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TENGO QUE ESPERAR UN RATO PARA PODER HABLAR CON la señora Nightwing. Cuando pasan cinco minutos de las tres, se abre la puerta de su habitación y me permite entrar en su sanctasanctórum. Recuerdo el primer día que llegué a la academia, vestida de luto, perdida y desconsolada, sin una amiga en el mundo. Cuántas cosas han sucedido desde entonces.

La señora Nightwing cruza las manos en su escritorio y me observa por encima de sus gafas.

—¿Quería hablar conmigo, señorita Doyle?

La buena de Nightwing, tan constante como Inglaterra.

—Sí.

—Bueno, espero que sea breve. Pues tengo dos profesoras que sustituir, ahora que Mademoiselle LeFarge está a punto de casarse y que la señorita McCleethy... ahora que Sahirah... —Su voz se acalla, está parpadeando y tiene los ojos enrojecidos.

—Lo siento —digo.

Cierra los ojos durante un breve instante y los labios le tiemblan levemente. Después, como una nube oscura que sólo amenaza lluvia, se le pasa.

—¿Qué es lo que quería, señorita Doyle?

—Le estaría profundamente agradecida si me ayudara en cuanto al asunto de los reinos —digo, enderezándome.

Sus mejillas se sonrojan con un rubor auténtico.

—No veo qué tipo de ayuda puedo ofrecerle al respecto.

—Necesito que me ayude a conservar la puerta y a vigilarla, sobre todo cuando me marche.

—Sí, por supuesto —dice y asiente con la cabeza.

Carraspeo antes de proseguir.

—Y aún hay algo más que podría hacer. Se trata de la academia y de las chicas. —Levanta una ceja como si hubiera disparado un tiro—. Podría educarlas de verdad. Podría enseñarles a pensar por ellas mismas.

La señora Nightwing no mueve ni un músculo, excepto los ojos, que entrecierra hasta que se transforman en dos rajitas recelosas.

—Estará de broma, ¿no?

—Al contrario, nunca he hablado más en serio.

—Sus madres estarían encantadas de oír eso —farfulla—. No me cabe duda de que saldrían de aquí en estampida.

Doy un puñetazo en el escritorio que asusta a la taza de té de la señora Nightwing y a la propia señora Nightwing.

—¿Por qué las mujeres no tenemos los mismos privilegios que los hombres? ¿Por qué nos vigilamos tan severamente, minándonos las unas a las otras con comentarios mordaces o reprimiéndonos ante la grandeza de las cosas con un arnés de miedo, vergüenza y deseo? ¿Qué podemos pedir cuando somos incapaces de respetarnos a nosotras mismas?

»He visto cómo unas cuantas chicas lo han hecho, señora Nightwing. Pueden contener a todo un ejército si es preciso, así que, por favor se lo pido, no me diga que no es posible. Un nuevo siglo amanece. Seguramente podríamos prescindir de unos cuantos dechados en pro de más libros y mayores ideas.

La señora Nightwing está tan quieta que me da miedo que se le haya detenido el corazón con mi arrebato. Su habitual voz imperativa no es más que un chillido.

—Todas mis chicas se irían a la academia de la señorita Pennington.

—No —suspiro—. No lo harán. Sólo las bobas van a Penny.

—Qué descortés es usted, señorita Doyle —dice la señora Nightwing y chasquea la lengua. Deposita la taza de té con precisión matemática en el correspondiente hueco del platillo—. ¿Y usted? Renunciará a su temporada social para acudir a una universidad en Estados Unidos. ¿Está verdaderamente preparada para darle la espalda a todos esos privilegios y a ese poder?

Pienso en todas esas damas ataviadas con rígidos trajes de noche y sonrisas forzadas, ahogando el hambre con té tibio, esforzándose por encajar en un mundo tan estrecho, aterrorizadas de que se les caigan las anteojeras y les muestren lo que han elegido obviar.

—El privilegio no siempre implica poder, ¿verdad?

La señora Nightwing asiente lentamente.

—Le ofrezco cualquier tipo de ayuda en los reinos. Cuente con ello. Y, en cuanto al otro asunto, requiere mayor reflexión de la que le pueda conceder en este momento. El sol aún reina en el cielo, y tengo una escuela llena de chicas que precisan de mis enseñanzas y atenciones. También yo tengo mis obligaciones. ¿Hay algún otro asunto que tratar, o eso es todo por hoy?

—Eso es todo. Gracias por su amabilidad, señora Nightwing.

—Lillian —responde, tan bajo que casi no la oigo.

—Gracias..., Lillian —contesto mientras saboreo su nombre en mi lengua como un curry exótico.

—No hay de qué, Gemma. —Revuelve algunos papeles de su escritorio y los pone debajo de una caja de plata, sólo para levantarla de nuevo y volver a reordenarlos—. ¿Aún está aquí?

—Perdón —digo y me levanto rápidamente.

Me precipito hacia la puerta y casi tiro una silla.

—¿Qué es lo que dijo de la academia de la señorita Pennington? —pregunta.

—¿Qué sólo las bobas van a Penny?

Asiente.

—Sí, ésa era la frase. Bien. Que tenga un buen día.

—Lo mismo digo.

No levanta la vista ni me mira al salir. No estoy más que a unos pasos de la estancia de la señora Nightwing cuando la oigo repetirse a sí misma: «Sólo las bobas van a Penny». Y a la frase le sigue un extraño sonido, que empieza en voz baja y termina en voz alta. Una carcajada. No, una carcajada no... una risilla entre dientes. Una risa llena de buen humor y alegremente traviesa, prueba de que nunca perdemos a nuestra niña interior, con independencia del tipo de mujer en que nos convirtamos.

 

 

El día siguiente amanece de color de rosa, optimista y azucarado, y se transforma en un glorioso día de finales de primavera. Los ondulados campos verdes que hay en la parte de atrás de la academia renacen con jacintos reventones y flores de color amarillo brillante. El aire se perfuma con las lilas y las rosas. La fragancia es celestial. Me cosquillea en la nariz y me despeja la cabeza. Las nubes avanzan perezosamente en el horizonte azul. No creo que haya visto jamás un paisaje semejante, ni siquiera en los reinos. Mademoiselle LeFarge tendrá un día de boda espléndido.

Falta más de media hora para la boda, y Felicity y yo la dedicamos a pasear por los jardines, recogiendo juntas por última vez flores silvestres. Me habla de unos pantalones que jura que causan sensación en París.

—Piensa en ello, Gemma; no volver a llevar enaguas ni corsé, nunca jamás. Eso es la libertad —dice sacudiendo una margarita por el tallo para dar más énfasis a sus últimas palabras.

Arranco una rosa de su frondoso nido y la deposito con cuidado en mi bolsa.

—Serás la comidilla de la ciudad; eso seguro.

Se encoge de hombros.

—Pues que hablen. Es mi vida no la suya. Ahora tengo mi herencia y, con el tiempo y mi influencia, las mujeres con pantalones irán a la moda.

No soy lo bastante valiente para quitarme mis faldas todavía, pero sé que Felicity llevará pantalones con aplomo. Con una sonrisa maliciosa, coge su bolsa y me arroja un puñado de flores. Para no dejarme vencer, le arrojo unas cuantas a ella. Toma represalias y, enseguida, es la guerra.

—¿Te portarás bien? —pregunto riendo, una risa auténtica.

—Sólo si tú lo haces —dice Felicity entre risas, mientras reúne más de un puñado de flores.

—¡Tregua! —exclamo.

—Tregua.

Estamos cubiertas de flores pero nuestras bolsas están casi vacías. Intentamos recuperar las que podemos. Las flores están arrugadas pero huelen la mar de bien. Arranco una rosa pisoteada de la tierra y la sostengo junto a mi boca.

—Vive —murmuro y florece con un majestuoso color rosa en mi mano.

Felicity sonríe satisfecha.

—Sabes que no resistirá, Gemma. Las flores mueren. Es lo que suelen hacer.

Asiento.

—Pero no enseguida.

En la colina, las campanas de la iglesia repican y nos llaman a nuestras obligaciones. Felicity se sacude las manchas de la falda con un rápido movimiento de ambas manos.

—Malditas bodas —masculla.

—Oh, alégrate. ¿Qué tal estoy?

Apenas me echa un vistazo.

—Como la señora Nightwing. Eso es lo que pasa cuando una se hace amiga suya.

—Encantadora —digo con un suspiro.

Felicity me quita un pétalo del pelo. Levanta la cabeza y me examina. La comisura de su boca se alza levemente.

—Te pareces exactamente a Gemma Doyle.

Me lo tomo como un cumplido.

—Gracias.

—¿Vamos? —pregunta ofreciéndome su brazo.

Entrelazo el mío con el suyo, lo siento firme y seguro.

—Vamos.

Es una boda encantadora y sencilla. Mademoiselle LeFarge está resplandeciente con un vestido de crepé azul zafiro. Las chicas habíamos esperado ver un traje de novia digno de una reina —lleno de cintas y lazos y una cola tan larga como el Támesis—, pero Mademoiselle LeFarge insistió en que una mujer de su edad y posición social no debe darse postín. Y, finalmente, ha demostrado tener razón. Su vestido es perfecto, y el inspector le sonríe como si fuera la única mujer de la tierra. Pronuncian sus votos, y el reverendo Waite nos ordena levantarnos.

—Damas y caballeros, les presento al señor y la señora Stanton Hornsby Kent.

—No sé por qué ella tiene que prescindir de su apellido —refunfuña Felicity.

De repente, el órgano hace un gorgorito desafinado del himno recesional que ahoga sus palabras.

Seguimos a la feliz pareja fuera de la capilla hasta el carruaje que la señora Nightwing les ha proporcionado. Brigid se suena con fuerza en su pañuelo.

—Siempre lloro en las bodas —dice lloriqueando—. ¿No está encantadora?

Le damos la razón.

El inspector y su flamante esposa no escaparán indemnes. Con risas y gritos de «¡Buena suerte!» echamos a volar nuestras flores de azahar. Reciben un baño de un dulce olor a flores. El carruaje los lleva sendero abajo y los conduce lejos de la capilla; corremos tras ellos mientras arrojamos los pétalos al viento y los vemos flotar con la primera promesa embriagadora del verano.

El sol me calienta la espalda. El polvo que levantan las ruedas del carruaje gira en el camino mientras algunas niñas aún intentan seguirlo. Tengo las manos cubiertas de la penetrante fragancia de las flores de azahar. Todo esto me recuerda que, en este momento, no estoy entre dos mundos. Estoy en éste, bien aposentada, en un sendero cubierto de polvo que serpentea entre los jardines de flores y los bosques hasta la cima de la colina y de nuevo hasta los caminos que llevan a la gente allá donde tengan que ir.

Y, de momento, no deseo estar en ningún otro lugar.