II

EL ESPÍRITU CONTEMPLATIVO: UN DESAFÍO A LA MODERNIDAD*

Contemplación es una palabra ambivalente. Sin intentar decir qué es la contemplación, o cómo podemos definirla, presenta un rasgo constante: es algo definitivo, algo que tiene relación con el fin mismo de la vida y que no es ningún medio para llegar a otra cosa. El acto contemplativo tiene en sí su propia razón de ser, su fundamento. No podemos manipular la contemplación para alcanzar algún otro fin. En este sentido, no representa una etapa. No tiene una intencionalidad ulterior. Requiere inocencia, porque la misma voluntad de alcanzar la contemplación puede ser un obstáculo para llegar a ella. El acto contemplativo es un acto puramente espontáneo, un acto libre, incondicionado, movido solo por su propio impulso, es svadhā, como diría el Ṛg-veda (X, 129, 2). La persona contemplativa simplemente «se sienta», simplemente «es», vive. La contemplación es la respiración misma de la vida.

Sócrates aprende con entusiasmo a tocar una nueva melodía con su flauta la noche antes de su muerte; a Lutero le habría gustado plantar un manzano la mañana del día en que llegara el fin del mundo; san Luis Gonzaga habría continuado jugando aun sabiendo que había de morir aquella misma noche; el maestro zen disfruta mientras observa los trabajos de una hormiga, indiferente al hecho de estar colgando sobre un abismo, ceñido a una cuerda que está a punto de ser cortada. He ahí algunos ejemplos de la actitud contemplativa, llámese como se llame: atención, consciencia, concentración, iluminación o contemplación.

Esta actitud se opone a la tendencia de la civilización moderna, tanto religiosa como secular, aunque yo no emplearía estos dos términos en este sentido, porque tanto las cosas seculares como las religiosas pueden ser sagradas, y también unas y otras pueden ser profanas.

En realidad, parece que a nuestra sociedad la mueven cinco grandes incentivos:

1) el Cielo, en las alturas, para los creyentes;

2) la historia delante, para los progresistas;

3) el deber del trabajo, para los pragmáticos;

4) la conquista de grandes cosas, para los inteligentes;

5) el afán de éxito, para todos.

Estos cinco incentivos son puestos en discusión, de una manera radical, por el espíritu contemplativo. La contemplación da importancia al hic, al nunc, al actus, al centrum escondido, a la pax interior; y no al allá, al después, al resultado, a la grandeza de las acciones exteriores o al consenso de la mayoría.

El primero de estos cinco aspectos de la contemplación desafía la religiosidad tradicional, que demasiado a menudo se contenta con aplazar para otro mundo los verdaderos valores de la vida.

El segundo rechaza el dogma fundamental de un determinado secularismo, que simplemente ha trasladado a un futuro temporal los ideales de la mentalidad religiosa.

El tercero es un tipo de praxis que invierte directamente los valores cardinales de la sociedad moderna, básicamente paneconómica.

El cuarto aparece como una interferencia extraña y destructiva de las exigencias internas del mundo tecnológico.

El quinto pone directamente en cuestión la idea antropológica predominante, según la cual la realización del hombre presupone forzosamente la victoria de uno sobre los demás, de forma que las víctimas son condición necesaria para tener la sensación de haber conseguido algo.

1. EL CIELO, EN LAS ALTURAS (EL AQUÍ OPUESTO AL ALLÁ)

Si actúas movido por una recompensa en un cielo, quizá conseguirás lo que quieres, pero esto no será un acto contemplativo, es decir, un acto de amor, cuya intención es actuar sin preocuparse de alcanzar la perfección o recibir una recompensa. Como nos recuerdan los maestros, cuando las personas contemplativas comen, comen; cuando duermen, duermen; cuando rezan, rezan. Actúan, Sunder Warumbe, «sin un por qué», como diría Eckhart.1 El contemplativo no puede concebir qué se quiere decir cuando se habla de la vida «futura», como si la vida que ahora vivimos no fuese vida, la Vida, la cosa misma. Según la mayoría de las tradiciones, quien se entrega a la contemplación experimenta la realidad, Dios, el cielo, el brahman, el mokṣa, el nirvāṇa, el satori, la iluminación, la verdad, el ser y la nada..., aquí abajo, ya desde ahora, en el acto mismo que está realizando, en la situación misma que está viviendo. La vida contemplativa ya es un estado celestial, una vida última, como dicen los místicos. Y si no fuera así, si quedara todavía algo por desear, es que no se ha alcanzado aún la contemplación.

«Maestro, os he seguido durante tres años, y ¿qué he encontrado?». «¿Acaso has perdido alguna cosa?», fue la respuesta del guru hindú.2 «Felipe, quien me ha visto, ha visto al Padre», dice el Evangelio cristiano (Jn 14,9). No hace falta nada más, ni hay que ir más allá. «El nirvāṇa es el saṃsāra, y el saṃsāra es el nirvāṇa», afirma el buddhismo mahāyāna.3 «Y si tengo que ir al infierno, tanto da; el cielo es esto, eres tú, está aquí», cantan los místicos musulmanes.4

Desear algo, incluso tener el deseo de no desear, ya es señal de que no se posee el espíritu contemplativo, de que no se ha llegado a aquella «santa indiferencia», tan subrayada por las espiritualidades ignaciana y vedántica, que trasciende todas las diferencias, hasta el punto de que a la persona contemplativa la vemos como si estuviera «más allá del bien y del mal», como dice una Upaniṣad (TU II, 9). Esta última frase debería entenderse correctamente.5 Si haces algo que crees que está mal hecho, entonces está claro que no estás más allá del bien o del mal. Se puede discutir sobre si es posible ir más allá del bien y del mal; ahora bien, aceptada esta posibilidad, las nociones de bien y de mal ya no son adecuadas para describir un acto que supuestamente ha sobrepasado ambos. «Estos dos pensamientos: “he obrado mal”, “he obrado bien”, no se le ocurren al iluminado», puntualiza el mismo texto upaniṣádico.6 La nueva inocencia no es cosa que pueda exigirse a voluntad (cf. Jn 6,44).

Los contemplativos no necesitan cielo alguno «allá arriba en las alturas», porque para ellos cada cosa es sagrada: tratan las cosas «sagradas» como si fueran profanas. Comen el pan prohibido, queman imágenes santas, pisan el śivaliṇga y no guardan los minuciosos preceptos del sabbat. ¿Por qué? Porque tratan las cosas profanas como si fueran sagradas. «Así en la tierra como en el cielo», dice una antigua oración (Mt 6,10). «Si ves al Buddha, ¡mátalo!», dice la tradición mahāyāna.7 Un mahāvākya cristiano podría ser: «Si ves a Cristo, ¡cómetelo!».

La contemplación no se preocupa por el mañana, no se interesa por cómo llegar al nirvāṇa o cómo ganar el cielo. Esta es también la razón por la cual la persona contemplativa no discute sobre doctrinas. El místico acepta las doctrinas establecidas, pero no deposita en ellas su fe. Las doctrinas son muletas o, a lo sumo, canales o gafas, pero no son ni el caminar, ni el agua, ni la vista que sugieren estas metáforas tradicionales. El dogma es hipótesis, no theoria. «La verdad solo puede ser percibida por ella misma», afirmaba Nicolás de Cusa,8 recordando al Maestro Eckhart; y esto mismo repitió también Ramana Maharshi y muchos otros antes y después de él, cada uno de una manera independiente, porque en cada caso se trataba de un descubrimiento personal. Toda afirmación que se base en algo que no sea ella misma no puede ser absolutamente cierta. El contemplativo sabe que

no me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,9

como solía decir aquel contemplativo español del Siglo de Oro, esforzándose por mostrar el lado positivo del quietismo, y proclamando de nuevo lo que los textos de la Bhagavad-gītā y los buddhistas habían dicho siglos atrás: no deberías ser ni incauto ni cauteloso, porque ni te falta todo ni lo tienes todo, sino que eres libre y, por lo tanto, libre estás de preocupaciones.10 Svarga kamo yajeta (haz sacrificios para poder ir al cielo),11 esto es importante, dice la mīmāṃsā; pero no es así como alcanzarás el mokṣa (la liberación), añade el vedānta.

Quizá los hombres de hoy no crean en un Dios que premia y castiga, y quizá no les importe mucho que exista o no un cielo allá arriba, pero la mayoría de sus acciones las hacen teniendo en cuenta las fluctuaciones de Mammón, que premia y castiga y no está en lo alto (el cielo), sino detrás (de los actos humanos). Las personas contemplativas son insensibles a esos incentivos. Han descubierto en su interior que μακάριοι (makarioi), bienaventurados, felices, lo son los pobres de espíritu (Mt 5,3). El contemplativo no se mueve por dinero, no porque lo menosprecie, sino porque no lo necesita. Por esto, una civilización que exija dinero para vivir es anticontemplativa.

2. LA HISTORIA DELANTE (EL AHORA OPUESTO AL DESPUÉS)

La sociedad secular quiere construir la «ciudad sobre la tierra». Pero esto requiere tiempo. Es decir, si temporalidad es todo lo que tenemos, la «ciudad del hombre» es siempre la «ciudad del futuro», porque la ciudad presente está muy lejos de ser aquello que debería ser. La vida moderna es una preparación para el futuro, para el tiempo venidero. El crédito, el crecimiento, los estudios, los hijos, los ahorros, los seguros, los negocios, todo se calcula para un después, se orienta hacia las posibilidades de un futuro que siempre permanecerá incierto. Siempre estamos en movimiento, y cuanto más aprisa mejor, para ganar tiempo. Sin planificación, estrategia, preparación y propósito para el futuro, la vida moderna es inconcebible. La temporalidad es la obsesión de nuestra época; el factor tiempo es el aspecto de la naturaleza que hay que vencer. La aceleración es el gran descubrimiento de la ciencia moderna. Tanto individual como colectivamente, la vida de la mayoría de nuestros contemporáneos se proyecta hacia delante, hacia la meta, hacia el premio, en medio de una implacable competencia, en dirección al «Gran Evento». La soteriología se ha vuelto escatología, sagrada y también profana.

El contemplativo, en cambio, detiene el curso del tiempo en el mundo. La temporalidad se frena para el contemplativo o, más bien, se vuelve hacia sí misma, de modo que aparece la realidad tempiterna. La contemplación no se interesa por el después, sino por el ahora. Incluso cuando el contemplativo dirige su atención a algo que tiene relación directa con el futuro, realiza este acto tan absorto en el presente que lo que puede seguir es del todo imprevisible. El acto contemplativo es creativo, un nuevo comienzo, y no una conclusión. Si eres un contemplativo, puedes encontrar a un samaritano en el camino y llegar tarde a la reunión, o simplemente puedes quedarte jugando con una bagatela que —quién sabe por qué razón— ha seducido tu fantasía. En última instancia, no tienes ningún camino que seguir, lugar alguno adonde llegar. Renuncias a todo peregrinaje, solo cuenta el presente tempiterno, y solamente este es vivido como real. El sentido de tu vida no depende solo de lo que hayas alcanzado al final, de igual forma que el sentido de una sinfonía no se encuentra únicamente en su final: cada momento es decisivo. Tu vida no quedará incompleta aunque no hayas llegado a tu edad de oro o hayas sufrido un accidente mientras hacías el camino. Cada día es una vida, y cada día se basta a sí mismo. El contemplativo no espera una eternidad después, sino que vive la tempiternidad ahora.

La contemplación revela la plenitud de todo lo que es, por el hecho mismo de ser lo que realmente es. «El hombre tiene que ser feliz porque existe», dice Ramon Llull al inicio de su voluminoso Llibre de contemplació en Déu.12 Parece que la felicidad lo es todo para el contemplativo porque el auténtico contemplativo no espera nada del mañana. El tiempo ha sido redimido, superado o negado. El reino, el nirvāṇa, ya está aquí y ahora, aunque no en un sentido newtoniano. Si eres una persona realizada, la realización nada te ha aportado. Solo que (antes) no lo sabías. Ya estás allí o, mejor dicho, ya eras aquello. El valioso perfume podía haberse vendido para dar el dinero a los pobres, pero la que amaba fue alabada, porque realizó «un acto lleno de belleza», de pura espontaneidad, como dio a entender Jesús al defenderla (Mt 26,10). «Alegraos conmigo», canta un cantor ciego bengalí bāul: «Yo no puedo ver la oscuridad». Y nosotros no podemos ver la luz —solo el mundo iluminado—.

Doctrina peligrosa es esta, llena de riesgos. Los contemplativos están «por encima» o «fuera» de la sociedad, como dicen muchos textos, pero pueden perder su inocencia. También puede ocurrir que la gente se aproveche de esta indiferencia y despreocupación y abuse de ellos para explotarlos y cometer injusticias. Sin embargo, al final parece que ningún suceso puede turbar su «perfecta alegría», como explica la tradición franciscana.

Los hombres de hoy siempre tienen prisa por llegar a la «siguiente meta», mientras que para el contemplativo no hay ninguna diferencia fundamental entre un cielo que está arriba y una historia que está delante. Ambas cosas son aplazamientos: se «entra» en el cielo o se «avanza» en la historia. Tanto si se trata de un capitalismo individualista como si se trata de un capitalismo de Estado, de fe en un cielo o de fe en la historia, la diferencia entre una ganancia que se encuentra más arriba y una ganancia contenida en el futuro es solo de grado y de dirección. Si en Occidente el marxismo es considerado una apostasía (cristiana), en Oriente aparece como una herejía (cristiana). Si en Occidente el cristianismo es considerado una alienación, en Oriente aparece como un primer paso hacia su socialización. Marxismo y cristianismo son primos hermanos.

La actitud contemplativa no sigue este modelo. Si hay que jugar al juego secular, hazlo honestamente, pero sin idolatrar sus reglas. Cada momento es un momento de por sí pleno y, todo lo más, engendra el siguiente: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar», canta Antonio Machado.13 Cada momento contiene todo el universo: la continuidad no es una cosa sólida, una sustancia, es un anātmavāda. No puede haber sensación de frustración si no acumulas méritos, poder, conocimientos o dinero, porque cada momento es un regalo único y completo en sí mismo. Khano ve maupaccaga (No dejes que el instante se escape).14 Es evidente que este presente tempiterno que experimenta el contemplativo no es solo el cruce entre un pasado fugaz, que se ha ido rápidamente, y un futuro acelerado. Más bien es una encrucijada que contiene todo el pasado, pues, habiendo muerto, ha renacido; y contiene en sí todo el futuro, pues aunque este no ha visto el alba todavía, conserva toda la luminosidad de un sol escondido que puede aparecer por cualquier punto del horizonte.

No es huyendo del tiempo —incluso si eso fuera posible— como el contemplativo descubre la realidad tempiterna, sino más bien integrándolo por completo en la dimensión vertical que constantemente cruza la línea horizontal del tiempo. La tempiternidad no es la ausencia, sino la plenitud del tiempo, pero esta plenitud no es, ciertamente, solo el futuro.15

3. EL DEBER DEL TRABAJO (EL ACTO OPUESTO AL PRODUCTO)

Parece como si la adicción actual al trabajo estuviera convirtiéndose en una epidemia que contagia a toda la humanidad. Debes trabajar porque, al parecer, tu existencia pura y simple no tiene ningún valor; por lo tanto, has de justificar tu vida haciéndola útil. Tienes que ser útil contribuyendo al bienestar de una sociedad, que ha dejado de ser una comunidad. No puedes permitirte ser un adorno, tienes que llegar a ser un valor útil. No se trata solo de que tengas una función que desempeñar: no es tu svadharma (cf. BG II, 31) lo que se espera de ti; no se trata de integrarse en un modelo social más o menos dinámico, como es el caso para las sociedades más tradicionales. Lo que se espera de ti es que produzcas, que hagas alguna cosa distinta de ti mismo, algo que pueda objetivarse y hacerse intercambiable y disponible mediante el dinero. Debes ganar lo que consumes, además de tu reputación y de tus privilegios, o serás despreciado como un parásito que no sirve para nada. El mendigo es un criminal que muy probablemente será perseguido. Nada es gratuito, nada llega como un regalo, incluso las propinas recibidas deben ser declaradas en los impuestos. Todo tiene precio, y tienes que ganar lo suficiente para pagarlo. Los trabajos pueden ser de muchos tipos, pero todos son iguales en la medida en que todos son convertibles en dinero. El reino de la cantidad, que la ciencia pide, se ha convertido en el reino del dinero en la vida de los hombres. La moneda permite la cuantificación de todos los valores humanos haciendo así posible cualquier tipo de transacción.

Eres real en la medida en que trabajas y produces. No existe otro criterio para determinar la autenticidad de tu trabajo que los resultados. Serás juzgado por los resultados de tu trabajo. Puedes descansar y hasta distraerte, pero solo para poder trabajar después mucho mejor y producir mucho más. Quizá puedas escoger el tipo de trabajo que mejor te conviene, porque si trabajas a gusto producirás más y no te agotarás tanto. Hoy, hasta a las vacas se les pone música. «El trabajo es un culto». La eficiencia es un nombre sagrado, y la vida se subordina a la producción. Incluso los alimentos son un arma militar, llamada eufemísticamente «instrumento político».

Sin duda, las sociedades tradicionales no están exentas de una cierta obligación respecto al trabajo, e incluso al trabajo en favor de otros. No deberíamos idealizar el pasado o las otras culturas. Pero hay algo específico en el «trabajo como deber» de la vida moderna. Uno de los pecados capitales en la moralidad cristiana era la melancolía, el tedio, la acedia. Hoy, eso se ha traducido como pereza, haraganería. El otium, el tiempo libre, se ha convertido en vicio y el negotium, la actividad laboral, en virtud. En una sociedad jerarquizada, una vez que llegas a la edad adulta, ocupas tu lugar, lo cual puede darte la sensación de que te has realizado. En una sociedad igualitaria, los cargos más altos están teóricamente abiertos a todo el mundo. Si no los consigues, después de haber tenido —teóricamente— las mismas oportunidades, quiere decir que eres un inútil. ¡Tienes que trabajar más y mejor!

El mundo tecnológico moderno se ha vuelto tan complejo y tan exigente que para «disfrutar de sus ventajas» hay que obedecer sus leyes. Y la primera de ellas es considerar tu trabajo como la primera de tus obligaciones. El trabajo se vuelve un fin, y este fin no es ya la realización del hombre, sino la satisfacción de las necesidades del trabajo. Asumir que cada ser humano es un conjunto de necesidades, cuya satisfacción le traerá automáticamente su realización y contento, constituye el mito fundamental que he llamado «estilo de vida norteamericano», que actualmente está en crisis en el mismo país donde tuvo origen, pero que se extiende por todo el mundo como una condición necesaria del éxito tecnológico.

En todo caso, la persona contemplativa está en desacuerdo con esta clase de razonamientos. Para empezar, tiene una actitud completamente distinta respecto al trabajo: no será el trabajo lo que tendrá prioridad, sino la actividad, es decir, el acto en sí (el finis operationis de los escolásticos), de manera que cualquier trabajo deberá tener sentido en sí mismo. Si un acto no tiene de por sí sentido, sencillamente no se hará. El respeto por todo ser y por su constitución es una característica de la actitud contemplativa. Se cultiva una planta porque el acto de cultivar tiene sentido en sí mismo: es una colaboración entre el hombre y las fuerzas vitales de la naturaleza, un perfeccionamiento tanto de la naturaleza como de la cultura, un ennoblecimiento inherente al acto mismo —no es ni el acto de un esclavo ni el del señor, sino el acto de un artista—.

La segunda intencionalidad, el finis operantis de los escolásticos, o la intención del agente, será una prolongación armoniosa de la misma naturaleza del acto. Cultivas la planta no solo porque tiene posibilidades de belleza y de aumentar la vida, sino también porque proporciona alimento; alimentarse pertenece al orden cósmico que representa el dinamismo, la influencia recíproca, el crecimiento y la transformación de todo el universo. Comer no es un acto egoísta; es comunión dinámica con todo el mundo.

En tercer lugar, tu intencionalidad tenderá a fundirse con el fin mismo del acto (finis operis), de manera que tus intenciones personales se reducen prácticamente a nada. El contemplativo renuncia a los resultados del trabajo, llevando a cabo cualquier clase de actividad por razón del acto mismo, y no por lo que pueda obtener de él (naiṣkarmya karman).16 Si la acción no tiene valor en sí misma, no se llevará a cabo. La persona contemplativa no realiza nada pensando que obtendrá algo. El arte tiene aquí cabida porque cada uno de los pasos intermedios tiene sentido en sí mismo, de la misma forma que el esbozo preparatorio o el torso escultórico pueden ser tan bellos e inspirados en su género como la obra de arte final. Eso no excluye la consciencia de realizar actuaciones parciales con vistas a un todo; pero, igual que en la ceremonia japonesa del té, cada gesto es una parte orgánica de la operación total. El ojo contemplativo es el ojo atento al brillo de cada instante, a la transparencia de las cosas más simples, al mensaje de cada día. Hay también espacio para la actividad orientada hacia el futuro, porque la causa final está presente desde el inicio, y el acto en sí es la totalidad de sus diversos aspectos.

Hoy, la obsesión por el trabajo, aun cuando no se enfoque hacia la productividad y se la llame, pomposamente, creatividad, no es capaz de hacer de cada uno de nosotros un verdadero homo faber, un creador, porque lo que haces no es ni tu vida ni tu felicidad personal y ni siquiera la colectiva. Tú trabajas —es decir, estás encadenado al instrumento de tortura (tripalium, de donde proviene «trabajo»)— para justificar de alguna manera tu existencia ante los ojos de los demás y, ¡ay!, para muchos, también ante los propios ojos y los de su Dios.

El contemplativo no es el asceta que se pone a trabajar en sí mismo, en los otros o en sus propios fines nobles. El contemplativo disfruta de la vida porque la vida es gozo y brahman ānanda, y sabe ver todo un jardín en una sola flor. Es capaz de ver la belleza de los lirios silvestres, aunque los campos sean improductivos. El contemplativo tiene espontáneamente el poder de transformar una situación gracias al gozo absoluto de haber sabido distinguir la señal luminosa en la trama aparentemente oscura de los asuntos humanos.

4. EL PODER DE LAS GRANDES COSAS (LA INTERIORIDAD CONTRAPUESTA A LA EXTERIORIDAD)

Una praxis fundamental en la vida contemplativa es la concentración, es decir, el intento de llegar al centro. Este centro es interior, no tiene dimensión alguna y es equidistante de todas las actividades. Una vez establecido el centro, adquieres la serenidad, en alemán Gelassenheit, en español sosiego, en sánscrito śama, en latín aequanimitas, en griego σωφροσύνη (sōphrosynē): ninguno de estos términos debería confundirse con autocomplacencia. Este equilibrio interior no tira de ti hacia el lugar donde «está la acción», no te tienta con un lujo cada vez mayor, ni te seduce con el poder de las grandes cosas. Las sustancias concentradas tienen más densidad, pero menos volumen.

En realidad, el hecho mismo de que palabras como «grande» o «gran» denoten cualidad y bondad traiciona la mentalidad moderna fascinada por los imperios económicos, las multinacionales y las superpotencias. Cuando hablamos de las «grandes religiones», queremos decir las religiones «importantes». El denominado «poder de la mayoría» constituye otro ejemplo en este sentido; aunque una mínima tecnocracia puede manipular a las masas a través de la tecnología, es la «mayoría» la que detenta teóricamente el poder. Lo que cuenta aquí, lo que confiere valor son las cifras. Si resulta que eres distinto «del resto», podrás verte muy fácilmente amenazado o por lo menos sentirte inseguro. En tal situación, el centro no lo tienes dentro de ti. Estás fuera del centro. El «centro» está fuera de ti, en el poder que quieres conquistar.

El imperialismo lingüístico es también otro ejemplo de esta actitud. A los dialectos, cuando no se los desprecia abiertamente, no se les concede ninguna importancia. Hay que hablar por lo menos una «lengua internacional». Eso te hace importante. A los que viven en los pueblos sencillamente se los tilda de provincianos. Tus modismos, si no siguen la moda dictada por los medios de comunicación, son o ininteligibles o considerados extraños por la mayoría. La lengua siempre ha sido una creación del grupo que vive, que habla. La poesía de la mayor parte de las lenguas tiene su humilde nacimiento en la especificidad expresiva de los dialectos hablados. Estos dialectos pueden ser tanto el de Dante, que ha penetrado en el uso común, como el sánscrito forjado por los paṇḍit, o una lengua moderna occidental impuesta sutilmente por las clases llamadas eruditas. Los académicos hablan su dialecto, de la misma manera que otros grupos hablan el suyo. Hoy son los que tienen poder suficiente quienes difunden su habla idiosincrática, su manera particular de concebir el mundo, de decir las cosas, asediando ojos y oídos de millones de espectadores pasivos. Los juglares y los cantores de los poblados de la India están desapareciendo rápidamente. La gente escucha a los pocos que han triunfado y que cantan por la radio. A los otros se les llama mendigos. La lengua ha llegado a ser algo que escuchamos o leemos pasivamente, una mercancía que recibimos más que un medio vivo con el que nos expresamos de forma creativa y con el que delimitamos el significado de las palabras de nuestros interlocutores en el diálogo. Mantenemos muchos más monólogos que diálogos. No es de extrañar que nuestra lengua se deteriore y que el arte de conversar se vuelva elitista, porque nuestras expresiones se construyen según lo que vemos en la televisión, escuchamos por la radio o vemos escrito por los que redactan la prosa diluida y simplista a que nos someten nuestros periódicos. El ἰδιώτης (idiōtēs, aquel que tiene una manera de ser propia, particular) ha pasado a ser un idiota, y la idiosincrasia casi un insulto.

El símbolo indiscutible de la «civilización» es la «gran ciudad», donde prevalece la mentalidad de los medios de comunicación.

Se nos estimula a ascender cada vez más en términos de importancia, poder, éxito; debemos avanzar para sentir que somos alguien, ganar confianza en nosotros mismos e inspirarla en los demás. La movilidad deviene el auténtico símbolo de nuestro estatus. El crecimiento ha llegado a ser un concepto cuantitativo: conseguir lo máximo es el ideal.

La persona contemplativa no solo comprenderá la necesidad teórica de descongestión que tiene la sociedad moderna, sino que la pondrá en práctica. Si no soy capaz de encontrar el centro de la realidad en mí mismo —o, por lo menos, en aquella realidad que es concéntrica respecto a mi propio centro—, no seré capaz de superar la sensación esquizofrénica de ser una persona desplazada porque no vivo en la capital o no trabajo en la mejor universidad, en la mayor industria, sociedad o empresa, o porque no gano el sueldo más alto posible. Me sentiré nervioso, o por lo menos tenso, hasta que no haya conseguido llegar a la cima —no al centro—.

Los contemplativos no se prestan a este juego, y no por motivos egoístas o por una especie de hedonismo (como dice el proverbio castellano del «ándeme yo caliente y ríase la gente»); tampoco porque la eficiencia los deje indiferentes o porque aprecien solo las cosas pequeñas, sino porque, para ellos, el verdadero sentido de la vida está en otra parte. Aunque muchos hombres de Estado y pensadores laicos, como Aldous Huxley y Arnold Toynbee, hayan escrito que es una quimera pensar que la política puede cambiar el mundo, esta ilusión continúa tentando a personas religiosas a convertirse en «simples» políticos. Pero hay una dimensión más profunda de la vida, un teatro más amplio donde podemos trabajar por un verdadero cambio. Es aquí donde descubrimos la dimensión monástica del hombre, a menudo olvidada.17

El contemplativo es feliz, como lo es un niño sano jugando entusiasmado con un juguete. Viendo cómo disfruta, alguien podría intentar quitárselo de las manos, pero el niño volverá a jugar con otro distinto, y así puede pasar una y otra vez, mientras alguien siga pensando erróneamente que la felicidad del niño depende del juguete.

Ya hemos dicho anteriormente que la contemplación supone un riesgo, porque esta «santa indiferencia» puede ser explotada por otros, que podrían traspasar los límites de lo tolerable. Una religión que fomente solo la contemplación puede convertirse no solamente en el opio que administraban, pongamos por caso, los ingleses a los chinos, sino también en el que administran los misioneros, los brahmanes y los sacerdotes a la gente. Por esta razón, los maestros tanto de Oriente como de Occidente, han hablado siempre de viveka, el discernimiento, como elemento indispensable de una vida auténticamente contemplativa.

5. EL AFÁN DE ÉXITO (EL CONTENTAMIENTO OPUESTO AL TRIUNFO)

«Ambición» es una palabra clave para el mundo de hoy, pero es también un término ambivalente. Por una parte, todo ser humano quiere y necesita realizar algo, o por lo menos así se nos ha dicho. Existe un afán innato que impulsa a los hombres hacia la perfección, en una especie de autosuperación; queremos desplegar todas nuestras posibilidades latentes para hacer efectivas todas nuestras potencialidades. Por otra parte, esta necesidad urgente de «ser» se traduce, sobre todo en Occidente, en la necesidad de tener éxito en el plano social, tal como se entiende hoy en las naciones industrializadas. Los hombres y las mujeres de hoy sienten una preocupación frenética por ganarse la aceptación de los que les rodean. En una sociedad que se llama a sí misma democrática, parece que nuestro poder es, entre otras cosas, directamente proporcional a la reputación de que gozamos. Se nos ha enseñado que debemos crearnos una imagen propia y proyectarla con destreza al exterior, de forma que nuestros actos y palabras tengan un peso. El hombre moderno aspira a estar en los centros de decisión; debe estar implicado en lo que le interesa a la sociedad en todos los niveles, porque es la sociedad, y no un dharma, el derecho, el orden, o Dios, lo que gobierna y decide en nuestras vidas: necesitamos triunfar. Cuando buscamos el motivo dominante que mueve a las personas en nuestra sociedad, descubrimos que se trata del deseo de tener éxito, de conseguir resultados. El éxito, en una sociedad tecnológica, se ha convertido en un valor objetivado, fácilmente medible en términos del poder financiero o de supuesta libertad económica. El éxito, en una sociedad competitiva, se mide por el número de personas (víctimas) que hemos dejado atrás. No se trata de una satisfacción personal, sino de un éxito objetivado.

Sin duda alguna, muchas religiones tradicionales han tenido el mismo modelo objetivado, según el cual solo los vencedores y los héroes alcanzan el cielo, los otros son aniquilados, van al infierno o son condenados a regresar una vez tras otra a la tierra. En un sistema de este tipo, es fácil caer en la trampa de despreciar las ambiciones terrenas, porque hemos proyectado el mismo tipo de deseos en un reino de otro mundo. Los monasterios bien podrían estar llenos de personas que, dándose cuenta de que no consiguen triunfar en las cosas de este mundo, buscan la oportunidad de triunfar trabajando y esforzándose por una recompensa en el cielo. Una cierta imagen antropomórfica de Dios es también una transposición, aunque más refinada en cierto sentido, de la misma actitud: se puede hacer cualquier cosa para complacer a un Dios personal, incluso ignorar el reconocimiento de los demás hombres, porque estamos seguros de que Dios está contento de nosotros, nos ve y, llegado el momento, nos habrá de premiar.

Esta actitud no debería confundirse con la motivación del amor por el amado, humano o divino, que te impulsa a hacer cualquier cosa por complacer a quien te quiere y hacerla solo por su amor. Él o ella, o la persona divina, son el verdadero fin y la fuerza motriz de tu vida, de cada una de tus acciones.

La espiritualidad bhakti de todos los tiempos y lugares parece ser una constante humana, algo que siempre atraerá a un tipo determinado de personas. Pero, incluso con las necesarias correcciones, y a pesar de notables variaciones, este no es el enfoque del contemplativo.

La contemplación, por supuesto, no existe sin amor, pero puede haber amor sin contemplación. Además, para el contemplativo el amor no es el motivo último. O, mejor dicho, es el último motivo, pero el motivo no es todavía la cosa en sí. En última instancia, el contemplativo actúa sin motivo; no hay motivo ulterior, externo o ajeno, que se distinga de la acción, que ha sido hecha por sí misma. Jacopone da Todi lo expresó exclamando: «La rosa non ha perchéne» (La rosa no tiene un porqué). Es porque es. Simplemente existe, aunque, como los lirios del campo, será por un tiempo muy corto; o, más bien, ningún tiempo es corto, porque cada instante es, y es único. Los contemplativos queman su vida a diario; cada día agota todos los eones y todos los universos, cada momento es una «nueva» creación. Ahora bien, no hay que confundir la auténtica actitud contemplativa con ninguna de sus trampas, como el narcisismo o el puro placer estético y la autocomplacencia. «La vertù non è perchéne, ca’l perchéne è for de tene» (La virtud no tiene un porqué, ya que el porqué está fuera de lugar), dice el mismo franciscano.18

Para los contemplativos no existe un «arriba», o un «aquí abajo»; no discutirán nunca si existe Dios en el sentido en que la mayoría de las religiones tradicionales lo entiende.

Por eso los contemplativos nos sorprenden. No hay manera de obligarlos a nada. No hay forma de predecir qué harán o cuál será el siguiente paso. Los «locos por Dios» de Rusia, de la India y de otros lugares, la locura de Platón y el entusiasmo del chamán podrían aportarnos ejemplos de este fenómeno aparentemente anárquico. Es el Espíritu quien los guía. Y el Espíritu es libertad y no se lo puede reducir al logos. A pesar de ello, los contemplativos también pueden aprender a actuar como cualquier otra persona, aunque con una «motivación» de otra clase; descubriréis un destello de alegría en sus acciones y, a menudo, también lo que podría parecer una sonrisa irónica. No se nos oponen con otro poder, un poder contrario, sino que de algún modo hacen que nuestro poder pierda toda su fuerza, no dedicándole simplemente la más mínima atención.

De igual forma los estudios contemplativos desafían nuestra idea acerca de lo que quiere decir «estudio», es más, recuperan su significado original.19 No se puede enseñar contemplación ni tampoco estudiarla como una materia cualquiera. Studium puede significar dedicarse a la contemplación, el anhelo de comprender de qué se trata, sin otra razón que el conocimiento en sí: practicar la contemplación, hacerse contemplación. El estudio es entonces la contemplación misma, un fin en sí mismo y no un medio para dominar una disciplina determinada u obtener información acerca de lo que dicen los llamados contemplativos.

El concepto de «estudio» implica algo más cuando se aplica a la contemplación. El studium contemplativo indica que el acto contemplativo no se ha completado todavía y, por lo tanto, que aún no es perfecto; indica que el acto contemplativo en sí aún se está haciendo; implica el esfuerzo o más bien la tensión del alma que, habiendo entrevisto de alguna manera su meta, no la alcanza todavía, y se extiende, por así decir, entre nuestra condición humana común y su (relativa) plenitud. El studium es el camino. Un solo trazo de pincel de los calígrafos japoneses puede no ser toda la frase o no contener el significado completo y, sin embargo, en cada uno de los trazos se contiene todo un mundo, y la motivación final o la frase completa ya está contenida en cada uno de los trazos. Esto significa que el acto contemplativo es un acto «holístico» y no puede por ello atomizarse a voluntad. En definitiva, el estudio contemplativo no constituye una materia en la que indagar o un objeto de investigación. Es sobre todo una actitud, una manera especial de ver las cosas o, más aún, una auténtica apropiación, la verdadera asimilación del objetivo (ad-propius: más cercano). Como todo está cerca, todo se considera sagrado, un fin en sí mismo y no un medio. Se convierte en tu vida, en tu amor: «Amor meus, pondus meum!».20

 

 

* El texto de este capítulo se publicó por primera vez en catalán en R. Panikkar, La nova innocència, Barcelona, Proa, 21998, págs. 60-77. Nuestro texto se basa en la versión castellana: La nueva inocencia, Estella, Verbo Divino, 21999, págs. 39-52, y ha sido confrontado con el texto original catalán y el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 51-65.

1 Cf., por ejemplo, Sermo 26 (Die deutschen und lateinischen Werken, II, 26-27); Sermo 41 (ibid., II, 249) y passim, tal como aparece en la ed. crítica de J. Quint (Stuttgart, Kohlhammer, 1971).

2 Ramana Maharshi.

3 Mādhyamika-kārikā, XXV, 19.

4 Rābi‘a y también al-Bisṭāmī.

5 Cf. por ejemplo BG II, 50.

6 TU II, 9; cf. también BU VI, 3, 22; MaitU VI, 18, etc.

7 Cf. Taisho 45.500 (El proverbio se atribuye a Nāgārjuna).

8 De Deo abscondito 3.

9 Texto anónimo, por miedo a la Inquisición, que algunos autores han atribuido a santa Teresa de Jesús, entre otros. Cf. BG III, 4; IV, 20; XVIII, 49; Dīgha-nikāya III, 275; etc.

10 La frase inglesa «you should be neither careless nor caruful because you are neither “less” nor “full” but free and thus care free» contiene un juego de palabras intraducible.

11 Frase ritual de los brahmanes.

12 R. Llull, Llibre de contemplació en Déu I, 2: «Molt se deu alegrar l’home per ço com és en ésser». El primer capítulo trata del gozo del hombre por la existencia de Dios; y el tercero, por la existencia del prójimo. Philosophus semper est laetus (El filósofo siempre está contento), añadió en su Liber Proverbiorum (ed. maguntina, VI, int. V, pág. 122). Su Llibre de mil proverbis comienza con un proverbio sobre el gozo: «Haja’s u alegre, per ço car Déus és tot bo e complit» (Alégrese cada cual, porque Dios es todo, y en todo bueno y cumplido).

13 Proverbios y cantares V.

14 Dhammapāda, 315.

15 Cf. R. Panikkar, «El presente tempiterno», en A. Vargas-Machuca (ed.),Teología del mundo contemporáneo, Madrid, Cristiandad, 1975, págs.133-175.

16 Cf. BG III, 4, 20; XVIII, 49.

17 Cf. R. Panikkar, Elogio de la sencillez, Estella, Verbo Divino, 1993.

18 Laudi I, X. Cf. también A. Silesius, Cherubinischer Wandersmann, I, 289: «Die Ros’ ist ohn warum, sie blühet weil sie blühet» (La rosa es sin porqué, florece porque florece; trad. cast.: El peregrino querubínico, Burgos, Monte Carmelo, 2011).

19 Cf. el significado clásico de svādhyāya en el jainismo y en el hinduismo. Cf. por ejemplo TU I, 9, I.

20 «Mi peso es mi amor» (san Agustín, Las confesiones, XIII, 9, 10, en Obras de san Agustín [texto bilingüe], II, Á. Custodio Vega [ed.], Madrid, BAC, 2005, pág. 561).