6. LA PURA CONSCIENCIA ES LA EXPERIENCIA DE UNA PRESENCIA REPLETA DE AMOR
La experiencia mística no es completa, dijimos ya, si no capta toda la realidad, aunque sea el totum in parte. Pero la realidad no es completa si se la reduce a una entelequia intelectual, o menos aún a una entidad meramente conceptual con exclusión de la materia, a no ser que reduzcamos la realidad a la sola idea, a idealismo absoluto. En otras palabras, una mística exclusivamente intelectualista no es la mística completa que intentamos describir. Y aquí el gnosticismo, tanto oriental como occidental, ha pesado excesivamente en la interpretación corriente de la mística. No deja de ser una ironía y una paradoja que la mística, cuando no se la desencarna en virtud de un a priori intelectual, no místico, es aquella experiencia que integra el cuerpo y el amor sensible en la vida plena del hombre, sin perder por eso el equilibrio jerárquico entre las tres dimensiones antropológicas: cuerpo, alma y espíritu.
Entendemos por jerarquía (ἱερὰ αρχή, hiera archē) el «orden sacro» que mantiene la armonía de la realidad y no el dominio de una parte sobre otra.
Acaso convenga hacer notar en este momento otra consecuencia de la antropología dualista, que ha causado estragos en un cierto tipo de espiritualidad, aunque se llame mística. Como el alma y el cuerpo son distintos, y el alma aparece más noble que el cuerpo, la antropología dualista confiere a la primera el control y dominio del segundo: somete el cuerpo a las exigencias del alma —origen de tantos ascetismos negativos—. A falta del espíritu como elemento regulador de los dos, el dualismo alma-cuerpo lleva a los excesos conocidos tanto por una como por la otra parte. Es el espíritu el que hace posible la περιχώρησις (perichōrēsis), como en la Trinidad, tantas veces mencionada. Lo apropiado para el hombre es lo adecuado a su misma realidad, espejo del mismo orden tanto divino como cósmico: la cooperación de las tres dimensiones en un orden ontonómico, en que nadie «manda», porque la auténtica jerarquía reconoce la armonía intrínseca del Todo, pues no hay un elemento superior a otro porque no existe un criterio extrínseco a los distintos elementos del «orden sacro» desde el cual evaluar la distinta importancia de cada elemento. Cada elemento cumple su función, que es única y por lo tanto incomparable. Pero ello no nos incumbe directamente ahora sino en cuanto la experiencia no puede dividirse en partes.
Nuestro punto de partida es el hombre, un ser constitutivamente aunque no exclusivamente corporal ni solamente intelectual, sino también espiritual. El gran peligro de una cierta mística desencarnada consiste en enamorarse del cielo, remontarse hasta él y allí quemarse las alas sin saber luego retornar a la tierra y acabar dándose de bruces sobre ella, como la historia de la mística nos muestra con demasiada frecuencia, tanto en el caso del «angelismo» como en el del «animalismo», a falta de una mejor palabra (haciendo eco a Pascal: «Qui veut faire l’ange fait la bête» [Quien quiere hacer el ángel hace la bestia]).
Reformulemos nuestro sūtra menos lacónicamente: la pura consciencia es la consciencia pura; esto es, que no vuelve sobre sí misma, y no retorna a sí misma porque está repleta de amor que no permite al conocimiento recaer sobre sí mismo. El amor es extático y, por lo tanto, vacía de contenido a la consciencia; no le permite re-flexionar, ya que el amor es centrífugo. No se trata de la síntesis entre conocimiento y amor una vez ya separados, sino de aquella experiencia holística que no los ha escindido, que es anterior al divorcio mencionado. Se trata de aquella experiencia que conoce amando y que amando conoce. Y esto no es el círculo vicioso de la lógica, sino el círculo vital de la realidad. Que para ello hace falta un «ojo simple», un «corazón puro», una «bhakti iluminada», una «nueva inocencia»... debería ser palmario. Un conocimiento exclusivamente intelectual no es conocimiento completo; un amor exclusivamente sentimental no es el amor del que hablamos. Ya el «divus Thomas» escribió que «voluntas et intellectus mutuo se includunt» (voluntad y entendimiento se incluyen mutuamente). Repetimos que las distinciones formales no son separaciones reales. O, insistiendo sobre lo dicho anteriormente: una epistemología escindida de una ontología no puede captar la experiencia mística. Debería resultar claro que por ontología entiendo no nuestro logos sobre el ente, sino el logos del mismo Ser (genitivo subjetivo) que habla, y de cuyo lenguaje el hombre es consciente. No se trata, pues, de la síntesis entre el amor (extático) y el conocimiento (estático), sino de la consciencia de la fuente de donde surge este dinamismo adual de la realidad —aunque luego podamos y debamos analizarlos distintamente: el amor puede conocerse y el conocimiento puede amarse—. «El que no ama (quien no está amando: ἀγαπῶν, agapōn) es que no ha conocido», dice la Primera carta de san Juan —no conoce a Dios, puesto que «Dios es amor»—.
Desde la «atracción erótica» del Primer Motor aristotélico que lo mueve todo ὡς ἐρώμενον (hōs erōmenon, en cuanto amado), hasta el amor de Kṛṣṇa por sus queridas criaturas, o la declaración de amor de Dios al hombre, según la Bhagavad-gītā, pasando por el Dios monoteísta que vio que la creación era buena, el Padre, según el cristianismo, que tanto amó al mundo, y Cristo, que amó a los suyos hasta el fin, la experiencia consciente de la realidad (que no excluye ni el sufrimiento ni el mal) está repleta de la amabilidad de la vida —en su sentido más literal—. Si no fuera por ello, la serenidad buddhista no tendría sentido. Se ama la realidad porque ella misma es amable, y se la convierte en amable porque se la ama —y esta intuición es el secreto de la compasión (karuṇa)—. Es el círculo vital aludido, que aquí cobra una importancia primordial y que nos muestra experiencialmente que la realidad no es una sustancia objetiva inmutable, sino una dádiva que, al recibirla, se transforma, y al transformarse se vuelve capaz de ser transmitida de nuevo. Y este es uno de los poderes del amor. «Cognitio experimentalis de divina suavitate amplificat cognitionem speculativam de divina veritate» (El conocimiento experimental de la suavidad divina ensancha el conocimiento especulativo de la verdad divina), dice san Buenaventura.
La intuición mística es una experiencia tanto amorosa cuanto cognoscitiva; es decir, que tocamos la realidad con el conocimiento y con el amor. La mística «descubre» que es un solo toque. Es una experiencia anterior al divorcio aludido. Uno de sus efectos colaterales y, al mismo tiempo, un criterio de su autenticidad, es la liberación de una de las angustias de la razón: que no lo puede entender todo. La razón, en efecto, tiende a la intelección. Esto significa que busca un Principio que lo explique todo —pero no encuentra esta «piedra filosofal»—. Quiere encontrar una explicación, por ejemplo, a la existencia de la diversidad, del mal, etc. Ahora bien, proyectar la solución a un Dios monoteísta, Intelecto Supremo que tiene la clave racional de todo, parece un postulado artificial para salir del paso —fuera del ámbito de la experiencia—. De ahí tantas crisis de fe monoteísta, sobre todo entre los intelectuales que, insatisfechos con el racionalismo, caen en un escepticismo negativo. Un extremo no justifica el otro. Ya Kant buscaba un límite a la razón para que la fe fuese aceptable.
La experiencia mística, la visión del tercer ojo no desconectado de los otros dos, nos deja sentir la luz fulgurante que deslumbra el intelecto sin por eso destruirlo. La luz no deslumbra a un ciego. Es precisamente porque ve con el intelecto repleto de amor y siente con un amor repleto de conocimiento que el místico penetra en el misterio en cuanto tal; es decir, sin disiparlo. «Rayo de tiniebla», «docta ignorancia», «infinita ἀγνωσία (agnōsia)», «es comprendido por los que no lo comprenden», «nube del no-saber», «wu-wei» y otras tantas frases son comunes entre los testimonios místicos, como hemos ya citado.
Esta luz deslumbrante es el conocimiento repleto de amor —o el amor saturado de conocimiento—. La mera cognición no puede penetrar allí donde no reina el amor, necesita su compañía. El mero amor se encuentra desorientado ante la realidad; necesita el conocimiento. Hemos ya mencionado el requerimiento evangélico de no juzgar, consejo que ni se entiende ni se puede seguir si nos dejamos guiar por la sola razón: ¡Ah, esos criminales! Hay que juzgarlos y castigarlos. No perdonamos a un tirano y enseguida surge otro.
El amor no juzga. El conocimiento repleto de amor conoce y ama al mismo tiempo, y aquello que para la razón sola sería una condenación, para la experiencia mística desencadena la compasión. Esto implica una consecuencia política de primera magnitud: una justicia que no sea agápica y aun erótica, degenera en la fría Ley del Talión. Acaso sea ley, pero no es justicia, no es dharma. Un amor que no sea justo degenera en anarquía y libertinaje: ¡Ah, esos blanduchos sentimentales!
Este divorcio se ha querido legitimar teológicamente escindiendo la δικαιοσύνη (dikaiosynē) evangélica en justicia y justificación, causando así una herida mortal a la vida humana. La justicia sería entonces política y, para este mundo, la justificación religiosa y ultramundana. Se comprende que, debido a la debilitación de la mística, y en vista de la dificultad de establecer un reino justo sobre la tierra, algunas espiritualidades desencarnadas se han reservado la justificación para el cielo, abandonando la justicia a los avatares «terrenales», sancionando así la dicotomía entre ambas. Sin duda alguna, no se puede confundir lo material con lo espiritual, el orden de la «cosa pública» con el orden «religioso», la tierra con el cielo. Pero su separación es perniciosa y su identificación aún peor. La experiencia mística restablece la armonía reconociendo la polaridad entre lo material y lo espiritual, lo terrenal y lo celestial, manteniendo su tensión (advaita), pero sin el cortocircuito a favor de uno de los dos polos.
En otras palabras, el hombre no es ciudadano de dos mundos. La mística como experiencia de la Vida nos hace conscientes de las distinciones pertinentes sin fragmentar al ser humano. Dicho de otro modo: no es que la paz sea fruto de la justicia, como se interpreta a veces algún texto bíblico, sino que la justicia surge de la paz y no viceversa, como dice el apóstol Santiago. Es entonces cuando la justicia y la paz se besan, como canta un salmo. Si se establece la paz, entonces puede surgir la justicia; y no hay que esperar que haya paz para que reine la justicia. El intelecto solo no lo comprende. El amor solo no lo consigue. Hace falta la mística. No por casualidad un estribillo de las Upaniṣad reza śanti, śanti, śantiḥ (paz, paz, paz). La teología de la liberación consiste en el esfuerzo de volver a armonizar la justificación con la justicia.
Insistimos: no solo no se conoce la realidad si no se la ama, sino que no se la ama si no se la conoce. Es entonces cuando se descubre el núcleo amoroso de todo lo real. No se puede cantar Gloria al Creador si se maldice la Creación; no se puede gozar del ānanda, de la felicidad de lo Real si se desprecia su Apariencia; no se puede gozar la plenitud de la Vida si se la mutila; no puede haber un gozo plenamente humano si se ha descartado la participación corporal, ni viceversa. Pero este canto de gloria ha de ser espontáneo y no conclusión cognoscitiva. Para ello la consciencia ha de estar vacía de ella misma porque está repleta de amor. Una mística triste es una triste mística. Y una triste mística es aquella que ha sido relegada a los asuntos del «otro mundo».
En términos cristianos: el amor a Dios y el amor al prójimo es el mismo amor, y el prójimo no es solo su alma, es también su cuerpo. La mística experimenta que es el mismo amor y que no son dos amores: es el amor advaita, adual. No se puede amar a Dios si no se ama lo que de él viene y a él retorna, por citar otra Upaniṣad. Pero el amor humano es un amor tanto de la mente como del corazón, tanto intelectual como sensible, tanto de conocimiento como de sentimiento. Más aún, tanto humano como divino. «En el principio era el Amor», canta el Atharva-veda, precisando que se trata de kāma, el amor sensual, al cual otro himno llama el primogénito de los Dioses, más o menos contemporáneamente con Hesíodo en su Theogonia. Baste también recordar la exégesis hebraica y cristiana del beso en la boca del Cantar de los Cantares. Comenta, por ejemplo, el Sefer ha-Zohar:
No basta decir que me ame,
pues el besar es la unión
de un espíritu con otro espíritu
y por ello el beso es en la boca,
origen y fuente del espíritu.5
Estamos tocando un punto delicado en el que la distinción entre discurso sobre la mística y experiencia mística es palmaria. No hay dos amores. No se puede amar a Dios si no se ama su Creación (que no es siempre amable), ni se puede amar al prójimo (que no es siempre amable) si no se ama a Dios (que tampoco es siempre complaciente). No solo son inseparables, sino que no son dos (aunque tampoco sean uno). De nuevo el advaita.
No hay mística sin conocimiento, como no hay mística sin amor, ni esta existe sin la acción. Las tres vías clásicas (los tres mārga: jñāna, bhakti y karma) son solo tres sendas (adaptadas a las psicologías individuales) de un solo camino: «el que se hace al andar» (Machado) —hacia la Plenitud—. Muchos testimonios místicos hablan del amor místico con el lenguaje del erotismo humano más o menos explícito o sublimado. Las descripciones están ahí, aunque muchas de las interpretaciones sean dualistas por pudores bien intencionados. Otras, en cambio, hablan de «amor Dei intellectualis» (Spinoza), pero amor al fin y al cabo. Esto no quita que no se den «amores» desencarnados, simples proyecciones de deseos no experimentados o simples atracciones meramente carnales. La mística, como todo lo humano, tiene sus peligros. La psicología no constituye ningún estorbo para la mística.
Cuando la mística de todos los tiempos insiste en la purificación del corazón, nos quiere hacer llegar a una nueva inocencia abriéndonos el tercer ojo para que no nos dejemos llevar solo por el aspecto exterior de la realidad. Por eso la auténtica mística requiere la ascesis (en su sentido primigenio) pero insiste, acto seguido, en que, si este «entrenamiento» no es para inflamar el amor y conseguir la libertad, es doblemente contraproducente: seca el corazón y ensoberbece la mente —además de ser desagradable, no gracioso—.
Repitiendo lo mismo con categorías antropológicas, podríamos afirmar que el hombre está habitado, atravesado hubiera preferido decir, por una doble fuerza, por un dinamismo centrífugo que lo impulsa hacia el exterior, atraído por la Belleza que brilla desde fuera, y por un dinamismo centrípeto que lo impulsa hacia el interior, aspirado por la Verdad que ha de descubrir en sí mismo. Dejarse llevar solo por el primer impulso es frivolidad, cuando no concupiscencia, y solo por el segundo es egoísmo, cuando no soberbia. La sabiduría es la armonía entre la atracción de la Belleza y la aspiración a la Verdad. En el centro se encuentra el Bien, que es bello y verdadero al mismo tiempo, como ya descubrieron los griegos. Eva, en su primera inocencia, no podía sospechar que un árbol bello y apetitoso pudiese albergar ningún mal. No conocía la «hermenéutica de la sospecha»; no sospechó una posible dicotomía entre la Verdad (de las palabras de Yahvé) y la Belleza (del árbol). Lo malo es que lo deseó, diría Buddha.
La consciencia pura, dirá el vedānta, descubre la apariencia como apariencia, y por eso es libre de jugar con ella cuando la descubre como una mera apariencia de la realidad. Pero esta consciencia pura no es objetiva. Se cae en la tristeza (pecado capital, según la tradición cristiana) en cuanto se confunde lo real con la apariencia, olvidando que habitamos in regione dissimilitudinis, en una «región de desemejanza», de simples apariencias. El verdadero amor unido al conocimiento nos permite la līlā, el juego humano-divino, como nos describen la sabiduría tanto el Antiguo Testamento como los Veda.
Hemos apuntado varias veces el peligro de una mística desencarnada, lo que no quita la tentación opuesta de caer en una mera postura materialista. Hay que huir de los dos extremos, pero hablando de mística nos parece más pertinente criticar la actitud de un cierto misticismo que ha predicado la fuga mundi y el desprecio de lo temporal olvidando el valor místico de la secularidad sagrada, como he insistido en otros lugares. Digamos aún que sin la experiencia del amor humano difícilmente se libra uno de confundir el amor divino con una proyección psicológica de deseos no sublimados, aunque, por otra parte, sin la experiencia del amor divino fácilmente nos quedamos con lo exclusivamente humano y se cae entonces en el amor curvus que fustigaban los místicos del medioevo cristiano. El mero amor alucina y nos vuelve ciegos; el mero conocimiento embriaga y nos rinde insensibles. El ἱερὸς γάμος (hieros gamos) mencionado entre conocimiento y amor solo se mantiene en la experiencia adual del advaita tantas veces invocado. «Amor ipse intellectus est» (El amor es el mismo intelecto), dice Guillermo de Saint-Thierry, repitiendo una opinión común en Occidente hasta el Renacimiento.
Parece oportuno en este momento un breve comentario sobre esta palabra tan usada y abusada —y tan audazmente polisémica—. El sánscrito distingue entre prema, bhakti y kāma, el griego entre φιλία (filia), ἔρως (erōs) y ἀγάπη (agapē), el latín entre amor, caritas y dilectio; palabras a las que se pueden añadir deseo, concupiscencia, afecto, benevolencia y un sinfín más de sinónimos, como cariño, devoción, ternura, pasión, además de los innumerables derivados.
Cada palabra tiene sus matices y diferencias, pero hay una cierta sabiduría, no exenta de sus peligros, en la palabra omnicomprensiva «amor», como síntesis de una tendencia constitutiva del ser humano y, más aún, de toda la realidad: el dinamismo centrífugo que impele a todo ser hacia el otro, la trascendencia, lo diferente, lo externo, lo desconocido —el alter como altera pars que nos completa—. Toda la realidad está transida por este dinamismo hacia la Plenitud.
Este dinamismo es doble: centrífugo y centrípeto de amor y conocimiento. El dinamismo es doble, pero nos hemos guardado muy bien de decir que son dos dinamismos. Es un mismo movimiento en una doble dirección. El haber caído en el dualismo entre conocimiento y amor ha tenido graves consecuencias en la historia humana. La voluntad, como símbolo del movimiento hacia un fin, está atravesada de conocimiento: «Oportet igitur in quolibet intelligente invenire etiam voluntatem», dice Tomás de Aquino (Conviene, por lo tanto, que en toda [naturaleza] inteligente se encuentre también la voluntad) —se involucran, como hemos dicho ya—. Nos encontramos nuevamente con la adualidad de estas dos tendencias inherentes a todo ser. Esta experiencia de que no hay amor sin conocimiento ni conocimiento sin amor es una puerta hacia la mística, pero hay que abrirla.
Dijimos al principio que la experiencia mística no puede ser una especialidad, pero también apuntamos una propensión del pensar occidental a la especialización, con el consiguiente peligro de separar lo que está intrínsecamente conectado. Mucho antes del estudio clásico de Anders Nygren sobre la distinción en la Escritura cristiana entre ἔρως (erōs) y ἀγάπη (agapē), para reducir (por no decir degradar) el primero a la atracción humana y ensalzar el segundo a la dilección divina, ya en una cierta mística cristiana se dio la dicotomía entre un amor agápico, dirigido exclusivamente a Dios, y otro erótico dirigido a los hombres, en especial el sexual, a pesar de que un místico tan aparentemente «intelectual» como Tomás de Aquino catalogue la insensibilitas (sensual) como un vicio. Esta dicotomía entre un amor sensual (erótico) y otro espiritual (agápico) ha sido fatal para la interpretación de la experiencia mística, además de no sostenerse filológicamente. Los orígenes vienen de antiguo: Buddha arremete contra el deseo (al que llama «sed») y la Gītā parece ensalzar la indiferencia más total frente a las vicisitudes de la vida, así como la ἀταραξια (ataraxia) y la ἀπάθεια (apatheia) de la Στοά (Stoa) grecolatina nos podrían servir de ejemplos —cuando se hacen caricaturas de todas estas nociones—. Pero lo que es un correctivo sano a una exageración se puede convertir también en una enfermedad. En diálogo con algunas de estas tradiciones, he introducido la distinción entre el deseo promovido por un objeto extrínseco (y no solo exterior) y la aspiración que surge de las entrañas mismas del ser humano y, en último término, de todo ser. «Ninguna virtud es contraria a la inclinación natural», dice Aristóteles, apoyado por el citado santo Tomás.
La experiencia mística acepta todas las distinciones que el intelecto tenga a bien hacer, pero no lleva a cabo ninguna separación, experimentando la adualidad entre amor y conocimiento como un todo armónico que surge del dinamismo de nuestra misma naturaleza —y de todo ser, en última instancia—.
Puede haber «eunucos» por causa del reino de Dios porque también ciegos, cojos y lisiados están llamados al «reino», pero ello no significa que la plenitud humana consista solo en la parte espiritual de nuestro ser. Acaso pertenezca a la mística de nuestro tiempo una realización más completa del hieros gamos aludido, sin interpretarlo, necesariamente, en la forma literal de su sentido clásico.
Nuestro sūtra nos habla de una consciencia repleta de amor, pero no lo puede estar si no está al mismo tiempo repleta de conocimiento. A pesar de la s con la que hemos querido distinguir (por tributo al pensar analítico) entre consciencia intelectual y conciencia moral, hay también aquí una sabiduría profunda en no separarlas. La consciencia perfecta es consciencia de la Verdad, de la Belleza y del Bien sin separación posible. Cuando el pensamiento más típicamente occidental nos dice que toda consciencia es de (algo), y cuando el más tradicionalmente oriental nos asegura que la consciencia pura no es de nada, nos están subrayando, el primero, el primado del conocimiento, y el segundo, el del amor. El conocimiento es un movimiento centrípeto: asimilamos un objeto, incorporamos algo, nos lo llevamos hacia el centro, captamos algo de fuera. El amor es un dinamismo centrífugo, sale hacia fuera, regala, derrocha, da; no es una absorción de nada. Pero no deberíamos separar Oriente de Occidente, puesto que en cada uno de nosotros hay un lugar donde nace el sol y otro donde se pone. El mero conocimiento discrimina y el solo amor no juzga. El «Padre», según los Evangelios, distingue entre justos y pecadores, pero no los juzga, puesto que hace llover y salir el sol para todos sin enjuiciamientos morales. La mística supera tales dicotomías. Resulta poco menos que obvio que para que la consciencia pueda estar repleta de amor ha de estar vacía de todo contenido, y resulta igualmente obvio que para estar rellena de conocimiento ha de estar igualmente vacía de todo deseo. Ama a Dios «con toda tu mente (διάνοια, dianoia)», dice la Biblia. «Vacíate completamente de todo», preconizan tanto el zen como el yoga, entre otras escuelas de espiritualidad. El todo solo es compatible con la nada. Los extremos se tocan, porque ni el tiempo ni la realidad son rectilíneos.
Un desafío capital para la filosofía moderna, después de la pretendida «emancipación» de la epistemología de toda ontología, consiste en la superación del dogma epistemológico de que todo conocimiento implica la separación entre un sujeto (cognoscente) y un objeto (conocido), que sería el concepto que re-presenta la cosa (el noumenon). Junto con el conocimiento conceptual, para el cual el amor no es absolutamente necesario, se da, sin embargo, el conocimiento simbólico, que exige la salida del cognoscente (y, por lo tanto, amor) para participar en el símbolo, esto es, amarlo. El símbolo no tiene pretensión de mera objetividad. Si el símbolo no es símbolo para mí, deja de ser símbolo. El símbolo solo es símbolo cuando simboliza, como la canción solo es canción cuando se canta.
Como aún insistiremos, es la dimensión amorosa de la experiencia mística la que nos impide caer en el solipsismo y encerrarnos en nosotros mismos, aún escuchando a Dios en nuestro interior, porque lo divino se encuentra también fuera de nosotros. Y es, por otra parte, la dimensión intelectual de la experiencia mística la que nos impide caer en la credulidad y en el sentimentalismo. La experiencia mística mantiene el equilibrio entre la introversión y la extraversión. El místico no es un activista, pero tampoco un «intimista». Marta y María, en vocabulario cristiano, son las dos partes del «Único necesario». O, como decía con elegancia femenina Teresa de Jesús en sus Moradas: «Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor».
En una palabra, la experiencia mística es una experiencia tanto intelectual como amorosa. Y aunque no toda experiencia amorosa es una experiencia mística, potencialmente sí lo es, como tampoco toda experiencia intelectual es mística, aunque puede llegar a serlo. Por eso el camino de la mística está abierto a todo el mundo, lo que no significa, repetimos, que no sea «una escondida senda», como cantaba Fray Luis de León («escondida», pero no inaccesible).
La senda no está bien escondida porque sea el privilegio de unos pocos escogidos, sino debido al divorcio aludido. El solo conocimiento no se traduce en acción y el solo amor no perdura en su intento. La experiencia mística que, al ser integral, nos unifica y transforma, se manifiesta en la praxis, es actividad tanto como quietud; es esfuerzo tanto como sosiego; es la «música callada» del poeta místico castellano.
A esta consciencia pura repleta de amor y que no es consciente de ella misma Plotino la llama un «ver y sentir la presencia» (ἰδεῖν καὶαισθάνεσθαι παρόντος, idein kai aisthànesthai parontos). Los místicos teístas hablan de la «presencia de Dios», algunos como de una inhabitación de un huésped divino que en cierta manera rompe nuestro aislamiento, respetando nuestra soledad, y otros como de una presencia inmediata que no podemos abandonar sin dejar de ser nosotros mismos. Esta presencia nos inunda y nos deslumbraría si la mirásemos desde el exterior. «In lumine tuo videbimus lumen» (a través de tu luz vemos la luz), canta un salmo comentado ampliamente por los místicos cristianos (Sal 36,9). No hay dos luces, ni hay necesidad de ver otra cosa, como dijo Plotino, entre otros muchos. «Dios ha hablado una sola vez (ᾄπαξ, hápax)», dice otro salmo —aunque oigamos dos...—. Los místicos no teístas «sienten» quizá aún de forma mayor «esta» Presencia, pero no la proyectan a otro Ser. Ambos son «tocados» por la Presencia pero la interpretan diversamente, como nos explicará el próximo sūtra.
Esta presencia, repleta de amor, como venimos diciendo, implica un descubrimiento capital: la experiencia de la persona; esto es, el descubrimiento del tú. La persona no es el individuo. De ahí que no haya auténtica mística que sea individualista; pero el «otro» no es el tú; al otro lo descubre el intelecto, al tú lo encuentra el amor. El amor es a la vez extático y unitivo: nos catapulta fuera de nosotros mismos y nos une al amado. No hay mística sin amor y no hay amor sin la salida de uno mismo hacia el amado. Este «amado» no puede ser uno mismo; la mística no es narcisismo. Este «amado» no puede ser simplemente otro; la mística no es enajenante, aunque ambos peligros sean reales. El «amado» no es ni otro ni soy yo; es un tú a quien yo amo como a mí mismo, dilatando los límites de mi ego. La experiencia amorosa del tú es el ejemplo más simple de la experiencia adual: el tú no es ni el otro ni el yo.
La experiencia del amor está abierta a todo ser humano, pero no es una experiencia animal: es una experiencia espiritual; no es la simple atracción de un cuerpo ni la mera proyección de una mente, ni menos aún la lucha dialéctica entre los dos. Es la aspiración del espíritu que el corazón puro siente cuando ha superado los dos instintos y los ha integrado en la experiencia que estamos describiendo, aunque tantas veces no lleve la etiqueta de mística, primero porque no hace falta y segundo por la degradación de la palabra.
Llegados a este punto no debemos soslayar un problema latente en todo lo que hemos dicho y diremos, pero que no podemos mencionar a cada instante. Estamos intentando introducirnos en la experiencia mística y es también obligado que la describamos en su aspecto positivo, y añadiría real. Pero como hemos ya insinuado, la mística, como experiencia humana primordial, tiene también sus peligros y su ambivalencia —como todo lo humano—.
«Corruptio optimi pessima» (La corrupción de lo mejor es la peor). La frase se atribuye significativamente al apasionado san Jerónimo, y un poeta como Shakespeare ocasionalmente glosa escribiendo: «Lilies that fester, smell far worse than weeds» (Lirios que apestan huelen mucho peor que malas hierbas). Nos referimos, obviamente, al problema de la mística como degeneración de lo mejor. Es casi obligado decir que se trata entonces de la falsa mística, del conocimiento erróneo y del odio como amor malo. Ya dijimos que, si bien la mística como experiencia última escapa a cualquier fenomenología rigurosa o descripción racional, la seudomística es ciertamente detectable. Pero, en la «tierra de los hombres», el trigo y la cizaña crecen juntos y no se nos aconseja «separarlos antes de tiempo». De ahí que el «discernimiento de los espíritus» (viveka) pertenezca al don de consejo de los maestros espirituales. Digámoslo más llanamente.
En las tradiciones monoteístas la criatura más perfecta es el diablo; y este puede aparecernos como ángel de luz: puede haber una «mística satánica», que aún me resisto a llamar «mística» pero que tiene todas sus apariencias. El amor, del que hemos hablado, puede convertirse en odio; el conocimiento, que hemos ensalzado, puede dirigirse a fines diabólicos. En resumen, no podemos negar la existencia del Mal.
Ciertas filosofías nos dirán que es una privación, otras que es un error; otras que es inexplicable, un escándalo o acaso una apariencia. Pero en cualquier caso no puede negarse que, en la tierra en que vivimos, es un factor real —con o sin consistencia metafísica—. La mística no está exenta de esta «mala hierba». Y cuando decimos Mal no nos limitamos al mal moral; incluimos también el sufrimiento, la enfermedad, sin excluir la depresión y la locura.
El problema con la mística es más serio porque si se afirma que la «mala» mística no es mística, se nos preguntará atinadamente que con qué criterio metamístico anatemizamos la «mala» mística como «falsa» mística. De ahí nuestra insistencia en que no podemos prescindir de los «tres ojos» al referirnos a lo que sea la experiencia mística. El cuerpo tiene aquí tanto que decir como la razón y esta tanto como la iluminación —o como quiera llamársela—. De nuevo nos encontramos con la perichōrēsis, tantas veces mencionada. El cuerpo no tiene la última palabra; hay que oírlo y entenderlo. Pero la última palabra no pertenece tampoco a ninguna facultad suprema. El juicio último no incumbe a nadie. Ya apuntamos también que en la Trinidad no manda nadie. Lo que aquí cuenta es el reconocimiento mutuo, la aceptación «natural» del orden constitutivo de la realidad, de su armonía, como dijimos y diremos aún.
El Mal en todos sus aspectos tiene una función reveladora: nos hace sentir nuestra contingencia; nos abre al gran misterio de la realidad, de la Vida. El Mal no es inteligible. Tampoco lo es el Bien, pero en él descansamos y no nos acucia; el Mal, en cambio, nos es incómodo, no lo encontramos natural, nos pide una explicación, nos hace tropezar con nuestra contingencia; nos hace realistas y es una lección para nuestra mente. Baste con lo dicho para nuestro tema, que, por otra parte, nos hace ver cómo todos los problemas están interconectados y que, por lo tanto, no podíamos soslayar el cuestión.
Podemos resumir, una vez más, mencionando la aparente contradicción entre Silencio y Palabra a la que hemos repetidamente aludido: ya Plutarco decía que «aprendemos el silencio de los Dioses y el hablar de los hombres». Pero el auténtico silencio y la palabra verdadera no se pueden separar. Al tener yo una experiencia soy yo sin duda el que la tengo, pero al ser consciente de que es inefable ya estoy presuponiendo que no la puedo comunicar con la palabra, porque esta huelga y la experiencia la transciende. De ahí la paradoja de que la incomunicabilidad por medio de la palabra nos revela una comunión silente subyacente de la que soy consciente. «Potentia scriptoris perfecti in arte sua cum non scripserit» (El poder del escritor perfecto en su arte [se muestra] cuando no escribe), dice la traducción latina de una frase críptica de Avicena. No es ninguna novedad descubrir que el silencio es muy a menudo más comunitario y unitivo que la palabra. En este sentido, toda la experiencia mística es, paradójicamente, participativa. Nada hay más visible que los pensamientos recónditos de un corazón amoroso, viene a decir un proverbio chino. El Silencio no es la contradicción de la Palabra, no es la No-Palabra, sino la ausencia de la Palabra, su origen, como afirma un Padre de la Iglesia que, al comentar la Trinidad, decía que del Silencio del Padre nace el logos, la Palabra. La consciencia perfecta es precisamente la experiencia pura que no es consciente de ella misma. Ahora bien, esta experiencia mística encarnada en nuestro ser complejo es una experiencia recubierta por una variedad de estratos antropológicos que intentamos describir a continuación.
5 Sefer ha-Zohar, vol. II, fol. 146b