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AVANZAMOS POR UN JARDÍN QUE HA DEJADO DE SER FRONdoso y familiar. El olor a tierra quemada nos da la bienvenida. Los árboles han ardido hasta convertirse en cenizas. Las flores han sido pisoteadas en el cieno. El arco de plata que llevaba a la gruta ha sido destruido y arrancado de la tierra. El columpio que construí con hilo de plata cuelga hecho jirones.

Las lágrimas anegan los ojos de la señorita McCleethy.

—Soñaba con verlo de nuevo. Pero no así.

Fowlson le pasa un brazo por los hombros.

—¿Qué está pasando? —pregunta Ann acunando un puñado de flores rotas.

—¡Su Excelencia!

La Gorgona aparece en el río. Está viva e ilesa. Nunca me he alegrado tanto de verla.

Fowlson da un paso atrás.

—¿Qué diablos es eso?

—Una amiga —contesto y echo a correr hacia el río—. Gorgona, ¿puedes explicarnos qué sucede? ¿Qué has visto?

Las serpientes de su cabello sisean y se retuercen.

—Locura —responde la Gorgona—. Todo esto es una locura.

—Entonces, ¿es la guerra? —pregunta la señorita McCleethy.

—Guerra —escupe la Gorgona—. Así es como lo llaman para conferirle la ilusión de honor y ley. Es el caos. Locura y sangre y el hambre por ganar. Siempre ha sido así y siempre lo será.

—Gorgona, tenemos que llegar al Árbol de Todas las Almas. Queremos destruirlo. ¿Hay algún camino seguro hasta las Tierras Invernales?

—En estos momentos no hay ningún lugar seguro, Su Excelencia. Pero de todas formas os llevaré río abajo.

Embarcamos. Hoy el río no canta con dulzura. Simplemente, no canta. Algunos lugares han escapado de los estragos de las criaturas de las Tierras Invernales. Otros no han tenido tanta suerte. En esos sitios, han dejado temibles tarjetas de visita: púas con banderas sangrientas, recordatorios de que no tendrán piedad.

Al pasar por las Cuevas de los Suspiros, muchos Hajin nos observan desde sus escondites. Asha me saluda con la mano desde la orilla.

—¡Gorgona, por allí! —grito.

Nos acercamos a la orilla y la Gorgona baja la pasarela para que Asha pueda subir a bordo.

—Están en todas partes —dice Asha—. Temo que también hayan llegado hasta la tribu del bosque.

—¿Qué es eso? —pregunta Kartik a medida que nos acercamos al velo dorado que oculta de la vista a la tribu del bosque.

Unas nubes negras se extienden por el río como una cicatriz.

—Humo —respondo y los latidos de mi corazón se me aceleran.

Nos agazapamos en la barcaza, con las manos en la boca y la nariz, y aun así el aire denso y oscuro nos provoca arcadas. Hasta el velo ha quedado obstruido, y esparce sobre nuestros cuerpos un hollín de motas doradas. Entonces, lo veo: el hermoso bosque está en llamas. Las cabañas arden y humean. Las llamas devastan los árboles hasta tal punto que parecen brotar de ellos ramas rojas y naranjas. Muchos miembros de la tribu del bosque están atrapados. Gritan sin saber muy bien hacia dónde ir. Las madres corren en busca de agua con sus hijos llorando entre sus brazos. Los centauros galopan en pos de aquellos que han quedado atrás, los recogen y los suben a sus lomos mientras huyen para salvar la vida.

—No pueden ver —dice Kartik tosiendo—. El humo es demasiado denso. Están confundidos.

—¡Tenemos que ayudarlos! —grito mientras intento mantenerme de pie.

El calor es intenso. Jadeando, me devuelve de nuevo al suelo del barco.

—¡No, tenemos que llegar a las Tierras Invernales y talar el árbol! —chilla la señorita McCleethy—. Es nuestra única esperanza.

—¡No podemos dejarlos así! —aúllo.

Y, mientras grito, una chispa caprichosa se posa en mi falda y me obliga a manotearla histéricamente hasta que logro apagarla.

Oigo un chapoteo. Es Asha. Ha abandonado la embarcación y atraviesa el agua caminando hacia la orilla. Las cenizas son muy densas, pero no les presta atención.

—¡Aquí! —grita y agita los brazos para que puedan verla a través del humo.

La tribu del bosque corre hacia ella y la seguridad del río.

Incluso bajo la espesa capa de humo son capaces de encontrar sus pequeños botes. Suben a ellos y reman hacia el centro del río para alejarse de las ruinas de su antaño hermoso hogar.

Philon cabalga hasta el borde del agua y la Gorgona nos acerca a él.

—Las criaturas de las Tierras Invernales están en camino. Se acercan deprisa y sin detenerse.

—¿Cómo de grande es su ejército? —pregunta Kartik.

—Quizá sean unos mil —responde Philon—. Y tienen un guerrero con la fuerza de diez.

Kartik da una patada al suelo.

—Amar.

Fowlson entrecierra los ojos.

—¿Amar está luchando para esas criaturas? Le haré picadillo.

—No —dice Kartik.

—Ya no es uno de los nuestros, hermano. Deja de preocuparte por él —sugiere Fowlson casi en un tono amistoso.

Asha saca un cuerpo del río. La criatura está malherida; vomita agua mientras la depositamos en el barco de la Gorgona. Es Neela.

—Déjame en paz —espeta con voz ronca al ver las manos de Asha en sus brazos.

La criatura transforma su cuerpo de color violeta oscuro en el de Asha, el mío, el de Creostus y otra vez en el suyo sin esfuerzo alguno. Es como si su cuerpo no pudiera controlar esa función.

La voz de Asha es firme.

—Fuiste tú quien mató al centauro, ¿no es verdad?

Neela escupe agua.

—No sé de qué me hablas. Mentirosa.

Los ojos de Philon resplandecen al comprender.

Asha no cede.

—Pusiste la amapola de los Hajin en su mano para hacernos pasar por culpables.

Esta vez Neela no intenta negarlo.

—¿Y qué?

—¿Por qué lo hiciste? —exige saber Philon.

Las llamas del bosque arrojan sombras sobre los pronunciados rasgos de ese rostro extraordinario.

—Necesitábamos un motivo para ir a la guerra. No hubierais acudido sin ninguno.

—¿Así que inventaste un propósito?

—¡No lo inventé! ¡Siempre ha habido un propósito! ¿Cuánto tiempo hemos vivido sin la magia? ¿Cuánto tiempo hubieras dejado transcurrir a pesar de que nos la seguían negando? Ellas la tienen toda. ¡Y los repulsivos Intocables estaban por encima de nosotros! Pero tú no les hubieras atacado. Siempre has sido débil, Philon.

Los ojos de Philon centellean.

—¿Hasta tal punto la deseabas que tuviste que matar a uno de los nuestros?

Neela se esfuerza por incorporarse.

—El progreso tiene un precio —contesta desafiante.

—Y éste ha sido demasiado elevado, Neela.

—¿Un centauro por el gobierno de los reinos? Un precio barato a pagar.

—Tendríamos que haber estado alerta ante el verdadero peligro y no ir en pos de las sombras. Nos hemos quedado sin hogar. Muchos de los nuestros han muerto. Nuestra integridad ha quedado destruida. Al menos antes teníamos todo eso.

Neela no parece estar arrepentida.

—Hice lo que consideré necesario.

—Sí —dice Philon gravemente—. Como yo voy a hacer ahora.

Neela se convulsiona y tirita; sus labios se vuelven tan livianos como la piel de las uvas.

—Ha sufrido una conmoción terrible —digo—. Alguien debería de quedarse con ella.

—Dejémosla morir —dice Philon.

—No —respondo—. No podemos consentirlo.

—Yo me quedaré con ella —dice Asha ofreciéndose voluntaria.

—¿Y si los Hajin asesinan a Neela? —pregunta uno de los centauros.

La respuesta de Philon es tan fría como sus ojos glaciares.

—Entonces, ése será el precio que pague por sus crímenes.

Observo a Asha para que me confirme que no lastimará a Neela, pero su rostro no trasluce emoción alguna.

—Me quedaré con la transformista —repite.

—¿La salvaguardarás, Asha? —pregunto.

Se produce un silencio momentáneo. Inclina la cabeza.

—Tienes mi palabra.

Dejo salir por la boca el aire que he estado conteniendo.

—Cuidaré de ella aunque no lo desee —añade mientras el reflejo de unas llamas naranja danzan en sus ojos oscuros—. Y cuando tomes tu decisión, Dama de la Esperanza, a nosotros, los Intocables, nos gustaría poder opinar al respecto. Hemos permanecido en silencio demasiado tiempo.

 

 

Reunimos a los nuestros aunque son pocos, puede que cuarenta en total. Philon y la tribu del bosque cogen todas las armas que tienen. No son muchas —una ballesta, dos docenas de lanzas con cuchillas en la punta de cada una de ellas, escudos y espadas—. Es como intentar destruir el Parlamento con un dedal de pólvora. Me gustaría haber traído conmigo la daga.

—¿Cuál es nuestra mejor ruta de aproximación? —pregunto.

—Ellos cabalgan hacia las Tierras Fronterizas —dice Philon.

Felicity ahoga un grito.

—Pip.

—No puedes salvarla —responde Kartik.

—No me digas lo que no puedo hacer —espeta Felicity.

Me la llevo aparte. Nos quedamos junto al tramo de agua donde aún flotan dos pequeños botes.

—Felicity, tenemos que llegar a las Tierras Invernales cuanto antes. Podremos ir a ver a Pippa después.

—Pero ¡para entonces puede que sea demasiado tarde! Ella no sabe lo que se le viene encima —suplica Felicity—. ¡Tenemos que avisarla!

—Pippa querida —repite Ann.

Pienso en el jardín quemado, en las banderas sangrientas que hemos visto clavadas en la orilla, la tribu del bosque dejando su hogar. Haría cualquier cosa por ahorrar a Pip semejante destino. Pero correríamos un gran peligro. Las criaturas de las Tierras Invernales podrían estar esperándonos allí. Y, por lo que sé, Pippa se ha unido a ellas.

—Lo siento —respondo mientras me alejo.

—¡Eres cruel! —me grita Felicity.

Se echa a llorar. Sé que he hecho lo correcto pero no podría sentirme peor; supongo que también esto forma parte de todo lo que estar al mando implica.

Marcho junto a Philon, la tribu del bosque y los Hajin, dispuestos a entablar batalla. Transportan las armas al barco. Un Intocable se echa a su espalda deformada una aljaba de flechas y una criatura del bosque le ayuda a colocárselo. Los centauros ofrecen sus lomos a quienes quieran cabalgar.

Ann corre hacia mí sin aliento.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Me ha pedido que no te lo diga, pero tengo que hacerlo. Se trata de Felicity. Ha ido a avisar a Pippa.

Uno de los botes pequeños ha desaparecido.

—Tenemos que ir a buscarla —digo.

—No podemos —advierte Kartik, pero ya me he puesto en marcha.

—No perderé a Fee. La necesitamos. La necesito —declaro.

—La acompañaré —anuncia la señorita McCleethy.

—Yo también —dice Ann.

Kartik niega con la cabeza.

—Estáis locas si creéis que os voy a dejar ir sin mí.

—Sí, estoy loca. Pero hace tiempo que lo sabes —contesto. Hace ademán de protestar y lo silencio con un repentino beso—. Confía en mí.

A regañadientes, me deja ir, y las tres nos marchamos en el bote que queda. Kartik se queda en la orilla, mientras nos observa alejarnos en el río. Con el humo y las llamas extinguiéndose detrás de él, parece levemente irreal: un espectro, la imagen parpadeante de un espectáculo de la linterna mágica, una estrella caída, un instante perdurable.

Siento la imperiosa necesidad de dar marcha atrás y correr hacia él. Pero la corriente nos atrapa y, tras ponernos en movimiento, nos lleva hacia las Tierras Fronterizas y lo que sea que allí nos aguarda.