II

EL ORIGEN: EL SILENCIO*

 

 

In silentio et in spe

erit fortitudo vestra

En el silencio y en la esperanza

estará vuestra fuerza.

ISAÍAS1

El silencio es un símbolo con muchas dimensiones y múltiples estratos, que apunta, por lo tanto, en muchas direcciones. Su fuerza nace de la situación vital con la que se lo relaciona. La vida puede ser vivida a varias profundidades. Eso que llamamos silencio proviene de las distintas profundidades de la vida y, si estamos bien dispuestos, puede guiarnos hacia el interior de ellas.

De acuerdo con los cuatro estados del brahman (el Ser), la vigilia, el sueño, el sueño profundo privado de sueños y el estado más allá de cualquier estado (MandU III-VII), podemos distinguir en el silencio cuatro momentos muy distintos.

Primero: la anulación de las palabras. Se calla a pesar de que hay mucho que decir. Se calla por prudencia, por cautela o por miedo. Este silencio equivale a enmudecer. Ejerce violencia, corta la respiración. Calcula mientras distingue y separa. Al separar, aísla al viviente y le quita la respiración vital. Impide el flujo de la vida.

Segundo: el desconcierto de las palabras. Se calla por falta de palabras adecuadas. Se calla por desconcierto, por inadecuación o por ignorancia. Es un silencio que produce distanciamiento, que rehúye el contacto. Hace que se atrofie y se apague la relación viva. En el aislamiento acecha la muerte.

Tercero: la insuficiencia de las palabras. Se calla porque advertimos estar ante algo inexpresable. Se calla por imposibilidad de expresar lo que se ha experimentado. Se vislumbra lo inefable y se tiene consciencia de ello. Es el silencio de quien se queda sin palabras. El estupor ante el misterio. El peligro está en la inmovilidad y en quedarse bloqueados. Aquí el hombre, por lo general sin ser consciente de ello, es puesto ante una decisión: afirmar la vida u optar por la racionalidad. La racionalidad: el intento de traducir lo inefable en palabras y en conceptos. La vida: el riesgo de dejarse apresar por lo inefable quedándose en silencio. Esto conlleva la cuarta distinción.

Cuarto: la ausencia de palabras. El silencio, aquí, no es «estar en silencio», callar en medio del ruido. Y tampoco es callar por no tener nada que decir: se calla más bien porque no hay nada que decir, o bien, como afirma otra Upaniṣad (KenU I, 5), porque «lo que la palabra no dice» es (brahman). Aquí la palabra no agota la realidad. El silencio es el silencio de la palabra. La palabra deja de estar presente. Queda solo el silencio. No es el anonadamiento de la palabra, sino su ausencia —desde el momento en que ya no se presenta nada que sea existente—. Nos proponemos ahora tratar de esta cuarta modalidad del callar: «De lo que no se puede hablar» (Wittgenstein) es precisamente aquello que debe experimentarse como silencio.

¿Puede un hombre expresar el silencio, ese silencio del que no se puede hablar, o bien es esto en sí mismo una contradicción? Cuando no se puede articular ninguna proposición, porque no hay nada expresable y nada inefable —también lo inefable, al menos como inefable, puede decirse—, entonces se entreabre el silencio como tal. Por lo tanto, el silencio no es eso que descubrimos como inefable, sino aquello que podemos recuperar como no dicho. Este re-cuperar pertenece al «logos silencioso», del que habla Plotino.2 Pero esto que re-cuperamos así —con el logos— no es la palabra, sino el silencio. Desde este punto de vista más profundo, palabra y silencio —como veremos— van juntos. Precisamente la íntima relación entre palabra y silencio es aquello que permite hablar del silencio sin contradicción.

Algunas escuelas de meditación hablan de ausencia de pensamientos; ausencia que, naturalmente, puede ser solo temporal, porque el hombre es un ser pensante. Una consciencia vacía es ciertamente una consciencia privada de contenidos de pensamiento, pero es siempre la consciencia de un ser-consciente, es decir, de un «Ser». En sentido cristiano, el Ser es el logos, la palabra, y la palabra es palabra porque habla. El logos, el Ser, no calla; más bien proviene del silencio. El silencio auténtico no tiene nada que compartir con el Ser; he ahí el gran reto y al mismo tiempo la suprema revelación del silencio.

En un rígido monoteísmo este silencio equivale a No-ser y es, por lo tanto, casi blasfemo, porque Dios es —en última instancia, el No-ser no es más que una imposibilidad—. Esto puede explicar por qué el silencio místico parece tan a menudo sospechoso, e incluso amenazador. Solo en el interior de una visión trinitaria de la realidad tiene sentido hablar del silencio en este último nivel.

«Al principio ya existía la palabra», dicen los Veda, el Evangelio y algunas tradiciones africanas. Pero la palabra divina no era —no es— el «principio», el origen, el ἀρχή (archē). El logos es el Ser, ya que «todo llegó a ser por medio de él» (Jn 1,3). Por eso, el logos es el Ser que hace que toda cosa exista. Pero la fuente del logos no es el Ser, como la fuente del río no es el mismo río. La fuente del Ser es el silencio, la nada, que genera la palabra. Del silencio del Padre surgió la palabra. Ignacio de Antioquía dice: «Cristo, el logos de Dios, proviene del silencio».3 Palabra y silencio están, por lo tanto, en una relación que no es dialéctica, sino dialógica, trinitaria. No se excluyen recíprocamente, sino que se incluyen. Es la περιχώρησις (perichōrēsis) de la patrística: el ser uno en el otro. La nada no es el No-ser, la aniquilación del Ser, su contradicción. La nada no es el ninguna cosa, neant, nothingness; «nada» es más bien el aún no, lo que no ha sido, como indica el significado etimológico de la palabra castellana nada: el non natum, una ausencia primordial, el No-ser-aún del Ser —ya que sin este «todavía» no podemos pensarlo—.

Solo una experiencia trinitaria o adual (advaita) puede percibir que la nada es el otro polo, el otro «punto de rotación» (polus), sin el cual no hay primero, el Ser, el logos. No podemos «ver» un polo, en cuanto polo, sin el otro. Pero esto significa también que la reductio ad unum, la reducción de la multiplicidad a la unidad, como mera pretensión del intelecto, no puede verificarse. He aquí por qué muchas tradiciones hablan de la necesidad de un tercer ojo para no desfigurar la realidad. Solo así es posible la existencia adual de la realidad entera —sin la cual tampoco es posible la experiencia de la Trinidad—. Cuando el tercer ojo está cerrado, la experiencia adual no puede generarse simplemente «más allá» de nuestra sensibilidad y de nuestra racionalidad. Son necesarios nuestros cinco sentidos en toda su capacidad, junto con la claridad del pensamiento y la pureza de la razón, para que se produzca la apertura del tercer ojo.

El silencio es la experiencia de la «nada», de la fuente que está «antes» del surgimiento del logos. Esta experiencia solo puede generarse en el Espíritu Santo, es decir, en el reino trinitario de las relaciones de recíproca intimidad —ya que ese «antes» del nacimiento del logos no debe entenderse, naturalmente, en sentido temporal—. Es un darse cuenta inmediato, una experiencia inmediata del todo, de cada cosa en concreto —en un ser humano amado, en una flor, en una piedra, en un sonido, en un sabor—. En el contacto inmediato, el hombre está rodeado por el todo y es, al mismo tiempo, el todo. En la inmediatez del encuentro, la experiencia humana se convierte en pura experiencia. La experiencia humana dualista desaparece. No es ya un individuo quien experimenta. Es la experiencia en el Espíritu Santo. Esta experiencia atestigua que hay un vínculo entre lo que se puede decir y lo inefable, entre la forma y la no-forma, entre la palabra y el silencio, entre el Ser y la nada.

El vínculo entre palabra y silencio constituye quizá hoy el reto más significativo con vistas a un fructífero encuentro entre las formas de espiritualidad abrahámicas y asiáticas. La «fatiga (tensión) del concepto» necesita de una distensión del Espíritu, a fin de desbrozar el campo de numerosos malentendidos y promover una fecundación recíproca entre estas dos grandes tradiciones de la humanidad. Esta «ausencia» ontológica es un equivalente homeomórfico de la śūnyatā del Asia oriental. Este «vacío» no tiene nada que ver con el nihilismo occidental. Solo en el silencio puede oírse lo divino, y así lo vemos en casi todas las tradiciones espirituales. «Las palabras de los sabios se escuchan en el silencio», traducen los Setenta (Ecl 9,17). Tal como narra la Biblia y la liturgia cristiana recuerda en Navidad: «Mientras plácido silencio lo envolvía todo, y la noche se encontraba a mitad de su carrera, tu omnipotente palabra desde los cielos, desde el trono real, se lanzó en medio de la tierra» (Sab 18,14-15). El silencio es el espacio vacío en lo íntimo de nuestro ser, el vacío que «deja espacio» a la θέωσις (theōsis), a la divinización. En este espacio vacío podemos dar acogida a la palabra, al logos que proviene del silencio, y con ella al mismo silencio. Esta acogida solo puede producirse de manera «virginal». La virginidad es el símbolo de la disponibilidad al vacío, a estar vigilantes, distendidos, dispuestos a la presencia: acoger y dejar que se encarne en nosotros, que actúe y se despliegue. «Y la palabra se hizo carne». Este es el destino de todo hombre y de toda palabra.

«En el silencio y en la esperanza estará vuestra fuerza», dice el libro de Isaías (Is 30,15 [Vulgata]). Se trata de dejarse transformar para que renazca el Espíritu, ya que «la creación, en anhelante espera, aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). Este revelarse parece hoy más necesario que nunca; de hecho, superaremos las actuales situaciones críticas (en las relaciones humanas, en la política, en la ecología, en la religión o en cualquier otro aspecto en que se configuren) solo si nos decidimos a abrirnos a esta dimensión mística de la realidad o nos atrevemos a introducirnos en la experiencia de la comprensión inmediata. Acogemos así esa vibración, ese respiro que nos sostiene y que hace fértil nuestra vida. Acogemos una dimensión latente de la realidad que aun no se ha realizado plenamente, una fuerza creadora que transforma, que abre la vida y la crea. El silencio es la fuerza de la mística, sin la cual el hombre es tan solo un animal racional, y la religión solo un sistema de pensamiento. Y sin la fuerza transformadora del silencio —si rechazamos acogerla— nos encaminamos hacia una catástrofe. Aquí está toda nuestra dignidad y nuestra responsabilidad. En esta obra creadora dialógica también está implicado Dios. Somos, colaborando con Dios, configuradores y artífices de nuestra vida y de toda vida que esté en relación con nosotros. Tenemos que ser únicamente aquello que se expresa en el símbolo de la encarnación: en espera vigilante, tenemos que estar incondicionalmente abiertos y receptivos; acoger la palabra, el logos, que viene del silencio, y dejarnos fecundar; dejar que el silencio del logos se despliegue y actúe, dejarnos transformar; y (cuando madure el tiempo) dar a luz una nueva vida divina.

1. LA PALABRA DEL SILENCIO

Solo la palabra que sale del silencio es palabra verdadera capaz de comunicar algo.

La palabra del silencio no significa «palabra sobre el silencio», sino el silencio que hay en toda palabra. No significa «palabra silenciosa», sino «palabra que pertenece al silencio», palabra hecha de silencio.

Podemos hablar del silencio, como podemos hablar de lo que sucedió ayer, o de cualquier otro tema. Pero, en este caso, el silencio del que hablamos no es un silencio real, ya que el silencio no es un objeto (sobre el cual podamos pensar o hablar). No podemos hablar sobre el silencio, de igual manera que no es posible ir en busca de las tinieblas con una antorcha en la mano. No se puede hablar del silencio sin destruirlo, porque el silencio es incompatible con el discurso.

Pero podemos hablar del silencio de otro modo (circunscribiéndolo con alusiones); hablando de lo que limita con el silencio, pero que no es silencio. Podemos describir las zonas contiguas al silencio, señalando lo que conduce al silencio, que nace de él y lo envuelve —igual como podemos suponer que nos envuelven las tinieblas cuando nuestra lámpara trémula no alcanza a iluminar todo el horizonte visible—.

Pero podemos hacer más: podemos dejar que el silencio se haga palabra, hablando con simplicidad y veracidad. Toda palabra veraz lo es en cuanto florece desde el silencio; pero hay más; esta palabra es auténtica porque es propiamente silencio (hablado). Y el Silencio se hizo Palabra —¡y empezó a hablar!—.

La palabra, es el sacrificio del silencio. Es el silencio que, inmolándose, produce la palabra. El silencio deja de existir cuando aparece la palabra, pero la palabra está allí y lleva todo lo que el silencio puede expresar; la palabra es todo lo que es el silencio, pero el silencio entonces ya no es; en su lugar hay solo la palabra.

Pero los mortales no podemos pronunciar esa Palabra. ¿Quién puede ser la palabra del silencio? Vāc: «La Palabra es la Primogénita de la Verdad», dice la revelación índica (TB II, 8, 8, 5). A través de la Palabra todo ha sido creado; «vāc estaba junto a Dios», repite un Brāhmaṇa:

Este [al principio] era el único Señor del universo. Su Palabra estaba con él; era su segundo. Él contempló y dijo: «Liberaré (diré) esta Palabra, de manera que la Palabra producirá y creará todo este mundo». (TMB XX, 14, 2)

Vāc es brahman, recuerda una Upaniṣad (BU I, 3, 21). Es la palabra primigenia de lo absoluto (cf. BU IV, 1, 2). Es nityā vāc, la «palabra eterna», según un famoso mantra del Ṛg-veda (VIII, 75, 6). O bien, en el lenguaje inimitable del Atharva-veda:

La Palabra Sagrada que nació por vez primera en el Este,

el Vidente la ha revelado desde el horizonte resplandeciente.

Él abrió sus diversos aspectos, arriba y abajo,

La matriz de lo Existente y de lo No-existente. (AV IV, 1, 1)4

Vāc es verdaderamente «la matriz del universo» (AB II, 38). Porque «con aquella Palabra suya, con aquella Alma, creó el universo y todas las cosas que existen» (SB X, 6, 5, 5).5Nadie puede decir que la Palabra no es tenida en altísima consideración:

La Palabra es infinita, inmensa, más allá de todo esto...

Todos los Dioses, los espíritus celestiales, los hombres

y los animales viven en la Palabra.

En la Palabra todos los mundos encuentran su sostén. (TB II, 8, 8, 4)

El sacrificio del Prajāpati védico, la inmolación total del Padre trinitario, es la explosión del silencio que produce los tres mundos, articulando el logos.

En nuestra época, dominada todavía por el «mito de la ciencia», se repite constantemente este consejo metodológico: «Di todo lo que quieras decir», añadiendo: «y de la manera más clara y concisa que puedas». El tiempo se considera un factor extrínseco respecto del objeto (temporal), algo que se puede acortar o alargar sin cambiar «lo que» se dice.

El consejo en cuestión presupone, además, que todo puede ser dicho con claridad. Como se da por descontado que la verdad es clara, se espera que también la mente humana lo sea, mientras que a la oscuridad se la considera «negra», mala, falsa. Aquí se hace evidente el dogma cartesiano de las «ideas claras y distintas», y me parece que esto constituye también el prejuicio del hombre blanco.

¿Pero de verdad estamos tan seguros de ser señores del tiempo y amos de la inteligibilidad, hasta el punto de sentirnos obligados a formular esta regla metodológica? ¿Son ciertamente tiempo y palabra solo instrumentos que podemos utilizar a nuestra conveniencia? Deberíamos tener presente que la mayor parte de las tradiciones humanas, incluidas la śruti y la Biblia, dicen que Dios ama la oscuridad.6

Quisiera detenerme aún en la primera parte de la regla: «Di todo lo que debas decir». Podemos distinguir ahí dos asuntos:

a) que es posible decir todo lo que se quiera decir;

b) que es posible decirlo todo: en otras palabras, que todo puede ser dicho.

a) Una frase que usamos todos en numerosas situaciones, quizá inconscientemente, es «quería decir...». A lo que se podría objetar: «¿Y por qué no lo has dicho?». De hecho, sentimos la necesidad de intercalar en nuestros discursos frases como: «¿Entiendes lo que te quiero decir?», o bien «quiero decir...» porque, en definitiva, no somos capaces de decir lo que queremos y, además, debemos saber qué es lo que nuestro interlocutor pretende decir pese a que no lo haya dicho: él simplemente, quería decirlo.

Hay, pues, un desvío estructural entre pretender decir y decir. Nuestro interlocutor debe saltar de su intención al discurso; y yo tengo que saltar hasta el significado que hay detrás de su discurso, si eso ha de ser un verdadero discurso sobre algo —es decir, si transmite algo con un significado claro también para mí—.

Una palabra esconde tanto como revela. Más bien, solo revela en la medida en que esconde, y lo que «dice» consiste solamente en hacer consciente al que escucha de que se le esconde algo.

No se puede decir todo lo que quiere decirse. Solo se puede decir aquello que uno es capaz de decir. Solo se puede traducir en el espacio y en el tiempo aquello que se quiere significar. Esta intención puede revestirse con palabras, pero es precisamente este revestimiento todo cuanto puede decirse, ya que un significado privado de palabras no puede ser dicho.

Por otro lado, no es posible ser consciente de todo lo que se dice. Queremos decir solo parte de lo que decimos: pretendemos decir mucho más y mucho menos de lo que decimos; un «más» y un «menos» que no podemos controlar nosotros solos. Tiene que ser el otro, el interlocutor, quien nos haga saber qué es lo que se ha dicho realmente.

La palabra no es nunca un monólogo; solo se habla en la medida en que se comunica algo a alguien. Lo que decimos solo tiene significado en un contexto determinado; pero, al que habla, no le es posible controlar su contexto y menos aun el contexto de los que escuchan, los cuales incluirán las palabras que se pronuncian en el contexto que les es propio y las comprenderán de acuerdo con las formas de su percepción. Lo que se dice no es (más bien, deja de ser) propiedad privada de quien habla.

Con esto no se pretende decir que debemos vérnoslas con un significado no verbal que luego se traduce. Hablar no es traducir, sino más bien expresar, y la expresión pertenece a la cosa que se expresa. No existen significados sin palabras, por la simple razón de que no podrían ser dichos.

La palabra es símbolo de lo que existe. Con esto hemos llegado a nuestro segundo punto.

b) No todo puede decirse: ninguna «cosa» se agota en la palabra que la dice. Solo lo decible puede ser dicho. Pero este puede no depende de nuestra voluntad. Aquello que se quiere decir constituye ya una palabra no auténtica. La palabra que se quiere hablar no es palabra verdadera. La palabra verdadera simplemente se habla. Ella misma habla.

La palabra verdadera no rompe el silencio ni lo traduce. La palabra no es un instrumento ni una técnica. El silencio de donde proviene la palabra y que ella misma manifiesta no es otra «cosa», otro «ser» que, en este caso, en cuanto es ya de algún modo pensable y expresable, sería a su vez la manifestación de un ser aún más primordial, et sic in infinitum. La palabra es precisamente el silencio en palabras, el silencio hecho palabra. Es el símbolo del silencio. Al principio existía la Palabra y la Palabra existía al principio —pero no hay principio cuando no hay palabra—. Lo que no tiene principio tampoco tiene palabra. La palabra coexiste junto con el Ser: el No-ser carece de palabra; es «no-palabra», no se expresa, no se articula verbalmente.

Detengámonos ahora un momento para escuchar, a propósito de esto, un magnífico himno maya sobre la creación:

Entonces descendió él

mientras los cielos chocaban con la tierra.

Aquellos se movieron entre las cuatro luces,

entre los cuatro estratos de las estrellas.

El mundo no tenía luz;

no había ni día ni noche ni luna.

Entonces comprendieron que se estaba creando el mundo.

Y la creación se asomó al mundo.7

Si queremos hablar de Ser y No-ser, tenemos que darnos cuenta de que Ser y No-ser no son ni opuestos ni contradictorios. Estas dos palabras no pueden reducirse a la fórmula abstracta «A y No-A», porque el No del No-ser no constituye la negación de A. Si todo el Ser se encuentra en la vertiente del Ser, la negación se encuentra también en la misma vertiente, ya que la «negación» implícita del No-ser no es una negación (que se aplica al Ser).

Si la Palabra es el órgano del Ser, y el No-ser no puede concebirse como negación del Ser (lo cual constituiría ya una contradicción en los términos, porque para ser eficaz la negación ha de tener consistencia real, capaz por lo tanto de ser); si el No-ser es no-palabra; si el Ser y su expresión son coextensivos, ¿hay manera de escapar de esta aporía?

Cualquier esquema dualístico se muestra aquí insuficiente y cede el puesto a un enfoque de tipo trinitario. Ahora bien, el auténtico enfoque trinitario es inefable y no-dialéctico (de otro modo tendríamos una subordinación del Espíritu al logos y también del logos al Padre).

Quizá una digresión cultural puede aportar alguna aclaración al respecto.

En el planteamiento dialéctico el hombre se encuentra ante un dilema: debe escoger entre la vía del logos y la vía del Espíritu.

Hay un pasaje significativo del Śatapatha-brāhmaṇa que cuenta la lucha por la supremacía entre vāc y manas.8 La primera se apoya en el valor fundamental de la imagen, de la formulación, de la expresión, de la palabra; el segundo presupone el valor fundamental de la inspiración de la experiencia, del resplandor.

8. En cierta ocasión lugar una disputa entre el Espíritu y la Palabra, sobre quién de los dos era mejor. «¡Yo soy excelente!», dijo el Espíritu, y la palabra respondió: «¡Yo soy excelente!».

9. El Espíritu dijo: «Yo soy ciertamente mejor que tú, porque tú no expresas nada que antes no haya sido comprendido por mí. Puesto que tú solo imitas lo que yo hago y simplemente me sigues, ¡soy ciertamente mejor que tú!».

10. Dijo la Palabra: «¡Yo soy ciertamente mejor que tú, porque todo lo que tú conoces, yo lo doy a conocer, lo comunico!».

11. Entonces fueron al encuentro de Prajāpati a preguntarle su opinión. Prajāpati se pronunció a favor del Espíritu diciendo (a la Palabra): «Ciertamente el Espíritu es mejor que tú, porque tú solo imitas y sigues lo que hace el Espíritu: y aquel que imita y sigue lo que hace otro es sin duda inferior».

12. Al sentirse rehusada de este modo la Palabra, sintió vergüenza y turbación. La Palabra dijo a Prajāpati: «¡Jamás seré vehículo de tu oblación! ¡Yo, aquella a quien tú has rechazado!». Por eso, cualquier cosa en el sacrificio realizada para Prajāpati, se efectúa en voz baja, ya que la Palabra rechazó transportar la oblación a Prajāpati. (SB I, 4, 5, 8-12)

Este texto podría representar muy bien la polaridad intrínseca a la cultura indoeuropea, por la que «Occidente» pone el acento en el logos y «Oriente» en el Espíritu. Sin duda, en Occidente el logos se ha hecho más fuerte, mientras que en Oriente el Espíritu se ha considerado mejor —si se nos permite la simplificación excesiva de una afirmación como esta—. Siglos de experiencia histórica confirman que la Palabra sin Espíritu es potente, sí, pero árida; y que el Espíritu sin Palabra es profundo, sí, pero estéril. En el enfoque trinitario auténtico, el dilema entre Espíritu y Palabra ha sido superado: no hay Palabra auténtica sin Espíritu ni Espíritu sin Palabra.9

El universo entero se recoge en una unidad por el sacramento de la Palabra y por el sacrificio de la acción.

Las polaridades de las que hablamos no constituyen posiciones independientes, gobernadas por las leyes dialécticas, de tesis, antítesis y síntesis. No son independientes, ni interdependientes, sino intra-in-dependientes. No se excluyen entre sí, de forma que pudieran ser aufgehoben (superadas, sustituidas), sino que son recíprocamente inclusivas.

Se necesitan la una a la otra, y no puede existir una sin la otra. No son parte de un todo, sino que son más bien el todo de una parte, el conjunto (visto) parcialmente.

Volviendo a nuestro ejemplo, el No-ser no es un Ser negativo; no se trata de una especie de cero matemático que nos ayuda en los cálculos con el infinito matemático; tampoco es el límite del Ser, como si el Ser estuviera limitado por el No-ser. El No-ser no entra en un proceso dialéctico, como si hubiera la posibilidad de manipular el Ser por un lado y el No-ser por otro; el No-ser es el Silencio, y su relación con el Ser (la Palabra) no es de oposición, sino de originación, y no es posible simplemente volver a los orígenes. Llevamos los orígenes con nosotros mientras avanzamos. En el momento en que nos damos cuenta de ello, tomaremos consciencia de que este peregrinaje cósmico, humano y divino está colmado de orígenes, de inicios; ya no nos bastará repetir palabras o volver simplemente al silencio, sino que entraremos en una danza en la que silencio y no-silencio, Ser y No-Ser, forman parte de un todo, del que seremos conscientes solo después de haberlo realizado —con todos los errores que ello comporta—; y no antes.

Las polaridades de las que estamos hablando constituyen el carácter de la realidad. Se necesitan la una a la otra y existen en confrontación, en diálogo y en dependencia recíproca. En efecto, no son dos (cosas cualesquiera), y tampoco son una sola cosa. La dicotomía entre «uno y muchos» constituye el gran sofisma de la mente: algo que la mente no puede aplicarse a sí misma.

Dios no sería Dios si no existieran las criaturas, y viceversa. La bondad no sería tal si el mal no fuera una posibilidad, y viceversa. La libertad sería solo un concepto vacío si no existiera la necesidad, y viceversa. La salvación no tendría sentido si no fuera real también la posibilidad opuesta.

Pero todo esto tiene sentido solo si evitamos sustantivar uno de los polos, o no consideramos su relación como secundaria o subsidiaria respecto de su existencia (independiente). Un Ser sin relaciones, igual que una palabra no dicha, es una pura contradicción.

Eso significa que solo un punto de vista holístico hará justicia a la realidad y que cualquier análisis es metodológicamente inadecuado respecto de este tipo de percepción de la realidad, porque el todo es algo más que la simple suma de sus partes (lo que equivale a decir que la totalidad de las partes analizadas no expresará nunca la realidad).

Volviendo al punto de partida, podemos decir que la relación entre silencio y palabra es de tipo adual: ni el monismo ni el dualismo, por lo tanto, la expresarán adecuadamente.

Subsiste una polaridad intrínseca y constitutiva entre silencio y palabra. No existe el uno sin la otra, y uno hace posible la otra. No son enemigos y tampoco son incompatibles. Naturalmente, hay silencios evasivos y silencios reprimidos, de la misma manera que existen palabras vacías y palabrería sin sentido. Solo estos silencios y estas palabras, igualmente inauténticos, son discordantes. El silencio auténtico está grávido de palabras que nacerán a su debido tiempo. La palabra auténtica está llena de silencio, que da vida a la palabra misma. Que nuestras palabras sean siempre palabras de silencio, y que nuestro silencio sea siempre la matriz virginal que carece de palabras, precisamente porque no tiene nada que decir.

2. EL SILENCIO DE LA PALABRA

Esta reflexión fundamental sobre la naturaleza del silencio no quiere comunicar pensamientos, sino vida. Las palabras, si son genuinas, deberían ser revelaciones del silencio.

Desde un punto de vista cristiano, es tal vez oportuno recordar la advertencia que proviene del Evangelio de Mateo: «Pero yo os aseguro que de toda palabra sin fundamento que hayan proferido los hombres tendrán que dar cuenta en el día del juicio. Porque tus palabras te justificarán y tus palabras te condenarán» (Mt 12,36-37).

3. EL SILENCIO NO HABLA

El silencio no dice nada, y no dice nada porque no tiene nada que decir, de otro modo diría algo. No decir nada para esconder algo a otro es un silencio artificial —es estar callados, no estar en silencio—.

Los pájaros no hablan el lenguaje humano porque no tienen nada humano que decir.

Si tienen que «decir» algo, cantan y, a su manera, de algún modo se hacen entender.

El silencio no dice nada, quizá porque es la nada la que «dice» el silencio. Lo que quiero decir es que la nada es silenciosa y que solo en el silencio puede percibirse la nada. En nuestro tiempo, bombardeados como estamos por las palabras, sería oportuno mantener silencio en el silencio para poder percibirlo y ser conscientes de su fuerza.

El silencio no dice nada de cuanto podríamos expresar mediante el lenguaje. Si el silencio tuviera algo que decir, las palabras del silencio serían una contradicción porque el silencio ya no sería silencio.

El silencio no dice nada. El silencio no puede expresarse con palabras, pero sabemos que lo inexpresable existe porque lo inexpresable es perceptible. El silencio se revela a sí mismo.

4. EL MISTERIO DE LO INEXPRESABLE

Cuando se afirma la existencia de lo inexpresable, lo inexpresable se vuelve expresable. Con esto solo se afirma que lo inexpresable existe, pero no puede expresarse porque no hemos penetrado en su misterio. Las palabras, si son genuinas, están bien arraigadas en lo profundo de la vida y se abren a una revelación de lo inexpresable. Las palabras genuinas median entre el silencio y el sentido.

Una palabra que no consiga determinar y crear esta mediación entre silencio y significado es espuria, y por lo tanto es una palabra que nos condena. Esta palabra inútil carece de todo efecto, porque no aporta ningún testimonio a ese reino de la realidad entre el silencio y el significado, que ejerce de mediador para el silencio y donde el Hombre encuentra su centro.

Donde falta esta palabra mediadora no conseguimos encontrar un significado, y a la inversa, donde falta un significado no existe ninguna palabra verdadera. Lo inexpresable no existe en las palabras falsas; pero si está presente, se manifiesta como la más preciada joya del lenguaje, y nosotros adquirimos consciencia de lo inexpresable.

Lo inexpresable del que somos conscientes es lo que el lenguaje mismo no expresa pero deja entender o quizá vela. Lo inexpresable resuena tan solo en la palabra hablada y solo es percibido por quien escucha. No es perceptible por todos los que oyen: solo aquel que escucha con atención y amor es capaz de oír el silencio de la palabra y percibir y comprender en la palabra misma algo más que su contenido. Este percibirá también el sonido de la palabra.

Si no percibimos su sonido, oiremos solo una parte de la palabra. Una palabra privada de sonido, una palabra que tan solo dice lo que puede ser registrado por un aparato cualquiera, no es palabra. La palabra es más que una onda sonora, más que un significado. En el sonido de la palabra encontramos la vía hacia el centro de la vida y nos damos cuenta de que lo inexpresable existe aunque sea inexpresable. Según Plotino, el logos (la palabra) del alma es un logos silencioso. La palabra del Espíritu es una palabra silenciosa. Y precisamente escuchar lo que emana de la palabra es participar de la palabra.

5. PERCIBIR LA VOZ DEL SILENCIO

Podemos percibir lo inexpresable porque nuestra consciencia no se limita a percibir a través de los sentidos y a comprender mediante el razonamiento. La consciencia, no obstante, empieza con la percepción de los sentidos: veo, huelo, siento con el tacto, siento los olores y los sabores, pero aún no comprendo qué es lo que percibo en ellos, por más que mi razón busca comprender todas las cosas. Y aunque nuestras facultades racionales comprendan mucho, los procesos y las capacidades de nuestros sentidos son un misterio impenetrable para la razón y la comprensión. No sé por qué veo, huelo, siento los sabores y los colores. Pero sé que percibo algo y soy consciente de ello. Puedo experimentar también que mi facultad de percepción va más allá de estos dos campos de consciencia, que existe algo más allá de la percepción a través de los sentidos y de la comprensión por la razón; los antiguos, orientales y occidentales, lo han llamado el tercer ojo o el tercer oído. Es una consciencia que de algún modo es consciente de lo que no puede ser percibido y comprendido. Es la consciencia de lo inexpresable y de lo no-dicho, que resuena y vibra al unísono con la palabra y su contenido. Y nosotros podemos oír esto si estamos abiertos a escuchar y a amar, porque sin amor no hay verdadera consciencia.

La consciencia atenta y amorosa puede ser definida también como mística: mística en el sentido de consciencia directa de la realidad.

La consciencia inmediata es la experiencia inmediata de la totalidad, el Todo en lo concreto: en una persona amada, en una flor o en el sonido de una campana. No adquiriré consciencia de la realidad mediante pensamientos o conceptos como universo, Dios o totalidad. La experiencia de la vida, la experiencia de la realidad entera, se abre en el encuentro inmediato con lo concreto. Y además: quien no ve todo el bosque en un árbol no verá ni el bosque ni el árbol; quien no ve y no experimenta todo el misterio de ser mujer, de ser hombre, de lo humano o de la amistad, en la amada o en el amado, en sus hijos o en sus amigos, no experimentará nunca qué significa ser humano, ser mujer, hombre, niño o amigo. Quien reduce la vida humana a lo que siente o comprende, vive una vida humana mermada. Esta persona no goza, no experimenta la plenitud de vida.

Solo si somos capaces de percibir y experimentar la totalidad en lo concreto, empezará la vida a desplegarse para nosotros. Esta es la experiencia que nos da testimonio de que hay un nexo entre lo dicho y lo que no se ha dicho, entre lo inexpresable y lo expresable, entre lo que tiene forma y lo que no la tiene. Este nexo no es ni dualista (aquí la palabra y allá el silencio) ni una mezcla monista de ambas cosas. Este nexo es advaita, adual. Debemos distinguir, pero no podemos separar.

6. LA IMPOTENCIA DEL SILENCIO

¿Cuál es el poder del silencio? Su impotencia. El silencio como tal no tiene poder. El silencio genuino es impotente. Cuando se pregunta y la respuesta es el silencio, esa respuesta no puede interpretarse ni como un sí ni como un no. Este silencio deja libre al otro para hacer o no hacer algo. Se es responsable de la decisión, cuyo peso no puede recaer sobre la persona que ha quedado en silencio.

Cuando a Jesús se le preguntó qué era la verdad, permaneció en silencio y nos dejó la responsabilidad de encontrarla a la derecha o a la izquierda, arriba o abajo. No quiso atarnos, no quiso ejercer ningún poder sobre el que escucha y pregunta, porque este silencio no tiene poder. Intentar sacar provecho del silencio no solo no es leal, sino que se volverá contra la persona misma, porque quien habla —o calla— y quien escucha son una sola cosa. De nuevo distinguimos (quien escucha y quien habla), pero no podemos separarlos.

El silencio no tiene poder, no amenaza y no se impone, quizá porque está abierto a todo, dispuesto a todo.

7. LA PALABRA QUE ESCUCHA

El poder del silencio no es silencio. El silencio es el testimonio silencioso de la confianza. El poder del silencio descansa en la palabra que escucha. El silencio ha transferido su poder a la palabra que escucha y que deposita confianza en él.

El poder del silencio se hace evidente cuando la palabra que escucha transmite verdaderamente el silencio y lo traduce en lenguaje. Cada palabra que lleva esta transmisión tiene un poder enorme. Todo el poder del silencio se transmite a la palabra que escucha.

El silencio confía en la palabra y le confiere el poder de revelar lo que se oculta en el silencio, pero que no lo agota. El logos, la palabra, es la traducción del silencio en palabra. Y esta palabra es sonora, significativa y eficaz en sí misma.

8. EL HOMBRE QUE ESCUCHA

El nexo entre silencio y palabra es el mismo que existe entre impotencia y potencia. Es adual, advaita.

El Silencio confiere poder a la palabra y al mismo tiempo al hombre que no tan solo escucha la palabra, sino que la deja resonar en él, le da resonancia y actúa en conformidad con esta palabra. De nuevo Jesús: «Aquello que escucho del Padre, yo lo cumplo».

Esta confianza que se apoya en el silencio, este «haz lo que quieras», aquello que el silencio dice, solo está en el presente. Está presente para nosotros, para que seamos responsables; a nosotros incumbe dar una respuesta con nuestra vida. La confianza que descansa en el silencio nos libera y nos da capacidad de respuesta.

La presencia del silencio, que no dice nada, que no amenaza, que no da órdenes ni mandamientos y que ha de traducirse en la esfera humana, es la energía del misterio. Y el poder del misterio es, a un tiempo, la libertad humana y la dignidad humana.

La gente raramente es consciente de esto y no experimenta este poder, esta libertad y dignidad, porque ha dejado que el lenguaje se corrompa hasta el punto de convertirse solo en un medio para intercambiar informaciones, para hacer o saber esto o aquello. Nuestro lenguaje ya no da testimonio y no crea, porque hemos exiliado las palabras del reino del silencio, y porque la palabra que ha de escucharse no encuentra resonancia en nuestra rigidez y limitación. No oímos ya el sonido de la palabra viva.

9. LA ENCARNACIÓN DE LA PALABRA

El hombre puede oír o no la palabra. Podemos oír el mensaje de la palabra viva o simplemente podemos no oírlo. No oímos, no solo a causa de nuestra mala voluntad, sino porque estamos sordos; no oímos porque no prestamos atención, porque estamos distraídos; no oímos porque escuchamos demasiados ruidos a la vez.

Escuchar es un arte, y este arte está representado por una palabra que casi no solemos nombrar, porque se ha usado y abusado de ella de un modo equivocado. Y la palabra que representa el arte de escuchar es «obediencia»: ob-audire. «Obediencia» significa no solo oír con atención, con precisión, las palabras de los demás, sino también prestar oídos al silencio que está en sus palabras y que se convierte en una revelación solo para quien escucha con amor.

Se escucha la palabra recibiéndola, y esta recepción es encarnación.

Esta recepción es aquello que se ha predicado en las Iglesias desde su fundación: «Y la palabra se hizo carne». Esto no es privilegio de Jesucristo, sino el destino de todo hombre y de toda palabra.

En muchas iglesias barrocas, en las pinturas de la Anunciación se ve cómo María recibió el Espíritu Santo a través del oído, para hacernos comprender que también nosotros podemos recibir la palabra, podemos ser fecundados por la palabra porque todos tenemos oídos.

Recibir la palabra y dejar que se haga carne en nosotros y hacernos así como Dios, hacernos palabra: este es nuestro deber y este dejarse concebir debería ser nuestra respuesta. Pero, continuando con la misma metáfora, se puede incurrir en el fracaso e incluso en el aborto. Este es el caso, naturalmente, cuando no se escucha la palabra, cuando nos molesta o nos aterroriza porque nos obliga a algo que quizá no nos atrevemos a hacer, o no queremos hacer, porque nuestra vida está prisionera de los múltiples ruidos de una existencia banal.

Se puede incurrir en un mal uso de la libertad. Y así sucede cuando la libertad se entiende como un pretexto para satisfacer los propios caprichos. Entonces ya no existe obediencia, no se escucha el mensaje de las cosas, el mensaje de los otros, que ha de pasar a través del filtro de mis oídos y de mi consciencia. No consiguen entrar porque los filtros están obturados y los mensajes de la vida, bloqueados, cerrados al exterior y finalmente perdidos.

La virginidad de la recepción se asume aquí como símbolo de la disponibilidad, del vacío, de la atención, del des-apego, para que podamos tomar consciencia, como corresponde, de los pájaros, de los árboles, del sol, del llanto de los pequeños, de la palabra de los amantes y también de las enseñanzas. Debemos dejar que todas estas cosas entren en nosotros a través de nuestros filtros, permitir que se conviertan en carne y actúen en nosotros hasta renacer transformadas.

Estos mensajes que provienen de la percepción inmediata nos dan libertad y fuerza. Sin la libertad inherente a la confianza silenciosa no existiría ningún poder. «Poder», en el sentido en que utilizo esta palabra, significa la habilidad de utilizar y no de abusar de la energía. Es necesario subrayar también que nuestras palabras a menudo se atrofian con el uso. El hombre puede oír la palabra o no oírla. La civilización contemporánea se caracteriza por una actitud que empuja sobre todo a hacer algo, a crear, a emprender lo que sea, y por estar ocupados en lugar de escuchar previamente el silencio en uno mismo y en los demás, para dar acogida a las cosas y dejarlas encarnarse en nuestro interior y poder después dar vida a lo que ha sido concebido.

10. LA PALABRA COMO SACRAMENTO

Utilizando el lenguaje cristiano podría decir: el sacramento es la palabra pronunciada por la persona que escucha. No hablo solo de los sacramentos de la Iglesia, en la que este poder de la palabra está presente. Consideremos el matrimonio, que no es solo un sacramento cristiano, sino un sacramento en todas las culturas y religiones. Si se dice sí o no, la palabra tiene efecto sobre lo que dice y cambia la realidad. Una palabra, una palabra vana, que no crea, que no tiene energía, que no transforma y no se convierte en acción, no es palabra porque es una palabra inútil, sin fuerza (άεργον, aergon). Si este poder transformador no está contenido en nuestras palabras, y si estas no se abren a la vida y generan vida, tendremos que dar cuenta de ello.

Debemos aprender a escuchar, a recibir, a consentir la encarnación para generar después palabra y acción. En caso contrario, todo lo que digamos será solo palabrería superficial e inútil; palabras que no proceden de la encarnación, palabras que no han nacido de nosotros. Quien escucha advierte entonces que quien habla, quien amonesta, no vive lo que dice, no encarna la palabra que no se ha hecho carne. Nuestra vida es nuestra respuesta y, por eso, cada palabra nuestra debe ser un sacramento. Este sacramento es la palabra pronunciada por la persona noble, como diría el Maestro Eckhart, por la persona que escucha, atenta, amorosa. Solo la palabra sacramental en el sentido mencionado es genuina y verdadera, y tiene el poder transformador y creador de vida.

11. EL PODER DEL SILENCIO

Aquí el círculo se cierra. La persona que escucha con amor, atenta, la persona en la que acontece esta encarnación, conoce el poder del silencio que la guía. Es el poder que guía las cosas sin mandar. El poder que no perturba la armonía sino que, al contrario, la mejora, porque quien la escucha, viviendo de acuerdo con ella, desea lo que ha de ser hecho; porque quien la escucha no teme desviarse y no siente el miedo a que su camino pueda tomar una dirección distinta de la que había pensado y programado; porque quien la escucha confía.

Pero, para escuchar, si queremos participar en el poder del silencio, debemos convertirnos en palabra. Debemos ante todo aprender a permanecer en silencio y, para ello, debemos estar vacíos. No debemos tener dentro demasiados ruidos; hemos de afrontarlo todo con mucha atención y devoción, como si el pasado ya no existiera y el futuro fuera del todo irreal, para poder concentrarnos y ser oyentes en todos nuestros comportamientos, en todo lo que hacemos, y oír lo que debe ser oído.

Esta disponibilidad, esta falta de temor, esta actitud de escucha, esta obediencia a lo invisible y a las melodías inaudibles del cielo, a la música de las esferas, para decirlo como los griegos, corresponde en lenguaje cristiano a estar a la escucha del Padre, tal como experimentamos en el Espíritu, aceptando la realidad de Cristo como palabra: esta es la sabiduría humana y este es el poder del silencio. Es el poder que echa raíces en el silencio y que se revela en la palabra que emerge de él.

Debemos prestar atención a esta encarnación que acontece en nosotros. Y si estamos atentos y somos conscientes, la palabra de la persona que escucha no solo tiene poder, sino también alguna cosa más, para la que, por lo general, no estamos preparados, porque hemos dejado congelar la verdad fuera y no le hemos preparado una morada. Las palabras de la persona que escucha contienen verdad cuando la verdad no es ni mi convicción subjetiva ni una correspondencia objetiva. La verdad es realización. La palabra verdadera realiza lo que dice, porque transfiere realidad al efecto.

La palabra genuina es portadora de verdad. Y así la verdad no está fuera de nosotros. Es lo que digo, siempre que lo que diga sea una palabra real. La palabra real es la causa y determina lo que dice. Ahí está el sacramento. La persona que escucha, la persona atenta y, como he dicho al inicio, la persona que ama conoce el poder de la palabra porque siente también la impotencia del silencio.

12. LA PALABRA (DEL SILENCIO) COMO PRAXIS

Si consideramos la situación de crisis actual, interpersonal, política, económica, religiosa, y queremos transformarla, debemos asumir una actitud femenina: aceptando con realismo esta situación, la transformamos generando un nuevo estilo de vida.

En la consciencia inmediata donde tiene lugar esta concepción, concebimos, en el sentido cristiano de la palabra, las palabras del logos, de la palabra (cuando el logos se ha transformado en palabra). Recibimos en nosotros la vibración, el mensaje, la luz, la dimensión de la realidad que nos alimentará y hará fecunda nuestra vida. Recibimos una dimensión latente de la realidad, que todavía no se ha realizado. Y en esta concepción germinan el poder creativo y la creatividad humana.

El artista es aquel que concibe lo que todavía no existe. Pero el artista no es ninguna persona extraordinaria. Todos somos artistas, poetas, personas creativas y, por lo menos, somos creadores de nuestra vida. No obstante, antes debemos convertirnos en lo que somos en potencia. Debemos convertirnos en personas que conocen y son capaces de acciones que dejen acontecer lo que todavía no existe. En el proceso de llegar a ser lo que somos, nos convertimos en creadores de nuestra realidad porque entramos en diálogo creativo con la vida. En esto reconocemos que toda vida es una creación. Toda vida es algo que antes no existía. La realidad está siempre en el proceso de devenir.

En el diálogo experimentamos este poder transformador y generador por medio del cual podemos forjar nuestra vida creativamente. Al mismo tiempo, sabemos que existe en nosotros este poder del silencio del que tanta necesidad tenemos, en la situación actual de desconcierto, para llegar a una nueva orientación radical desde donde podamos transformar creativamente la crisis presente. Sabemos casi con certeza que, si nos cerramos al poder transformador del silencio, el mundo marchará hacia la catástrofe.

Nuestro mundo, el mundo tal como lo hemos construido con nuestros sistemas, es un mundo innatural, y no está simplemente alterado, sino que está al borde del colapso, porque ya no es habitable y está contra la vida.

La transformación necesaria no llega con algunas reformas hechas aquí y allá: la nueva orientación debe ir más al fondo, en el sentido antes mencionado. Debemos ser radicales, tenemos que alcanzar la raíz misma de la vida.

Debemos, por ello, concentrarnos, sintonizándonos con el sonido de la vida y vibrando con el sonido de lo que es inexpresable, cada cual a su manera, porque al contactar con el sonido de lo que es inexpresable, la recepción de la que hablamos se pone en marcha automáticamente y quien la recibe es fértil en su vida.

Sus palabras y sus acciones serán semillas producidas por una vida nueva que generan vida nueva. En su vida se mueve esta paz interior de la que emana toda vida. Una paz en la que puedo aceptarme a mí mismo, aun conociendo mi imperfección, debilidad y deficiencias. Este estado en el que yo estoy en paz conmigo es el primer paso que hay que dar para emanar paz en mi entorno. Una armonía que brota y que envuelve todas las criaturas transformando todo nuestro ser.

Este generar y este devenir solo se da en la persona que ama, porque se concibe amando y entregándose. Pero a menudo somos demasiado egoístas, demasiado egocéntricos para que ocurra esta recepción. Muchas veces no estamos dispuestos a entregarnos y a amar, porque tenemos miedo de lo que nos tiene prisioneros en nuestra confusión. Es el temor a lo nuevo que todavía no tiene forma. Es por temor a nuestra libertad, a nuestra vida que todavía no se ha realizado, por lo que huimos de la responsabilidad de dar forma a nuestra vida de manera creativa. Olvidamos que toda vida, también la nuestra, es única y que no empezará de nuevo. Ninguna vida puede ser cambiada y olvidada; nadie puede realizar lo que todavía no se ha realizado en la propia vida. Nadie puede dar respuesta a nuestra vida en nuestro lugar.

Dicho de otro modo, nuestra respuesta es la nueva creación que germina en esta realización. Su realización está dentro de nosotros, las criaturas. No es solamente nuestro deber, es también nuestra dignidad porque en esta actividad creativa está implicado Dios. En la creación de Dios, nosotros somos los forjadores, los constructores y los artistas de nuestra vida y de la vida que está vinculada a nosotros. La vida es libertad total. Debemos ser solo lo que está presente en el símbolo de la concepción inmaculada: receptores incondicionados e inmediatos, que sienten la impotencia del silencio, que experimentan el poder de la palabra y los portadores de una nueva vida divina.

 

 

* R. Panikkar elaboró este texto a partir de los artículos publicados en inglés: «The Silence of the Word: non-dualistic Polarities», en Cross Currents, vol. XXIV, Nueva York, 1974, págs. 154-171 y «The Power of Silence», en Point of Contact, vol. V, Nueva York, Syracuse, 2001. Se publicó por primera vez en italiano en R. Panikkar, La dimora della saggezza, Milán, Mondadori, 2005, págs. 97-123. Nuestro texto se basa en el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán,

1 Is 30,15.

2 Enéadas III, 8, 6, 11.

3 Ad Magnesios 8, 2; PG 5, 699 s.

4 La «Palabra Sagrada» en este pasaje es brahman.

5 Cf. BU I, 2, 5.

6 Cf. R. Panikkar, El silencio del Buddha, Madrid, Siruela, 22005, que nos ahorrará ulteriores citas.

7 Cf. J. Bierhost (ed.), The Trial of the Wind. American Indian Poems and Ritual Orations, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1971, pág. 3.

8 En este contexto, la palabra manas se traduce mejor como «espíritu» que como «mente».

9 Cf. R. Panikkar, La Trinidad: una experiencia humana primordial, Madrid, Siruela, 21999.