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EL VIAJE A ESTADOS UNIDOS NO RESULTA PLACENTERO.

Los vientos soplan con demasiada fuerza. El barco y mi estómago son abofeteados por olas que ni siquiera mi magia puede aplacar. Se me recuerda que hay límites a mi poder, y algunas circunstancias tienen que soportarse con tanta elegancia como se pueda mostrar, aunque eso signifique pasar muchos días en abyecta desgracia, agarrada a una perola como un salvavidas. Pero, al fin, los mares se calman. Soy capaz de tomarme la más sabrosa taza de caldo que jamás he probado. Por fin, las gaviotas revolotean en el aire en círculos perezosos, lo que indica que ya estamos cerca de la costa. Como todos los demás, me precipito a cubierta para captar un atisbo de futuro.

Oh, Nueva York. Es la ciudad más maravillosa, deliciosamente desparramada y llena de una energía que percibo desde aquí. Hasta sus mismos edificios parecen estar vivos. No están ordenados ni cuidados como en Mayfair; antes bien, parecen retazos desemparejados de argamasa, ladrillo y humanidad empujándose los unos a los otros en un extraño y glorioso ritmo sincopado, un ritmo al que anhelo unirme.

Los padres se suben a los hombros a sus hijas ataviadas con pichis y a sus hijos vestidos de marineros para que tengan la mejor perspectiva. Una niña empequeñecida por una enorme cinta de pelo señala excitada al frente.

—¡Papá! ¡Mira!

Allí, en el puerto de la ciudad tiznado de vapor y humo, está la visión más extraordinaria de todas: una gran dama cubierta de cobre con una antorcha en una mano y un libro en la otra. No es una estadista ni una diosa ni una heroína de guerra la que nos da la bienvenida a este nuevo mundo. No es más que una mujer normal y corriente alumbrando el camino; una dama que nos ofrece la libertad de perseguir nuestros sueños si tenemos el valor de emprenderlos.

 

 

Cuando sueño, sueño con él.

Desde hace muchas noches se me aparece y me saluda con la mano desde la lejana orilla, como si esperara pacientemente mi llegada. No pronuncia palabra alguna, pero su sonrisa lo dice todo. «¿Cómo estás? Te he echado de menos. Sí, todo va bien. No te preocupes.»

Donde él se halla, los árboles están florecientes y brillan con flores de todos los colores imaginables. Algunos trozos de tierra aún están chamuscados y cubiertos de rocas. Hay pequeñas parcelas secas y yermas donde puede que no vuelva a brotar nada. Es imposible saberlo. Pero en otros lugares, diminutos brotes de hierba se esfuerzan por abrirse camino. Una capa de tierra negra y fértil pule la superficie. La tierra se sana a sí misma.

Kartik coge una ramita y la clava en el suelo blando y nuevo. Está haciendo algo, pero aún no sé de qué se trata. Las nubes se desplazan. Los rayos del sol asoman entre ellas y ahora ya puedo ver lo que hace. Es un símbolo: dos manos entrelazadas, rodeadas por un círculo perfecto y continuo. Amor. El día se libera. Lo baña todo con una luz intensa. Kartik desaparece de mi vista.

«No —grito—. Vuelve.»

«Estoy aquí», contesta.

No puedo verle. Hay demasiada luz.

«No puedes impedir el avance de la luz, Gemma. Estoy aquí. Confía en mí.»

El agua se extiende más allá de la orilla, borrando su contorno hasta que no queda nada. Pero lo veo. Sé que está ahí. Y cuando me despierto, el sol de la mañana tiñe de blanco mi habitación. La luz es tan brillante que me lastima los ojos. Sin embargo, no me atrevo a cerrarlos. No lo haré. Al contrario, intento adaptarlos al amanecer, y dejo que las lágrimas caigan por su propio peso, porque ya ha amanecido; ha amanecido y me queda mucho por ver.