1. LA MÍSTICA ES LA EXPERIENCIA INTEGRAL DE LA REALIDAD

El adjetivo «integral» cubre tanto el predicado como el complemento de la frase. No lo repito, pues, después de «realidad», porque si la experiencia es integral debe serlo de la realidad entera en cuanto tal y no solo de una parte de ella o de una sola de sus manifestaciones. Sería, pues, una redundancia repetirlo. Hemos ya mencionado los sinónimos «completo», «holístico» y «pleromático», pero, para evitar barroquismos innecesarios, escogemos el más sencillo, que, además, lleva consigo la connotación de experiencia intocada y, por lo tanto, completa, entera, pura inmaculada, sin aditamentos; sine glossa, diría san Francisco. En nuestro caso, la experiencia integral es la no tocada por ninguna interpretación ni intermediario: es pura experiencia, íntegra, «intocada».

He de confesar que hubiera preferido repetir el título «experiencia de la Vida» en lugar de «realidad» para no caer en la deformación profesional de la filosofía académica. El objeto del pensar filosófico es ciertamente la realidad, que muy a menudo se identifica con el Ser. El objeto del pensar conceptual apunta ciertamente a la Verdad (del Ser o realidad) que no vemos, pero que pensamos —como concepto—. Pero el término de la experiencia no es un ente abstracto, es una realidad. Pero «realidad» posee todavía una carga conceptual de la que difícilmente puede liberarse. La palabra «vida», en cambio, no puede conceptualizarse tan fácilmente. La realidad la pensamos; la vida la experimentamos directamente, aunque luego podemos y debemos pensar sobre ella. El mismo concepto de vida surge después de la experiencia de nuestra vida.

Dicho esto, escogemos finalmente la palabra «realidad» para evitar el escollo contrario de un vitalismo más o menos vivencial con ausencia de pensamiento. Con todo, seguimos conservando el título del libro, pues creemos que de ello se trata. En rigor son dos sinónimos con connotaciones muy diferentes. Hubiéramos podido igualmente describir la mística como «experiencia (íntegra) de nosotros mismos»; pero también en este caso necesitaríamos explicitar el sentido de la frase, en cuanto somos una imagen del Todo. Con estas cautelas utilizaremos estas tres experiencias como equivalentes homeomórficos.

motivo

Para evitar malentendidos muy comprensibles, se suele describir la mística como experiencia de la realidad última, entendiendo por tal aquella realidad suprema (última) que no tiene partes. Esto presupone una visión piramidal de la realidad. En la cumbre de la realidad habría un Dios, Ser Supremo y simple. Esta definición ha tenido una gran fortuna y ha predominado durante milenios entre las religiones de origen abrahámico. La mística sería entonces sencillamente la «experiencia de Dios», como aún suele decirse en ambientes monoteístas, por temor a caer en el panteísmo.

Con ello se elimina de un plumazo la mística de todas aquellas religiones y visiones del mundo para las que lo «Divino» no es la cúspide de ninguna pirámide. Y de hecho, hasta hace algo menos de un siglo, esta era la idea predominante en los estudios sobre la mística en Occidente. Si las otras religiones aspiran a la experiencia mística, se decía, no sería la mística (sobrenatural, esto es, auténtica) del «Dios vivo», sino que serían experiencias numinosas (e impersonales) de la «Naturaleza» o de un «Fondo del Ser» más o menos metafísico. Con ello se clasifica a priori la mística y se la cataloga en virtud de un criterio (pretendidamente superior) ajeno a la misma experiencia —que, con ello, deja de ser «última»—. Pero de esta manera excluimos de la mística todas las religiones que aspiran también a una experiencia integral de la realidad.

Esta descripción de experiencia última tiene además un efecto colateral importante: la mística se eleva entonces hasta la altura de la experiencia de la trascendencia, y su campo de interés ya no es este mundo —secular y temporal (adjetivos que dicen lo mismo)—. La mística, se sigue diciendo, no se inmiscuye en los quehaceres ordinarios de los hombres: es una especialidad —superior, por supuesto—. Todo depende, entonces, de lo que sea este «Dios». Para evitar tomar partido, de momento, en esta discusión, hemos evitado decir «experiencia de Dios» y hemos introducido provisionalmente la palabra «realidad», que no por eso deja de ser menos problemática, pero parece más neutral —más ecuménica, se diría hoy—.

Nuestro sūtra prescinde de calificar la realidad y, por lo tanto, de reducir el campo de la mística a lo «último» de la realidad, lo que supone una clasificación con un criterio meramente formal por encima de la misma realidad. De nuevo tropezamos con el dogma de Parménides: el Pensar que clasifica el Ser en virtud de un autoanálisis del mismo Pensamiento, incluyendo al mismo Ser en esta clasificación.

Aquí radica la dificultad y la especificidad de la mística: la experiencia de la realidad como un todo (integral) que no es la suma de sus partes ni tampoco un mero concepto formal. La mística nos dirá que hay un acceso a la plena realidad (llámese Dios, el Todo, la Nada, el Ser o lo que fuere) que se nos presenta en su plenitud, aunque luego la interpretemos de formas diversas y desde nuestro ángulo concreto, con lo cual, aunque la realidad sea indivisa, nuestro acceso es parcial. Con ello estamos introduciendo una visión intercultural, por una parte, y una relativa novedad, por otra, puesto que hacemos descender la mística desde el Olimpo de los Dioses a la tierra de los hombres; la hacemos que deje de considerarse una especialidad abierta solo a unos pocos para pasar a ser un constitutivo del ser humano.

Este primer sūtra, en efecto, se aparta de una acepción demasiado extendida en muchos libros sobre la mística —a diferencia de los propios escritos de aquellos reconocidos como místicos—. Esto se debe a la manera de pensar (forma mentis) peculiar de la «modernidad» occidental en la interpretación de la experiencia (mística). Ya lo decía un adagio escolástico: «Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur» (Todo lo que se recibe, se recibe según la forma del recipiente). La mente analítica solo puede comprender analizando; la mente abierta a las diferencias las detectará por doquier y la diferencia (específica) se equiparará a la esencia. Dios es el Otro (la otredad absoluta), dice, por ejemplo, la mente semita; brahman es, en cambio, la Identidad absoluta, el self (ātman), el Mismo, piensa la mente índica. La mística es una experiencia particular diferenciada de todas las demás, dicen los libros a los que nos hemos referido; la mística es una experiencia integral, nos dice este sūtra, aunque como experiencia integral se distinga de todas las demás experiencias.

Ya dijimos que es cuestión de entenderse sobre el vocabulario. Si por mística se entiende una experiencia particular, habrá que clasificarla (especialidad del genio occidental), y luego integrarla en el conjunto de experiencias humanas. La dificultad estriba entonces en encontrar un criterio extrínseco a la experiencia que permita su integración. Este criterio debería ser un criterio metaexperiencial que abarcase todas las (demás) experiencias. Mas este criterio no puede ser otra experiencia, pues entonces abrimos un proceso al infinito. Esto es, este criterio no puede existir más que como un postulado gratuito: la razón, el sentimiento, la praxis o lo que fuere como criterio de la validez de la experiencia. Caemos entonces en el reduccionismo —sin negar que ello pueda ser muy útil para el análisis de los «fenómenos» místicos—. Es el reduccionismo que reduce el hecho o fenómeno a solo lo que el filtro de nuestro criterio nos deja pasar como válido: el postulado de la razón, por ejemplo, que fundándose en sí misma (círculo vicioso) no admite como real más que lo razonable, identificando entonces la realidad con aquello que la racionalidad reconoce como real.

Si insistimos en nuestra acepción de experiencia integral es porque nos vemos sostenidos por tantos testimonios místicos que no se dejan compartimentar y que nos hablan de su experiencia de la realidad, y no solo de una parte de ella.

Se trata de una experiencia integral completa, esto es, no parcial, ni parcelada. En la experiencia completa vale aquello de «quien me ve a mí, ha visto al Padre», frase en la que la diferencia de tiempos no es secundaria, como comentaré más adelante. Los apóstoles ven a Jesús; pero hay que abrirles el tercer ojo para que sean conscientes de que habían visto (también) al Padre, teniendo la experiencia completa de ver no solo a Jesús, sino a Cristo. Si veo una flor solo como flor, puedo formarme un concepto de flor viendo otras flores o una idea de flor descubriendo su esencia específica; pero no tengo la experiencia completa de la flor completa, de su Ser, de su plena realidad —a no ser que confundamos la flor con su concepto—. De hecho, cuando nuestro pensamiento racional acompaña a la experiencia, tenemos la noción de la flor, pero no podemos tener la experiencia completa de la flor sin experimentar todo lo que la flor es; y la flor no-es sin la entera realidad, en la que y de la que es flor:

Nel giallo della rosa sempiterna [...]

Nè l’interporsi tra ’l disopra e ’l fiore

di tanta plenitudine volante

impediva la vista e lo splendore.

Al cáliz de la rosa sempiterna [...]

Ni la interposición entre la Rosa

y Dios de aquella plenitud volante

vista o fulgor entorpecía cosa.2

... canta Dante en el Paraíso poco antes de extasiarse. Estos versos de Dante parecen encontrar eco en una poesía de Śrī Aurobindo, que canta a la «Rosa de Dios», y en el juego de palabras del gran poeta Rūmī entre gul (rosa) y kull (el misterio de la totalidad). Annemarie Schimmel traduce:

Jede Rose, die in der äusseren Welt duftet,

spricht vom Geheimnis des Ganzen.

Toda rosa que expande su olor en el mundo exterior,

[nos] habla del misterio del Todo.

Ciertamente, «el ser se dice de muchas maneras» —se dice (λέγεται, legetai)—. Y es precisamente la visión mística la que se percata de que la realidad no se reduce a lo que se dice, que no se reduce exclusivamente a logos. La experiencia de la flor no es idéntica a la cognición del concepto de flor, que me permitirá distinguir la flor de todo lo que no-es flor.

Aunque hay también una experiencia intelectual (la evidencia), es solo un caso de experiencia humana y no debe confundirse con la experiencia mística, que es una experiencia completa. La visión mística viendo la Flor ve al Padre (su Origen). ¿No dicen algunos místicos que ven a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios? —dejando abierta la cuestión de lo que pueda ser este «Dios»—. «Quien ve el ātman en todas las cosas y todas las cosas en el ātman», dice una Upaniṣad, «este podrá llegar al brahman» —dejando de lado nuevamente lo que pueda ser este ātman y este brahman—.

La mística representa una contracorriente en el interior de la cultura; la mística es un contrapeso. Aquí podríamos aventurar una diferencia entre la mística predominantemente occidental y la oriental —aceptando la simplificación, puesto que hay «occidentales» en el mundo oriental y «orientales» en el occidental—. La primera es más bien antropocéntrica («conócete a ti mismo»), para remontarse a Dios. La segunda es más bien teocéntrica («conoce a Dios»), para descender al autoconocimiento. Es obvio que para llegar a un «Dios» trascendente hay que ascender (a él) y para alcanzar un «Dios» inmanente hay que descender (hasta él). Citemos dos ejemplos de la perspectiva típicamente oriental. «Conocerse a sí mismo es olvidarse de sí mismo; olvidarse del propio yo es conocer todas las cosas» («alcanzar la iluminación», según otra traducción), escribió al inicio del Shōbōgenzō Dōgen, el gran maestro zen del siglo XIII, que introdujo la escuela sōtō en Japón.

El segundo ejemplo es upaniṣádico. Un devoto de Indra, a quien el Dios le dice que escoja un favor, no se atreve a hacerlo por respeto a Dios y pide a Indra que él mismo le otorgue la gracia más beneficiosa para la humanidad. Indra le dice entonces: «¡Conóceme, pues!» (mām eva vijāni), sabiendo que Dios habita en el corazón del hombre y que, conociendo a Dios, se conocerá a sí mismo. Cuando Grecia dice: «¡Conócete a ti mismo!», está presuponiendo que si nos conocemos bien (lo que somos) encontraremos a Dios. Cuando la India dice: «¡Conóceme!», está presuponiendo que este Dios me revelará quién soy. Ambos movimientos son necesarios: el ascendente (de Grecia) y el descendente (de la India). El genio de san Agustín lo expresó bien: «Noverim me, noverim te» (Que me conozca [y] que te conozca). No podemos abandonar el sentido crítico de nuestro intelecto (antropocentrismo) y tampoco el sentido propio de nuestro espíritu (teocentrismo). La experiencia integral es trascendente e inmanente a la vez —secreto del advaita o intuición adualista—. La experiencia de la trascendencia, como repetiremos aún, solo puede hacerse desde la inmanencia; y la de la inmanencia solo tiene sentido en relación con la trascendencia. Inmanencia y trascendencia son dos nociones que apuntan a aquella realidad que no es ni una ni dos. La realidad es relacional, como la Trinidad.

Se trata, pues, en ambos casos, de una experiencia de la realidad completa. La realidad en cuanto tal no tiene partes, pues serían ya partes de la realidad. Podemos, por ejemplo, hablar de una realidad material y de otra realidad espiritual; podemos incluso distinguir grados de realidad si convenimos en un criterio formal de clasificación. Pero todas estas distinciones sobre la realidad son meramente formales, forjadas por nuestra mente, ella misma también parte de la realidad. En otras palabras, el conocimiento místico ni juzga ni divide: solamente ve.

Al decir que la realidad no tiene partes no afirmamos que nuestra mente no pueda dividir la realidad en partes. Pero tanto la multiplicidad como la unidad son afirmaciones de nuestra mente. La mística es más cauta: ni afirma ni niega. Por eso no dice que la flor sea una parte de la realidad ni que sea toda la realidad. Diría más bien que la flor es símbolo del Todo, que en la flor «está» toda la realidad. No es, evidentemente, un conocimiento (conceptual) absoluto, sino una experiencia (integral) concreta. Estamos diciendo con otras palabras lo que aún repetiremos: la mística es una experiencia adual (advaita). Es una experiencia de la realidad, no de sus partes, aunque solo sea desde una parte. El Espíritu «os conducirá a la verdad íntegra», prometió Jesús a sus discípulos. No se trata, evidentemente, de que nos conduzca a todas las verdades, sino a la experiencia completa, indivisa de la realidad. Y muy sutilmente, como dice el texto, os guiará en el camino (ὁδηγήσει, hodēgēsei) hacia la Verdad entera: hacia un camino existencial y no a una mera cognición mental. Quien se deja conducir por el Espíritu no «conoce» (mentalmente) todas las verdades, pero camina en la Verdad que «nos hace libres». La experiencia mística, «viendo» la flor, «ve» (toda) la realidad aunque no «vea» todas sus partes —nos hace «caminar en la Belleza», según una expresión de la lengua hopi—. Se pasa de la intelección de la pars pro toto a la intuición del totum in parte, aunque, en rigor, la metáfora espacial (pars) aplicada a la realidad es más bien desorientadora. La flor que el místico «ve» es (toda) la realidad —en la flor—. La flor que el intelectual conoce es parte de la realidad —de la flor—. Ambas son necesarias. La Gītā distingue entre el conocimiento del todo y el de sus partes, como ya hemos dicho e insistiremos.

Utilizamos la palabra «realidad» como símbolo último de Todo (el τό ὅλον [to holon] de Grecia, el idam sarvam de las Upaniṣad) no solo en cuanto es, sino también en cuanto no-es; en cuanto pensable e incluso en cuanto conscientes de que es impensable —sin entrar ahora en mayores disquisiciones—. Puntualicemos, sin embargo, que cuando se dice símbolo del Todo no nos referimos al Todo como a un algo envolvente, abstracto e indiferenciado, de algunos fenómenos psíquicos de identificación con lo numinoso. Baste para nuestro propósito decir que por realidad entendemos todo aquello que de una manera u otra entra en el campo de nuestra consciencia —sin otras disquisiciones (como las muy valiosas de un Zubiri, por ejemplo)—. La mística no es una visión abstracta. No ve el Todo, sino que ve la flor —en su totalidad—. La gran dificultad del lenguaje estriba en la sustancialización de los nombres para así individualizarlos. Para la mística, todos los nombres comunes —los llamados sustantivos— son verbos. Así, la flor es flor porque «florece» en el jardín de la realidad y la «nube» es lo que «nubla» el firmamento de lo real, tanto física como metafóricamente. Las palabras son para el místico como los guarismos para el físico: representan el mundo energético-material para este último y simbolizan el universo entero para el primero.

La mente racional no puede sustraerse a una ulterior pregunta. Y no la soslayo, pues hemos indicado ya que la experiencia mística no es irracional. La pregunta es esta: ¿puede darse una tal experiencia completa? ¿Es posible esta experiencia holística? ¿No desvarían los místicos cuando dicen aham-brahman (yo [soy] brahman) o hacen afirmaciones parecidas? Dentro de un monoteísmo rígido, afirmar «Yo soy Alá o Yahvé» no es solo desatino; es blasfemia, y así lo pagaron quienes se atrevieron a tales confesiones. Pero nuestra cuestión no es «confesional», sino filosófica. ¿Puede el hombre decir en verdad «yo veo (toda) la realidad (Dios, si se prefiere) en la flor»? O, peor aún, «¿yo soy Dios?».

Ciertamente, la mente humana no puede en verdad decirlo o pensarlo. Hemos definido la mente como la facultad humana que se rige por unos ciertos principios lógicos (racionales), pero ¿quién nos dice que la realidad ha de obedecer a los principios lógicos (los cuales han sido formulados por la misma mente, para que esta pueda funcionar)? Es el círculo vicioso del racionalismo al que hemos ya hecho alusión. Repito la historieta del hombre que ha perdido la llave de su casa (del conocimiento) y a quien encuentra la policía buscándola desesperadamente bajo la luz de un farol de la calle en las oscuras horas de la noche. A la pregunta de si sabe si ha perdido la llave allí, responde que no lo sabe, y añade: «¡Pero como aquí hay luz!». ¿No hay otras farolas en la calle? ¿No se habrá perdido la llave en uno de sus recónditos bolsillos, o en su propia casa (como cuenta la leyenda sufí)? ¿Debe ser la realidad siempre visible al conocimiento? Más aún, la casa puede tener una llave, pero ¿ha de tenerla también la realidad? El místico entra en (su) casa sin llave porque no ha cerrado la puerta.

La mente humana no puede ver en la flor la no-flor, todo lo que no-es flor; pero la flor es y la nube también es, aun cuando no sea flor en cuanto flor y en este su Ser (de la nube) no esté separada de la flor, aunque no se confunda con ella.

Reducir la realidad a pura racionalidad es un postulado de la mente, pero no de la realidad. Lo que el hombre no puede entender (por ser contradictorio) hemos de decir que no se puede entender, pero transgredimos las mismas leyes del pensar si añadimos que no puede ser, a menos que nos confesemos discípulos de Parménides, que identifica el Ser con el Pensamiento. Y por ahí anda el desafío de la mística.

El problema es que yo no puedo entender lo que quiero transgrediendo las leyes de la lógica, aunque paradójicamente yo puedo decir lo que quiero saltándome conscientemente las leyes lógicas. Decimos decir comunicativo, y no mero «parloteo». La mente ha de obedecer al principio de no contradicción y a un cierto principio de coherencia. Pero el hablar humano puede darse conscientemente en cuanto expresa visiones, sentimientos u otros estados de consciencia que no pueden ser comprobados lógicamente sin ser por ello contradictorios, lo que, por otra parte, no significa que sean verdades lógicas. Yo puedo decir con verdad que siento antipatía por una persona, aunque no puedo entender el porqué de tal sentimiento, siendo así que todas las razones abogan en sentido contrario. Yo puedo además decir una mentira, pero no puedo entonces pensar que lo que digo es verdad. No sería mentira. Pienso lo que digo, pero no digo lo que pienso; soy consciente de lo que digo y de que mi decir no corresponde a la realidad, a la verdad en este caso.

Cuando los testigos de un Ramakrishna Paramahamsa nos describen los éxtasis del místico bengalí, no podemos decir que sus visiones no describen algo de la realidad, pero sin el complemento de su discípulo Vivekānanda no nos atreveríamos a afirmar que las visiones del primero sean lo que aquí defendemos como mística. El hablar humano ha de tener también un sentido para el hablante, aunque no sea racional. Más aún, no solo para el hablante sino también para un presunto oyente capaz de captar el tal sentido, puesto que no se habla en solitario, y la palabra es relacional y por lo tanto comunicación humana; esto es, con sentido. Ahora bien, el sentido no es solo el «significado» racional.

La interpretación dialéctica nos dirá que, si la palabra o frase no tiene significado racional es un sinsentido y, por lo tanto, una contradicción impensable. Vivekānanda entendió a Ramakrishna. Los apóstoles aparecieron como borrachos a sus oyentes en Pentecostés, pero luego demostraron que estaban en sus cabales y que supieron interpretar lo que les había ocurrido. Habían visto una dimensión de la realidad irreducible a la racionalidad y eran conscientes de ello. Y aquí debemos subrayar de nuevo la diferencia y el parentesco entre el lenguaje artístico, en especial el poético, y el místico. Ambos trascienden la pura racionalidad, pero mientras el primero se preocupa por la Belleza o por la Forma más que por la Verdad, el segundo no renuncia a ellas y pretende abrirnos a un aspecto de la realidad no desconectado de otras dimensiones de esta, aunque luego una cierta filosofía tenderá también a encontrar el nexo entre Belleza y Verdad y defenderá un pluralismo de ambas.

Cuando un cierto lenguaje místico nos dice que ve todas las cosas en el ātman o a Dios en todas partes, nos dice algo que la mera razón no puede comprender, pero que no es contradictorio, puesto que Dios no es una «cosa» ni una «parte». El ontologismo sería el esfuerzo por explicar racionalmente que, viendo la flor, se ve al Ser; pero la mística se apoya en la experiencia, que no tiene por qué ser ni racional ni irracional.

En una palabra, no tenemos criterio racional alguno para negar que la tal experiencia integral no sea posible, ni para reducir el hombre a un animal lógico. Lo posible y lo imposible son categorías de la Mente, no del Ser. La experiencia apunta al Ser. Sobre la naturaleza de esta experiencia deberemos aún decir alguna cosa.

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Resumiendo: hemos descrito la experiencia mística como aquella experiencia que «ve», «toca», «experimenta» la realidad íntegra; esto es, intocada por su interpretación y que se mancilla así que se intenta sacarla a la luz, algo así como el negativo de una fotografía que se deforma cuando la «revelamos» con una onda luminosa, que nos la presenta bajo un color y una forma determinadas, pero sin la cual no sería visible.

Repetimos que hubiéramos preferido decir «experiencia integral de la Vida», puesto que «realidad» tiene una excesiva carga conceptual. La Vida sería el negativo de la fotografía o, mejor aún, la misma palpitación del original; la realidad sería la imagen revelada, que nos permite hablar de ella.

 

 

2 Dante, Divina Commedia, «Paradiso», canto XXX, 124 y XXXI, 19,22 (trad. cast.: Divina Comedia, versión poética de A. Echeverría, Madrid, Alianza, 2001, págs. 610-613).