3. LA REALIDAD NO ES SUBJETIVA NI OBJETIVA: ES NUESTRO MYTHOS
Por razones de claridad hemos debido adelantar algo de lo que entendíamos por realidad. Nos remitimos a lo dicho, pues queremos evitar un espinoso tema para no perdernos en meras elucubraciones intelectuales muy importantes en sí, pero secundarias para nuestro tema. Apuntaremos solamente el problema, pues querríamos utilizar la palabra de la manera más próxima al sentido común, con vistas solo a lo relevante para nuestro tema.
La realidad, en rigor, no puede ser ni el sujeto ni el predicado de ninguna frase. Y no obstante cometemos constantemente esta falta lógica, lo que nos muestra que el hablar humano trasciende la lógica, puesto que nos entendemos. La realidad es lo que nos «permite» encontrar un sentido tanto al sujeto como al predicado. Pero la fórmula «S es P» no expresa lo que la realidad es. El es de la realidad no es el sujeto ni el predicado. Se trata de un es desnudo, tan desnudo que puede identificarse igualmente con la nada, puesto que ambos carecen de cualquier atributo que les convenga o que los distinga: no solo tenemos la realidad delante de los ojos, está también detrás y en nuestros mismos ojos. La sabiduría upaniṣádica lo dice taxativamente: no se puede afirmar «la realidad es» (verbo en la tercera persona). Esto ya la cosifica, la convierte en objeto. Tampoco se puede decir la realidad soy, puesto que la realidad tampoco es puramente subjetiva. ¿Quién, en sus cabales, se atreve a decir «yo soy la realidad» o, simplemente, «yo soy» y eliminar todo predicado? Si tenemos consciencia del ego que dice «yo soy», ya lo hemos convertido en un predicado (Yo digo o pienso que «yo soy»: digo algo de mí). Uso la vieja grafía para reservar la palabra «conciencia» a la conciencia moral e incluir en la consciencia awareness, consciousness, Bewusstsein, Gewahrsein, consapevolezza, etc., y también jñāna, cit, buddhi y sus múltiples derivados. Recuerdo la frase de Novalis cuando estudiaba a Fichte: «Das Bewusstsein ist [...] ein Bild des Seyns im Seyn» (La consciencia es [...] una imagen del Ser en el ser). ¿Pero es la imagen igual a la sombra de la caverna platónica? Solo brahman dice aham-brahman (yo brahman): Eheieh aser Eheieh (soy quien soy). Pero brahman no sabe que lo es. Su consciencia es Īśvara. Lo que el Padre (en la Trinidad) es, lo es el Hijo. Por ahí merodea la mística.
Hablamos de todo ello, pero la realidad se le escapa al logos; mas este se da cuenta de que se le escapa, y aun de que no la puede atrapar. No podemos conocer la realidad en cuanto tal, puesto que ella no es ningún objeto (de conocimiento) y es la que nos permite ser conscientes de lo que el logos presenta precisamente a nuestra consciencia. Somos conscientes de los diversos entes que se presentan a nuestra consciencia y a los que atribuimos distintos grados de realidad según nuestros criterios mentales. Así, al caballo que veo, al dolor que siento, al pensamiento que pienso, o al presentimiento que barrunto, no les atribuyo los mismos grados de realidad. Estos grados de realidad son como una música de fondo cuando estamos ocupados en algún quehacer. Si le prestamos atención nos distrae, pero si la quitamos parece que nos falte algo. Parece como si la música diera relieve a nuestra ocupación. Percibimos los diversos entes como reales (en sus distintos grados), como pertenecientes al Ser, del que solo podemos ser conscientes en los seres (entes). Pero indirectamente somos conscientes de Él —como con la música—.
No vamos a terciar en los grandes problemas de la ontología, el ontologismo, la onto-teología y la diferencia ontológica. Solo diremos que todas estas filosofías presuponen que, junto a un pensar racional sobre los entes, somos conscientes de una realidad (que en muchas partes suele llamarse el Ser) que trasciende nuestra razón sin por eso negarla, lo que sería irracionalismo. Hay «algo» además del logos —prescindiendo también de la problemática del «hay» (¿existencia?)—.
Si la realidad se le escapa al logos, ¿cómo es que aún hablamos de ella? Hablamos de ella porque la Palabra es de «alguien» y dice «algo» (expresándonos antropomórficamente). La Palabra es relación (dicho filosóficamente). La Palabra es tal porque tiene un Origen y está repleta de Espíritu (dicho teológicamente). La Palabra no está sola (dicho más sencillamente). En nuestro mundo sublunar la palabra es inseparable del mythos, este «viento» que sopla donde, cuando y como quiere.3 Toda palabra es palabra dentro de un mythos como su horizonte. Solo podemos hablar de la realidad míticamente. El logos es masculino. El mythos es femenino.4 Ambos se complementan, aunque a veces también se suplementan. Hay culturas predominantemente míticas y otras fuertemente lógicas, aunque no hay logos sin mythos ni mythos sin logos. El monismo pretende eliminar el mythos y cuando no puede, los identifica; el dualismo los hace luchar (en todos los niveles); el adualismo (advaita, Trinidad, el juego yin-yang) los conjuga: mysterium conjunctionis, diría C. G. Jung; maithuna, diría el tantra; ἱερὸς γάμος (hieros gamos), dirían los griegos. El monismo postula la unidad, el dualismo tiende a la unión; el adualismo aspira a la armonía.
La experiencia de la armonía es una experiencia primordial irreducible a la unidad y a la multiplicidad. Para percibir la armonía la pura unidad no sirve, la mera diversidad no basta. Hace falta algo más; el mero pensamiento racional no es suficiente. El pensamiento racional entiende la unidad e intenta reducir la multiplicidad a una unidad superior mediante la dialéctica, pasando de un concepto A a otro concepto no-A, buscando una síntesis (de la multiplicidad). La intelección racional de una sinfonía nos puede fascinar por su técnica (no exenta de virtuosismo), pero no equivale a la experiencia de la armonía. Esta presupone la experiencia del ritmo, que no es ni la repetición de un mismo movimiento ni su negación. Nuestra atrofia cultural artística hace difícil que nos percatemos de que ni el ritmo ni la armonía son reducibles a algo exterior, ni se perciben sin nuestra participación, sin «formar parte» de ellos, aunque sin identificarnos completamente con ellos. El segundo «movimiento» del ritmo repite el primero, pero no es igual a él, puesto que es el segundo. Somos una parte, «participamos», pero no somos el todo.
Sin captar el todo no podemos ser conscientes de la armonía, pero al mismo tiempo la armonía supone que somos conscientes de las partes que forman un todo armónico: somos conscientes de las partes no en sí, sino en cuanto partes, en cuanto partes del todo (genitivo subjetivo).
La palabra «participación», que ha adquirido carta de naturaleza en una cierta filosofía, puede fácilmente inducirnos a un malentendido si se interpreta según el esquema del pensar especializado que hemos criticado anteriormente. El conocimiento participativo al que nos referimos no es el conocimiento de una parte de la realidad, sino la consciencia de toda la realidad desde una perspectiva concreta. Hace falta una consciencia adual, que nos une al mismo tiempo que nos distancia. Es la consciencia de la relación en cuanto tal y no en cuanto entes que se relacionan. La relación «en sí», se podría decir paradójicamente.
La consciencia de esta relatividad radical (pratītyasamutpāda) es una de las intuiciones básicas del buddhismo, que por eso ha eliminado la sustancialidad de los entes (anātmavāda), para que no nos distraigan de la visión mística, esto es, completa, de la realidad.
Esta consciencia participativa tiene un nombre, tan polisémico, por otra parte, como los nombres que hemos venido empleando. Este nombre es amor; y este amor es el compañero natural del conocimiento. Este es el divorcio mortal al que nos hemos ya referido y al que nos referiremos aún: el divorcio entre conocimiento y amor. Cuando la mística habla de conocimiento es un conocimiento amoroso y cuando canta el amor, es un amor cognoscente. La clasificación entre misticismos del ser o conocer y misticismos del afecto o del amor es fruto del cuchillo de la mente dialéctica, que ha confundido la autopsia de un cadáver con la auscultación de un ser vivo, aunque ello no quita que haya una mística predominantemente cognoscitiva y otra principalmente amorosa. Pero esta división no es una clasificación mística sino meramente racional, lo que no le quita su valor heurístico, por otra parte. La consciencia mística es una consciencia amorosa. Acaso una de las funciones de la mística contemporánea sea restablecer el abrazo primordial entre conocimiento y amor. Aquello que nos impele a salir de nosotros mismos es la última característica del amor como fuerza cósmica y vital. Y si la objetividad es un carácter de la realidad, el amor tiende al realismo ontológico. No se ama a un fantasma.
Este es un punto fuerte del monoteísmo: da una cierta respuesta al problema de la objetividad y la subjetividad. Por un lado, presupone que la realidad es subjetiva. Dios es el Sujeto absoluto y fuera de él no hay nada. El mundo es una idea de Dios. Por otro lado, la realidad es también objetiva, puesto que la creación es real y consistente; la idea divina ha tomado cuerpo, pero la objetividad del mundo es derivada; proviene de una subjetividad. La realidad es Dios, pero el mundo también es real —afirma el monoteísmo—. ¿Hay entonces dos realidades? El dualismo solo puede superarse con el pensar adualista. La realidad no es ni una ni dos. Dios y el mundo no son ni uno ni dos. Pero ahí está también la debilidad del monoteísmo si quiere mantener que Dios es el único Ser (monismo) y que por lo tanto la creación, en última instancia, no es real —tan real como Dios—. Este sería el lugar propio de la Trinidad, que requiere el pensar adualista para no caer en el irracionalismo. Esta sería la visión cosmoteándrica que más adelante mencionaremos.
«¿Qué es la realidad?» es una de las maneras de plantear la cuestión filosófica fundamental. Los conceptos de objetividad y subjetividad, por el mismo hecho de ser correlativos, no pueden absolutizarse. Pero si no superamos el planteamiento epistemológico no podemos hacer otra cosa que preguntar por un objeto (la realidad), quedando nosotros fuera, o disolviendo el objeto en el sujeto, con lo que no nos salvamos del solipsismo (solum ipse, yo solo). No podemos preguntar qué es la realidad; la presuponemos ya al formular la pregunta: la formulamos desde el mythos. Es decir, damos por descontada la realidad cuando preguntamos por ella, lo que es una característica del mythos, como diremos en el próximo sūtra.
El logos no puede captar la realidad, hemos dicho, puesto que la presuponemos ya, tanto para pensarla como para negarla. En cualquier locución, tanto lo que se afirma como lo que se niega presupone (pre-sub-positum) que se afirma o se niega «algo». Este «algo» subyacente (que no es ciertamente una cosa, un «algo», pero para lo que no tenemos otra palabra) es el mythos cual trasfondo del logos, que le permite a este decir precisamente «algo».
¿Es este «algo» la realidad? No me atrevería a afirmarlo, pues entonces la realidad parecería antes un postulado que una presuposición o, como diremos, nuestro horizonte de plausibilidad: el mythos.
Al afirmar que la realidad es nuestro mythos decimos que es nuestra presuposición fundamental, que da un sentido mismo a la pregunta sobre ella. Por eso no la podemos definir, pues es el mythos el que delimita los límites de la pregunta. ¡Curioso que la palabra «presupuesto», más castellana, tenga otras connotaciones!
Ahora bien, esta ambigüedad del mythos es también una ambigüedad moral. Y aquí tocamos un punto central de la filosofía comparada que se agudiza en nuestro problema sobre la mística. Sintetizando y simplificando, podríamos decir lo siguiente.
Este dinamismo centrífugo del hombre que hemos denominado amor tiene también otro nombre: odio. Su relación no es dialéctica: el odio no es la contradicción del amor; no es un no-amor. El odio es su contrario; es un amor en la dirección contraria. Amor curvus, lo llamaban los escolásticos. A este nivel, amor y odio no son dos categorías éticas; son directamente antropológicas e indirectamente ontológicas.
Esta observación es tanto más importante cuanto que las visiones monoteístas, como aún insistiremos, han ontologizado la ética: Dios es el Bien absoluto, el Ser es al mismo tiempo el Deber-Ser. Lo que verdaderamente Es, es lo que ha de ser, lo que Debe-Ser. Otro gallo cantaría si los estudios de mística comparada hubieran tenido en cuenta estas diversas cosmovisiones. Pero aún hay más en lo que atañe a nuestro problema: la mística no tiene por qué ser éticamente «buena». Hay fanatismos místicos. La mística no está exenta de peligrosidad, como todo lo real. El símbolo del infierno, como el de la aniquilación del Ser, como el del Mal, no son símbolos carentes de sentido. Y de hecho el místico no es un optimista ingenuo. Sabe que la experiencia de la Vida no es un mero automatismo. Pero no debemos alargarnos en este excursus.
Sea de ello lo que fuere, nuestro problema aquí es este: ¿qué es lo que «ve», «toca», «intuye», «experiencia» la experiencia mística? Nuestra respuesta ha sido clara: «ve» el totum in parte, el todo en una parte concreta de la realidad. Pero la realidad no es una caja más o menos rellena de partes: ¿qué es este totum, ὅλον (holon), sarva? La respuesta más plausible solo puede ser una tautología, aunque los nombres pueden ser muy diversos: el Todo, Dios, la Nada, el Ser aunque sea bajo la apariencia de Bien, Belleza, Vida, Justicia, Amor o lo que fuere —a lo que algunos se atreverían a añadir también el Mal—. Pero cualquier palabra necesita ser explicitada y, en el diálogo, justificada. Por eso, repetimos, el místico prefiere callar, o en todo caso escuchar silenciosamente y, obligado a hablar, escogerá en lo posible el lenguaje de su interlocutor.
La consciencia del totum no es el conocimiento de todas sus partes, ni tampoco de su suma. No es una visión analítica y racional, pero tampoco es una consciencia vaga y abstracta, puesto que la consciencia mística es concreta y ve el «todo» en lo concreto, como hemos apuntado ya citando el ejemplo de la flor. Es la visión del «tercer ojo» que no es un solo «ojo», sino «tercero» —se apoya en los dos primeros, el sensible y el espiritual—.
Al afirmar que la realidad se nos manifiesta en forma de mythos estamos diciendo que la experiencia mística ve lo concreto encarnando lo universal, como una epifanía real del Todo. La mística no es una ideología, aunque cada mística defiende su lenguaje particular.
Resumiendo: la realidad es el sustrato en el que nos apoyamos para decir lo que sea sobre ella. De ahí que no podamos objetivarla ni tampoco subjetivarla. Es el dato; lo que se nos da, nuestro punto de partida al que hemos llamado nuestro mythos. Pero el logos no ceja y nos impele a decir algo sobre el mismo mythos.
El paso intermedio que nos hace patente la interconexión entre logos y mythos es lo que nos toca aún dilucidar.
3 Debido a las múltiples acepciones de la palabra «mito», usamos la ortografía del original griego para designar lo que aquí se entiende por tal.
4 No confundamos, como quiere imponernos el norteamericano moderno, el género con el sexo. La virilidad es del género masculino; el útero es del género femenino; en alemán la Luna, es masculina y el Sol, femenino. El hombre no es solo el varón.