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EL VIERNES, THOMAS Y YO ACOMPAÑAMOS A PADRE A BRIStol, donde aguarda el barco de Su Majestad la reina, el Victoria, dispuesto a llevarle a su hogar de la India. El puerto está inundado de viajeros bien vestidos —hombres ataviados con elegantes trajes, damas con sombreros de ala ancha para protegerse del poco frecuente sol inglés, que hoy se han visto obligadas a llevarlos pues éste brilla alegremente—. En las plataformas hay troncos apilados y atados con cuerdas, franqueados para otros destinos. Testamento de que la vida es un constante palpitar, que late en todas partes a la vez, y de que nosotros no somos más que una pequeña parte de su flujo y reflujo. Me pregunto dónde estará Ann en este momento. Quizá se encuentre en el centro del escenario del Gaiety, dispuesta a emprender un camino donde nada es cierto y donde puede ser quien desee. Me gustaría mucho verla en su nueva vida.

Mi padre ha hablado con la abuela sobre mi decisión. Está escandalizada, por supuesto, pero ya está hecho. Iré a la universidad. Después, recibiré una modesta pensión con que vivir, administrada por Tom, quien ha hecho cuanto ha podido para convencer a la abuela de que no acabaré en la calle. Sin embargo, si de verdad deseo ser independiente, tendré que trabajar. Algo inaudito. Un estigma. No obstante, me entusiasma la perspectiva de tener mis propios objetivos y ganarme mi manutención. En todo caso, es el precio de mi libertad, así que ésa es la solución.

Padre lleva puesto su traje blanco preferido. Parece que no le quede tan ajustado como debería; está demasiado delgado. De todas maneras, aún conserva una apariencia elegante. Estamos en el muelle, despidiéndonos, mientras la gente nos empuja al pasar como una ráfaga alborotada.

—Que tenga un buen viaje, padre —dice Thomas.

Padre y él se estrechan las manos torpemente.

—Gracias, Thomas —contesta mi padre tosiendo. Tiene que aguardar a que el ataque de tos remita para volver a recuperar la voz—. Te veré en navidades.

Tom tiene la vista clavada en sus pies.

—Sí. Desde luego. En navidades.

Abrazo a mi padre. Me retiene durante un instante más largo del acostumbrado, y noto sus costillas.

—Gracias por venir a despedirte de mí, cielo.

—Le escribiré —digo, intentando no echarme a llorar.

Me suelta con una sonrisa.

—En ese caso esperaré impaciente tus cartas.

La sirena del barco aúlla su aviso. Los camareros alzan la voz, llamando a los pasajeros por última vez para que embarquen. Padre sube por la pasarela y avanza lentamente hacia el borde de la embarcación entre la multitud de viajeros que se despiden con la mano. Se mantiene erguido, las manos en las barandillas, el rostro hacia adelante. El sol, esa gran linterna mágica, arroja su luz ilusoria, captando la faz de mi padre de tal manera que no veo sus arrugas, ni su palidez ni su tristeza. No veo la sombra de lo que se aposentará en las cavidades de sus ojos y diluirá lentamente los ángulos de sus mejillas. Aún no estoy preparada para renunciar a algunas ilusiones.

Cuando el barco se pone en marcha y zarpa hacia el mar deslumbrante, lo veo como me gustaría verlo: sano, fuerte y feliz; su sonrisa, una reluciente y brillante promesa de nuevos días, sin que importe lo que éstos traigan consigo.

 

 

La boda de Mademoiselle LeFarge tiene lugar el último viernes de mayo. Regreso un día antes, un jueves, y llevo mi baúl a mi antigua habitación. Los árboles se han cubierto de hojas hasta tal punto que, desde aquí, no puedo ver el lago ni el varadero. Un indicio de color parpadea en la hiedra que hay bajo mi ventana. La abro de par en par y alargo la mano. Es un trozo de tela roja. La señal de Kartik. La arranco de la hiedra y me la guardo en la cinturilla de la falda.

Una nueva cuadrilla de hombres trabaja duro en el ala este. La torreta se perfila esplendorosa. Ha dejado de ser una sajadura en el paisaje, aunque no está concluida. Se halla a medio camino, y he llegado a sentir una suerte de parentesco con ella. La puerta a los reinos está cerrada, lo que nos proporcionará tiempo suficiente para pensar, para hacer balance. Cuando regrese de la universidad, nosotros —las tribus de los reinos, mis amigas, Fowlson, Nightwing y yo, y todos los que quieran tener voz— trabajaremos juntos para forjar una suerte de constitución, un documento y un gobierno para dirigir los reinos.

En cuanto a mí, no me preocupa que la puerta se haya cerrado. Según parece, al igual que mi rebelde cabello pelirrojo o mi piel proclive a las pecas, mi habilidad para entrar en los reinos forma parte de mí. Así que, este último jueves de mayo, me siento en mi antigua cama de la academia y hago que la puerta de luz aparezca.

 

 

Los reinos no son el lugar intimidatorio que recuerdo de mis primeros días aquí; ni tampoco son un lugar que dé miedo. Son el sitio al que he ido a aprender, y quisiera saber más de ellos.

La Gorgona está en el jardín, devolviendo a su antiguo emplazamiento el arco de plata que conduce a la gruta. Ha sufrido daños pero no está inservible.

—Su Excelencia —me llama—. Una mano de más sería muy bien recibida.

—Por supuesto —contesto mientras tiro del otro lado.

Empujamos hasta que el arco se asienta en la tierra. Bascula durante un instante y luego se mantiene derecho.

—Quisiera ver a Philon —digo.

—Mis piernas están débiles después de tantos años de encierro —contesta y se apoya en un árbol para sostenerse—. Pero mi espíritu es fuerte. Vamos, te llevaré.

Me guía hasta el río y al bote que ha sido su prisión durante siglos.

—No —contesto retrocediendo—. No puedo pedirte que de nuevo este barco fantasmal y tú seáis uno.

Arquea una ceja.

—Sólo quiero llevarte.

—Está bien —contesto avergonzada—. Adelante.

La Gorgona coge el timón como un experto capitán y dirige el rumbo hacia el hogar de la tribu del bosque. Atravesamos la neblina dorada y dejo que me moje con sus motas semejantes a joyas. Algunas también se asientan en la Gorgona, que se sacude para liberarse de ellas. La orilla aparece ante nosotras. No es tan verde como antes. Ha sido mucho el daño causado por las criaturas. Los árboles calcinados se mantienen en pie como cerillas larguiruchas y la tierra parece tan dura como el cuero. Muchas tribus se han marchado. Sin embargo, los niños aún ríen y juegan a lo largo de la orilla. Sus ánimos no decaen así como así.

Muchos de ellos se acercan a la Gorgona con timidez. Sienten curiosidad por la giganta verde que camina por su hogar a grandes zancadas. La Gorgona se vuelve hacia ellos como una flecha y deja que sus serpientes siseen y chasqueen la lengua. Los niños echan a correr entre gritos, con una mezcla de temor y placer.

—¿Era eso necesario? —pregunto.

—Te lo dije. No tengo instinto maternal.

Encontramos a Philon supervisando la estructura de las cabañas. Pero no sólo la tribu del bosque levanta vigas y amartilla tejados. Están codo con codo junto a los Intocables, las ninfas y muchos transformistas. Bessie Timmons acarrea agua, fuerte y segura. Una transformista la sigue, admirando su fuerza. Incluso veo a una de las criaturas de las Tierras Invernales cubriendo los tejados con brea brillante. En el bosque hay almas de todas clases; todas las criaturas imaginables, y también mortales. Asha ofrece agua a la Gorgona, que se la bebe y le devuelve el vaso para que le dé más.

—¡Sacerdotisa! —Philon me saluda con un apretón de manos—. ¿Has venido para ocupar tu lugar entre nosotros?

—No —respondo—. Sólo he venido a despedirme temporalmente.

—¿Cuándo regresarás?

Niego con la cabeza.

—Aún no lo sé. Ha llegado la hora de que ocupe mi lugar en el mundo, en mi mundo. Voy a ir a Nueva York.

—Pero tú formas parte de los reinos —me recuerda Philon.

—Y siempre serán una parte de mí. Encárgate de todo. Tenemos mucho de que discutir cuando vuelva.

—¿Qué te hace pensar que discutiremos?

Le dedico una mirada de complicidad.

—Tenemos que discutir sobre los reinos. No me hago ilusiones de que nuestra conversación se desarrolle de forma amistosa.

—Muchas tribus nos han escuchado. También ellas se sentarán con nosotros —dice Philon.

—Bien.

Philon quita unas cuantas hojas quemadas y sopla en ellas. Forman una espiral y revolotean hasta crear la imagen del Árbol de Todas las Almas. La ilusión apenas dura unos instantes.

—La magia se halla de nuevo en la tierra. Con el tiempo ésta volverá a centuplicarse.

Asiento.

—Quizás alguna vez vayamos a visitarte a tu mundo. Le vendría bien un poco de magia.

—Me gustaría —contesto—. Pero si lo haces tendrás que portarte bien. No podrás usar a los mortales como juguetes.

Los labios de Philon se distorsionan en una sonrisa enigmática.

—¿Nos perseguirías si lo hiciéramos?

—Por supuesto que lo haría —digo y asiento con la cabeza.

La criatura extiende una mano.

—Entonces sigamos siendo amigos.

—Sí, amigos.

 

 

La Gorgona me acompaña hasta las Tierras Fronterizas.

—Lo siento, pero a partir de aquí seguiré sola —digo.

—Como quieras —contesta con una inclinación.

Las serpientes bailan en su cabeza en una alegre aureola. No intenta seguirme pero tampoco se marcha. Me permite que la abandone. Al llegar a las Tierras Invernales dejo de verla, pero aún siento su presencia.

Unos brotes diminutos han nacido de las ramas del árbol. Sus colores desafiantes pugnan por aflorar a la superficie a través de su corteza nudosa. El árbol florece de nuevo. La tierra no es como antes. Ahora es extraña, nueva y desconocida. Palpita con una magia distinta, fruto de la pérdida y la desesperación, del amor y la esperanza.

Apoyo la mejilla contra el Árbol de Todas las Almas. Bajo la corteza, su corazón late firme y fuerte contra mi oído. Paso los brazos alrededor del árbol hasta donde éstos me alcanzan. Allí donde mis lágrimas caen, la corteza despide un brillo plateado.

Tímidamente, la pequeña Wendy se me acerca. Ha logrado sobrevivir. Está pálida y delgada y tiene los dientes todavía más puntiagudos.

—Es bonito —dice mientras admira la majestuosidad del árbol con los dedos.

Me aparto de él, secándome los ojos.

—Sí, lo es.

—A veces, cuando el viento sopla entre las hojas, suena como si pronunciara su nombre, señorita. Como un suspiro —dice—. El sonido más hermoso que he escuchado jamás.

Una suave brisa agita las ramas y lo oigo, suave y bajo, una oración murmurada —«Gem-ma, Gem-ma»— y luego las hojas se inclinan y unos dedos delicados acarician mis frías mejillas.

—Wendy, me temo que no puedo ayudarte a cruzar el río puesto que has comido bayas. Tendrás que quedarte en los reinos —le explico.

—Sí, señorita —responde, su voz no denota tristeza—. Bessie y yo nos quedaremos aquí e intentaremos sacar esto adelante. ¿Puedo enseñarle algo? —pregunta Wendy.

Me coge de la mano y me lleva hasta el valle donde hace poco tuvo lugar nuestra batalla. Entre la nieve helada crecen unas plantas inesperadas. Sus raíces están profundamente enterradas en el hielo; y siguen creciendo a su pesar.

—Dígame lo que ve —me pide.

—Unos brotes espléndidos que crecen inhiestos. Como una temprana primavera —contesto—. ¿Los has plantado tú?

Niega con la cabeza.

—Sólo he plantado ésta —afirma mientras toca una planta alta de hojas gruesas, planas y rojizas—. Puse las manos en el suelo y sentí como si la magia estuviera aquí, esperando. Me concentré en ello y brotó. Así es como agarró, y el resto prosiguió por sí solo. Es un comienzo, ¿verdad?

—Sí —respondo.

El valle se extiende a lo lejos, una mezcla de color y hielo. La tierra lacerada pugna por renacer. Es un comienzo fantástico.

Un hombre se me acerca tímidamente, con el sombrero en la mano. Su terror se evidencia en sus piernas temblorosas y en sus ojos inquietos.

—Le ruego me disculpe, señorita, pero me han dicho que usted es la única que puede ayudarme a cruzar al otro mundo.

—¿Quién le dijo eso?

Sus ojos se abren de par en par.

—Una criatura temible ¡con la cabeza llena de serpientes!

—No tiene que asustarse de ella —respondo. Lo cojo de la mano y lo acompaño hacia el río—. Es tan mansa como un gatito. Probablemente le lamería la mano si tuviera ocasión de hacerlo.

—No me pareció tan inofensiva —murmura con un estremecimiento.

—Bueno, las cosas no son siempre lo que parecen, señor; tenemos que aprender a juzgar por nosotros mismos.

 

 

Los que necesitan mi ayuda salen de todas partes: uno quiere decir a su mujer que la ama, como no pudo hacer en vida; otra se lamenta por una disputa que tuvo con su hermana, una rencilla que mantuvo con ella hasta el final de sus días; incluso otra más, una chica de unos dieciocho años, está asustada por no ser capaz de alejarse de su pasado.

Se agarra con fuerza a mi brazo.

—¿Es verdad lo que he oído, que no tengo que cruzar? ¿Que hay un lugar donde puedo seguir viviendo?

Sus ojos están abiertos como platos, y en ellos se refleja una esperanza avivada por el miedo.

—Es verdad —respondo—. Pero no sin pagar antes un precio por ello. Como todo.

—Pero ¿en qué me transformaré si cruzo el río?

—No lo sé. Nadie lo sabe.

—¡Oh! ¿Me dirá qué camino tengo que tomar? Por favor.

—No puedo elegir por ti. Es una decisión que debes tomar tú sola.

Sus ojos se llenan de lágrimas.

—Es demasiado duro.

—Sí, lo es —contesto y le sostengo la mano, pues es la única magia que me queda.

Al final escoge marcharse si yo la acompaño hasta el río en la barcaza tripulada por la Gorgona. Es mi primer viaje de esta clase, y mi corazón late con fuerza. Quiero saber lo que hay más allá de lo que ya conozco. Cuanto más nos acercamos a la orilla, más brillante se vuelve, hasta el punto que tengo que apartar la mirada. Sólo escucho un suspiro de entendimiento de la chica. Noto que la barcaza es más ligera y sé que se ha ido.

Mi corazón es más fuerte cuando regresamos. Los suaves lametones de la corriente del río no son más que los nombres susurrados de los que se han perdido: mi madre, Amar, Carolina, la Madre Elena, la señorita Moore, la señorita McCleethy y una parte de mí misma que no recuperaré.

Kartik. Parpadeo con fuerza para evitar verter las lágrimas que pugnan por salir.

—¿Por qué todo ha de tener un final? —pregunto en voz baja.

—Nuestros días están contados en el Libro de los Días, Su Excelencia —murmura la Gorgona a medida que el jardín aparece ante nosotras con mayor nitidez—. Eso es lo que les confiere dulzura y un propósito.

Cuando regreso al jardín, una suave brisa sopla entre el olivar. Huele a mirra. La Madre Elena se acerca; su medallón brilla contra su blusa blanca.

—Quisiera ver a mi Carolina —dice.

—La está esperando al otro lado del río —contesto.

La Madre Elena me sonríe.

—Has hecho bien.

Me pone una mano en la mejilla y dice algo en romaní que no entiendo.

—¿Es eso una bendición?

—Sólo es un dicho: «A aquellos que ven, el mundo espera».

La barcaza avanza con lentitud, dispuesta a llevar a la Madre Elena al otro lado del río. Canta una canción de cuna. La luz crece y la cubre con su resplandor hasta que no distingo dónde acaba la luz y dónde empieza ella. Después desaparece.

«A aquellos que ven, el mundo espera.» Parece mucho más que un dicho. Y quizá lo sea.

Quizá sea una esperanza.