I

LA NUEVA INOCENCIA*

El hombre occidental contemporáneo, privado de un soporte cultural y religioso tradicional, siente que vive cada vez más en un universo alienante y alienado, cuyo centro ya no es un Dios-Señor trascendental o el cosmos o ni siquiera él mismo. Privado de un punto focal espacial, intenta situar este centro en el futuro, que para muchos ha llegado a ser el símbolo moderno de la trascendencia. Todas las utopías futuristas, hoy tan al uso, no son más que los signos de esta búsqueda.1 La crisis es profunda, pero los sueños de un futuro no pueden salvar a los que entretanto mueren. Paliativos y medidas a medias no sirven. Solo una μετάνοια (metanoia) radical, un cambio total de la mente, el cuerpo y el espíritu, puede salir al encuentro de nuestras necesidades.2

No basta, por ejemplo, con multar a los que utilizan métodos de explotación salvaje de nuestros recursos naturales, o con penalizar a las industrias que contaminan nuestras costas. Ni tampoco sirve para mucho enseñar a los niños a tratar bien a los seres vivos o sensibilizar a los adultos para que tomen consciencia de los problemas ecológicos. A pesar de la importancia que puedan tener estas medidas, solo tratan los síntomas. Se necesita un cambio radical; no tanto una nueva actitud del hombre hacia la naturaleza como una conversión total que reconozca y haga suyo el destino común. ¿Hasta cuándo hombre y mundo seguirán siendo enemigos? ¿Hasta cuándo insistiremos en relacionarlos como amo y esclavo, siguiendo la metáfora usada por Hegel y Marx? Mientras no se vea su relación como constitutiva de la sustancia de ambos, mundo y hombre, no se encontrará ningún remedio duradero. Por eso, yo pienso que ninguna solución dualista puede perdurar; no se trata, por ejemplo, de considerar la naturaleza como si fuera una extensión del cuerpo del hombre, sino más bien de ganar —quizá por vez primera a escala global— una nueva inocencia. Este es el desafío que nos impone nuestra situación ecológica contemporánea, un desafío que no incluye únicamente, y ni tan solo en primer lugar, los problemas de la contaminación ambiental, de la superpoblación o de la conservación de los recursos —por vitales que puedan ser—. El desafío supera en mucho los límites de los países ricos y los problemas generados por la industrialización; se trata de un desarrollo global. Por eso las soluciones tecnológicas solas, por urgentes que sean, no bastarán. Tampoco puede imponerse la solución con métodos dictatoriales o totalitarios, que ahogarían el dinamismo humano y la libertad personal con medios coercitivos y antinaturales. Necesitamos encontrar un orden ontonómico capaz de abarcar el problema en su conjunto, sin descuidar las necesidades de las ontologías regionales.3

Como ejemplo del horizonte global que los hombres creen necesario para afrontar la situación actual, podemos fijarnos en el interesante cambio que se ha dado en la autocomprensión de los cristianos modernos. Hasta hace poco, exclusividad y novedad eran señales ciertas de verdad, tanto en las religiones abrahámicas tradicionales como en los ámbitos secularizados modernos de la ciencia y del arte. Los cristianos destacaban en este aspecto: la creación ex nihilo se consideraba una contribución exclusivamente judeocristiana; la Gracia, por lo general, solo se encontraba en el cristianismo; se suponía que el amor a los enemigos era una característica exclusivamente cristiana; la salvación se encontraba solo en el cristianismo y los sacramentos eran los únicos medios de salvación: extra ecclesiam nulla salus, etc. Hoy se piensa casi lo contrario. Ahora los teólogos cristianos subrayan que los mitos bíblicos son universales porque encarnan la condición humana; que Jesús es Señor porque es una figura universal, el Hombre para todos, etc. De igual forma, los occidentales actuales explican que la ciencia es verdadera porque no tiene nacionalidad; que el arte es bello porque la belleza es patrimonio de la humanidad y no solo de unos cuantos privilegiados. No obstante, por muy provinciano que pueda ser el hombre moderno, detesta el elitismo, y la gran mayoría rinde homenaje, como mínimo de palabra, a aquellos que luchan contra el apartheid, el racismo, la discriminación; en pocas palabras: contra cualquier limitación de los derechos que se tienen por universales.

Cabe expresar esta descripción de nuestro momento actual mediante un lenguaje más filosófico-mítico y hablar de la conquista de una segunda inocencia. Me explico. El primer momento kairológico en la historia de la consciencia humana puede ser definido como momento extático.4

El hombre simplemente conoce: conoce las montañas y los ríos, conoce el bien y el mal, lo agradable y lo desagradable. El varón conoce a la mujer, y la mujer, al varón. El hombre conoce la Naturaleza y conoce también a su Dios y a los Dioses. Tropieza y se equivoca, pero se deja corregir por las cosas mismas. El hombre aprende sobre todo obedeciendo, es decir, escuchando (ob-audire) al resto de la realidad que le habla. En la actitud extática, la mente se mantiene principalmente pasiva.

Sigue un segundo momento: el momento enstático de la inteligencia humana. El hombre sabe que conoce, que es un ser que conoce. Y este conocimiento reflexivo, como el pecado original, tarde o temprano le expulsará del Paraíso.5 En el Paraíso, lo que es bueno es bueno, puro y simple; una manzana es una manzana. El planteamiento del hombre es directo. No desea ser «otro» o algo «más» de lo que es; en realidad, no hay lugar para otra cosa. El hombre completa su conocimiento conociendo el objeto. No es de extrañar, entonces, que el culto a un ídolo —que yo preferiría llamar iconolatría, en el sentido positivo del término— sea todo lo que queda de este estadio primordial, lo que queda de la morada paradisíaca del hombre.6 Al rendir culto al icono, el hombre no es consciente de sí mismo, es decir, está totalmente absorto en el hecho de honrar y alabar el símbolo de lo divino. Para él, la teofanía es tan perfecta que no puede descubrir ninguna diferencia entre la επιφάνεια (epiphania) y el θεός (theos) que en ella se manifiesta, entre el símbolo y lo que este simboliza. Y esto hace del adorador un idólatra a los ojos de un extraño más sofisticado (que ya no es inocente).

Dicho de otro modo, en el primer momento, el hombre no es consciente de lo que he denominado en otro lugar diferencia simbólica.7 Esta se manifiesta solo en el plano existencial, en cuanto el hombre continúa viviendo y adorando, sin recordar sus actos anteriores. Pero, en el segundo momento, el momento reflexivo, el hombre se da cuenta de que el símbolo es y no es la cosa. Es la cosa, porque no hay nada «en sí mismo» o «fuera» del símbolo. Pero el símbolo no es la cosa, sino precisamente el símbolo de la cosa. Cuando el hombre ve en la manzana algo «distinto» de la manzana, está a punto de perder su inocencia. En realidad, el hombre primordial ve en la «manzana» —cuando él ve la manzana— el universo entero, no como algo distinto de la manzana, sino como manzana. Es el pensamiento reflexivo lo que enfrenta al hombre, en primer lugar, con el conocimiento que ya tiene consciencia de conocer. Es consciente no solo de la manzana, sino del hecho de que la conoce. En segundo lugar, eso le da consciencia de que el conocimiento de la manzana no es todo lo que hay que conocer en ella, puesto que al menos ya sabe que conoce, y por eso sabe que conocer la manzana no agota su conocimiento. Dicho de otra forma, se hace consciente de los límites de su pensamiento y, con ello, de sus propios límites. Y así se consuela declarando que solo ahora conoce la manzana como «manzana». La identidad de la manzana, de la cual una vez dependió todo su destino, se transforma ahora en la identificación de la «manzana», sobre la cual puede decir muchas cosas, excepto que, en el fondo, la manzana «es». Empieza la diferenciación. El hombre descubre que la «manzana» es solo una «cosa». Puede ser un símbolo bello, pero no es el único, y específicamente no es lo «simbolizado», sino solo su símbolo. La diferencia simbólica se ha convertido en separación ontológica. La manzana sola ya no le satisface, porque el hombre quiere conocer también la no-manzana; mejor aún, quiere conocer mucho más que ambas cosas, manzana y no-manzana. En último término, quiere conocerlo todo, es decir, Dios, que aquí representa la totalidad. Hasta este momento no ha entendido ni ha sentido la tentación de querer ser como Dios, porque solo ahora se conoce a sí mismo como no-Dios. Y aunque haya podido sentir que es también «no-todavía Dios», no tiene la paciencia de esperar serlo al término de su peregrinación terrena. Desea ser como Dios ahora, y por esto presta atención a la serpiente que le presenta la no-manzana que el hombre intuye en la «manzana». Parece que el hombre debe comer la manzana, disfrutarla y destruirla, sacrificarla, para alcanzar lo que ahora cree entender que es el significado de la manzana. Esta búsqueda de todo lo que se esconde en la manzana caracteriza el segundo momento de la consciencia humana: el sacrificio de la inocencia.8

El tercer momento kairológico no pretende recobrar esta inocencia perdida. La inocencia es inocente precisamente porque, una vez «arruinada», no puede ser recuperada en modo alguno. No podemos regresar al Paraíso terrenal, por mucho que lo deseemos. Aquí, el deseo mismo viene a ser la dificultad mayor, tal como anhelar el nirvāṇa constituye el gran obstáculo para alcanzarlo. Por otra parte, desear no desear, anhelar no anhelar, porque solo el no-deseo es el camino, es autodestructivo, porque no es sino otro deseo, aunque más sofisticado.

El tercer momento no es una reacción, sino una conquista, la difícil y penosa conquista de la nueva inocencia.9 No arregla nada volver atrás, y tampoco podemos pretender avanzar indefinida e inconscientemente. No podemos volver atrás, actuar como si no supiéramos que sabemos, cuando en realidad sí sabemos. Este conocimiento de que somos seres cognoscentes hace imposible el conocimiento puro, a menos que (o hasta que no) lleguemos a ser el conocedor absoluto que, conociéndose a sí mismo, conoce todos los seres y todo el saber.10 Pero, por ahora, no podemos decir nada sobre el conocedor sin destruirlo, ya sea como conocedor (porque pasaría a ser conocido) o como absoluto (porque quedaría relacionado con nuestro conocimiento).11 La primera inocencia se ha perdido para siempre.

Tampoco podemos avanzar indefinidamente, no podemos pretender poseer un conocimiento sólido y válido de algo, cuando sabemos, demasiado bien, que no conocemos el fundamento en el que apoyar este primer conocimiento. Dicho de otra forma, no podemos pretender que conocemos y pararnos ahí, como si fuera un conocimiento absoluto, porque sabemos también que no sabemos. Y si realmente sabemos que no conocemos el fundamento en el que descansa nuestro saber, quiere decir que tampoco conocemos la verdad de lo que conocemos, porque esta verdad depende de algo no-conocido. Solo «conocemos» nuestra «ignorancia» con relación al fundamento de nuestro conocimiento. Ahora bien, este «conocimiento de nuestra ignorancia» no es, hablando con propiedad, ni ignorancia ni conocimiento. No es ignorancia, porque sabe. No es conocimiento, porque no tiene objeto; no conoce «nada». No podemos conocer la ignorancia como tal; no podemos conocer lo no-conocido. Si pudiéramos, dejaría de ser ignorancia y sería conocimiento.

Este «conocimiento de nuestra ignorancia» es, por lo tanto, un conocimiento que sabe que nuestro conocer no agota el conocimiento, no porque conozcamos la ignorancia, sino porque sabemos que otros tienen un conocimiento distinto del nuestro y ellos, tal vez, nos han convencido de que el suyo era precisamente el bueno. Este conocimiento de nuestras limitaciones no es un conocimiento directo, sino un conocimiento nacido de un conflicto de conocimientos, un conflicto que no podemos resolver. Nos vemos forzados a superar el conocimiento con el no-conocimiento, mediante un salto de... fe, confianza, sentimiento, intuición.

La nueva inocencia supone la superación de la desesperación intelectual que sobreviene cuando descubrimos que no podemos huir de este círculo vicioso. No podemos hacerlo con un acto del intelecto, pero tampoco con pura fuerza de voluntad, porque la voluntad está demasiado «contagiada» por el intelecto para mantener tal autonomía. Incluso si tratáramos conscientemente de superar este predominio del intelecto con un acto de voluntad, sería el intelecto el que guiaría e inspiraría este mismo acto. Una vez descubiertas las antinomias en las que estamos enredados, nos vienen ganas de saltar los muros de la cárcel donde nos encontramos presos o de huir de este valle de lágrimas, de este mundo sufriente, o de cualquier impasse dialéctico. Nadie intenta, y mucho menos quiere, saltar por encima de unos muros que no existen. En el estado de caída, el infierno no tiene puertas. La nueva inocencia no reclama que sean abolidas tanto las puertas del cielo como las del infierno, pero por otro lado tampoco desea franquear ninguno de los dos umbrales. Se mantiene en el antarikṣa, en el μεταξύ (metaxy), en el espacio intermedio, el medio positivo, el αἰών (aiōn), en el saeculum, el mundo de la vida tempiterna, sin temer el reino del Ἅιδης (Haidēs) ni ser seducido por el reino de los cielos.12

La nueva inocencia no recupera la inocencia primordial. La actitud, inconsciente de sí misma, de la atención concentrada tiene muy poco que ver con el olvido de uno mismo en la distracción disipada. Tradicionalmente esta condición se expresaba diciendo que el hombre, después de la caída, no perdió completamente su status, no quedó del todo corrompido, sino solo «herido» o, como gustan decir los escolásticos, «vulneratus in naturalibus et expoliatus in supernaturalibus» (herido en lo natural y despojado de lo sobrenatural). En el hombre existe, pues, un núcleo que posibilita una genuina recuperación, algo más que una simple restauración. Es el centro que permite que se produzca el tercer momento, y es a esta profundidad donde se encuentra la nueva inocencia.

Solo la redención puede generar la nueva inocencia. Cualquiera que sea la forma existencial que tome esta redención, está marcada por la experiencia de las limitaciones de nuestra consciencia. Encontrar los límites de la razón ha sido siempre tarea de los filósofos, pero los límites de los que hoy nos hacemos cada vez más conscientes no son solo el principio de no contradicción como límite inferior y lo sobrenatural (o el misterio) como límite superior, sino los límites intrínsecos a la concienciación misma. Es experimentar que el hecho de pensar no solamente revela y oculta, sino que también destruye cuando es llevado al extremo. Las conocidas palabras de san Agustín sobre el tiempo13 son mucho más que una figura retórica: los valores últimos de la vida humana pierden consistencia en el momento en que la consciencia reflexiva reflexiona sobre ellos. Podemos operar de un modo válido con los conceptos de Dios, justicia, patriotismo, amor, aborto, etc. —para poner ejemplos de distintas esferas—, mientras no los pensemos a fondo, mientras respetemos (porque aún lo creemos) el mito que envuelve el logos que los articula. La nueva inocencia se vincula con un nuevo mito. Y el nuevo mito no puede ser descifrado; todavía no es logos. Vemos a través de él, lo vivimos.

Podemos descubrir tres momentos kairológicos en la historia de la consciencia del hombre:

a) el momento primordial o ecuménico, es decir, la actitud pre-reflexiva en la que la naturaleza, el hombre y la divinidad se encuentran aún mezclados de manera amorfa y solo vagamente diferenciados;

b) el momento humanístico o económico, es decir, la actitud histórica en la que el proceso de discriminación y de individualización pasa de la macroesfera a la microesfera;

c) el momento de la nueva inocencia, el momento cosmoteándrico que mantiene las distinciones del segundo momento sin perder la unidad del primero.

Describo ahora brevemente esta experiencia holística, aunque sin detenerme en todos los presupuestos subyacentes ni en descifrar todas sus implicaciones para nuestra situación actual. Como hemos dicho, la nueva inocencia implica un mito nuevo y una nueva visión. Como fundamento de uno y otra está el principio cosmoteándrico, que afirma que lo divino, lo humano y lo terrenal —que cada cual los llame como prefiera— son las tres dimensiones irreducibles que constituyen lo real, es decir, la realidad en cuanto real. No niega que el poder de abstracción de nuestra mente pueda considerar, en motivo de objetivos particulares y limitados, las partes de la realidad como independientes; no niega la complejidad de lo real y sus muchos grados. El principio nos recuerda que las partes son partes y que no se encuentran yuxtapuestas de un modo accidental, sino que se relacionan esencialmente con el todo. Dicho de otro modo, las partes son participaciones reales, y no han de ser entendidas según un modelo puramente espacial, como los libros que forman parte de una biblioteca, o el carburador o el diferencial, que son partes de un coche, sino que más bien se ha de entender que conforman una unidad orgánica, igual que cuerpo y alma, intelecto y voluntad, pertenecen al ser humano: son partes porque no son el todo, pero no son partes que puedan ser separadas del todo sin dejar de «participar» de él. Un alma sin cuerpo constituye una pura entelequia. Un cuerpo sin alma es un cadáver; una voluntad sin razón es una mera abstracción y una razón sin voluntad es una fantasía artificial de la mente, etc.

Lo humano, lo divino y lo terreno son elementos constitutivos del todo, que no es reducible a ninguno de sus constituyentes.

Esta intuición no pretende que estas tres dimensiones sean tres formas de una realidad monolítica indiferenciada, ni afirma tampoco que sean tres elementos de un sistema pluralista. Aunque intrínsecamente triple, es más bien una única relación que expresa la constitución última de la realidad. Todo lo que existe, todo ser humano real, presenta una triple estructura única expresada en las tres dimensiones. No afirmo solamente que todo está directa o indirectamente relacionado con todo: la radical relatividad o pratītyasamutpāda de la tradición buddhista. Estoy también subrayando que esta relación no es solo constitutiva del todo, sino que brota también, siempre nueva y vital, en cualquier destello de la realidad. La intuición cosmoteándrica no es una división tripartita de los seres, sino que es una mirada hacia el triple centro de todo aquello que es en cuanto es.

Quizá un maṇḍala —el círculo— ayudaría a simbolizar esta intuición. No hay círculo sin centro y sin circunferencia. Las tres cosas no son lo mismo y, no obstante, no son en modo alguno separables. La circunferencia no es el centro, pero sin centro no habría circunferencia. El círculo, invisible en sí, no es ni la circunferencia ni el punto central, y sin embargo está circunscrito por una y abarca al otro. El centro no depende ni del círculo ni de la circunferencia, ya que es un punto sin dimensiones, y no obstante no sería el centro —no sería exactamente nada en este contexto— sin los otros dos. El círculo, visible solo por la circunferencia, es materia, energía, es el mundo. Y sucede así porque la circunferencia, el hombre, la consciencia, lo envuelven. Y el círculo y la circunferencia son lo que son porque hay un Dios, un centro, que por sí solo, es decir, en cuanto Dios, es, como gustaban decir los antiguos, una esfera, cuyo centro está en cualquier parte y cuya circunferencia no está en sitio alguno.14 ¿Qué podemos decir sobre el maṇḍala completo? Tenemos que distinguir lo divino, lo humano y lo cósmico: el centro no debe ser confundido con la circunferencia, y a esta última no hay que confundirla con el círculo, pero no podemos permitirnos separarlos. Al fin y al cabo, la circunferencia es el centro «agrandado», el círculo es la circunferencia «rellenada», y el centro mismo actúa como verdadera «semilla» de los otros dos. Hay una circuminsessio, una περιχώρησις (perichōrēsis) de los tres.15

En la fase ecuménica de la consciencia humana, el cosmos actuaba como centro. Puesto que esta actitud era extática, podía ser cosmoteándrica, desde el momento en que el hombre no era totalmente consciente de sí mismo ni de su especial posición en el universo. Pensar era principalmente una actitud pasiva —precisamente porque el hombre pensaba que lo era—. Pero cuando el hombre se da cuenta de que el mundo no es el centro, también él empieza a buscar el centro real y la verdadera circunferencia. Esto marca la fase transitoria de las concepciones teocéntricas, hasta que el hombre se da cuenta finalmente de que ha sido él quien ha puesto a Dios en el trono, en el centro, y quien lo considera el centro.

En la fase ecuménica, el hombre se convierte cada vez más en centro. Este momento enstático estaba destinado a convertirse en antropocéntrico, porque el hombre era consciente de ser la medida de todas las cosas y, por lo tanto, de su posición central en el universo. El pensar se hizo activo, precisamente porque el hombre tomó consciencia de su actividad mental. Pero, a medida que se da cuenta de las diversas partes de la circunferencia, descubre que no se halla sobre una línea recta y empieza a buscar un posible centro —o centros— de la curvatura. No es extraño que este problemático centro haya sido visto de múltiples maneras y no haya sido hallado fácilmente, porque cada segmento de la circunferencia proporciona un centro distinto del calculado desde otro sector de la circunferencia. Al parecer, no estaremos todos en la misma circunferencia hasta que no vayamos lo bastante lejos... y compartamos el mismo horizonte mítico.

La visión cosmoteándrica, por lo tanto, no gravita alrededor de un mismo punto y, en este sentido, no posee centro alguno. Lo humano, lo divino y lo cósmico coexisten, permanecen interrelacionados y pueden estar constituidos o coordinados jerárquicamente —como prioridades ontológicas—, pero no pueden permanecer aislados, porque eso los aniquilaría.

En conclusión: la visión cosmoteándrica caracteriza el tercer momento, la nueva inocencia, que se asemeja a una fe increíble en un centro que no está ni en Dios ni en el cosmos y ni tan solo en el hombre. Se halla en un centro móvil que solo puede encontrarse en la intersección de los tres.

 

 

* El texto de este capítulo se publicó por primera vez en catalán en R. Panikkar, La nova innocència, Barcelona, Proa, 21998, págs. 39-50. Nuestro texto se basa en la versión castellana: La nueva inocencia, Estella, Verbo Divino, 21999, págs. 63-83, y ha sido confrontado con el texto original catalán y el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 40-50.

1 Por ejemplo, la espiritualidad del «punto omega» de Teilhard de Chardin (El porvenir del hombre, Madrid, Taurus, 1964; El medio divino, Madrid, Taurus, 1967) y la teoría de Dios como absolute Zukunft de Karl Rahner (Escritos de teología, IV, Madrid, Taurus, 1969, págs. 76-86). También el Manifiesto comunista proclama: «En lugar de la vieja sociedad, con sus clases y antagonismos de clases, tendremos una asociación en la cual el desarrollo de cada uno será la condición para el libre desarrollo de todos» (II, final).

2 Frases como las que siguen son hoy ya un tópico: «Solo una transformación de este tipo impedirá que la raza humana retroceda todavía más hacia la barbarie» (L. Mumford, The Conduct of Life, Nueva York, Harcourt, Brace & World, 1951, pág. 4); «Muchos consideran esta época “sin religión”. Pero quizá significa simplemente que el pensamiento se mueve de un estado a otro. El próximo estadio no es una fe en muchos dioses. No es una fe en un Dios. No es una fe en absoluto, ni un concepto intelectual. Se trata de una extensión de la consciencia hasta el punto que llegamos a sentir a Dios o, si queréis, una experiencia de armonía, una interiorización de la divinidad, que nos unirá de nuevo con el animismo, la experiencia de la unidad perdida en el amanecer de la toma de consciencia propia. Esto expiará nuestro pecado (que significa separación); será nuestro at-one-ment» (J. S. Collins, en W. Berry, «A secular pilgrimage», en I. G. Barbour (ed.), Western Man and Environmental Ethics, Reading (MA), Addison-Wesley, 1973, págs. 138 s.; «Sí, necesitamos un cambio, pero un cambio tan fundamental y amplio que los conceptos de revolución y de libertad traspasen sus antiguos horizontes» (Ecology Action East, The Power to Create, en I. G. Barbour, Western Man, op. cit., pág. 248).

3 D. Goulet, en The Cruel Choice (Nueva York, Atheneum, 1971), ha demostrado claramente que esto se relaciona con la cuestión vital del desarrollo: «Aunque los males de las actuales formas de desarrollo sean considerables, no hemos de suponer que el subdesarrollo sea una condición tan negativa que las sociedades estén dispuestas a preferir modelos imperfectos de desarrollo. Si el hambre, la enfermedad y la ignorancia pueden ser eliminadas, es moralmente negativo perpetuarlas. Nada justifica querer preservar valores antiguos si estos refuerzan privilegios sociales, explotaciones, supersticiones y escapismos. Además, los horizontes conocidos de los hombres no deben limitarse a la tradición con la excusa de que el nuevo conocimiento es perturbador» (pág. 249). El autor, sin embargo, no minimiza las dificultades de su objetivo: «Lo importante es, en resumen, lo siguiente: la posibilidad de una diversidad cultural tiene que ser salvaguardada por una política deliberada. Surgen problemas complejos cuando es preciso decidir qué peculiaridades culturales tienen que ser permitidas y qué otras eliminadas, si interfieren en el desarrollo» (págs. 269 s.).

4 Llamo a este momento kairológico y no cronológico, para acentuar así su carácter cualitativo. Esto no significa que no haya una sucesión cronológica de los tres momentos en el interior de una misma cultura, o que no se den unas civilizaciones vivas que coexistan en el mismo espacio y que sean, sin embargo, diacrónicas temporalmente. No obstante, estos momentos pueden ser llamados kairológicos porque presentan un carácter marcadamente temporal y hasta una cierta sucesión histórica, aunque no sigan el modelo secuencial de un tiempo lineal, lógica o dialécticamente cuantificable.

5 Esta idea, tradicional en el judaísmo y en el cristianismo, y defendida también sobre todo en círculos gnósticos y místicos, ha sido resucitada por algunos autores contemporáneos, como R. Zaehner (The Convergent Spirit, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1963, págs. 44 s.), quien caracteriza el pecado original como signo de «la emergencia del hombre a la plena consciencia» (pág. 61); cf. también P. Ricoeur (Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1969), que dice: «El yahvista [autor del Génesis] quiso borrar todos los rasgos de inteligencia y discernimiento vinculados al estado de inocencia, atribuyendo las aptitudes culturales del hombre a su estado posterior a la caída. Este autor quiere presentar al hombre de la creación como una especie de hombre-infantil, inocente en toda la extensión de la palabra: este hombre-niño no tenía más que extender la mano para coger los frutos espontáneos del huerto maravilloso, y solo se despertó sexualmente a raíz de la caída y de la vergüenza consiguiente. Según este relato, la inteligencia, el trabajo y la sexualidad serían frutos del mal» (pág. 562).

6 Cf. R. Panikkar, «Betrachtung über die monotheistischen und polytheistischen Religionen», en Die vielen Götter und der eine Herr, Weilheim/Obb., O. W. Barth, 1963, págs. 43-51.

7 Para una consideración de la diferencia simbólica aplicada a la liturgia, cf. mi libro Culto y secularización, Madrid, Marova, 1973, cap. 1.

8 Tomemos como ejemplo de esta actitud la siguiente afirmación, escrita en 1951 por un hombre de acción como Dag Hammarskjöld: «De repente, el Paraíso terrenal, de donde hemos sido excluidos por nuestro conocimiento [...]», conocimiento reflexivo, sería mi amistosa corrección. Unos párrafos más adelante, en un momento en el que supongo que el autor no quiere establecer ninguna relación consciente con la primera afirmación, escribe: «Una humildad que no hace nunca comparaciones, que no rechaza nunca lo que hay por medio de alguna “otra” cosa o de alguna cosa “más”» (D. Hammarskjöld, Markings, Nueva York, Knopf, 1964, pág. 71).

9 ¿No es acaso este el significado de «quien no recibiere como niño inocente el reino de Dios, no entrará en él» (Mc 10,15)? ¿Y no es esa nueva inocencia lo que da sentido a «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5,3)? Obsérvese este último comentario en D. Hammarskjöld, Markings, op. cit.: «Madurez: entre otras cosas, una nueva falta de consciencia de sí mismo, algo que solo puedes alcanzar cuando te has vuelto totalmente indiferente a ti mismo gracias a una absoluta aceptación de tu destino» (pág. 90).

10 Cf. un texto que tiene, al menos, dos mil años (Aristóteles, Metafísica XIII, 9): «Considerandum est autem quod Philosophus intendit ostendere, quod Deus non intelligit aliud, sed seipsum, inquantum intellectum est perfectio intelligentis, et eius, quod est intelligere» (Tomás de Aquino, In duodecim libros Metaphysicorum, lect. 11, § 2614: «Debemos tener en cuenta que el Filósofo [Aristóteles] pretende mostrar que Dios no conoce ninguna otra cosa que no sea él mismo, en cuanto lo conocido es la perfección de aquel que conoce y de su actividad, que es conocer»). Y en otra parte: «[Deus] intelligit autem omnia alia a se intelligendo seipsum, inquantum ipsius esse est universale et fontale principium omnis esse, et suum intelligere quaedam universalis radix intelligendi, omnem intelligentiam comprehendens» (Tomás de Aquino, De substantiis separatis, 13 [ed. Mandonnet, 12], comentando el mismo texto de Aristóteles: «[Dios] conoce todas las demás cosas conociéndose a sí mismo, en cuanto su ser es principio universal y fontal de todo ser y que su conocimiento es una especie de raíz universal del conocer, abarcando todo conocer»).

11 Cf. las especulaciones metafísicas de la νόησις νοήσεως (noēsis noēseōs) de Aristóteles, el svayamprakaśa del vedānta y la teología de la luz de los escolásticos cristianos.

12 Podría formular la misma idea de una manera más filosófica, inspirándome en Kierkegaard, Feuerbach, Ebner y Buber, diciendo que la verdad es esencialmente relacional, que solamente la experiencia del «tú» nos abre no solo a la del ego, sino también a la del objeto, a la del mundo exterior. O bien, como he intentado explicar en otra ocasión, que el diálogo dialogal encuentra su justificación no en términos de razones pragmáticas, sino en el hecho de que la estructura misma de lo real es polar.

13 «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé» (san Agustín, Las confesiones, XI, 14, 17, en Obras de san Agustín [texto bilingüe], II, Á. Custodio Vega [ed.], Madrid, BAC, 2005, pág. 478).

14 Parece ser que la frase se encuentra por vez primera en el pseudo-Hermes, del siglo XII, Liber xxiv Philosophorum (prop. 2): «Deus est sphaera infinita, cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam» (Dios es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna). Esta es la fuente de Eckhart y, posteriormente, de Nicolás de Cusa. Cf. la interesante variación que hace de ella Alain de Lille (Regulae theologicae): «Deus est sphaera intelligibilis, cuius centrum ubique, circumferentia nusquam» (Dios es la esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna). Para otras consideraciones de la misma metáfora, que más tarde Pascal aplicará al universo, cf. K. Harries, «The Infinite Sphere: Comments on the History of a Metaphor», en Journal of the History of Philosophy XIII/1 (1975), págs. 5-15.

15 Cf. Jn 10,30.38; 14,9 ss.; 17,21; 1 Cor 1,19 ss., y también las palabras de san Agustín (De Trinitate, VI, 10, 12: PL 42, 932): «Ita et singula sunt in singulis et omnia in singulis et singula in omnibus et omnia in omnibus et unum in omnia» (De modo que cada [Persona] está en cada una de ellas, y todas en cada una y cada una en todas, y todas en todas y todas son uno), o en otro lugar (ibid., IX, 5; PL 42, 965): «At in illis tribus, cum se novit mens et amat se, manet trinitas, mens, amor, notitia; et nulla commixtione confunditur, quamvis et singula sint in se ipsis et invicem in totis, sive singula in binis, sive bina in singulis, itaque omnia in omnibus» (Pero en ellas tres, cuando el alma se conoce y se ama, subsiste la trinidad, mente, amor, conocimiento; sin la confusión de la mezcla, aunque cada una subsiste en sí todas están en todas, una en las otras dos, o dos en una, de modo que todas están en todas).