III

TRES EJEMPLOS DE SANTIDAD: CLARA, JUAN DE LA CRUZ Y TERESA DE ÁVILA

1. CONTEMPLAR EN LAS NAVES DEL MUNDO*

¿Dónde —si no— podemos contemplar, si la contemplación no ha de ser una fuga del mundo, o un consuelo para los que, al no poder hacer otra cosa, se recluyen para hacer al menos algo que creen importante?

Consultando el diccionario, vemos que nave también se puede interpretar como «navío» del mundo; nos encontramos en un navío, y por eso nuestra tarea es importante. Hoy tenemos máquinas, ordenadores, electrodomésticos que nos ayudan a vivir más cómodamente, pero ¿supone esto más vida? Tengo mis dudas; quizá hemos perdido el sentido de la vida. Hemos recubierto la vida con tantas cosas que pensamos que vivir es pensar, gozar, sufrir y hacer el bien. Cada una de estas cosas son accidentes, y a veces también incidentes, de la vida. «Yo he venido», dice Juan (Jn 10,10), «para que tengan vida, una vida infinita». Las traducciones suelen decir «vida eterna», y pocos saben qué quiere decir «vida infinita»: Vida. La contemplación nos hace descubrir el sentido pleno de la vida que es simplemente la vida misma. Y la vida no es pensar, no es hacer, la vida no es amar, no es sufrir, no es alabar, no es sentir; todo esto son «actividades» de la vida; la vida es previa a estas actividades, y luego, con la vida que vive en sí misma, piensas, sufres, caminas, hablas y haces muchas cosas. Perdemos el sentido de la vida desnuda (y esta sería para mí la clave hermenéutica para comprender en términos modernos la pasión por la pobreza de Francisco y Clara), la desnudez total de la vida que, cuando no tiene nada, se encuentra ante el riesgo simplemente de ser. Y como diría santo Tomás: «Vita viventibus est esse» (La vida es el ser para los vivientes).1

Nosotros, que sabemos tantas cosas y que tenemos tantas máquinas a nuestro servicio, hemos olvidado quizá lo único importante, que es el arte de vivir: no hemos aprendido todavía a vivir. Sin la vida no se puede vivir, y hemos olvidado la vida, este valor primordial divino; por eso disfrutamos y nos enfadamos por tantas cosas que hacemos o que no podemos hacer. Pero parece que la experiencia desnuda de la vida nos está vedada. Estamos ocupados en tantas «cosas interesantes» que la realidad más profunda, más fundamental, pero también más elemental, como el respirar, parece que se nos escapa. La contemplación nos hace descubrir la plenitud de la vida.

En una carta a Inés de Praga, Clara reproduce el esquema trinitario que de Platón a las Upaniṣad, de Hugo de San Víctor a Thomas Merton, de los monjes buddhistas de los primeros siglos a los últimos, todos han seguido, de una manera u otra. Habla de esos tres momentos o procesos por los cuales se llega a la vida verdadera: «intuere, considera, contempla, o nobilissima regina» (observa, considera, contempla, oh reina nobilísima). Tres momentos. En Clara, supongo, resonaba aquel himno extraordinario de la liturgia latina de la Transfiguración que nos exhorta a no mirar hacia arriba, sino en torno. Vosotros que buscáis a Cristo —es el leit-motiv de Clara—, alzad los ojos hacia arriba, a lo alto. No hay naves, hay estrellas y muchas cosas más: todos los que buscáis a Cristo, abrid bien los ojos y buscad por todas partes.

El esquema es el mismo: a partir de Platón hay tres grandes momentos que nosotros, en este proceso de querer acelerarlo todo, quizá hemos olvidado. Primero: mira, escucha, ve, oye, intuere; sin atender a la vida de los sentidos, sin una relación más que fraternal con todo el mundo material, sin haber superado la alienación que empieza por nuestro cuerpo, prosigue con el cuerpo del otro y llega a todo el resto del mundo material, no es posible tener una vida plenamente humana. Gozar de la sensualidad plena para reencontrar esta dimensión tantas veces subestimada, poco apreciada, caída en el olvido o en la adoración en todos los aspectos del mundo material, de toda la vida de los sentidos, de toda la belleza. Quien no se ha enamorado de la naturaleza, quien no es sensible a la belleza siempre presente en los sentidos no podrá gozar, y entonces todo se convertirá en una especie de abstracción o en simples palabras vacías. Mira, contempla, enamórate de las cosas bellas, de las flores, de todo; mira, contempla, intuere, o nobilissima regina, mira alrededor tuyo, no tengas miedo de nada. Sin intuición, sin el cuidado de la vida de los sentidos, sin nuestra identificación con todo el mundo material..., empezando por nuestro cuerpo: no tengo un cuerpo, soy cuerpo; soy muchas otras cosas, pero soy, somos materia, tierra. El problema apareció cuando empezamos a tratar la tierra como un objeto.

Considera la sensibilidad, la belleza. Recordemos el pasaje extraordinario en el que Cristo defiende a María de Magdala. Ella llevó a cabo un acto de delicada belleza, feminidad y sensualidad: el perfume, los cabellos, los pies, los besos. Y la defensa de Cristo: «Dejadla, ha hecho una obra bella». Sobre la justicia, los pobres y el perfume se puede discutir, pero no podemos discutir sobre la belleza: «Dejadla, ha hecho una obra bella».

Intuere, mira, pero siguiendo a Clara, considera. Piensa. La función de la mente, la responsabilidad del intelecto, es enorme: conocer la realidad de los sentidos, la realidad material, la realidad temporal, no es suficiente: es preciso ver la otra cara de la realidad, que no se capta con los sentidos, sino que se descubre con la mente y con el intelecto. ¡Ay, si pensamos que la ciencia o el conocimiento son un lujo o un obstáculo para la vida verdadera! Es indispensable tener abierto el segundo ojo, el ojo de la mente, el ojo del intelecto. Lo que es invisible a la sensibilidad, al primer ojo, se hace visible al considera. «Considerar» es una de las palabras más ambiciosas que existen; se refiere al acto extraordinario de poner juntas las estrellas; lo que no pueden hacer las manos lo hace la mente: poner todas las estrellas en una unidad armónica de un universo divino. Considerar, poner las estrellas en su lugar, en mutua armonía; quien considera, entra silenciosamente en la realidad total y, considerando, es decir, meditando, entra en armonía con ella, forma parte de ella y contribuye al dinamismo de esa realidad.

La responsabilidad del intelecto: así como no podemos renunciar al cuerpo, tampoco podemos renunciar a la mente, al intelecto. Considera, medita, piensa. Es el segundo ojo que nos hace descubrir la cara siempre oculta de la Luna, pero que sabemos que está allí; que nos hace descubrir la cara igualmente invisible de la eternidad, que no es más que la otra cara de la temporalidad. La eternidad no viene después, sería demasiado naíf o, como decía Simeón el Nuevo Teólogo: «Los que no han gozado de la vida eterna aquí que no aspiren a ella, porque allí no está». Los que no son capaces de descubrir la vida eterna en la temporalidad, evidentemente no pueden descubrirla después, es algo muy distinto: sin este segundo ojo de la meditación, sin meditar de una forma u otra, no se puede tener una vida humana. Entonces somos simples autómatas: bombardeados por un lado y por otro, nuestras reacciones no son más que reacciones. No podemos ser libres si no pensamos por cuenta propia, y no podemos pensar si no dejamos al pensamiento el espacio necesario para la digestión, que es la meditación.

Mira, considera, contempla. Solo después de que el primer ojo y el segundo ojo se hayan abierto, puede abrirse el tercer ojo, como dicen los buddhistas y también Hugo de San Víctor: el tercer ojo, el ojo de la contemplación. Sin los dos primeros la visión es falsa, pero sin el tercero no se ve con claridad, no se capta la tercera dimensión. Si tenemos solo los dos ojos de la mente y de los sentidos, no hemos descubierto la tercera dimensión que nos da la perspectiva exacta. La realidad tiene tres dimensiones; la vida es tridimensional. Sin el tercer oculo las cosas no se ven en su realidad. Caemos entonces víctimas de un sensualismo aberrante o de un intelectualismo inhumano. Por lo tanto, no es que la contemplación sea un lujo de unos pocos: es absolutamente necesaria para dirigir la vida humana, para poder ver las cosas y «captar» la realidad. El pensamiento por sí mismo destruye la cosa pensada, el contacto meramente sensual con la realidad la sofoca, pero igualmente una especialización de la contemplación que se exilia del mundo no es humana.

¿Y qué ve el tercer ojo? La contemplación nos hace vivir realmente. No requiere esfuerzo aunque sí necesita preparación: es necesario pasar por el intuere y el considera, pero no tiene un objeto fijo. Se realiza sin esfuerzo, porque el motor es la vida o, dicho de otra manera, el amor. Por eso, cuando alguien contempla, no lo hace esperando una recompensa: la vida no es una competición en la que unos llegan a la meta y otros no; no se trata de un consumismo espiritual o de una competitividad ascética que lleva a menudo a deformaciones de la vida intelectual y de la vida espiritual. La contemplación nos hace entrar en contacto directo con la realidad. Se entra en un éxtasis en el que ya no existe la separación letal entre objeto y sujeto. Ama a tu prójimo como a ti mismo, no como a otro a quien debas hacer todo lo que querrías para ti. Si no descubres el «a ti mismo» en el otro, evidentemente no has llegado a la contemplación, porque todavía estás en la dicotomía, en el dualismo de lo uno y lo otro. En este caso, solo se pueden considerar los derechos y las necesidades del otro por razones pragmáticas, prácticas, políticas, en la medida en que puedan ser útiles. El contemplativo no tiene miedo de perder nada, no siente la tentación de hacer el bien como si tuviera que justificar la propia vida con el bien que hace. Se trata del fuego interior, de la vida eterna, de la vida infinita. Se trata de ver lo invisible, como decía Pablo, «comprendiendo lo incomprensible». El tercer ojo que solo se abre conjuntamente con los otros dos; así se supera el mundo de las cosas, el mundo de las ideas y no se hace de Dios el gran fantasma de buena parte de la filosofía y de la teología occidentales.

La contemplación nos lleva a ser, y Ser, tanto en la más grande tradición oriental como en la occidental, es otro nombre de Dios. Y Dios, retomando el ejemplo de Clara, se ha manifestado, revelado, en la figura de Cristo. La contemplación te hace ser, o, como dice Clara, te lleva a la divinización. Sitúa tus ojos, tu alma y tu corazón en Dios, y te transformarás totalmente por medio de la contemplación. Clara se transforma en la imagen de la divinidad de Jesucristo. Todos sabemos que la imagen refleja y revela el modelo. La contemplación lleva a ser. Ser es un verbo, Ser es Dios y, por lo tanto, lleva a lo que el Ser es: actus purus, como decían los escolásticos.

La contemplación es eminentemente activa, lleva a la acción, pero la acción no es fruto de un pensamiento o de algo que nos atrae, sino de una plenitud que viene de dentro y es fruto del amor. Por lo tanto, la contemplación no es tampoco la síntesis entre la teoría y la práctica; es la experiencia anterior, previa a la dicotomía entre praxis y teoría. La contemplación no es mirar hacia el mundo de las ideas, no es mirar con el ojo interior, es mucho más: es transformación. «Transfórmate», dice Clara, «divinízate». ¿Transformarme en qué? En aquello en lo que tú puedes transformarte, en lo que tú realmente, fundamentalmente, eres: Ser, y el Ser es acto, y el acto es actividad, y actividad es actuar allí donde uno está. Y aquí el círculo se convierte en un círculo vital: la contemplación no es contraria a la praxis, no está en la oposición teoría-práctica; la teoría, el pensamiento, lleva a la claridad de ideas; la práctica, a hacer cosas; la contemplación, a realizar en mí y a través de mí aquello que debe hacerse, porque Ser es actuar. Por lo tanto, la contemplación lleva a la transformación propia y a la de todo lo que hay alrededor nuestro.

La contemplación no es un encerrarse en uno mismo para otra vida, es un transformarse transformando toda la realidad. Nuestra transformación en Cristo, el Cristo total que no es solo el del crucifijo, sino también el de la Resurrección y la Eucaristía. La Resurrección no es solo la de Jesucristo; es la vocación de cada uno de nosotros. Si no somos capaces de mostrar nuestra Resurrección, no hay contemplación, no hay transformación, somos aún no-nacidos. La Resurrección es nuestra, y sucede ahora; es precisamente el gozo que es fruto directo de la contemplación, que nos da la humildad necesaria para lanzarnos, allí donde estemos, a hacer lo que, transformándonos a nosotros, transforma también la realidad.

Debemos ser suficientemente conscientes de que el sistema en el que vivimos no funciona y que son necesarias reformas, pero las reformas no bastan. La revolución, la deformación, es decir, la violencia, destruir por destruir, pensando que así comenzará después algo nuevo, es una creencia naíf, aparte de inmoral y que, además, no funciona. La transformación, la metamorfosis no puede ser fruto de pensar que todo ha de estar planificado, sino que ha de surgir de lo más profundo de cada uno de nosotros; entonces seremos los συνεργοί (synergoi, cooperadores) de esta aventura extraordinaria, que es la aventura de toda la realidad. Solo un contemplativo tiene fuerza para emprender esta transformación radical, política, económica, social, etc., de la que el mundo tiene necesidad hoy, después de seis mil años de experiencia histórica, después de seis mil años de patriarcado, guerras, explotaciones, religiones al servicio del statu quo. Pienso que ha llegado el momento de empezar, sin violencia, a tener la visión de Pablo: «En Cristo una nueva criatura, en Cristo una nueva creación, en Cristo una novedad constante de todas las cosas». Pero solo un contemplativo puede hacerlo, un contemplativo que haya pasado por las dos fases de la sensualidad y del intelecto. No se trata de chamanismo, donde las cosas se transforman por magia. Es algo totalmente distinto.

La acción que surge de la contemplación no es una acción premeditada. La contemplación es la sinceridad absoluta; entonces nos damos cuenta de que toda palabra es un sacramento: «Todo lo que el Padre dice, yo lo digo». La transformación debe ser radical; empieza en nosotros y se hace extensiva a toda la realidad. Por lo tanto, la contemplación no es solamente la vocación del hombre, es la única esperanza también de nuestra realidad sociológica, humana, ecológica. Contemplar en las naves del mundo quiere decir precisamente dos cosas: poder sostener los pilares, las columnas de este mundo y, si es necesario, como Sansón, no vacilar en derrumbarlas.

El termómetro de la contemplación es el amor. Cada vez que el Resucitado se aparecía a los discípulos decía dos cosas: primero «paz», que quiere decir silencio, quiere decir no esperar el éxito, quiere decir estar gozosos y contentos con nosotros mismos y con los demás; quiere decir irradiar una armonía que solo si es interior puede ser comunicada. Y después añade: «no tengáis miedo». Miedo del mañana, miedo de qué pasará con mi hijo, miedo del mundo que se tambalea, miedo por mi trabajo... miedo... Si tienes miedo de algo, no hay contemplación. Y el miedo es fruto del pensamiento, de la voluntad. Si tenemos miedo del infierno, miedo de no ser capaces, miedo de tantas cosas, no tendremos paz. Mientras que la contemplación es la gran transformación humana. Los fariseos, las prostitutas, los ricos, los epulones, los pobres, todos estamos llamados a la contemplación; no hay discriminación. Para llegar a este tercer estadio, cada cual ha de colmar la propia sensibilidad e inteligencia, y después dejarse hacer, abandonarse. Aquí Clara vuelve a ser un modelo: saber aceptar, transformar transformándose, transformando la parte de la realidad que le ha sido confiada. Contemplemos, pues, en las naves del mundo: ahí está nuestro gozo y nuestra tarea.

2. ALGUNOS ASPECTOS DE LA ESPIRITUALIDAD DE JUAN DE LA CRUZ Y DE TERESA DE ÁVILA*

¿Qué es la santidad?

En nuestra época antropocéntrica (humanística) se oye hablar con demasiada frecuencia de un concepto antropomórfico de la santidad, considerada el vértice de la perfección humana. En este clima humanístico, a una persona se la denomina santa cuando es perfecta. Y esto no es en todo caso un error, pero depende del significado que demos al concepto de «perfección humana». La belleza, por ejemplo, es sin duda una perfección humana, pero ¿acaso pertenece estrictamente a la santidad? Perfección significa plenitud, completitud, y un ser es perfecto cuando no le falta nada de lo que le es propio. Si además este ser es compuesto, requiere también que todas sus partes se fundan en una unidad armónica. Pero ¿qué es el ser humano para poder decir que conocemos su perfección? ¿Cuándo alcanza una persona su plenitud? ¿Es o puede ser real la santidad aquí en la tierra?

Siguiendo estas consideraciones filosóficas ascendentes, tendremos que llegar a la conclusión de que solo Dios es perfecto y que, por consiguiente, la santidad es un atributo suyo exclusivo, si puede hablarse de atributos en la divinidad. Podremos, además, desarrollar a partir de aquí algunas reflexiones teológicas descendentes, de cierta importancia para nuestro tema.

Solo Dios es santo. En sentido estricto, solo Dios es bueno, bello y verdadero, y mejor dicho, solo Él es, solo él es Ser. No obstante, hay una participación, una analogía, una comunicación de todas estas perfecciones en las criaturas. Nuestro ser humano, por ejemplo, solo «es», y en consecuencia solo es bueno y bello y verdadero, en cuanto participa y recibe todo eso de Dios. Pero hay algo peculiar en la santidad. Todo ser, por el hecho mismo de «ser», es bueno, bello y verdadero, pero no es santo. Puede ser sagrado, porque toda existencia es una participación en Dios, pero no por ello es santo.

Entonces, ¿qué es la santidad? Es Dios mismo, su misma Vida, su existencia, la estructura propia de su Ser, si puede decirse así. Dios ofrece y comunica a las criaturas, junto con el Ser, todos los demás atributos que constituyen el Ser. Pero no comunica la santidad, porque esta no puede propiamente ser creada o dada con el Ser, porque es la esencia misma de Dios.

Y sin embargo, hay santos en la tierra, porque Dios puede dar todavía algo más, esto es, puede comunicarse y darse a Sí mismo. Puede descender y habitar en la persona del santo. Puede simplemente tomar posesión de sus criaturas de un modo íntimo y personal. Aquí está el papel de Cristo como Mediador óntico entre Dios y el Mundo.

La santidad es, por un lado, la perfección absoluta, es decir, Dios, y, por otro, es la Vida de este Dios en alguna de sus criaturas. En consecuencia, no es un concepto principalmente moral, sino una realidad ontológica: la realidad divina que comunica su Vida íntima y característica a algunos de sus hijos. El santo no es ante todo el Hombre humanamente perfecto, sino la persona humana divinizada. Naturalmente, esta divinización implica una transformación realmente particular del santo y una pureza ontológica (y en consecuencia también moral), pero no requiere ser un hombre perfecto desde el punto de vista humanístico.

El santo (sanctus) es el hombre que Dios ha tomado para Sí, el hombre que Él ha «reservado» y «segregado». Dios llama a cada uno a ser divinamente perfecto, es decir, santo. Cada persona recibe la propia vocación personal a la santidad. Pero solo el santo responde plenamente a la llamada divina y acepta libremente, quiere, ama ser ese Templo viviente de Dios. Por eso, el santo es una especie de revelación de Dios, tiene un mensaje que transmitir —aunque no siempre con palabras—, es un instrumento de la Divinidad, es el hombre en el que Dios, que es Amor, encuentra no solo el lugar de reposo sino también de su acción. La verdadera santidad es más la realización del hombre por parte de Dios que la realización de Dios por parte del hombre. El santo es la persona humana plena, a pesar de nuestros conceptos racionales sobre la perfección humana, o a pesar de las imperfecciones objetivas que pueda haber en su peregrinaje hacia Dios. No podemos olvidar que la santidad, que se obtiene solo aquí en la tierra, es un concepto límite en cuanto la eterna vida de Unión divina ha destruido ya todos los límites humanos.

Juan de la Cruz y Teresa de Ávila

Algunos santos reflejan las perfecciones de Dios con su vida silenciosa y escondida; otros son héroes del sacrificio, y otros, víctimas del amor; algunos tienen una naturaleza humana más bien débil y otros tienen una personalidad marcadamente fuerte. La santidad es multiforme, como el Hombre y su naturaleza.

No obstante, nos encontramos ante una dificultad nada despreciable si queremos clasificar a nuestros dos santos, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila. Si los clasificamos como contemplativos, por haber alcanzado el grado más alto de fruición con Dios y unión con Él, olvidamos que ambos llevaron vidas sumamente activas, no tan solo como maestros de espiritualidad, sino también como reformadores de su orden.

El ejemplo de sus vidas

Sería casi insensato pretender resumir el clima espiritual, los problemas políticos y la crisis cultural de aquel punto de inflexión en la historia europea que tuvo lugar en España en el siglo XVI.2 El destino del mundo, no solamente en sentido político o según una interpretación superficialmente cultural, sino en un sentido ontológicamente auténtico y espiritual, estaba, podríamos decir, no en las manos, pero sí en la vida de un escaso número de personas, que vivían en uno de los rincones más característicos de Europa. En aquel período tenía lugar no solo el nacimiento de la Europa «moderna» o el final de la época «medieval», sino también el gran conflicto, y uno de los pocos y más decisivos encuentros entre culturas, mundos y religiones. Las semillas estaban ya plantadas, y los problemas de una cultura mundial empezaron a ser tomados en consideración de manera muy consciente y seria.

Esta crisis requería la purificación y la reforma de la religión, tanto desde dentro como desde fuera, y una nueva reflexión sobre la relación de los hombres con Dios y con el universo y sobre la relación del cristianismo y la cultura cristiana con las otras religiones y culturas, no solamente desde un punto de vista especulativo, sino también vital y existencial. Todo se encontraba en estado de fermentación y España era el terreno de encuentro de este momento histórico, aunque, naturalmente, no todos los factores e ideas fueran españoles.

En ese tiempo nacieron Teresa de Cepeda y Ahumada (1515-1582) y Juan de Yepes (1542-1591), ambos de Castilla, España central.

Teresa tenía veintiún años cuando abrazó la vida religiosa y se convirtió en monja carmelita en Ávila, su ciudad natal. El fin propio de la orden carmelitana es llevar a sus miembros a una vida de contemplación a través de una larga práctica de oración (en el sentido más profundo), de desasimiento y penitencia, centrada naturalmente en una contemplación de amor, y no meramente especulativa. En 1538, dos años después de haber entrado en el Convento de la Encarnación, Teresa escribe: «Comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba a unión».3 Consciente como era de su vida interior, podemos fiarnos de su terminología y afirmar que para ella empezó la vida de contemplación habitual y constante tan solo doce años después. Vivió esta profundísima vida del Espíritu durante treinta y tres años. Tuvo una sensibilidad extrema y también una consciencia intensa de las cosas espirituales. Su segundo período puede ser dividido en dos estadios diferentes: uno de simple oración de quietud, trascendiendo toda comprensión conceptual y con consciencia parcial de su unión con Dios (doce años), y otro de unión constante con Dios en una vida de identificación de voluntades (once años) y de matrimonio espiritual (diez años).

Tenía ya cuarenta años cuando, alcanzada la unión con Dios, advirtió la misión apostólica de elevar el clima espiritual y la observancia de su orden y, en lugar de gozar de su perfección espiritual, dio comienzo a la colosal aventura de reformar el Carmelo sin otro medio que su gran amor y confianza en Dios. Hubo de superar todo tipo de dificultades e incomprensiones en todos los terrenos. A pesar de su salud precaria y sin perder la intensidad de su vida contemplativa y de constante unión con Dios, emprendió la más sorprendente vida activa de fundación de conventos de carmelitas descalzas en toda España.

Quizá uno de los aspectos que más sorprenden es su carácter completo, su plenitud. Su santidad la llevó a una unión con Dios tan próxima como es posible alcanzarla en este mundo, y esta unión divinizó su Ser. No obstante, mantuvo una personalidad plenamente humana, sensible a las cosas pequeñas del mundo, y un sentido del humor exquisito. Su unión con Dios no la separó de sus semejantes, y permaneció completamente mujer con toda la complejidad de un espíritu femenino. El secreto de su actitud positiva hacia la vida y la naturaleza fue su espiritualidad cristocéntrica. Su consciencia de Dios y su semblanza con Dios se debían a su experiencia de Dios en y a través de Cristo, sin excluir su humanidad. Una característica esencial de la espiritualidad carmelitana es considerar a Cristo como esposo del alma y encontrar en la unión viva (matrimonio espiritual) la transformación más perfecta en Dios.

Juan de la Cruz entró en la orden de los frailes carmelitas «calzados» a los veintiún años, y a los veintisiete conoció a Teresa, que ya tenía cincuenta y tres. En lugar de pasarse a la Orden de los cartujos para vivir una vida de penitencia más austera y de contemplación, como era su intención, se unió a Teresa en la noble tarea de transformar el Carmelo entre los hombres, como Teresa había empezado a hacerlo entre las mujeres. Para llevar a cabo aquel proyecto, hubo de soportar calumnias y persecuciones de gran crueldad. A diferencia de Teresa, no se convirtió nunca en el fundador jurídico, pero fue el espíritu inspirador del Carmelo. Fue un teólogo erudito (estudiante de Alcalá y de Salamanca) y se convirtió en uno de los mayores místicos de todos los tiempos. Escribió diversos libros, publicados todos después de su muerte, y es uno de los mejores poetas de la literatura española.*

La doctrina mística

Solo un místico puede enseñar una doctrina mística, y su enseñanza es una comunicación vital. Cuando los místicos escriben algo, estos escritos no representan más que un producto sucedáneo y un recuerdo suyo. Si intentáramos resumir todo lo que han escrito, aun haciéndolo de la manera más sucinta posible, puesto que no utilizan palabras superfluas, llegaríamos ciertamente a tergiversar su doctrina y alcanzaríamos solo una vaga idea. ¿Cómo atrevernos a proponer una síntesis de su mensaje y exponer con claridad los momentos en los que intentaron expresar lo inefable? Lo único que está en nuestras manos es procurar examinar las implicaciones filosóficas de su doctrina, poniendo de manifiesto su estructura metafísica.

El objetivo y fin de la vida humana es la unión con Dios, la transformación de nuestro Ser y su divinización. Pero la criatura en sí no es nada. O, como repiten constantemente nuestros santos, es una nonada, una no-nada. Existe porque, de alguna manera, continúa existiendo fuera de la nada, extra nihilum, suspendida sobre el abismo de la pura nada por el poder creador de Dios. La criatura, en consecuencia, para alcanzar a Dios y unirse a Él, debe abandonar y olvidar su manera de ser, es decir, su «no-ser-todavía», su negatividad, y negar su «nonada».4 El Ser no puede ser destruido. Todo lo que aniquilamos es el elemento negativo intrínseco de nuestra existencia temporal.5 En otras palabras, esta unión con Dios no es mero conocimiento, sino una incorporación ontológica, aunque el intelecto sea también parte de nuestro Ser. No es simplemente «conociendo» a Dios como nos transformaremos en Él, sino solamente estando plenamente unidos a Él (y nuestro Ser es algo más que intelecto). Llegamos a nuestro último destino cuando somos una sola cosa con Él.6

Ahora bien, estrictamente hablando, entre la «criatura» en cuanto tal y Dios en cuanto tal no hay nada en común. Si la primera debe estar unida a Dios, debe también divinizarse, debe desnudarse de su modo de ser. No tan solo no puedo alcanzar a Dios, sino que mi Ser no puede unirse a Él mientras siga siendo «criatura». No porque la «naturaleza» sea mala, sino porque no pertenece al orden de la Divinidad. Pero no me es propio nada de este orden; mi naturaleza no posee nada homogéneo con Dios que pueda ser utilizado en mi unión con Él.

Esto nos lleva al famoso camino de la nada absoluta de nuestros dos místicos. No puedo fiarme de mis sentidos ni de mis sentimientos, y tampoco de mi intelecto con sus intuiciones, ni de mi voluntad ni de mi propio Ser. No puedo fiarme de nada creado. Si veo a Dios, si Lo siento, e incluso si Lo amo, dado que eso que veo, siento, amo y experimento es mi amor, no es a Él a quien veo, siento o amo, ya que Él está más allá de mis modos de comprensión y de posesión.

Puedo transformarme y unirme a Él, puedo ser Dios, solo si dejo absolutamente todo lo que siento, amo, pienso y experimento7 e incluso todo lo que «imagino» ser, y es Él quien toma posesión de mí y me «rehace». Y solo así realizamos nuestra verdadera personalidad. Esta es la acción de la Gracia en mí. La importancia de la criatura es reemplazada aquí por el poder absoluto de Dios. La vía desnuda de la pura fe no es ni una fe ciega ni un esfuerzo desesperado por salvarse, sino el don divino y gratuito que me ha sido concedido, que me llama y me transforma. Ya no deposito la confianza en mí, sino solo en Dios.8

«Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma»,9 dice Juan de la Cruz, repitiendo una afirmación de los Padres de la Iglesia. Para incorporarnos a Él, debemos entrar en ese Silencio, no solo anulando todas las voces, las imágenes y los pensamientos sobre las cosas e incluso sobre Dios mismo, sino reduciendo nuestro ser a un silencio ontológico. «Para venir del todo al todo, has de dejarte del todo en todo», incluidos nosotros mismos.

El camino real hacia Dios que nos indican estos dos grandes contemplativos no es el de la mera contemplación de Dios como objeto, no es la experiencia (de) o la mirada purificada y altamente contemplativa puesta en Dios; nuestra mirada debe trascender todas nuestras fuerzas y nuestras facultades e incluso todo nuestro Ser. «Porque es tanta la semejanza que hay en ella (la fe) y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído».10 En términos cristianos, es la vía desnuda y sobrenatural de la verdadera fe como participación del mismo conocimiento y Luz de Dios, como introducción a la Vida divina en nosotros que, por así decir, se mantiene en nosotros gracias a sus dones de Fe, Esperanza y Caridad.11 Y de nuevo Juan de la Cruz: «Esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma».12

Para venir a lo que no sabes,

has de ir por donde no sabes.

Para venir a lo que no posees,

has de ir por donde no posees.

Para venir a lo que no eres,

has de ir por donde no eres.

Así canta Juan de la Cruz en estos conocidos versos.13 La progresión del hombre espiritual hacia Dios es más bien el avance de Dios en el hombre. La subida a la montaña por parte del hombre corresponde al más real descendimiento de Dios en su Ser.

En una ocasión, estando santa Teresa orando, se lamentaba amorosamente ante Dios por sus pruebas y sufrimientos. Y oyó que Dios le decía: «¡Teresa, así trato a mis amigos!», haciéndole comprender el carácter purificador de los sufrimientos. Pero Teresa, que ya lo sabía, respondió con descaro: «¡Pues por eso tienes tan pocos...!». Los hay que han evidenciado la dificultad y la imposibilidad de seguir la doctrina de nuestros dos santos carmelitas, considerada erróneamente una autoabnegación inhumana. Si pensamos en términos de coraje humano, es verdad que el desnudamiento completo del propio yo que ellos consideran necesario para llegar al Único se encuentra más allá de las formas humanas, de modo que, si este desnudamiento estuviera motivado por un deleite espiritual egoísta, no solamente sería imposible sino también antinatural. Ninguna fuerza humana puede llevar a cabo una obra como esta y recorrer el camino de la negación absoluta, por la simple razón de que, si no hay un Dios que nos sostenga, incluso desde abajo, bajo nuestros pies no quedará nada. Juan de la Cruz, además, repite a menudo que las dos noches del alma llegan solo cuando una persona ha superado la luz de la razón y ha trascendido los caminos de los sentidos.14 Pero también es verdad que nadie puede llegar, solamente con las fuerzas humanas, a la cima de la montaña en donde mora Dios. Es Dios, solo Dios, quien llama y reparte los dones y las gracias necesarias para esta ascensión.15 Es la obra de Dios en nosotros y también a través nuestro: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad [...]; el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios —estando ella en Él transformada— aspira en sí mismo a ella».16

La santidad de los dos santos carmelitas

Múltiple y maravilloso es Dios en sus santos. Centellas de su perfección se desprenden en estos elegidos. Simplicidad, amor, obediencia, fuerza espiritual, personalidad y muchos otros valores se reflejan en la vida de los santos. ¿Cuáles son las características particulares de estos dos místicos?

Me atrevería a decir que su característica principal, que constituye al mismo tiempo un mensaje urgente e importante para nuestro tiempo, es simplemente la santidad misma. Y esta es también la característica de la otra gran santa del Carmelo de nuestros días, santa Teresa de Lisieux, la Pequeña Flor.

Naturalmente, por el mero hecho de ser santo o santa, reflejan la santidad de Dios, pero el color de la luz divina puede ser el rojo del amor, el verde de la esperanza, el morado de la penitencia, el infrarrojo de una entrega genuina, el ultravioleta del misticismo, etc.

A pesar de las riquezas espirituales y de los altos dones místicos de los que estaban dotados, no insisten en ni predican solo la contemplación, el misticismo o cosas parecidas; no quieren que nadie niegue el mundo ni haga de la negación de sí mismo el centro de su doctrina. Ellos predican y viven sencillamente una vida santa, es decir, la santidad pura y simple. El resto es, en última instancia, irrelevante, medio para «la única cosa necesaria». Sus textos fueron escritos o por obediencia, como en el caso de Teresa, o, como en el caso de san Juan, pretendían ayudar almas especiales a llegar a la unión con Dios. Asimismo, sus libros son verdaderamente universales, y los ejemplos de sus vidas, más allá del objetivo principal de su actividad, constituyen una lección para toda alma religiosa.

Lo que cuenta, en definitiva, no son nuestras ideas o nuestras experiencias o nuestro rechazar algo y hacer otra cosa; lo que cuenta no es un determinado modo de orar o una forma particular de vida. Lo verdaderamente importante, el único y último objetivo del hombre, es la santidad, la unión con Dios, el transformarse en Dios, la divinización de todo nuestro Ser.17

A lo largo de todo el siglo XVI (para no hablar de nuestro tiempo), Europa atravesaba, en todos los aspectos, una crisis mundial. Por todas partes problemas y soluciones se planteaban y se aplicaban en línea horizontal. La respuesta de la monja y el fraile de la Orden carmelitana es unívoca: la santidad. No una santidad como reforma egoísta de sí mismo, no una santidad individualista para reordenar el mundo y resolver sus problemas, o para salvase a uno mismo, es decir, como un medio para alguna otra cosa o como una condición previa, sino una santidad auténtica, como un fin en sí misma, porque el peso ontológico de una persona divinizada es más grande que cualquier otra cosa, porque el significado de la vida sobre la tierra, esta «mala noche en una mala posada» (santa Teresa), no es organizar el cielo sobre la tierra, sino llevar la tierra al cielo. «Un único acto sobrenatural de Amor vale más que mil universos materiales» (Juan de la Cruz). De ahí se deriva que el único enfoque verdadero a la Vida es darle vía libre. En conformidad con su naturaleza profunda, la vida sobre la tierra será verdaderamente humana, feliz, bella. «¿No es linda cosa que una pobre monja de San José pueda llegar a señorear toda la tierra y elementos?».18 Es la actitud menos negadora del mundo que pueda imaginarse, porque ve la creación entera como una explosión del Amor divino. Solo entonces el hombre será el rey de la creación y transformará todo en auténtico Reino eterno, que es mucho más que un mero mundo temporal.

Solo entonces el hombre podrá cantar exultante y darse cuenta de que «míos son los cielos, mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí».19 El motivo es claro: Yo no soy mío, sino que es Dios que vive en mí y Yo en Él. ¡Este es el misterio cristiano del Cristo!

 

 

* El texto de este apartado se publicó por primera vez en italiano en AA. VV., L’utopia di Francesco si è fatta... Chiara, Asís, Citadella, 1994, págs. 102-110. Nuestro texto se basa en el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 123-128 (trad. de Jesús Silvestre y Antoni Martínez Riu).

1 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 179 a. 1 arg. 1.

* El texto de este apartado se publicó por primera vez en inglés en R. Panikkar, «Some Aspects of the Spirituality of St. John of the Cross and of Saint Teresa», en The Living Word, vol. LXXVI, n.º 6 (1970), págs. 258-268. Nuestro texto se basa en el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 129-137 (trad. de Jesús Silvestre y Antoni Martínez Riu) y ha sido confrontado con el original inglés.

2 Cf. el magistral capítulo de F. Heer, Europäische Geistesgeschichte, Stuttgart, Kohlhammer, 1953, págs. 280-331.

3 Santa Teresa de Ávila, Vida IV, 59, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1948.

* La edición empleada para la localización de los textos de Juan de la Cruz en las siguientes notas es: san Juan de la Cruz, Obras completas (ed. crítica de Eulogio Pacho), Burgos, Monte Carmelo, 72000.

4 San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, II, 5.

5 Ibid., I, 5; id., Noche oscura, II, 6.

6 Id., Subida al monte Carmelo, I, 4, 5.

7 San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, I, 2.

8 Ibid., II, 8, 1.

9 Id., Avisos espirituales, 2.21.

10 San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, II, 9.

11 Ibid., II, 6.

12 Id., Noche oscura, II, 5.

13 Id., Subida al monte Carmelo, I, 13.

14 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, estrofa 34.

15 Id., Llama de amor viva B, III, 3.

16 Id., Cántico espiritual B, estrofa 39.

17 San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, III, 16, 1.

18 Santa Teresa de Ávila, Camino de perfección, XIX, 4.

19 San Juan de la Cruz, Poesías completas y otras páginas, José Manuel Blecua (ed.), Zaragoza, Ebro, 1971, pág.117.