Se dice que se precisa de todo un pueblo para educar a un niño. He descubierto que este dicho encierra una gran verdad. (Bueno, se necesita eso y un camión de M&M’s.) Sin embargo, para escribir el último libro de esta trilogía se precisa de algo más que un pueblo. Según mis últimas cuentas, una fantástica cafetería; un montón de cafeína y chocolate; el Guitar Hero (¡maldición!, ¡Bark at the Moon en el nivel medio!); una taza para las babas; pañuelos de papel; y muchos, muchos y comprensivos amigos, familiares, editores, editoriales y otros escritores que te hagan un guiño al pasar por Ben & Jerry’s y que, en ocasiones, tiren de la cuerda elástica de tu autoestima para rescatarte de la Noche Perpetua de Chupo el Abismo. (Noche Perpetua de Chupo el Abismo; el nombre de una nueva banda. Me lo pido.)
He revisado tantas veces este libro que me recordaba a la película Aterriza como puedas: «Mira, puedo hacer un sombrero, un broche o un pterodáctilo...». También creo haber perdido muchas de las neuronas que me quedaban. Ya que temo haberme olvidado de alguien, dejadme que haga una declaración a la totalidad: «Sois lo más; aquí hay una cesta de fruta pocha» para cada uno de aquellos con quien pueda haber compartido mi oxígeno durante los últimos dieciocho meses. Estoy segura de que me ayudasteis muchísimo. En serio. Y además, un choca esos cinco extra para los siguientes:
Mi editora, Santa Wendy de Loggia, que se merece una estampita con su cara por telefonearme y decirme con voz cálida y tranquila: «Déjame ver si podemos atrasar las fechas de entrega», en lugar de gritarme al teléfono: «¡Como vuelvas a saltarte otro plazo de entrega, clavaré tu cabeza en una pica y la dejaré fuera de mi oficina a modo de advertencia para los otros escritores!». Eres la mejor, nena.
Pam Bobowicz, alias Cuerda de Salvamento, por permitirme pasearme por su oficina ostentando un tic en el ojo y decirle: «¡Eh!, ¿tienes un minuto?», para liberarla de mis garras dos horas más tarde, y después de haberle explicado todos y cada uno de los posibles hilos argumentales hasta estar plenamente convencida de que tendría que recurrir a su botella de whisky oculta detrás de su ordenador. Te quiero, Pam.
Mi muy sufrido agente/marido, Barry Goldblatt (eso suena un poco a Chinatown, ¿no? «Mi agente, [¡plaf!], mi marido [¡plaf!]»), quien soportó increíbles cantidades de lloriqueos y se encargó de eso y del cuidado de nuestro hijo con gran aplomo.
Beverly Horowitz; a veces se necesita un pueblo; a veces la mejor madre judía en el mundo de la edición. Un gran beso.
Chip Gibson, por mantener mis dedos alejados de las teclas y obligarme a comer tarta y a burlarme de la gente haciendo chupitos de gelatina.
A la gente guay de Random House, que me permitió dejarme caer por su editorial durante tres meses y que se pasaban a verme con chocolatinas, como si fueran el Duende Keebler del mundo editorial.
Holly Black, Cassandra Clare y Emily Lauer, la Santísima Trinidad del Increíble, Genial y Mágico Método R Us Escritoras en Armas, por todo. Almuercen conmigo, señoras. Y, Holly, te quiero tanto que alumbraría a tu hijo por ti. (Di a luz de forma natural y, déjame que te diga, eso es pan comido comparado con el tercer libro de una trilogía.)
Rachel Cohn, por las bolas de helado de café (trepidantes), los CD, las fechas escritas y la compañía.
Maureen Jonson, Justine Larbalestier, Dani Bennett y Jaida Jones, por hacer la lectura más rápida del mundo del último borrador y ofrecerme sus valiosas intuiciones.
Mis pichoncitas, Cecil Castellucci, Margaret Crocker y Diana Peterfreund, por estar a mi lado con encanto, estilo y mordacidad.
A los superbibliotecarios Jen Hubert y Phil Swann, por su ayuda en mis investigaciones y por haber atendido a mis cada vez más desesperadas llamadas.
Delia Sherman, Ellen Kushner, Jo Knowles, Tracie Vaughn Zimmer, Cynthia y Greg Letitch-Smirth, Nancy Werlin, YA Writers, Tony Tallent y Chaundra Wall, por su ayuda e inspiración.
Cheryl Levine, Susanna Schrobsdorff, Pam Carden y Lori Lebovitch, por sus charlas para que no me arrojara desde la cornisa y por mostrarse siempre encantadoras.
Mis colegas de Kensington Publishing, por dejar que me tomara el tiempo que creyera necesario.
Los fabulosos camareros del Tea Lounge de Brooklyn —Aimee, Alma, Amanda, Asia, Beth, Brigid, Geri, Kevin y Rachel—, por no dejar de proveerme de cafeína y de hilaridad.
Ben Jones y Christine Kenneally, por ser tan increíblemente divertidos y compasivos, y la Banda del Sofá —Jeff Strickland, Incola Behrman, Matt Schwartz, Kyle Smith y Jonathan Hafner-Layton (¿o es Layton-Hafner?)—, por asegurarse de contarme un chiste cada vez que empezaba a parecerme a Jack Nicholson en El resplandor.
Mi madre, Nancy Bray, por su ayuda con las poesías. Gracias, mami.
Mis lectores, por seguir leyéndome.
David Levithan, por la exitosa sugerencia del título. Por desgracia, por cuestiones de marketing se consideró que Lámeme el sudor no era exactamente lo que estábamos buscando.
Y, por último, pero no por ello menos importante, mi maravilloso hijo, Joshua, por ser tan paciente con «el libro» (aquí van unos ojos en blanco), cuando lo mínimo que podía haber hecho era escribir algo sobre conejos ninja o dragones. La próxima vez, cariño. La próxima vez.