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LA MAÑANA DE NUESTRA PARTIDA ES UN DÍA DE PRIMAVERA tan hermoso como hacía tiempo que no veía.

Cuando al fin llega la hora de las despedidas, Felicity, Ann y yo permanecemos dubitativas en el césped delantero; nuestros ojos buscan el polvo del camino que indica la llegada del carruaje. La señora Nightwing le pone bien a Ann el cuello de su abrigo, se asegura de que el alfiler de mi sombrero está bien puesto y que la maleta de Felicity está bien cerrada.

No presto atención a nada de eso. Estoy entumecida.

—Bueno —dice la señora Nightwing por decimoctava vez en media hora—. ¿Llevan pañuelos suficientes? A una dama nunca pueden faltarle los pañuelos.

La misma Nightwing de siempre, a pesar de los horrores que sucedan; en este momento me complace su entereza, de donde sea que surja.

—Sí, gracias, señora Nightwing —dice Ann.

—Ah, bien, bien.

Felicity le ha regalado a Ann sus pendientes de granates. Y yo, el elefante de marfil que me traje de la India.

—Leeremos sobre tus admiradores en la prensa —dice Felicity.

—Sólo soy una de las chicas alegres —nos recuerda Ann—. Hay otras más.

—Sí, bueno. Todos tenemos que empezar por algo —dice la señora Nightwing con un chasquido de lengua.

—He escrito a mis primos y les he dicho que no esperen que vuelva —dice Ann—. Están terriblemente enfadados.

—En cuanto te conviertas en la sensación de los escenarios londinenses, te pedirán entradas a gritos y les contarán a todo el mundo que te conocen —le asegura Felicity, y Ann sonríe. Felicity se gira hacia mí—. Supongo que la próxima vez que nos veamos seremos unas auténticas damas.

—Supongo —respondo.

Y ya no tenemos nada más que decirnos.

Un grito se extiende entre las niñas apiñadas en el césped. El carruaje se acerca. Casi se pisotean las unas a las otras por ser las primeras en dar la noticia.

—Basta —se queja Felicity y se mete en el carruaje para alejarse del gentío.

Se ata con cuerdas el baúl de Ann. Nos abrazamos y no nos separamos durante un tiempo interminable. Finalmente sube los peldaños del carruaje que la llevará a la estación de tren que la conducirá a Londres y al Gaiety Theatre.

—Adiós —grita mientras me despide con la mano desde la ventanilla abierta del carruaje—. ¡Hasta mañana y mañana y mañana!

Levanto la mano con un medio saludo y, ella asiente; dejamos que, de momento, eso baste como despedida.

Dentro de unas cuantas horas estaré de vuelta en Londres, en la casa de mi abuela, preparándome para el vertiginoso torbellino de bailes y fiestas que constituyen la temporada social. El sábado tendré que hacer mi reverencia ante la reina y mi presentación en sociedad en presencia de mi familia y amigos. Habrá una cena y baile. Llevaré un precioso vestido blanco y plumas de avestruz en el pelo.

Y no podría traerme más sin cuidado.