4. EL MYTHOS ES EL ÚLTIMO HORIZONTE DE PRESENCIALIDAD, EL PRIMER PELDAÑO DE LA CONSCIENCIA
Un testimonio flagrante del mythos colonialista, que todavía sigue vigente, es la creencia (mítica) de que la llamada cultura moderna, predominantemente «científica», es neutra y universal. La esencia del colonialismo es precisamente el monoculturalismo: las otras culturas reducidas a «folklore» o llamadas sucesivamente «subdesarrolladas», «en vías de desarrollo» o, peor aún, «culturas de países emergentes», demostrando cada vez más la imposición de un modelo único (tan potente que se dejan oír solo pocas voces disonantes). Esta observación no es un inciso artificial, puesto que solo una visión mística nos permite salir del dilema que se nos presenta: o barbarie o aceptación de la cultura tecnocientífica. Por monoculturalismo entiendo la creencia de que una sola cultura (con sus variantes accidentales) es capaz de dar cuenta y darse cuenta de la totalidad de la condición humana.
La pérdida del sentido místico de la existencia se manifiesta en el mythos monocultural reinante en una buena parte del mundo occidental que parece aceptar que la religiosidad (no digo los religionismos individualizados que son causas desencadenantes del problema) es un asunto privado, mientras que la enseñanza científica es neutra y universal, como defiende el «fundamentalismo» laicista.
Otro ejemplo sería la discusión teológica contemporánea de lo que suele llamarse «múltiple pertenencia religiosa», que defendería que uno puede ser a la vez cristiano, hindú y buddhista, pongamos por caso, puesto que se presupone míticamente que las religiones son sistemas de creencias vinculados a organizaciones particulares. Desde la perspectiva mística, la cuestión aparece como un problema mal planteado. La experiencia mística, y esto es la experiencia de la fe, no se deja clasificar en compartimentos sociológicos.
No soy ni cristiano, ni judío, ni musulmán.
No soy de Oriente ni de Occidente.
... clama el gran místico Ğālāl al-Dīn Rūmī en el siglo XIII o, para citar a otro musulmán que precedió y sobrevivió a Rūmī, Abū Bakr Muḥammad Ibn al-‘Arabī:
Dios el Omnipotente y Omnipresente, no está encarnado [encarcelado] en ningún credo ni religión,
porque dondequiera que os volváis, allí está el rostro de Dios.
Ambos serían textos de una de las religiones oficialmente más rígidas que muestran cómo profundizando la fe personal a partir de creencias concretas se supera este seudoproblema, a no ser que se confunda la religión con una ideología, cosa de la que nos libera la mística.
A falta de una visión mística, lo mejor que se nos ocurre son reformas «cosméticas», inyecciones de «moralina» que solo sirven para prolongar la agonía de un sistema condenado a muerte, habiendo excluido la «solución» violenta que solo desencadena una contrarreacción que, además de aplastar al violento, legitima la represión y fortalece el «sistema». Como diremos aún, la mística es política y sociológicamente «peligrosa» para los defensores del statu quo presente, que parece contentarse con una antropología bipartita que ve al hombre como un simple «animal racional».
Es significativo observar que se habla de los mythoi de los demás pueblos, ignorando el mythos moderno de la razón y de la ciencia. También aquí podría hablarse de un efecto colateral del estudio de la mística: el de liberarnos de la monolítica cosmovisión «moderna», puesto que la mística nos ayuda a descubrir nuestro mythos y a darnos cuenta de que también nosotros somos contingentes, como cualquier otra cultura. No solo los demás hablan con «acento». Esta observación se nos aplica también a nosotros mismos, sin confundir por ello la relatividad (de todas nuestras afirmaciones) con el relativismo (que las banaliza todas). Esto no es óbice, evidentemente, para que, aceptada (más o menos míticamente) una cierta perspectiva, no pueda hablarse de culturas superiores e inferiores, e incluso de un cierto progreso cultural —aunque ni homogéneo ni lineal, y siempre relativo—.
El mythos es algo así como el marco en el que insertamos todo aquello de lo que somos conscientes gracias a nuestro logos. Aquello en lo cual creemos, sin sentir la necesidad de preguntarnos por ningún porqué ulterior, es lo que constituye nuestro mythos y en el cual descansamos. Creemos de tal manera en ello que no creemos ni siquiera que creemos en ello. Lo damos por supuesto, por descontado, lo vemos evidente; nuestra mente aquiesce; esto es, está quieta y no inquiere más. Podemos ser conscientes de nuestro mythos, pero no nos podemos preguntar si no lo somos, puesto que lo somos (conscientes de ello), aunque nos podemos preguntar por qué somos conscientes de ello. Pero la misma pregunta nos recuerda que buscamos algo de lo que podamos fiarnos más que de aquello de lo que ya nos fiamos —y así proseguimos hasta que nos paramos en otro mythos—. Esto significa que el mythos inicial del que en cada caso se parte ya se resquebraja por intromisión del logos. Pero el logos no se detiene hasta que no encuentra otro mythos al que ya no cuestiona. A toda desmitificación (que el logos lleva a cabo) se le cuela otra remitificación —que el logos acepta (míticamente)—. La ciencia moderna ha resuelto elegantemente el problema mediante un cambio semántico: a los mythoi los llama «postulados» y una cierta filosofía los llama «principios» (evidentes, pragmáticos, necesarios...). De ahí a la entronización del método deductivo como supremo no hay más que un paso. La filosofía, entonces, se convierte en álgebra. Estamos diciendo, con otras palabras, que no podemos fosilizar la realidad, que el Ser (y todo ser) es un verbo y no solo un sustantivo. «Todo fluye», decía Heráclito. Hace unas décadas introduje la noción de Ummythologisierung (remitificación) frente a la Entmythologisierung (desmitificación) bultmanniana —aunque en un sentido algo distinto a la noción teológica de Bultmann—.
Cuando con la luz del logos disipamos la oscuridad del mythos, este se retrotrae y pasa a otro lugar, donde el logos ya no tiene luz para preguntar más. El Señor puso a su alrededor la oscuridad por tienda, canta un salmo hebreo, haciendo eco a un ya citado verso de los Veda. El logos es la luz, pero es la oscuridad del mythos la que le permite lucir. De no ser por el mythos seguiríamos preguntando hasta el infinito y no llegaríamos a ninguna conclusión racional. Cuando Descartes se cuestionó si la evidencia racional no podría ser un engaño, tuvo que recurrir a la necesidad de Dios como al mythos incuestionable que no le engañaría y que le permitía creer en la razón.
Somos conscientes de que nos debemos detener en alguna parte (ἀνάγκη στῆναι [anankē stenai], decían los griegos), pero no podemos ser conscientes de este último fundamento de la misma forma en que somos conscientes de las otras cosas. De lo contrario, podríamos seguir inquiriendo sin llegar a ninguna parte. El mythos se cree sin otro fundamento fuera de él mismo. Creemos en la razón porque la razón así nos lo dice. No somos reflexivamente conscientes de ello. El mythos es el primer peldaño de la consciencia. Nos apoyamos en él para todos los demás pasos. Pero hubiéramos podido igualmente decir que es el último estadio, puesto que en él se para nuestra actividad intelectual. Dios es el Origen (Padre) de las luces, dice la Escritura cristiana; afirmación tan magistralmente explicitada por san Buenaventura y los filósofos árabes: Dios como el primer presupuesto de la inteligencia, el mythos primordial.
El gran desafío de la mística es que se atreve a cuestionar este presupuesto y, a diferencia de una cierta filosofía y de la ciencia moderna, no se deja convencer con el argumento pragmático de que de esta manera el sistema es coherente. Si la mística habla de Dios, no lo presenta como el único presupuesto para la coherencia; lo presenta como una experiencia última. Lo que la mística teísta llama Dios se nos da en la experiencia y no como principio que debe ser aceptado ni como resultado de ninguna demostración. Una mística a-teísta puede ser tan auténtica como cualquier otra. La mística apela a la experiencia y no a las razones pragmáticas de autoridad, de costumbre, de coherencia o de orden. De ahí la provocadora (y peligrosa) libertad del místico. De ahí también que el no-saber, la nada y el vacío no le sean símbolos extraños. A esta primera experiencia se la llama muy a menudo consciencia, aunque no tenga objeto (como veremos). «Ens autem et essentia sunt quae primo intellectu concipiuntur» (El ente y la esencia son lo primero que es concebido por el intelecto), dice Tomás de Aquino al inicio de su De ente et essentia, citando a Abū ‘Alī al-
Ḥusayn ibn ‘Abd Allāh Ibn Sīna (Avicena) y dando por supuesto que la realidad es concebida por el intelecto, pero sin especificar si la luz del intelecto abraza toda la realidad, a no ser que así lo postulemos. Podríamos convenir en que el ente, e incluso el Ser, es lo primero que el intelecto concibe. Lo concebido es el Ser, pero si la concepción ha de ser real ha de ser de un algo que la concepción concibe precisamente como Ser. El Ser sería entonces el primer fruto de la Consciencia. De ahí que el Ser no pueda desvincularse de la Consciencia. Pero a no ser que los identifiquemos (la gran tentación del idealismo), «aquello» que la Consciencia concibe (como Ser) sería «anterior» al Ser concebido por la Consciencia; sería el Origen (el Padre) del Ser —inseparable del Ser, puesto que no los podemos separar, pero no idéntico a él puesto que es su Fuente—. Incidentalmente podemos decir que esta intuición parece ser lo que balbucean muchos místicos monoteístas cuando hablan de algo «anterior» a la creación y aun de un «algo» anterior al Dios tradicional, o muchos místicos asiáticos cuando hablan del vacío (śūnyatā) «anterior» al Ser —pero no debemos perder el hilo del discurso—.
En todo caso, la consciencia es el lugar donde algo se nos hace presente. Ahora bien, ¿qué es esta presencialidad? Lo más corriente en nuestros días es llamar evidencia a esta presencialidad, porque cuando nos damos cuenta de que algo está presente en nuestra consciencia es porque lo vemos, y al verlo (evidencia) lo creemos entender, confundiendo demasiado frecuentemente evidencia con inteligibilidad y esta con racionalidad. Pero hay también una evidencia sensible. El área de un triángulo inscrito en un círculo es inferior al área del círculo porque inmediatamente lo «vemos» así. Hay, sin embargo, también una evidencia racional. La experiencia del cogito, del «yo pienso», podría ser un ejemplo. Sin entrar en las complejas disquisiciones filosóficas, tanto de Oriente como de Occidente, podríamos simplemente afirmar que el rasgo común de toda inteligibilidad es la presencia inmediata (de lo inteligible) en nuestra consciencia, de manera que se excluye toda duda sobre su presencia, cosa que no implica la interpretación de qué es lo que se presenta a nuestra consciencia. Pero hay también una presencialidad no directamente inteligible, una evidencia acústica, por así decir. Somos conscientes de que algo está presente en nuestro espíritu y que no nos exige interpretación; no nos es inteligible; lo aceptamos como un dato; no lo cuestionamos, ni su resistencia a la interpretación se nos hace problema, a no ser que alguien nos lo cuestione. Esta presencialidad no exige inteligibilidad, esto es, no requiere que penetremos en el interior de lo que se nos presenta (intus-legere) sino solo que nos percatemos de su simple presencia (inter-legere). Esta consciencia de una presencia en cuanto presencia y no en cuanto inteligible (en cuanto transparente, por así decir) sería la presencia opaca de la mera existencia de un «algo» que está simplemente ahí sin saber lo que es. Este es el mythos. El mythos no interpreta; el mythos cree en lo que se le presenta. Por eso hemos dicho que el mythos es el simple horizonte donde la tal presencialidad se nos hace consciente.
Ahora bien, el hombre puede verbalizar todo lo que incide sobre su consciencia. El hombre es esencialmente un ser parlante (homo loquens), lo que implica ser consciente de lo que se dice. Los loros no hablan, y los demás animales tampoco. El lenguaje es más que un sistema acústico de signos o un mero medio de comunicación; el lenguaje es lenguaje cuando hay un parlante que tiene consciencia de lo que dice (aunque no lo comprenda), cuando el decir es comunicar pensamiento y cuando hay un tú, actual o virtual, que lo escucha, además de un medio material que hace que el lenguaje sea lenguaje y no una abstracción. A esto lo llamé la sacra verbi quaternitas, la sagrada cuaternidad de la palabra: hablante, a un hablado sobre algo a través de un medio sensible. La consciencia es más amplia que la comprensión. Yo no puedo comprender un algo que no comprendo, pero puedo ser consciente de que no lo comprendo.
De ahí que el lenguaje del mythos sea la narrativa, que no se constriña a conceptos y que deje un amplio margen a la interpretación por parte del logos. El mythos se expresa en la narración, como la misma palabra indica. El mythos-legein, la narrativa (del mythos), no es la mitología (en el sentido moderno de querer explicar el mythos con el logos). Esta destruye el mythos. Por eso se hace «mitología» de los mitos de los demás y necesitamos de los otros para que nos descubran nuestro mythos. El hombre es un ser dialógico, además de dialéctico. La mística no es solipsismo, como hemos dicho y aún veremos. La fuga del solo al solo (Φυγὴ μόνου πρὸς μόνον, phygē monou pros monon) con la que termina Plotino su genial obra puede ser una aberración si se olvida el πρὸς (pros) que rompe la soledad tanto del primero como del segundo. Y, en efecto, en una Enéada anterior se repite la misma frase hablando de la plegaria (la oración), o sea de la relación.
Hemos descrito el mythos como el último horizonte de presencialidad que abarca más que la mera inteligibilidad. No podemos reducir la presencialidad a la inteligibilidad, ni esta a la evidencia racional. El mythos como el horizonte de presencialidad no exige que nos cuestionemos ulteriormente, nos deja quietos, satisfechos, lo vemos presente, sin más; nos damos por enterados, como dice la locución castellana. Lo entero no está aún escindido por la reflexión. Lo que la mente no puede entender racionalmente puede entrar entero en el campo de nuestra consciencia.
El movimiento del espíritu por el cual aceptamos el mythos no es la pura racionalidad, sino algo mucho más profundo que nos convence de que ello es así, con visos de una verdad que no es lógica sino precisamente mítica. En el mythos descansamos sin preguntar más, como en el famoso diálogo del sabio Yājñavalkya con su no menos inteligente consorte que preguntaba demasiado —como nos relata una Upaniṣad (BU IV, 5)—. No se trata de reprimir la pregunta, sino de hacer una simple constatación: la aprehensio escolástica. Se trata del silentium veritatis, como se expresó el genio de san Agustín. Estrictamente no entendemos el mythos, pero lo aceptamos, nos apoyamos inconscientemente en él. Ya dijimos que el campo de la consciencia es mucho más amplio que el del intelecto racional. Hay un elemento de confianza en nuestro espíritu que es irreducible a la racionalización, sin ser por ello contrario a la razón. Esta confianza en el mythos es la «aporía» que describe Plotino cuando en la última Enéada afirma que «la consciencia (σύνεσις, synesis) de Él no se alcanza ni por medio de la ciencia (ἐπιστήμη, epistēmē) ni mediante el pensamiento (νοητά, noēta), sino en virtud de una presencia (κατὰ παρουσίαν, kata parousian) que es muy superior a la ciencia (ἐπιστήμη, epistēmē)». La mística es la pura irrupción de esta Presencia. Es muy significativo, y una muestra de la paulatina pérdida del sentido místico, que la παρουσία (parousia, presencia) de los Evangelios fuera traducida como adventus (adviento, llegada) por la cultura latina, entronizando así la historia lineal por encima de la experiencia mística de la tempiternidad.
El mythos no es irracional, pero sus fronteras están allende la estricta racionalidad; no se lo puede demostrar, lo que sería fundarlo en la razón, pero se lo puede presentar como tal y mostrar que no es necesariamente contrario a la razón. Este es el lugar propio de las mal llamadas «pruebas» de la existencia de Dios, puesto que lo único que pretenden mostrar es que la creencia en Dios no es contraria a la razón. Querer probar la existencia de Dios por la razón sería puro racionalismo. Sería la razón entonces la que justificaría la existencia de Dios.
Resumiendo: el hombre es un ser consciente; se da cuenta de un algo mistérico al que llama realidad, pero se da cuenta de que todo depende de lo que incide en su consciencia. Esta, su consciencia, se apoya en sí misma; registra lo que se le presenta, entendiendo alguna de estas presencias y otras no. Su última instancia es lo que se le presenta. Esta última instancia es lo que acepta como presente. Esto es su mythos.