que se abren.
—¿Qué es todo este escándalo? —exige saber un caballero de cabello cano con un montón de compatriotas pisándole los talones.
—Por favor, señores, se trata del señor Doyle. Necesitamos su ayuda.
Los caballeros se apartan a empujones entre una bruma de humo de puro. Acariciándose el rostro magullado, Tom se tambalea al salir del carruaje con la ayuda de Kartik y Fowlson, conmigo detrás.
—Doyle, viejo amigo. ¿Qué ha sucedido? —exclama el caballero canoso.
Tom se acaricia la mandíbula dolorida.
—Bueno, yo... yo...
—Cuando regresábamos de cenar, unos rufianes asaltaron nuestro carruaje —explico con los ojos muy abiertos—. Mi querido hermano nos salvó de quienes no hubieran dudado en lastimarnos.
—¿Eso... eso hice? —Tom gira rápidamente la cabeza en mi dirección. «No lo estropees», le ruego con la mirada—. ¡Eso es! Lo hice. Lamento mucho haberme retrasado.
Los hombres se dividen entre gritos y preguntas.
—¡No me diga! Una historia fantástica, ¿cómo sucedió? ¡Echemos un vistazo a esa mandíbula!
—No, no ha sido nada —tartamudea Tom.
Agarro aún más fuerte a Tom.
—No seas tan modesto, Thomas. Les hizo justicia él solo. Ni siquiera tuvieron una oportunidad contra un hombre tan valiente y honorable.
Y para poder acabar de decir todo esto he tenido que luchar con la risa que me grita ¡Ja! desde el estómago.
—Una espléndida demostración de coraje —dice uno de los caballeros.
Tom se queda parpadeando bajo la luz, como un perro viejo que carece de juicio para entrar y guarecerse de la lluvia.
—¿No te acuerdas, Thomas? Oh, querido. Me temo que el golpe que te han dado en la cabeza ha sido más grave de lo que pensábamos. Deberíamos llevarte directamente a casa para meterte en la cama y llamar al doctor Hamilton.
—El doctor Hamilton ya está aquí —dice el doctor Hamilton mientras sale al umbral, con una copa de coñac en la mano y un puro entre los dientes.
—¿Usted solo? —pregunta el hombre de pelo canoso.
Otro caballero, con unas gafas de gruesos cristales, palmea a Tom en la espalda.
—He aquí a un hombre bueno.
Un caballero más joven coge a Tom del otro brazo.
—Un brandy caliente es cuanto necesita para volver a ponerse en pie.
—Por supuesto. Me vendría muy bien, gracias —contesta Tom, intentando dar una apariencia avergonzada y orgullosa a la vez.
—Tiene que contarnos exactamente cómo ocurrió, amigo —dice el doctor Hamilton y acompaña a Tom al interior del club, pequeño aunque acogedor.
—Bien —empieza a decir mi hermano—, pues como esta noche teníamos prisa, mi chófer, tontamente, tomó un atajo cerca del puerto y nos perdimos. De repente, escuché unos gritos: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Por favor, ayúdenme!».
—¡No me diga! —exclama con un jadeo un caballero.
—Conté tres... media docena de hombres de dudoso carácter, bandidos con ojos carentes de conciencia...
Veo que no soy la única dotada de imaginación. No obstante, esta noche dejaré que Tom se lleve toda la gloria por mucho que me moleste. Un amable caballero me garantiza que mi «heroico hermano» será bien atendido, y estoy segura de que, después del relato de esta noche, tiene asegurado un puesto en esa sociedad.
—Tom —lo llamo de lejos—. Entonces, ¿Fowlson me llevará a Spence?
—¿Mmmm? Sí, por supuesto. Vete a Spence. —Me dice adiós con la mano—. Oh, ¿Gemma?
Me doy la vuelta.
—Gracias. —Sonríe abiertamente y el labio vuelve a sangrarle una vez más—. ¡Ay!
Fowlson pone en marcha el carruaje. Kartik está sentado junto a mí. Avanzamos por Londres en todo su valor y gloria: los deshollinadores desfilando hacia sus casas con los rostros cubiertos de hollín al final de una dura jornada y las escobas balanceándose sobre sus hombros; los abogados con sus sombreros pulidamente cepillados; las mujeres con sus volantes y lazos. En las orillas del Támesis, los mendigos del lodo escudriñan las inmundicias y la mugre en busca de los tesoros que puedan ocultar: una moneda, un buen reloj, un peine extraviado, un poco de reluciente buena suerte con que cambiar sus destinos.
—Cuidado con el nacimiento de mayo, cuidado con el nacimiento de mayo —canturreo—. ¿Cómo podía Circe estar al corriente de eso? Ella no sabía que llegaría hasta ella —digo en voz alta. Repito la frase unas cuantas veces más, le doy vueltas en la cabeza y se me ocurre una idea—. Un cumpleaños. La advertencia podría referirse a una fecha de nacimiento. ¿Cuándo es el cumpleaños de Amar?
—En julio —responde Kartik—. Y el tuyo es el veintiuno de junio.
—Gracias por recordármelo —digo.
—El primer día que nos conocimos.
—¿Cuándo es el tuyo? —pregunto y me doy cuenta de que no lo sé, de que nunca se lo he preguntado.
—El diez de noviembre —responde.
—Eso te descarta a ti también, ¿no? —contesto mientras me froto las sienes.
A lo lejos, oigo cómo se acercan las embarcaciones. Estamos cerca del puerto. El lugar me resulta familiar. Ya me lo pareció el día que Kartik y yo nos reunimos con Toby.
—«Contra los muelles del dolor» —digo al repetir un verso del poema de Yeats que encontré en el libro de Wilhelmina.
La ilustración que había frente al mismo: el cuadro de unos barcos en una pared. ¿Y si no se trataba de un cuadro sino de una ventana?
—¡Fowlson! —grito—. ¡Detén el carruaje!
—No creo que quiera hacer eso. Aquí no —grita inclinado hacia abajo.
—¿Por qué?
—Es un lugar tan peligroso como puedas imaginar. La Llave está llena de prostitutas, criminales, asesinos, adictos, y tipos de baja estofa. La conozco bien. Es el sitio donde nací.
Siento un hormigueo en el estómago.
—¿Cómo lo has llamado?
Pronuncia el nombre enfáticamente, como si fuera una niña tonta.
—La Llave. Y estás loca si crees que voy a dejar en este lugar un carruaje tan ostentoso.