PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN*
He resistido la tentación de modificar el texto con la excusa de clarificar algunas ideas. Los aditamentos se reducen a media docena.
Tengo muy presente el consejo del asceta Marpa a su discípulo Milarepa, el gran místico tibetano: el deseo de mayor información (instrucción, le decía) es una distracción y no ayuda a conseguir la Última Verdad. Parecía adelantarse a la epidemia moderna: la inflación de información.
Hago, sin embargo, dos excepciones para mencionar un par de comentarios de entre las diversas recensiones que han honrado este libro.
El primero se refiere a una aguda y pertinente pregunta que me plantea Ignasi Boada: «¿Qué puede decir la mística al hombre que ya no pretende ni definir, sino solo mirar, que determina el ser del ente no como pensamiento sino como imagen?».1
Mi comentario (desde la mística) es triple: en primer lugar, la mística no dice nada. La mística calla, que es su primera característica; está escondida (como Dios y la Verdad), pero no se esconde. Debemos distinguir entre un Misterio y un enigma. Esto no quiere decir que no haya silencios perversos y mortales. El místico no es violento ni fanático, pero no tiene miedo de hablar cuando lo cree conveniente. La mística no es quietismo. En segundo lugar, los hay que «miran», pero no ven. Además, toda imagen tiene también su misterio, y de ahí precisamente su influencia y su peligrosidad. Acaso no me haya entretenido suficientemente en describir las condiciones para que surja la experiencia mística, que es silencio, aunque no mutismo indiferente. Y no me he detenido en ello porque he evitado caer en la moda intelectual de concentrarme en constataciones sociológicas, como si el hombre fuera fundamentalmente un animal sociológico, y la sociología nos revelase la naturaleza humana. Tengo, además, la sospecha de que, debido a la influencia de la mentalidad democrática, damos prioridad a lo que una cierta sociología nos describe. Y digo «cierta» porque, aun desde el punto de vista sociológico, la inmensa mayoría de la humanidad vive en otro mito que no es el occidental. En otras ocasiones he escrito mythos para distinguirlo del lenguaje que se ha popularizado y que llama «mito» a una simple fábula. ¿No será que, a pesar de la innegable invasión de la tecnología, no hemos superado el colonialismo cultural que nos hace creer que lo que llamamos «nuestra» cultura es universal? Pero la válida reflexión del Dr. Boada no deja de plantearnos un problema. Nos distraemos con la televisión porque ya hemos perdido el contacto consciente con nosotros mismos, y esto ha sucedido entre otras cosas porque, queriendo ensalzar la mística, nos la han descrito como un valor sublime para unos pocos privilegiados, en virtud de lo que nos hace creer el mismo mythos occidental: que lo bueno es lo diferente, afirmando que el valor de una cosa consiste en su rareza y escasez, como es evidente desde el modelo económico. O, dicho más académicamente, confundimos la identidad de algo con su identificación y, desde los griegos, pensamos que la esencia de un ser consiste en su diferencia específica. La interculturalidad es el imperativo cultural de nuestro tiempo.
Deseo hacer otro comentario a la profunda recensión del profesor Jesús Avelino de la Pienda, quien afirma que «la experiencia [mística] originaria solo puede ser entendida en sentido trascendental; es decir, como condición de posibilidad, que es precisamente deducida e inducida [...] de las experiencias concretas del hombre [y que] como tal condición de posibilidad no existe de forma separada de estas experiencias concretas».2
Creo entender su justa observación desde la perspectiva del primado de la razón, que parece ser un postulado moderno, pues, de lo contrario, se nos dice, todo nuestro aparato conceptual cae por su base. Yo veo en ello otro de los mythos del pensamiento occidental moderno que teme superar los fueros de la razón en virtud del mismo planteamiento dialéctico del problema (aut-aut), so pena de caer en el irracionalismo. A la razón no se la puede negar, pues la negación es ya una actividad de la misma razón, que se autodestruiría en virtud de su mismo principio de no contradicción —pero superación no significa necesariamente negación—.
Las dos preguntas entran de lleno en nuestro tema, y por ello no creo que sean superfluos estos comentarios. La razón es ciertamente constitutiva de la mente humana, pero no es la única forma de conocimiento humano, si no reducimos el conocimiento a las ideas «claras y distintas». No por un prurito de clasicismo, el título de este libro es De la mística, en el que se sugiere que no intento decir lo que la mística es, suponiendo de nuevo que el es agota la realidad, sino solo hablar (o escribir) sobre ella, consciente de que en este campo cualquier locución es poco menos que una contradicción, pues, como acabamos de decir, el campo propio de la mística es el silencio, y la palabra rompe con él, a no ser que se le interprete como su encarnación; pero entonces ya lo hemos también roto (sacrificado), pues el silencio no es la palabra. Pero, como se indica en el texto (contra Parménides, uno de los padres de Occidente), la realidad no tiene por qué obedecer a nuestros esquemas de inteligibilidad. El Pensar refleja el Ser, pero este, en cuanto sinónimo de realidad, no tiene por qué someterse a las leyes del intelecto. Dios, por ejemplo, no tiene por qué ser inteligible; tanto si existe como si no existe, puesto que, por definición (racional), trasciende nuestro intelecto. Solo negarán su existencia aquellos que sostengan que lo irreducible a la inteligibilidad racional no es real porque no puede ser racionalmente captado. Sin embargo, nos damos cuenta de lo que decimos. El campo de la consciencia es más amplio que el de la racionalidad. Y para darse cuenta de ello no se requiere suscribirse a ningún esoterismo irracional; se requiere solo no caer en el reduccionismo de postular que la realidad ha de obedecer a nuestros parámetros racionales. Es solo el pensar dialéctico el que deduce que lo que no es racional ha de ser irracional. El principio de no contra-dicción solo pretende ser «válido» para la «dicción». Lo demás es extrapolación indebida.
La «condición de posibilidad» es una posibilidad estrictamente racional. A no ser que extrapolemos indebidamente este principio y lo convirtamos en un axioma de la misma realidad, obligando al Ser a someterse a nuestro Pensar, lo que no deja de ser un ejemplo del orgullo humano, autoerigiéndose en juez absoluto de la realidad. Repito que no se trata de negar la validez del Principio dentro de su campo: lo que es contradictorio no lo podemos admitir como verdadero, pero nosotros no somos los árbitros de la Realidad y debemos respetarla.
Esta cautela debería tenerse presente para no malinterpretar las páginas de este libro. El campo de la mística es el de la verdadera sabiduría —patrimonio universal—. Y, como dice la versión de los LXX del libro de los Proverbios, quien encuentra la sabiduría encuentra la Vida (ζωή, zōē) —la vida eterna, diría el Evangelio—.
En este libro se habla de la experiencia que, como dice el refrán, es madre del arte y de la ciencia, repitiendo poco menos lo que Aristóteles nos dice en el libro A de su Metaphysica: «A la ciencia y al arte llegan los hombres a través de la experiencia» (ἐπιστήμη καὶ τέξνη διὰ τῆς ἐμπειρίας, epistēmē kai technē dia tēs empeirias).
En las páginas que siguen se hace también amplio uso de la razón. «Lo cortés no quita lo valiente». La mística no es irracional, no desprecia la razón: se sirve más bien de ella; algo así como cuando la filosofía medieval describía la philosophia como ancilla theologiae, lo que no significaba servidumbre, sino respeto a la jerarquía (o «principio sagrado»), o sea, al orden cósmico de la realidad, como sugiere la palabra. Lo que ocurre es que la razón no es nuestra última instancia, sino que es una facultad útil e imprescindible para la vida humana.
Como aún diremos, el hombre posee tres ojos o tres ventanas (puertas) que lo abren a la realidad: los sentidos, la razón y la fe, cuya colaboración es imprescindible para un contacto no deformado (aunque siempre imperfecto) con la realidad.
Y no me queda más que excusarme por la densidad del texto y dar las gracias a todos los que me han inspirado en la gestación de este escrito —aunque no pretendo hacerles responsables de mis imperfecciones—.
Tavertet
Fiesta de la Θεοτόκος, la Madre de Dios
Septiembre del 2007
* R. Panikkar, De la mística. Experiencia plena de la Vida, Barcelona, Herder, 22007, págs. 15-19. Este texto no fue incluido en la edición italiana de las Obras completas.
1 I. Boada, «La mística segons Raimon Panikkar», en Qüestions de Vida Cristiana, 221 (2006), págs. 126-136.
2 J. A. De la Pienda, «Mística: una experiencia y un problema de conocimiento», en Teorema (Limbo), 26 (2006), págs. 33-42.