7. LO QUE LLAMAMOS EXPERIENCIA ES EL RESULTADO DE MÚLTIPLES FACTORES

Los podemos reducir a una simple fórmula: E = e.l.m.i.r.a, donde

e = experiencia

l = lenguaje

m = memoria

i = interpretación

r = recepción

a = actualización

Dijimos en el segundo sūtra que la experiencia es inmediata —toque consciente—. «Conocimiento en acto por encima de todo concepto», lo llama Máximo el Confesor en una de sus respuestas a Talasio. Si la experiencia no fuera inmediata habría que recurrir a algo que la fundase. Este «algo» sería entonces el último fundamento al que tenemos acceso. A este algo lo deberíamos llamar, entonces, experiencia.

Este «algo» acaso no seamos nosotros, pero está en nosotros —«está aquí», decía santa Teresa—. Por mucho que proyectemos este «algo» fuera de nosotros, no podemos nunca prescindir del «proyectante». No podemos saltar por encima de nuestra propia sombra; no podemos abandonar nuestra inmanencia. Ahora bien, podemos darnos cuenta de esta imposibilidad y con ello acercarnos a la trascendencia, a lo que está por encima de nosotros.

La experiencia mística no separa la inmanencia de la trascendencia, aunque nuestro intelecto las distinga, y este no-saber podría ser una característica fenomenológica de la experiencia mística. «No sé si en el cuerpo o fuera de él», dice san Pablo (2 Cor 12,2). Sin embargo, de hecho, ni podemos prescindir del cuerpo que somos ni tampoco de nuestra consciencia, que nos hace patente el cuerpo, el alma y el espíritu. Podemos identificarnos con algo que nos trascienda, pero no podemos prescindir del «nos» donde se apoya (o por lo menos de donde surge) la misma trascendencia. No podemos abandonar nuestra inmanencia aunque sí, a veces, la consciencia de ella. El alma, la ψυχή (psychē), es πάντα (panta), todas las cosas, pero solamente πως (pōs), en cierta manera, en cuanto puede ser consciente de todo (también solo en cierto modo) [Aristóteles]. El hombre es el μέτρον (metron), la medida (no ciertamente cuantitativa), el criterio (aunque no definitivo) de todas las cosas —haciendo eco a Protágoras—. Pero el hombre no es todas las cosas. Nadie puede saltar por encima de su sombra, pero sin una luz exterior no habría sombra, y de esta luz somos también conscientes (por lo menos viendo nuestra sombra). Dicho diversamente, llegamos a la experiencia de la realidad a través de una múltiple mediación que nos permite hablar de ella.

Hicimos ya una distinción capital entre la mediación de la mística y los intermediarios del conocimiento discursivo. El mediador es más que comunicación, es la misma comunión. Los intermediarios son como los agentes catalíticos que facilitan una reacción química, pero están ausentes en el resultado. La inferencia racional sería un agente de este tipo que permite las deducciones lógicas. A través de un par de evidencias aritméticas o geométricas, por ejemplo, se llega a la formulación del teorema de Pitágoras, pero una aguda mente geométrica puede convertir el intermediario en mediación; esto es, puede tener la evidencia inmediata del teorema. No le hace falta entonces el intermediario del razonamiento, aunque acaso haya alcanzado la mediación a través del intermediario. Hemos ya mencionado otro ejemplo de esta «distinción capital»: la idea de Cristo como mediador y no como intermediario.

Dijimos, al citar una frase del Evangelio de san Juan, que la diferencia de tiempos entre ver a Jesús y haber visto al Padre no era secundaria. La experiencia sensible de los apóstoles fue la de ver a Jesús, pero la auténtica experiencia holística era que habían visto también al Padre, aunque acaso solo lo comprendieron (vieron que lo habían visto) después de Pentecostés. Quienes veían solo con los ojos corporales veían solo a Jesús; quienes vieron con los ojos de la fe vieron también al Padre, dándose cuenta de que lo habían visto no en una segunda visión, sino en la misma intuición advaita o adual, que abarca la triple dimensionalidad del tiempo. Una frase de origen musulmán describe al santo o al iluminado diciendo que es aquella persona que ve en una bellota la encina, en una crisálida la mariposa y en un pecador a un santo. No puedo resistir la tentación de añadir una apostilla personal al último pensamiento: acaso la visión del santo en el pecador es la que le ayuda a acercarse a la santidad.

La intuición advaita es poco menos que concomitante a la experiencia mística. El intermediario es un mensajero, un go-between, un lazo de unión entre dos realidades; el intermediario facilita la comunicación. La peculiaridad del conocimiento místico es que los factores que mencionaremos se viven como mediaciones y no como simples intermediarios. Ninguna experiencia puede ser una deducción, aunque haga falta el entrenamiento geométrico de nuestro primer ejemplo (de Pitágoras) y la fe cristiana del segundo ejemplo (de Cristo). Esta «distinción capital» es la que permite discernir un discurso meramente racional sobre la mística (basado en los testimonios místicos como intermediarios) del discurso místico propiamente dicho (basado en la consciencia de las mediaciones que a continuación señalaremos).

De nuevo decimos distinción sin separación. Pero sería igualmente erróneo ignorar las distinciones que en la experiencia pura (e) no se ven. De ahí que no podamos separar e de E. En la pura experiencia el místico no vive las mediaciones como intermediarios; pero así que expresa conscientemente su experiencia, se le debe hacer notar que está apoyándose en intermediarios: habla un lenguaje, y lo recuerda e interpreta dentro de un particular mundo cultural, etc.

Desde un punto de vista lógico hubiéramos debido empezar con el lenguaje como la primera mediación, puesto que es con el lenguaje como abordamos el problema. En rigor, la nuestra es una ordenación meramente formal, puesto que, tratándose de mediaciones y no de intermediarios, las unas están imbricadas en las otras y no podemos separarlas, aunque debamos distinguirlas. Pero heurísticamente debemos seguir un orden. No existe experiencia E sin sus correspondientes factores, aunque nuestra mente pueda y deba pensar que hay (formalmente) una experiencia e que está en la base.

Un pensar meramente analítico interpretaría que inducimos e porque nos percatamos de E. La pura experiencia e no es el resultado de una inducción de E, sino que está en su origen como la luz que nos hace ver la experiencia E con toda su luminosidad, pero que ella misma es invisible. Solo los iniciados pueden entrar en el Templo, decían los antiguos, porque de lo contrario mirando no ven y oyendo no entienden. La disciplina arcani, a pesar de sus abusos, no es un esoterismo elitista, sino el reconocimiento de una jerarquía sagrada (valga la redundancia) en la misma estructura de la realidad. Cuando a partir de nuestro conocimiento de E queremos inducir la existencia de una e incognoscible, y por lo tanto inexperimentable, no encontramos la experiencia e, sino un concepto formal e que sustituye a e, pero que no es e.

Menos aún podemos deducir e a partir de E. Ahí están las distintas interpretaciones de e para contradecirnos. La pura experiencia e, en cuanto experiencia, no se conoce ni por inducción ni por deducción. Si e pretende ser inefable, su experiencia trasciende nuestro lenguaje. Pero seguimos hablando de una e cuya intencionalidad es e —pero que no es e—. Mejor dicho, es y no es e. Esta e es la e a la que se refiere el místico en su experiencia, pero no es e sino E cuando se habla de ella.

Desde esta perspectiva es evidente que deberíamos partir de la pura experiencia, puesto que es ella la que intentamos elucidar. La experiencia se encuentra al inicio. Pero este inicio, pura experiencia que no es consciente ni siquiera de ella misma, este inicio es silencio puro y pura nada. Sin embargo, solo puedo remontarme hasta esta pura experiencia e a través de las mediaciones mencionadas. Esta experiencia pura se encuentra por encima de cualquier juicio y de cualquier evaluación; la vemos siempre revestida como vemos generalmente el cuerpo humano. Hay también un pudor intelectual que no mengua nuestra inteligibilidad. Esta experiencia e no es ni un postulado ni una deducción; es una pura presencia presente en cada uno de los factores. Se encuentra realmente como la dimensión (divina) de infinito presente en todo ser. Pero demasiado frecuentemente la historia humana ha sido testigo de llamados fenómenos místicos que han resultado espurios y destructivos. A menudo son solo experiencias psicológicas, cuando no patológicas —con el consiguiente desprestigio del mismo nombre de misticismo—. Con esta cautela, sin embargo, hemos decidido empezar por e la experiencia inefable, puesto que de ella se trata.

Hablando de lo inefable ocurre algo parecido a la mentira, sobre la cual no hay fenomenología posible, porque la mentira está en la intención y no en el fenómeno objetivo. La mentira solo es mentira si yo me dejo convencer (engañar) por ella. Si yo me doy cuenta de que el otro me miente, la afirmación mentirosa deja de serlo; pierde su objetividad fenomenológica; pierde la fuerza del engaño. El noēma de quien la dice no es el pisteuma de quien la cree. Análoga, aunque inversamente, el lenguaje místico solo dice lo que quiere cuando yo me doy cuenta de que el lenguaje traiciona lo que dice, cuando descubro que no pretende decir lo que dice, pero que no lo puede decir de otra manera. De lo inefable solo se puede hablar como mentira, esperando que el oyente nos la descubra (dejando entonces de ser mentira). De ahí que se ha de haber tenido la experiencia mística para «entender» el lenguaje místico —para descubrir la mentira del lenguaje—. Debo conocer el idioma maya para entender lo que un maya me dice. No se puede captar el pisteuma del creyente si solo se capta como noēma. La mera interpretación racionalista de los fenómenos místicos nos dirá muy consecuentemente que se trata de experiencias más o menos paranormales, cuando no patológicas, sin ninguna objetividad, confundiendo lo «objetivo» con lo real. En resumen, tan insatisfactorio es encerrarse en el silencio como desahogarse en mera palabrería. La exégesis medieval cristiana sabía que la Escritura «dum narrat textum (gestum), prodit mysterium» (mientras da explicaciones o narra hechos conduce al misterio).

Los diversos factores de la experiencia son inseparables de la experiencia, y muchos de ellos, en cierta manera, simultáneos. De hecho, todos estos factores concomitantes son necesarios no solo para describir la experiencia (E) adecuadamente, sino también para quien en el silencio de la experiencia es consciente de ella. En cualquier lenguaje consciente el pensamiento nos acompaña, incluso para percatarnos de que hemos superado o eliminado todo pensamiento. Nos encontramos de nuevo con la consciencia advaita, que se percata de la polaridad y no reduce la consciencia a la inteligibilidad intelectual.

Con esta advertencia preliminar pasamos a la descripción de estos factores tan dispares, y tan interconectados.

Experiencia

¿Qué es entonces esta experiencia (e) que «decimos» que es inefable? Ella es ciertamente la protagonista de la experiencia (E) de la que hablamos. El referente es e, aunque el referido aparezca siempre como E. Si reducimos e a cero, todo cae por su base y no hay experiencia E. Nos resistimos a cuantificar esta descripción y, en efecto, hemos empleado el vocablo «factor» (de facere) etimológica y no matemáticamente. Si tuviéramos, con todo, que pagar un tributo al pensar algebraico, nuestra fórmula serviría para indicar que e cualifica esencialmente todos los demás factores, y que cualquier modificación de ellos modifica E. Esta modificación de E es lo que nos hace pensar que e haya también influido en la modificación, «justificando» entonces las conocidas clasificaciones entre misticismos de distintas clases: proféticos, introvertidos, cristianos, activos, etc. Las tipologías de misticismos, sobre las que se ha discutido tanto modernamente (pagando tributo a la tendencia occidental a la clasificación) se basan solo en una inducción sobre e en virtud de diferencias notadas en E. Diferencias, por otra parte, notadas en virtud de nuestros mismos instrumentos de interpretación. Las clasificaciones se refieren a E, no a e, que es inclasificable. Y desde este punto de vista son útiles y legítimas. La fórmula sería entonces: E = e (l.m.i.r.a).

De la pura experiencia e solo podemos repetir lo que hemos ya dicho: si reducimos e a cero no hay ya experiencia E. Pero si le atribuimos un contenido particular la estamos ya cosificando (objetivando), diciendo algo de ella según se nos aparece en nuestra consciencia; ya la estamos mediatizando —siendo así que toda experiencia es inmediata—. De lo contrario, esto es, si en algún punto no superamos todas las mediaciones, hay un «regreso al infinito». Hay, pues, que «pararse» en algún punto. Este punto es la experiencia pura (e). Pero acabamos de decir que no podemos darle ningún contenido sin contagiarla ya con nuestras limitaciones y mediatizarla con nuestras mediaciones, que no tienen por qué ser universales. Decir, por ejemplo, que solo la experiencia cristiana o la teísta es la válida implica conferirle a e atributos que no le pertenecen en cuanto e. Esta experiencia (e) es vacía de contenido; es pura vacuidad, por utilizar un símbolo que debe ser igualmente descartado. Para defender que nuestra experiencia es válida debemos descender al agora de la filosofía; para defender que solo la nuestra es la válida debemos descender aún más a la palestra de la Dialéctica, pero antes debemos ponernos de acuerdo en utilizar las mismas armas (de nuestro pensar: lógico, intuitivo, sentimental, pragmático...), lo que requiere que nos remontemos de nuevo al ágora para dialogar.

Siguiendo por un momento los avatares de la fórmula, debemos convenir que e no puede ser cero y, al mismo tiempo, que no podemos darle ningún valor especial que, viniendo de nuestra noción de e, modificaría E a nuestro favor. Un solo valor le conviene a e, y este es 1, valor que no modifica la aportación de los demás factores y que además posee un alto simbolismo. Esta experiencia e es una, no en el sentido de que sea la misma, sino en el sentido de que en cada caso es única, y la unicidad es incomparable. Solo podemos comparar bajo un trasfondo común y este rompe ya la unicidad.

En una palabra, esta e es la pura consciencia que hemos mencionado en el sūtra anterior —añadiendo que los factores que la componen no la rinden impura sino real—.

Tres corolarios importantes se siguen de ello:

a) El primero, como hemos apuntado ya, es que no podemos aislar esta experiencia en sí, y por lo tanto no podemos afirmar que sea la misma en todos los casos o que sea distinta según las culturas y religiones. En ambos casos no hablaríamos de e, sino de una e vista a través de E; y por mucho que queramos expurgar la experiencia pura de todos sus «factores» no lo conseguiremos nunca. Incluso si apuntamos al Silencio, el hecho de que lo hacemos desde una perspectiva y en una dirección ya lo modifica. Cuando Leibniz tuvo la genial idea del cálculo infinitesimal, habló de una quantité négligeable que permitía pasar al límite en las «derivadas». En nuestro caso, cualquier resto de contenido (consciente de la experiencia e) no es negligible. El camino por el que se llega a e ya la modifica, aunque formalmente podamos ser conscientes de esta modificación. No tiene, pues, sentido alguno la discusión sobre si la experiencia mística es la misma o es distinta en los diversos misticismos. La discusión muestra todavía restos de criptokantismo. No existe una «e en sí», aunque nuestra mente piense que la hay —en la esfera inteligible, naturalmente—. Muchas de las discusiones contemporáneas sobre la experiencia mística adolecen de este criptokantismo: tratan a e como un noumenon del que E es el fenómeno. No podemos en manera alguna referirnos a e prescindiendo totalmente de E. La epochē fenomenológica es imposible en este caso porque tanto el noēma como el pisteuma son reflexivamente conscientes, y al serlo ya los interpretamos según nuestras categorías.

Dicho de otra manera: hay fenómenos místicos, pero cualquier fenomenología de la mística, aun cuando pueda describir un pisteuma determinado, no lo puede convertir en noēma, y mucho menos en noumenon.

Por eso los auténticos místicos no discuten y, sin decir que la experiencia sea la misma, al entender el lenguaje de los otros participan en la experiencia de otros místicos en la medida en que trascienden los lenguajes. Pueden pensar que las interpretaciones de los otros son inadecuadas, pero saben muy bien que las propias son igualmente contingentes. Demasiada palabra y excesiva tinta y papel se han gastado en estos últimos tiempos sobre este problema, que no es insoluble, sino que no es problema.

b) El segundo corolario nos parece que resuelve, en el campo místico, el problema actual y candente del «pluralismo religioso». Despojado de todos sus prolegómenos ontológicos y explicaciones históricas, se reduce a preguntar si las diferentes experiencias E de las distintas religiones y escuelas de espiritualidad son igualmente válidas. ¿Sería entonces indiferente seguir una religión u otra?

La respuesta es enfática: no. No es indiferente para sus distintos seguidores. Y la explicación estriba en la distinción entre las mediaciones de nuestras respectivas creencias y los intermediarios por los que llegamos a ellas. Se comprende que quienes han llegado a sus creencias religiosas a través de intermediarios puedan admitir sin dificultad que se puede llegar a la experiencia de la fe a través de cualquier otro intermediario, con tal de que cumpla su función. Por ejemplo, a través de la historia que me han enseñado, llego al conocimiento de Jesús de Nazaret y creo en lo que dicen los Evangelios. Puedo entonces comprender que otros lleguen a una creencia equivalente a través de otros caminos (intermediarios). Para estos tales el pluralismo es poco menos que evidente y de sentido común. Tacharán de fanáticos a los exclusivistas y de ingenuos a los inclusivistas.

Por el contrario, se comprende igualmente que quienes han tenido la experiencia de la fe a través de una mediación concreta no puedan separarla de la misma experiencia y sientan el «pluralismo» como un eclecticismo superficial y una abdicación, por no decir traición de la propia fe. Un cristiano ortodoxo no puede separar su experiencia de Cristo de la fe en su divinidad; un marxista puro no puede hacer compromisos sobre la Justicia liberadora; un śivaíta genuino verá a Śiva en todas partes; un ateo sincero no podrá ni siquiera aceptar la idea de un Ser supremo como comodín para los problemas humanos; un buddhista creyente no podrá liberarse de la convicción de que todas estas disquisiciones son secundarias y un obstáculo para conseguir el fin, etc. Cuando llego a mi E a través de aquellas mediaciones que me la rinden inmediata, no la puedo separar de mi experiencia (e). Mi E aparece entonces como experiencia única. La E del otro no me convence y no puedo aceptarla, aunque sí debo tolerarla, relativizando la mía. Esta relativización no es relativismo; es la consciencia de mi contingencia y de la relatividad de mis mediaciones que para mí siguen siendo válidas, pero que no las debo extrapolar fuera de mi universo cultural. Para emitir un juicio sobre otra E debemos cotejar las distintas mediaciones que nos han llevado a nuestras respectivas E.

El problema es candente en el mundo actual y de nuevo insoluble si se prescinde de la mística. En efecto, se suele estudiar el pluralismo como un concepto. Si el concepto es equívoco no hablamos de lo mismo y huelga todo diálogo. Si el concepto es unívoco y pluralismo significa que una misma (única) «verdad» se puede decir de muchas maneras, nos veremos forzados a admitir o que estas diversas maneras dicen lo mismo o que el mismo concepto de verdad es análogo, con lo cual buscaremos un primum analogatum que puede ser solamente formal como denominador común y no contentará a nadie, puesto que la verdad, sobre todo la religiosa, no puede ser una mera abstracción. Lo que ocurre en realidad es que, por lo general, no sabemos remontarnos por encima del pensar conceptual: el pluralismo no es un concepto, sino una actitud.

Hace medio siglo escribí que la verdadera tolerancia (ὑπομόνη, hipomonē, paciencia) es una virtud mística —que descubre que cada ser es único y, por ende, incomparable—. Hace falta encontrar al otro para darse cuenta de que no debemos, ni podemos, renunciar a nuestras mediaciones, como tampoco el otro puede ni debe, pero sí relativizarlas. Nuestras E son distintas y no tienen común denominador porque la e no tiene ni puede tener ninguna cualificación. No podemos remontarnos a la e del otro por ningún método dialéctico, como ya hemos indicado. El respeto y la tolerancia se imponen. Lo que sí podemos y debemos hacer es criticar su E abriéndonos nosotros mismos a su crítica. El desacuerdo tiene lugar en el diálogo dialogal en el que, perforando el logos (διά τὸν λόγον, dia ton logon), acaso lleguemos al convencimiento de que participamos en una misma e. Este sería un caso ideal, pero generalmente podemos aproximarnos asintóticamente a un acuerdo. Y con ello desembocamos en el siguiente corolario.

c) Este tercer corolario es igualmente importante. Hemos dicho que esta e no es cero porque entonces también E desaparecería; pero nos hemos abstenido de decir que esta e no-es, que equivaldría al cero de nuestra fórmula. Aquí el lenguaje nos falla. No podemos decir que esta e es «algo», pero tampoco podemos decir que es nada (en correcto castellano, que no es nada) porque la nada trasciende al ser: ni es ni no-es.

Debemos intercalar aquí una reflexión sobre el hábito dialéctico de nuestra gramática: al decir que «no podemos decir que no sea nada», no estamos afirmando que «es nada» —sería contradicción—. La nada no es (ni siquiera es nada). El discurso sobre la nada trasciende el principio de no contradicción pero no lo niega (para lo cual habría que presuponerlo ya). Esta nuda experiencia nos revela precisamente la vacuidad (śūnyatā), la nada a la que apuntan tantos testimonios místicos. Se trata aquí de algo distinto de la identificación hegeliana entre el Ser y el no-Ser porque no encontramos notas para distinguirlos. Tampoco la Nada de una buena parte de la cosmovisión buddhista tiene mucho que ver con el nihilismo occidental —post-cristiano sobre todo—.

La vacuidad (śūnyatā) no debería traducirse como no-Ser (non-ens), cuya palabra ya manifiesta la primacía del principio de no contradicción propia del pensar dialéctico. No se llega a la vacuidad por la negación del Ser. La experiencia de la vacuidad no es subsidiaria de la experiencia del Ser. No es a partir del Ser como se llega a la Nada, y, por lo tanto, negando el Ser (dialécticamente). No se llega a la śūnyatā a partir del Ser; esto es, vaciándolo de contenido, negándolo. La experiencia de la vacuidad es una experiencia primordial.

Pero, inversamente, tampoco se llega al Ser llenando la vacuidad de contenido (llenándolo de Ser). La experiencia del Ser no es subsidiaria de la experiencia de la nihilidad de las cosas. Son dos caminos paralelos que se encuentran en el infinito (en la experiencia mística) porque previamente han partido también del abismo (sin fondo, in-finito) de la contingencia (humana). La experiencia del Ser es una experiencia primordial.

El español y el portugués lo expresan admirablemente sin recurrir a la negación dialéctica: Nada no significa «no-Ser», sino ausencia de Ser (no nacido, non-natum, ajāta en sánscrito); pero no la ausencia como una privación, como la negación de algo que debiera ser, como un aborto que no ha llegado a ser. No puedo abstenerme de mencionar que un escolástico como Tomás de Aquino utiliza cuatro vocablos: privatio, spoliatio, remotio, defectus, que siendo semejantes no son idénticos. La auténtica filosofía no es exclusivamente conceptual. La Nada no es tampoco la pura potencia, que no deja de ser un postulado intelectual para explicarnos el devenir como paso del no-Ser al Ser. Podemos y debemos distinguir una Filosofía del Ser de una Filosofía de la Nada, pero no podemos separarlas, puesto que la segunda debe forzosamente utilizar el lenguaje de la primera; y la primera sin la segunda se anquilosa y asfixia por falta de movimiento y libertad. La clave es de nuevo la polaridad que descubre la experiencia advaita. Esto significa que el lenguaje de la Filosofía de la Nada no es la mera negación dialéctica de la Filosofía del Ser; no es su contradicción, aunque acaso la «absoluta contradictoriedad» sea la puerta que nos abre a la Nada, como decía Nishida Kitarō, el fundador de la llamada Escuela de Kioto, posiblemente para hacer comprender a sus lectores lo que quería decir.

La Nada no es el asat (no-Ser) de las filosofías del ātman; es más bien la vacuidad de las filosofías del anātman. Esta nada es el meollo de la experiencia mística. Por algo la dimensión mística de la realidad es más connatural al buddhismo que a las filosofías del Ser, sobre todo si este último se identifica con Sustancia. Se comprende entonces que en Occidente, y sobre todo en el Occidente monoteísta que ha interpretado a Dios como Ser Supremo, se tenga una cierta cautela con la mística de la experiencia pura, que parece querer superar el Ser y por lo tanto negar a Dios. Es sobradamente conocido que la mística resulta un tanto sospechosa a todos los monoteísmos, aunque estos no han conseguido enmudecer a los grandes místicos del filón cultural abrahámico. «Y Pablo no vio nada» (en su caída camino de Damasco), comenta el Maestro Eckhart, porque esta Nada «es» Dios. «Y en el monte, nada», escribe Juan de la Cruz, que se ha nutrido del apofatismo de Tomás de Aquino, quien bebió de Dionisio el Areopagita. Deberíamos superar el «cliché» de que el Oriente es místico y el Occidente materialista, aunque la reciente civilización tecnocientífica de momento lo sea.

Insistimos en lo indicado en nuestro sūtra anterior: la integración entre conocimiento y amor. El pensar sobre la Nada no es elucubrar sobre el no-Ser; no se trata de hacerle un hueco al Ser para que este pueda moverse y acaso hasta ser libre. Cuando el místico teísta nos habla de la ausencia de Dios y sufre por esta ausencia nos está diciendo que si no lo amase no sentiría la Ausencia. No se sufre por la ausencia de un desconocido: «Y me dejaste (amado) con gemido». El lenguaje de la Nada es un lenguaje amoroso que el intelecto puro no sabe hablar, neti, neti. El recurso de tantos místicos a la poesía o al arte no es una licencia poética; es el lenguaje del amor:

Hace tal obra el amor

después que le conocí

que si hay bien o mal en mí,

todo lo hace (de) un sabor.

... canta Juan de la Cruz; de un sabor ciertamente, pero no solo de sabor vive el hombre, como tampoco solo de pan. La mística no nos exime de la condición humana, como aún comentaremos en el último sūtra.

Esto nos lleva a mencionar la relación entre estas dos filosofías y subrayar la necesidad de las dos, aunque la relación entre ellas no sea dialéctica sino adual (advaita).

Una observación nos aclarará lo que intento decir. En las «filosofías de la Nada» no hay lugar metafísico para el «deber ser», en último término para la ética en cuanto tal, lo que no significa que sean inmorales. En las «filosofías del Ser», el «Deber-Ser» toma la preponderancia y el deber es esencial. Si Dios es el Ser, lo que él es es lo que Debe-Ser. El Deber (la Ley) se ha ontologizado. Tanto el infierno como la pena de muerte son consecuencias congruentes. Sin embargo, los auténticos filósofos de ambas tendencias siempre encuentran compromisos. La «no-acción» (wu-wei) taoísta no es quietismo indiferente, como exquisitamente sugiere el ideograma de wu, que significa a la vez «cosa» y «nada». No se pueden transgredir las fronteras culturales esquivando las aduanas. «Y para el justo no hay ley» (1 Tim 1,9), dice san Pablo en clima abrahámico y, análogamente, en clima oriental, se da la superación de la moral del Deber Ser con la idea del naiṣkarmya-siddhi, trascendiendo la noción de que somos los últimos actores de nuestras acciones (kartṛtva-bhāva, en la Gītā), situándonos en ambos casos por encima de los imperativos morales. Las dos filosofías son necesarias. Pero no es de nuestra incumbencia seguir por este camino. Hacía falta, sin embargo, señalar algunos hitos para seguir adelante.

motivo

Para evitar la posible confusión entre E y e he estado tentado de introducir el vocablo «vivencia» (Erlebnis) como la experiencia in statu nascendi. La vivencia sería entonces la experiencia de la vida y muy en consonancia con la frase aristotélica mencionada, que los latinos traducían como «vita viventibus est esse» (la vida para los vivientes es su ser). La «vivencia» sería entonces la vida vivida previa a su reflexión sobre ella; sería entonces la pura vida sobre la que luego incide la consciencia. No niego la fascinación de la palabra y algunas de sus ventajas; pero no he terminado de decidirme para no introducir un sentido nuevo a la palabra «vivencia» que posee connotaciones psicológicas e individuales de las que quisiera liberar a la palabra «experiencia».

Lenguaje

La experiencia es inefable, pero hablamos de ella. Nuestro lenguaje (l) colorea todo cuanto decimos con el genio de la lengua que usamos y en la que sobrevive, concentrada, toda nuestra cultura personal, que ha formado nuestra manera de ver las cosas y nuestras formas de pensar, tanto individual como colectivamente. Tan pronto como abrimos la boca revelamos no solo nuestra personalidad, sino también prácticamente toda la humanidad, y desde luego aquella humanidad que ha forjado nuestra lengua.

Colocamos al lenguaje como inseparable de la experiencia no solo porque de facto hablamos de ella, sino porque también de iure el lenguaje es algo más que un vehículo que nos transporta a su contenido y del cual (lenguaje) podríamos luego apearnos a nuestro antojo. El lenguaje configura nuestra misma experiencia.

El nominalismo reinante de cuño científico, que pone etiquetas (y además numerables) a todo lo observable, nos induce a creer que las palabras son solo signos y no símbolos, es decir que hay un llamado «referente» que es independiente del lenguaje referenciador. Esto ocurre con los «términos» (científicos), pero no con las «palabras» (humanas), aunque la ciencia contemporánea vuelve a relacionar el observador con la observación. En las palabras que he llamado humanas, porque surgen del fondo del hombre y no de un paradigma artificial, todo referente es inseparable del referenciante. Aun admitiendo que el lenguaje apuntase a su referente como a «la cosa en sí», como a una idea platónica existente por sí misma o a un concepto abstracto, esta «cosa en sí» no es solo «en sí», sino también «en mí» —en mi consciencia o en la consciencia en que exista—. Es decir, el «referente» (la cosa) es siempre un referido por nuestro lenguaje, a quien acompaña la consciencia de que nos estamos refiriendo a él (al «referente» referido). Este referente, al que nos referimos, no es el fonema ni el mero concepto; es la cosa individualizada en la misma experiencia. No hace falta ser un «realista» ingenuo para percatarse de que el lenguaje humano es algo más que un sistema de signos; algo más que un mero instrumento. Para usarlo como instrumento necesitamos ya del mismo lenguaje. El referido en el lenguaje (la palabra) no puede independizarse totalmente del referente (la cosa) ni este del referenciante (el hablante). La intencionalidad, cual las relaciones de indeterminación de Heisenberg, modifica ya lo intencionado. El vocablo no es ciertamente la cosa; pero sin ninguna palabra (sobre la cosa) no hay la tal cosa. La «cosa» desconocida e innominable «existe» como desconocida e innominable.

Kein Ding sei wo das Wort gebricht.

No haya ninguna cosa donde la palabra falta.

... escribió el poeta Stefan George, y comentó genialmente más tarde Martin Heidegger.

Como he intentado explicar en otro lugar, el Hablar es el mediador entre el Pensar y el Ser. El Ser habita en la Palabra y la Palabra es habitada por el Pensar. El Ser habla y el Pensar lo escucha. Esta es la tríada que supera la ecuación de Parménides entre Pensar y Ser (con la mediación de la Palabra). Los tres (Ser-Hablar-Pensar) son inseparables, aunque los podemos distinguir (con el Pensar). Es con el lenguaje que hablamos de nuestra experiencia, y este lenguaje, por mucho que apunte a una intencionalidad trascendente a nuestro lenguaje y a nuestra mente, es lenguaje (y no verborrea sin sentido) porque apunta a un referente al que nos referimos, aunque podamos y debamos distinguir el decir de lo dicho (el referente referido). La experiencia no es su lenguaje pero el hombre, homo loquens, no vive sin el logos, y Dios tampoco. El silencio del Padre se encarna en la Palabra. Pero no hay el uno sin el otro, por obra y gracia del Espíritu (en lenguaje trinitario). «Si la palabra (śabda) habla ¿cómo puede ser falsa (mithyā)?», dice Śābarācarya, el primer comentarista de la mīmāṃsā en el siglo V, y cuyo estudio podría ser iluminador para nuestro problema.

Ni que decir tiene que cuando decimos «palabra» no la entendemos ni como un mero signo arbitrario ni como la misma cosa (en sí). La palabra auténtica es mediadora (como logos) y no solo intermediaria. «Por nuestro lenguaje seremos juzgados», dice el Evangelio. Al ser conscientes de una experiencia, su pensamiento es concomitante a la palabra que la balbucea —que la revela—. La palabra es inseparable no solo de su significado, sino también de su sonido, de su corporeidad, de su música. Las madres del África profunda enseñan a sus hijos a cantar antes que a hablar, y, en rigor, el niño entiende antes la música de la palabra que su significado. Todo depende del tono con que se dicen las cosas. La escritura tiene muchas ventajas técnicas, pero no puede suplantar la cultura oral, como ya descubrieron los egipcios. La palabra, como la música, es inmediata, y cualquier traducción es reduccionista. Hay que escuchar la palabra y, escuchándola, aprehenderla. La palabra solo es palabra cuando se habla, se escucha y se entiende; esto es, cuando se encarna en nosotros. Hay falsos «espiritualismos» que niegan la encarnación. Y este es el peligro de un cierto misticismo que, anhelando siempre ir «más allá», deja la «verdadera realidad» (satyasya satyam) «más acá».

Ya dijimos antes que el lenguaje no es la experiencia, pero que la vela y la revela, es el «pastor del Ser», como dice Heidegger. Hay silencio, pero no es solo, no está solo; está en relación adual con la palabra. Existe conjuntamente con la palabra, ambos coexisten. La Palabra es mediación y no intermediaria; «es la primogénita de la realidad», dicen los Veda; es el dabar bíblico, que «estaba junto a Dios», dice san Juan; es la ḥaqīqāt mohammadīya (realidad o teofanía perenne) de la tradición musulmana, aunque todos sean equivalentes homeomórficos. Muchos de los sufrimientos de los místicos son el sufrimiento del parto de la palabra a partir del silencio místico; participan en el parto de la Creación, haciendo eco a san Pablo.

El lenguaje de la mística es un lenguaje que se desautoriza constantemente a sí mismo: neti, neti (no es esto, no es aquello). Pero si preguntamos, entonces, ¿qué es?, nos volverá a repetir que no es ni esto ni aquello. El lenguaje místico es apofático aun en su forma catafática. No solo es un no-saber, una ignorancia (ἀγνωσία, agnōsia), un silencio (tuṣṇīm); es un descubrimiento de que la palabra solo callándose puede revelar: es el silencio de la palabra (genitivo subjetivo) lo que el místico capta en la misma palabra. Es el «silencio de la verdad», según la frase ya citada del místico africano san Agustín. Pero hay que hablar para captar su silencio, como cuando al interrumpirse una música percibimos mejor su ausencia, y sus pausas silenciosas le pertenecen. La música, como la palabra, tiene necesidad del silencio. Hay una polaridad entre los dos. De nuevo el advaita.

Una advertencia sobre el lenguaje nos parece oportuna e importante, sobre todo en aquellas culturas que están en peligro de perder la oralidad, confundiéndola con la cultura escrita. El lenguaje primordial no es conceptual, sino simbólico. El lenguaje que expresa nuestra E es el símbolo. El símbolo no es solo, como el concepto, un intermediario entre lo real y nuestra aprehensión de ello. El símbolo es el mediador entre nuestra consciencia y la realidad. Como hemos dicho en otro lugar, el símbolo supera la dicotomía epistémica entre sujeto (cognoscente, amante, sintiente) y objeto (conocido, amado, sentido). Lo simbolizado está en el mismo símbolo. Por eso el símbolo solo simboliza a quien lo descubre como símbolo. El símbolo presupone la experiencia. Hay que saber leer la escritura, hay que saber escuchar la palabra, hay que saber descifrar la naturaleza física, hay que saber amar el símbolo. Cuando a un hombre o a un pueblo se lo priva de su lenguaje se anula el rostro del misterio que hubiera podido mostrar. Hay genocidios lingüísticos.

Memoria

La experiencia es inefable, pero seguimos hablando de ella. Cuando tenemos una experiencia somos conscientes de ella, pero generalmente no reflexionamos inmediatamente sobre ella, aunque, a veces, como en la experiencia sensible, la reflexión sobre ella nos pueda parecer simultánea. Cuando me pincho un dedo en un rosal me doy cuenta de ello inmediatamente. Cuando me embeleso con el rosal, la consciencia del embeleso no tiene por qué ser simultánea. Cuando en el rosal veo la gloria de la Criatura y del Creador, debe disminuir el éxtasis de lo que he visto y sentido para darme plena cuenta de ello. Los discípulos de Emaús recordaron de regreso que su corazón ardía en el camino. Simplificando; cuando tenemos una experiencia, es su perduración en la memoria (m) la que nos permite hablar de ella, como tantos testimonios místicos nos atestiguan. Preferimos hablar de «memoria» en su sentido más general, que abraza tanto el recuerdo (ἀνάμνησις, anamnēsis) como la facultad (μνήμη, mnēmē), sin entrar ahora en esta problemática. Los análisis de Bergson podrían ser muy útiles cuando nos describen el papel fundamental de la memoria. «Quien me ve a mí (recuerda que) ha visto al Padre», hemos citado ya. Lo que nos interesa aquí es simplemente el papel de la mediación de la memoria en el acto de «conscienciar» nuestra experiencia. La re-flexión es un acto de memoria.

La misma consciencia refleja de la experiencia es un «factor» que perdura en nuestra memoria, dejándonos a veces una huella duradera. No hace falta insistir sobre el cuádruple papel de la memoria. Por un lado, nos permite hablar de la experiencia. Por el otro, nos deforma, o por lo menos transforma, la experiencia, puesto que la memoria no solo está mediatizada por su recuerdo, sino también por su interpretación, en la que pueden intervenir recuerdos anteriores. Pero la memoria puede ejercer también una tercera función: nos puede hacer revivir de nuevo la experiencia. Voy a dar, muy sereno, el pésame a la viuda de un amigo que acaba de morir y, recordando el hecho, vuelvo a actualizar la experiencia que tuve cuando me enteré de su muerte y lloro con la viuda. Un tipo de meditación clásica es el de recordar un pasaje de la vida de Cristo y actualizarlo en mi memoria como si estuviese yo presente, o el de visualizar una Deidad tibetana, por ejemplo, ponerme en su presencia y escuchar su mensaje. La labor del ángel, sobre todo en el islam, es la del mensajero que habla a nuestra memoria.

Es obvio que, al pasar la experiencia por la mediación de la memoria, acarrea consigo los recuerdos de experiencias anteriores, por mucho que las filtremos —recuerdos que algunas tradiciones no limitarán a rememoraciones de una sola vida individual—. Es evidente que la mediación de la memoria puede cambiar también la experiencia original en el acto mismo de recordar la experiencia, haciéndola revivir diferentemente. En el ejemplo del pésame puede muy bien ocurrir que, junto al recuerdo de la muerte de la primera noticia, se haya yuxtapuesto otra impresión del presente que encuentre incluso un nuevo sentido en el hecho de que el enfermo haya dejado de padecer. En cualquier caso, el recuerdo puede provocar una nueva experiencia al recordarlo.

Pero la función de la memoria tiene todavía un cuarto papel. No solo nos modifica la experiencia, sino que además nos la relativiza al introducir el factor tiempo en ella. El recuerdo de la experiencia nos hace ver que, a pesar de una cierta intemporalidad de toda experiencia, el tiempo no le resulta un factor extrínseco. Al recordar en edad madura una experiencia de juventud el sujeto de la experiencia no es el mismo, y por lo tanto la experiencia revivida es distinta. La experiencia recordada no es la experiencia original. El tiempo y el espacio son tanto categorías físicas cuanto antropológicas. No vivimos en espacios y tiempos neutros y externos, sino que nosotros mismos somos temporales y espaciales, de manera que nuestras experiencias no pueden abstraerse ni del tiempo ni del espacio. Esta es otra razón por la que la discusión sobre si las experiencias místicas son iguales o distintas en diversos personajes y diferentes religiones es una pura discusión formal que le roba a la experiencia todo lo que tiene de experiencia real. «Si yo hubiese sido Śaṇkarācārya cuando murió su madre...» es una ficción formal que no me permite extrapolar lo que yo hubiera hecho, puesto que yo (inseparable de «mi circunstancia») no soy el discípulo de Govinda. Toda experiencia es intransferible porque es inseparable del sujeto que la experimenta, lo que no excluye que una comunidad, por ejemplo, no pueda ser el sujeto de una experiencia (colectiva).

Hemos insinuado ya que memoria e interpretación no pueden separarse. Y añadimos acto seguido que, tanto en la memoria como en la interpretación, el cuerpo humano, con toda su complejidad psicosomática, un papel que ha de desempeñar. Una cosa es un reduccionismo biológico; otra, una abstracción de la importante función de nuestro cuerpo en todo lo que venimos diciendo. Las obras de Merleau-Ponty sobre la percepción podrían ser muy valiosas a este respecto. La mística no puede reducirse a mera psicología; pero la neurofisiología no debe tampoco ignorarse. En los estudios sobre la mística no se puede negar la importancia de los trabajos modernos, a pesar de sus posibles reduccionismos. La llamada «psicología transpersonal» podría ser un ejemplo de ello.

Toda experiencia humana, por «mística» que sea, es una experiencia corporal, aunque algunas veces no seamos conscientes de ello, ni debamos confundir lo corporal con lo sensible. Hay también una sensibilidad espiritual. Como diremos aún, hay una triple experiencia humana, pero esta clasificación no es una división en compartimentos estancos. Son nuestras interpretaciones. No hay duda de que existen recuerdos de experiencias extracorporales en los que la memoria de la participación corporal está ausente. No obstante, el cuerpo, incluso como muerto, está allí, aunque algunas de sus funciones vitales hayan sido suspendidas.

Interpretación

Por interpretación (i) no es necesario entender una hermenéutica segunda sobre el sentido recóndito, metafísico, anagógico, o lo que fuere, de la experiencia, sino la interpretación primaria de lo que podríamos llamar su sentido literal. Dicho de otro modo, la interpretación es la mediadora concomitante a todos y cada uno de los factores de la experiencia. La memoria, por ejemplo, que acabamos de describir, es siempre una memoria interpretada, esto es, llevada a una cierta inteligibilidad para encontrarle sentido.

No hace falta insistir en que toda interpretación se hace en función del conjunto de nuestras categorías hermenéuticas, resultado a su vez del tiempo-espacio en que no solo vivimos, sino que también somos, y de la cultura que nos ha nutrido. Como hemos indicado al referirnos a la memoria, una pretendida misma experiencia en una pretendida misma persona es interpretada diferentemente al pasar de los años, y lo que nos pareció venir, por ejemplo, de fuera, lo interpretamos como un aldabonazo de nuestro inconsciente (que no tiene por qué excluir una causa remota más extrínseca). Lo recordamos entonces como una experiencia distinta porque le damos una interpretación diferente.

La palabra «interpretación», hablando de experiencia, es un arma de doble filo. La hermenéutica, sea de un texto, sea de un hecho, suele entenderse, por lo general, como algo objetivable y que, por lo tanto, en cierta manera no cambia. Cuando cambiamos la interpretación de un texto apelamos entonces al contexto. Cuando se trata de la interpretación de una experiencia, en cambio, no se dan ni la objetividad de la experiencia, ni la inmutabilidad del sujeto. De ahí que, en cierta manera, pueda decirse que lo que hemos llamado la primera interpretación de la experiencia pertenece en cada caso a la misma experiencia. Podemos distinguir la experiencia de su interpretación, pero no podemos separarlas. Por mucho que el psiquiatra me diga que no hay nada vituperable en la conducta de un amigo, si yo interpreto que mi amigo se ha portado mal conmigo seguiré sintiendo la afrenta. Por mucho que los teólogos me aseguren que la Diosa Kālī o la Virgen María no me han visitado, la interpretación que yo doy a mi experiencia pertenece a ella. Más aún, si el psiquiatra me convence de que mi amigo se portó bien conmigo o el teólogo me hace ver que no pudo ser la aparición de la Diosa o de la Virgen, mi nueva interpretación de la experiencia cambia la experiencia. Y si se me vuelve a repetir, ya no creeré que estoy viendo a Kālī o a la Virgen, sino que es una apariencia, o aparición a lo sumo.

Repetimos: la interpretación no es la experiencia; más aún, una misma experiencia puede tener varias interpretaciones en el mismo sujeto. Pero no hay consciencia de una experiencia sin su interpretación. La misma fenomenología no es sino una interpretación que ha eliminado elementos que, al parecer del fenomenólogo, enturbiaban la «pura manifestación» del fenómeno.

Decimos esto porque no solo puede haber falsas interpretaciones, sino experiencias que se resistan a interpretaciones racionales. Más aún, por lo general toda experiencia ofrece resistencia a tales interpretaciones. En cierta manera toda experiencia nos revela su autenticidad en cuanto no podemos interpretarla exhaustivamente. Toda experiencia es primaria y, en cuanto tal, irreducible a ser identificada con su interpretación.

Modernamente se ha escrito tanto sobre hermenéutica que podemos ahorrarnos ser más prolijos. Añadiremos solamente que el ideal de la interpretación de una experiencia es el de hacerse invisible, esto es, conseguir identificarse con la misma experiencia, haciéndonos creer que no la modifica. Así, el creyente de nuestro ejemplo, si se deja convencer por el experto, ya no creerá que ha visto a la esposa de José en carne y hueso o a la misma Śakti de Śiva, sino que lo que ha visto es una simple aparición, real solo en cuanto aparición.

Añadamos también que cuando se habla de hermenéutica, esta se suele reducir a interpretación de sueños y, en especial, de textos. Un caso particular es la interpretación de textos místicos, sean estos escritos del propio místico, inspirados por un autor algo más que humano o incluso sin autor, como el apauruṣeyatva de los Veda. Esto admite y justifica la pluralidad de sentidos, puesto que la intención del texto inspirado no puede captarse unívocamente por ningún intelecto humano. Piénsese en la compleja filosofía mīmāṃsā en su interpretación de los Veda, en las distintas interpretaciones cristianas de la Escritura o en la frase del último de los Padres de la Iglesia en Occidente (Gregorio Magno): «Verba sacri eloquii [...] iuxta sensum legentium per intellectum crescunt» (Las palabras de la sagrada Escritura [...] crecen según lo que entienden quienes las leen). En cada caso, la lectura (interpretación) puede desencadenar una nueva experiencia.

Por lo general, las hermenéuticas modernas pretenden aclarar al animal racional, que se supone que es el hombre, para que este «entienda» la experiencia. Pongamos un ejemplo.

La mentalidad contemporánea, influenciada por el método de la experimentación al que nos ha acostumbrado la ciencia moderna, tiende a satisfacerse con la interpretación del cómo ha llegado a formarse un cuerpo físico (H2O, por ejemplo) y no se pregunta ya más sobre el qué sea aquel cuerpo. El saber cómo ha llegado a producirse un fenómeno sustituye al conocer lo que aquel fenómeno es. La interpretación moderna se contenta demasiado a menudo con la explicación de la génesis del fenómeno. Aquí radica la fuerza convincente de la teoría de la evolución: conociendo cómo algo ha llegado a ser nos parece que hemos penetrado en lo que aquel ser es. Se ha confundido la experiencia con su interpretación y la interpretación con el conocimiento de su génesis. En una palabra, se ha prescindido de la experiencia, hasta el punto de que para saber lo que el hombre es, prescindimos de preguntarnos lo que somos. Y así nos contentamos con que se nos diga que descendemos del mono. Por mucho que yo crea que desciendo de los simios, no puedo confundir mi experiencia de hombre con el conocimiento de mis pretendidos orígenes. Sin duda, conocer lo que fui me ayudará a comprender aspectos de mi ser, pero no lo debo confundir con la experiencia de lo que soy.

En resumen, para entender cualquier hecho debemos ante todo registrarlo en nuestra consciencia como tal hecho por mediación de la primera interpretación. Acto seguido debemos relacionarlo con algo previamente conocido que nos sirva de intermediario; con algo que aceptemos como ya asimilado. Pero ni la primera ni la segunda interpretación son la experiencia. La primera interpretación nos presenta el hecho como tal; la segunda nos transporta el interpretando al acervo de intelección personal y colectiva del mundo en el que vivimos. Esto es ya nuestro próximo punto.

Recepción

Entendemos por recepción (r) la matriz cultural en la que realizamos las operaciones anteriores. Tanto el lenguaje que tenemos a nuestra disposición como la interpretación de nuestras experiencias, que influyen en la memoria que de ellas tenemos, dependen de nuestra interacción con nuestro mundo cultural. El hombre puede y debe ser él mismo; pero este «mismo» no es el individuo aislado. La «circunstancia» pertenece a su ser. La consciencia de sus experiencias depende de todo este conjunto de factores que hemos llamado la matriz cultural en que vivimos. Todo esto influye en cómo vivimos nuestras propias experiencias. No veremos la mano firme y misericordiosa de Kālī si ni siquiera hemos oído esta palabra. Difícilmente preguntaremos qué es el hombre si nos parece suficiente conocer cómo ha llegado a ser. Estamos condicionados por la cultura concreta en la que vivimos. Un efecto colateral del bombardeo informático al que está sometido el hombre moderno consiste en la modificación drástica de nuestro campo receptivo, tanto porque la saturación de noticias y su agresividad, sobre todo las visuales, embotan nuestra sensibilidad, como porque su uniformidad de fondo reduce nuestra libertad de expresión: hay que seguir los modelos dominantes, so pena de que a uno no se le entienda. Es significativo que perdure más el lenguaje poético de los místicos que el pretendidamente más claro de la cultura dominante, que cambia de generación en generación. Pero, al mismo tiempo, interpretando el lenguaje místico como licencias y metáforas poéticas, más que como interpelaciones existenciales a nuestra vida y maneras de ver el mundo, se lo tolera con más facilidad, y así sobrevive en nuestro mundo mecanizado. Ironías de la historia.

Actualización

Por actualización (a) nos referimos al factor existencial de toda experiencia: su traducción activa, su expresión en la vida, su poder de transformación, su manifestación en la praxis. Hay una diferencia fundamental entre un constructo meramente «mental» y una experiencia. Es significativo y signo peculiar de nuestra época que la palabra griega theoria, que Cicerón tradujo como contemplatio, se haya erosionado hasta el punto de que generalmente la referimos a una operación mental poco menos que estéril, sin fuerza, y la interpretamos como simple elucubración («teorética») sin repercusión ni influencia en la praxis, entendida esta como la vida humana real. La causa última hay que buscarla en el divorcio ya mencionado entre conocimiento y amor. De hecho, un «conocimiento» sin amor, aunque se llame intelectual o aun filosófico, se limita a hilvanar relaciones entre diversos pensamientos y a encontrar conexiones «teóricas» entre ellos, pero con escasa o ninguna relevancia para la vida particular del individuo y para la existencia humana —a no ser que alguien encarne aquellas ideas en su experiencia—. Esta es la degradación de la filosofía como mero opus rationis, precisamente cuando se la ha desvinculado de su dimensión mística, debido a la dicotomía de lesa cultura entre conocimiento y amor que estos sūtra intentan superar. La conocida frase de Marx sobre cambiar el mundo y no simplemente interpretarlo expone la escisión mortal entre teoría y praxis, siendo así que toda praxis que no surja de una teoría es ineficaz, cuando no contraproducente, y toda teoría que no repercuta en una praxis es estéril, cuando no errónea. De nuevo la adualidad. En el fondo no son ni verdadera teoría ni praxis auténtica.

«Natura non facit saltus» (La naturaleza no da saltos), escribió Leibniz (aunque algunos atribuyen la frase a Linneo), y la frase fue «dogma» hasta el quantum de energía descubierto por Planck en 1900, aunque la física contemporánea, a pesar de su nombre, no hable de natura (φύσις, fysis) sino de energía y haya ultrapasado la teoría cuántica. La razón raciocinante no da, ciertamente, saltos; procede componendo et dividendo, como decía la escolástica. Es cuando el intelecto se deja fecundar por el amor cuando da realmente saltos, aunque el primero deba luego «verificarlos». La experiencia da ciertamente el salto hacia la actualización de su propia experiencia, saltando por encima de la continuidad racional y encontrando en la acción el criterio de su autenticidad. De ahí la creatividad de la experiencia, y su peligrosidad, puesto que puede transformar nuestras vidas.

Acabamos de mencionar la acción como parte constitutiva de la experiencia. Tomamos la palabra como sinónima de actualización, que tiene resonancias más arcaicas y filosóficas. La hemos preferido a «acción» para evitar una interpretación «activista» de la «acción»; pero ambas palabras se refieren al carácter existencial de la experiencia. «Obras son amores y no buenas razones», dice el refrán castellano. En lenguaje filosófico se podría decir que la experiencia es antes una existencia que una esencia.

Es este carácter existencial de la experiencia el que nos permite decir que la sola razón no es experiencia, sino que se limita a encontrar conexiones entre ideas deduciendo, induciendo, extrapolando e incluso sugiriendo. Hay ciertamente una experiencia intelectual cuando esta se deja fecundar por el amor, que muy a menudo toma la forma de pasión (intelectual).

Evidentemente, hay que añadir, acto seguido, que cuando una idea posee una carga de verdad, dígala quien la dijere, tarde o temprano toma cuerpo en la vida de los hombres. «Cualquier verdad, dígala quien la diga, procede del Espíritu Santo», decían los cristianos desde los primeros siglos, hasta que la verdad cayó prisionera de la razón. Pero difícilmente una idea puede tener tal carga de verdad si la misma verdad no es vivida por quien la formula o no cae en terreno adecuado. Escrito está que el criterio de la verdad es el que nos hace libres, y la libertad se manifiesta en la acción.

Aquí aparece la función capital de la experiencia: modifica nuestras vidas. He dicho nuestras vidas y no nuestras reacciones más o menos condicionadas por los estímulos de una sociedad mecanizada. De ahí también su importancia, puesto que puede haber experiencias negativas, esto es, destructivas. El carácter activo y existencial de la experiencia aparece en su distinción con la mera «teoría» (de nuevo en su acepción restringida). Por una simple doctrina no se mueve el hombre y, menos aún, muere. Los mártires de tantas tradiciones no eran simples fanáticos. Por una experiencia se puede ser mártir. Una experiencia puede cambiar nuestras vidas, incluso nuestro cuerpo.

Insistimos: este es el criterio de la autenticidad de la experiencia; repercute vitalmente en nuestra existencia, transforma nuestra vida, pasa al torrente circulatorio de la vida de la persona y, según su profundidad y calidad (en la que también entra la pureza del sujeto), penetra en el Cuerpo místico de la realidad.

En otras palabras: una nota importante de la experiencia es su característica de inserción en la vida. «La experiencia es madre de la ciencia», dice un viejo refrán castellano, al que se añade otro: «Solo aquel puede decirlo, que sabe sentirlo».

Introduciendo este sūtra, insinuamos que si e se reduce a cero, todo cae por su base, y hemos dicho que lo mismo sucede con todos los factores, pero nos parece oportuno resaltarlo en este último caso. Si la experiencia humana no se manifiesta en acción (vida, praxis, transformación...), esto es, si a es cero, no hay experiencia (E); todo habrá sido una mera elucubración estéril, y nuestras interpretaciones carecerán de fundamento. Insistimos sobre este último factor porque demasiado a menudo se ha desconectado la experiencia mística de las dimensiones sociales, políticas y aun corporales de la vida humana.

En casi todas las culturas se habla del «hombre noble», «superior», «confirmado en gracia», «liberado en vida», «resucitado»... Hay que huir de una visión apolínea o esteticista de la vida humana, como si tuertos, neuróticos, faltos de luces no pudieran llegar a la experiencia mística —entrar en el reino de los cielos, dice el Evangelio—. Pero hay igualmente que huir de la visión dionisíaca, que confunde libertad con libertinaje. Hay que arrepentirse (μετάνοια, metanoia), puntualiza el Evangelio. «La fe sin obras está muerta», comenta el apóstol Santiago.

Hubiéramos igualmente podido decir que la a de nuestra fórmula significaba amor, porque el amor es actividad, es la tendencia centrífuga de nuestro ser que nos empuja hacia la trascendencia, al otro, al tú, así como el conocimiento es el movimiento complementario de nuestro ser que nos atrae hacia la inmanencia, la asimilación, la comprensión. Pero para explicitar este pensamiento necesitaríamos una antropología tripartita que la modernidad ha perdido y que es urgente recuperar, como implícitamente proponemos en el sūtra siguiente.

motivo

Resumiendo: la experiencia humana es como el haz policromático que se concentra en una luz blanca que alumbra y deslumbra; es simple, precisamente porque reúne en una perichōrēsis humana las múltiples dimensiones del hombre: en ella participan nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestro espíritu, poniéndonos en contacto con la Vida, con la realidad.