5. LA CONSCIENCIA ES CONSCIENCIA DE ENTES, DE SÍ MISMA, DE ABSTRACCIONES O PURA CONSCIENCIA
También aquí la misma palabra tiene varias acepciones además de la mencionada conciencia moral. En su sentido psicológico, gnoseológico o metafísico, la noción general de consciencia se refiere a este poder misterioso del espíritu humano de «darse cuenta», de percibir o reconocer sea un objeto, una situación o una formalidad —o, más académicamente, una intencionalidad—. No hay filósofo que no haya meditado sobre la noción de consciencia, puesto que la filosofía es un acto críticamente consciente de los contenidos de la consciencia.
La consciencia, como su nombre indica, es una ciencia, un saber que acompaña a la ciencia en el mismo acto de saber. La consciencia es una ciencia compartida. A este acompañante se le llama su objeto. El objeto y el sujeto comparten la consciencia. Por eso la consciencia (de un sujeto) suele ser de algo (un objeto). Se es consciente de algo y este algo parece necesario para que haya consciencia. Este algo, contenido de la consciencia e íntimamente conectado con ella, pueden ser cosas, acontecimientos, sentimientos o nociones del género más variado. Cuando de este algo tenemos una consciencia «clara y distinta» decimos que tenemos un conocimiento racional de la cosa, aunque no hay unanimidad en el uso de esta palabra, puesto que también se habla de cierto conocimiento poco claro y de conocimientos olvidados o sumergidos que forman el magma de lo subconsciente e inconsciente. Somos conscientes de que hay (o puede haber) en nosotros algo que está (aún) enterrado en el fondo de nuestra consciencia. La naturaleza de ese algo nos puede aparecer vaga, pero la existencia de un algo desconocido es un conocimiento, aunque el contenido de ese algo nos resulte borroso. Esto ya nos lleva a una distinción entre la consciencia como continente y la consciencia como contenido. El animal conoce; conoce el contenido de su consciencia, pero posiblemente no la conozca como continente —sin terciar en el apasionante tema de la consciencia de los animales y ampliar el tema del «saber» de las plantas y las cosas—. Nos faltan palabras, pero limitémonos al ser humano.
En la consciencia como contenido hay que incluir los contenidos inconscientes o subconscientes de la consciencia e incluso los potenciales. Desde Leibniz, Schopenhauer y Bergson, por citar solo algunos nombres, viene reconociéndose la existencia de factores inconscientes que influyen en la consciencia. Pero sobre todo después de Freud y Jung, las teorías sobre el inconsciente se han multiplicado y profundizado. Debemos subrayar, por lo tanto, la importancia de los procesos psíquicos en todo acto epistemológico, sean estos procesos conscientes o inconscientes. Pero lo que aquí nos interesa es la consciencia como continente, aunque para conocerla debemos tener en cuenta los procesos conscientes o inconscientes que influyen en nuestro conocimiento de ella. Pero ello no hace superfluo el nivel en el que situamos nuestra reflexión, que sigue siendo válida después de las aportaciones de los autores citados y de otros muchos. Desde hace ya unos años existe un Journal of Consciousness Studies (aunque con tendencia más científica que filosófica) que complementa otras muchas revistas y publicaciones sobre el conocimiento.
El hombre tiene consciencia refleja; esto es, posee un saber concomitante a su propio saber. En otras palabras, el hombre es un ser que conoce que conoce, que es consciente de su conocimiento, de su autoconocimiento. Hay, pues, por lo menos, tres clases de consciencia que podemos distinguir, aunque no siempre separar: a) conocimiento de las cosas y de sus relaciones, b) conocimiento de uno mismo y c) conocimiento del propio conocimiento (conocimiento de que se conoce). En los tres casos es consciencia de —como postula Husserl—. ¿Hay algo más? ¿Hay una pura consciencia? Pregunta fundamental para una elucidación sobre la mística.
El conocimiento de las cosas se reduce al conocimiento de aquellas «cosas» que se han convertido en objetos de consciencia; problema que durante siglos fue una cuestión capital de la filosofía: la relación entre los objetos de consciencia y el mundo (real e ideal) de donde provienen. Nos basta señalarlo.
Se habla generalmente de autoconsciencia cuando el αὐτός (autos) se desdobla en sujeto y objeto. Utilizando los casos gramaticales, se podría decir que uno se conoce a sí mismo, pero no se conoce yo (mismo). El yo (mismo) conoce al sí (mismo). En cuanto el conocimiento modifica lo conocido, el «mí» conocido no es idéntico al «yo» conocedor. La gran sabiduría de la mística gnóstica y del Ser se deja resumir en la conocida frase de la sibila de Delfos que ya hemos mencionado (y aún mencionaremos): «Conóce(te) a ti (mismo)». El autoconocimiento es la característica esencial del hombre, dirán muchas antropologías. Pero, por lo general, el autos es un auton, el yo permanece en la penumbra de la que emerge el mí.
Más aún, acaso el autos, el yo, no es un individuo sino una relación. No hay un yo sin un tú, que no es otro (aliud), sino la otra «parte» del mismo yo (alter). «Amar al prójimo como a sí mismo» no es quererlo como a otro mismo, sino como formando parte de uno mismo: amarlo como a un tú, que no es otro. De nuevo el advaita.
Algunas tradiciones dirán que el autoconocimiento perfecto es la «realización» o la identificación con el Yo divino, aunque otras añadirán que el Conocedor absoluto no puede permanecer como el Conocedor incólume si se convierte en Conocido. Este sería el lugar del advaita, de la Trinidad, de la docta ignorantia, de la cloud of unknowing (la nube del no saber) y de las muchas afirmaciones de las Upaniṣad cuando aseveran que brahman «es desconocido (avijñātam) por los que lo conocen y conocido (vijānatāṃ) por los que lo desconocen» (KenU II, 3); el dao conocido como tal no es el dao, etc. Por eso, adelantando, la experiencia mística es más que un mero conocer. Hay más en el Ser que en el Conocer. De nuevo la sombra de Parménides planea sobre ciertas formas de pensar en Occidente. El Pensar no agota el Ser.
Es lugar común afirmar que el lenguaje de la mística es paradójico. Pero es oportuno recordar que paradoja no significa contradicción. La contradicción, comentando la citada frase de la Kena-upaniṣad, sería afirmar que es conocido y desconocido a la vez (y bajo el mismo aspecto). El texto, en cambio, afirma que los que conocen (brahman) lo desconocen, puesto que brahman está allende el conocimiento o, como hemos repetido, el conocer no agota el Ser. Como diremos aún, recordando la frase de Plotino: la pura presencia trasciende tanto la consciencia como la ciencia —es inmediata, es la experiencia—.
Esto nos lleva a cualificar la citada afirmación de Husserl de que toda consciencia es consciencia de y a afirmar que la pura consciencia, en cuanto experiencia pura, no es consciente de sí misma. Pero ¿puede aún llamarse consciencia a esta experiencia pura? La cuestión es capital y ofrece una clave para una comprensión más completa de nuestra época, en la que no podemos contentarnos con vivir dentro de nuestros provincianismos. En otros tiempos la parroquia era el símbolo universal de lo concreto y la provincia, de lo particular. Pero ahora hemos perdido el simbolismo del campanario que nos unía con el cielo sin fronteras (provincianas) sin desarraigarnos de nuestra tierra concreta. Pero volvamos a nuestro tema.
Algunas filosofías, en efecto, afirman que hay una consciencia que no es ni de entes, ni del hecho que se conoce (que sería la consciencia refleja), ni de sí misma, que sería la consciencia del sujeto objetivado («el objeto consciencia»), que no es consciencia de, sino pura consciencia —sin de que la cualifique—. Y si se insiste, como parece hacer Occidente, en que toda consciencia es consciencia de, una buena parte de Oriente diría que en este caso es consciencia de nada, ni siquiera de ella misma. No es, pues, la νόησις νοήσεως (noēsis noēseōs, conocimiento [reflejo] del conocimiento) de Aristóteles, sino la pura vacuidad, la simple consciencia vacía de contenido, incluso de ella misma (como autoconsciencia). Brahman no es consciente de ser brahman, nos dirá la escolástica del vedānta. Su consciencia es Īśvara, no inferior a brahman, pero distinto. Esta consciencia no se distingue de los objetos de los que es consciente ni del sujeto que la posee. Estamos llegando a la mística. La consciencia sin intermediarios no puede ni tan solo tenerse a ella misma como intermediaria: es la pura Presencia, de la que paradójicamente soy consciente una vez ausente, una vez que ha pasado. La consciencia es ciertamente mediadora, pero no intermediaria. Esta distinción nos salva del monismo sin caer en el dualismo, de modo semejante a como el Cristo de la Trinidad nos salva del monoteísmo sin caer en el politeísmo.
Esta pura Presencia vacía de todo es la experiencia pura. Esta sería la experiencia extática, que en rigor nada tiene que ver con los éxtasis psicológicos. La mística, para algunos, sería esta experiencia pura. Experiencia que llamamos extática porque no vuelve sobre sí misma y no porque sea un arrobamiento inconsciente; lo repetimos, puesto que la ambivalencia de la palabra («éxtasis») ha acarreado muchas confusiones. La confusión, la adelantamos ya, consiste en haber restringido la mística a lo específica y restrictivamente místico. La mente prevalentemente occidental, sensible a las diferencias, ha llamado mística a esta diferencia específica que la distingue; esto es, a aquello que la diferencia de todo lo demás. La mente predominantemente oriental, en cambio, preferirá llamar mística no a lo específicamente distintivo sino a lo genérica pero «esencialmente» humano, que no puede separarse de todo aquello que es también humano. Evidentemente, entonces, la esencia no es la diferencia específica, como dijimos en la Introducción. Esto no quita que no puedan hacerse distinciones, ni que, como reacción, se niegue la realidad del mundo.
Pongamos un ejemplo. Llamamos conocimiento a la consciencia de la presencia de un objeto en nuestra consciencia. Esta presencia no es la aparición de una imagen en nuestra retina cognoscitiva, sino su penetración en ella. Por eso uno se vuelve (deviene, llega a ser) aquello que verdaderamente conoce. Una epistemología desgajada de su ontología será acaso epistēmē, pero no gnōsis. Esta gnōsis sería la esencia del conocimiento. Pero esta esencia es genérica y no específica. Hay, en efecto, varias clases de conocimiento y todas ellas son conocimiento, con lo cual volvemos a encontrar un lugar para una cierta epistemología. Hay un conocimiento sensible, otro intelectual y otro espiritual, así como podríamos mencionar un conocimiento artístico, intuitivo, racional, etc. Análogamente, hay un algo místico en cada conocimiento. El haber reducido la mística solamente a su diferencia específica, esto es, a la visión de la tercera dimensión de la realidad que se ve solo con el tercer ojo (como explicaremos aún), ha llevado a creer que la mística es, en el mejor de los casos, una especialidad reservada a algunos expertos o a almas escogidas, a los pocos que han tenido esta experiencia supra-racional. Es interesante recordar que Gregorio de Nisa llama precisamente éxtasis (ἐκ-στάσις) a la salida del estado meramente intelectual y no al arrobamiento (ἁρπαγή, harpagē, robo, saqueo) fuera del mundo sensible, acordándose probablemente de las palabras de Cristo, que da gracias a su Padre porque ha revelado lo más fundamental de su mensaje a los pequeños y humildes y no a los «sabiondos». Pero esta experiencia está constantemente actualizándose, es inefable; no puede hablarse de ella más que en pretérito. Es un recuerdo, aunque también expresado lingüísticamente por medio del logos. Este logos sobre la experiencia ya no es la experiencia, sino su palabra sobre ella. El logos ciertamente es siempre logos de algo; pero la consciencia es más que logos.
La especialización moderna, en su noble afán de conseguir ideas claras y distintas, ha caído en la tentación de escindir la realidad —pues así es más manejable y controlable—. La memoria (y no podemos prescindir de ella) nos hace presente lo recordado, pero no lo hace real fuera de la misma memoria. La memoria es del pasado, pero es memoria presente. Las «cosas» nos vuelven a ser presentes, y muy presentes (cuando la memoria es viva) pero habiendo vuelto a ser, como si fuera regresando. El re-cuerdo es volver a poner las cosas en nuestro corazón —como reales—. Un nuevo ejemplo de que no podemos separar el conocimiento del amor —positivo o negativo—. En el recuerdo participan el conocimiento y el amor. Es de observación común que recordamos poco aquello que ha afectado poco nuestro corazón, como la misma palabra sugiere.
Hablamos de memoria sobre nuestra experiencia mística, cuando ha pasado ya. A Dios solo se le ve de espaldas, según el comentario de una frase de la Biblia por parte de la literatura mística. Pero hablamos de ello como de algo inefable. ¿Cómo, pues, se habla de ello? La cuestión no tendría respuesta si no fuera por una triple razón. Primero porque, como ya hemos dicho, el hombre junto al logos es también πνεῦμα (pneuma), que es lo que nos permite ser conscientes de lo que no se puede hablar ni entender. «Mis palabras son espíritu», dice Cristo. Segundo, porque por mística entendemos la visión completa de la realidad (que incluye la experiencia sensible y la mental) y no solo la que se ve con el «ojo místico» exclusivamente, y así podemos hablar de lo que no entendemos con la razón, pero percibimos con el cuerpo y el espíritu.
La tercera razón es una razón discursiva, que muestra que no es irrazonable hablar de lo inefable. En efecto, si de hecho se habla de lo que se reconoce como inefable, y por lo menos unos cuantos (muy cuerdos), declaran que son conscientes de lo que se habla, la razón deduce que hay todavía un algo irreducible al lenguaje racional. Pero el reconocimiento de este algo no es la experiencia mística, sino su traducción al νόημα (noēma) racional. Se habla entonces del «fenómeno místico», pero no suele especificarse suficientemente que el fenómeno místico no puede reducirse al noēma de la fenomenología clásica. El «fenómeno místico» solo puede captarse por participación en lo que he llamado el πίστευμα (pisteuma, de πίστις, pistis: fe); a saber, lo que «ve» el creyente en la tal experiencia, que no es lo que el observador externo deduce de la manifestación del místico traduciéndolo a su noēma. Recordemos de nuevo lo dicho sobre la fides oculata. La traducción de una experiencia no es equiparable a la experiencia, ni el pisteuma es reductible al noēma. No hay experiencias vicarias. La experiencia es eminentemente personal, lo que no significa individualista. Se puede comunicar, mejor dicho, contagiar, pero hay que vivirla.
El noēma es un concepto puro, despojado de su pretensión de validez fuera del campo de consciencia en donde se ha producido; es una entidad formal de la que podemos tener una consciencia clara y distinta. De hecho, una buena parte de la filosofía contemporánea es un álgebra de conceptos, y una gran claridad en las discusiones filosóficas se consigue con la fenomenología —que convierte los conceptos en νοήματα (noēmata)—. El noēma se presenta directamente a la consciencia, y en este sentido puede hablarse de una experiencia intelectual. Pero la experiencia mística no se contenta con la reducción fenomenológica, y tiene una pretensión de verdad que no deja de aparecer como un escándalo a la fenomenología tradicional, pues no es reducible a ella.
Indiscutiblemente, la fenomenología es muy útil para no caer en el extremo del irracionalismo y, sobre todo, para detectar la seudomística. Se ha dicho que un sordo podrá percibir más claramente los movimientos rítmicos de los bailarines, cuyos detalles pueden escapar a quienes están demasiado embelesados solo con la música, aunque, por el otro lado, el noēma del sordo no pueda reemplazar al otro noēma del oyente que debe, por otra parte, tener los ojos y los oídos muy atentos.
El místico recuerda haber tenido una consciencia vacía en virtud de una experiencia que no se deja explicar por la experiencia racional del noēma. Por eso el místico muestra una resistencia instintiva a describir sus experiencias. Presiente que, si describe lo que experimenta, el observador externo convertirá sus pisteumata en noēmata, malentendiéndolo en consecuencia. No se puede interpretar el pisteuma, lo que el místico cree («ve»), si el observador ve solo el noēma y no lo que el místico intenta describir. El pisteuma sería el ballet con su música, y su encanto, el noēma son los movimientos rítmicos o la música sola.
Resumiendo: no tenemos otra manera de expresarnos que apelando a la consciencia como aquello que nos permite la comunicación humana. Sin embargo, esto que convenimos en llamar consciencia es complejo y polivalente. El desafío de la experiencia mística consiste en decir que hay un ingrediente de la consciencia que transciende la razón y que está presente, aunque latente demasiado a menudo, en todo acto de consciencia.
No se puede hablar de la experiencia inefable con la razón raciocinante, pero no es imposible ser consciente de ella y, por lo tanto, hablar de ello. No es imposible cantarla, diría un poeta, un artista. Sobre este lenguaje hablaremos aún.