9. LA EXPERIENCIA MÍSTICA TIENE UNA RELACIÓN DIRECTA CON LA TOTALIDAD DE LA CONDICIÓN HUMANA

La mística es inefable, pero el místico habla. Más aún, si callase «las piedras hablarían», porque silencio y palabra se complementan. Digo silencio y palabra, y no mutismo y verborrea. Toda palabra que no surge del silencio no es auténtica, y todo silencio que no se encarna en palabra es incompleto. Como hemos dicho, el Hablar es la mediación (no el intermediario) entre el Pensar y el Ser. La idea de una mística exclusivamente apofática no corresponde a la visión mística que ve con los tres ojos conjuntamente. La mística no es «intimismo» encapsulado en sí mismo. «¡Ay de los aislados!», dice el Qohelet. La comunicación humana se hace por medio del pan y la palabra. Pero ha de ser palabra auténtica; esto es, aquella Palabra mediadora entre el Pensar y el Ser. O, dicho de otra manera, cualquier palabra que no comparta el pan, esto es, que no conduzca a la praxis, no es verdadera. No se pueden separar acción y contemplación.

Sobre esta relación nos dice algo este sūtra, comenzando por aquella interioridad que nos abre al mundo entero.

El camino de la mística, como hemos ya insinuado, podría sintetizarse en aquel consejo de la Sibila o en aquella pregunta de los Veda. Dos palabras en cada caso: γώθι σεαυτόν (gnōthi seauton); ko’ham?, a las cuales, para completar el simbolismo, les faltarían otras dos, que serían la respuesta.

«¡Conócete a ti mismo!» (¡conócete!), gnōthi seauton, siempre que el conocer sea más que un acto epistémico y represente la identificación existencial con lo conocido; siempre que el sí-mismo sea más que un bípedo racional aislado y represente un Sí-mismo que abarque toda la realidad, como han reconocido los grandes maestros: «Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor» es un hādith del Profeta que se hace eco de Platón. «Quien se conoce a sí mismo conoce todas las cosas», añadió el Maestro Eckhart, y respaldó la mística judía de aquel tiempo. «Conoce aquello que te hace conocer a ti mismo», respondió un maestro ismaelita a un discípulo que le preguntó cómo podía conocer a Dios. Ni que decir tiene que este autoconocimiento no es la cognición de un objeto «yo mismo», sino de «quaedam spiritualis vel divinae suavitatis experientiae», como describe Guillermo de Saint-Thierry la experiencia mística: «una cierta experiencia espiritual de la suavidad divina». La interpretación individualista de esta frase ha deformado su sentido, como ya desde la Antigüedad nos precavió el mito de Narkissos (Narciso).

«¿Quién yo?» (ko’ham?), siempre que el quién surja del mismo seno del yo, no por mera curiosidad, y represente la aspiración a saber lo que ha de ser sabido; siempre que el yo no se confunda con mi ego y represente aquella autoconsciencia de todo lo abarcable; siempre que el quién sea un quién y no un qué.

Acaso estas dos frases resuman y representen la esencia de la experiencia mística: el autoconocimiento de una γνῶσις (gnōsis) repleta de ἔρως (erōs, de sentimiento) y de un αὐτός (autos) que abarca el macrocosmos. Grecia interpone un verbo, una actividad; la India no se arriesga a interponer ni siquiera el verbo ser (¿quién [soy] yo?), por temor a que la pregunta surja de la mente y no de lo más profundo del yo (mismo).

La última línea de la última carta de Platón nos da la respuesta también con solo dos palabras: ατός ἲσθι (autos isthi, «Sé tú [mismo]»), aunque algunos traductores inserten matices diversos. El consejo es tan sencillo como difícil. Las tres frases mencionadas podrían aún completarse con otra igualmente fácil de expresar e igualmente difícil de llevar a la práctica: vivere Vitam, para decirlo también en dos palabras, «vivir la Vida», cuya traducción cristiana sería la experiencia de Dios, puesto que «en Él era la vida». Ars vivendi podría ser una expresión clásica que resume lo que queremos decir.

Esta sería la experiencia mística: la experiencia de la Vida; experiencia sensible, intelectual y espiritual, como hemos dicho. Experiencia que está abierta a «todo hombre que viene a este mundo». Es la experiencia humana —en su plenitud—. Plenitud que no admite comparaciones cuantitativas. Un dedal repleto de agua está tan lleno como un jarro rebosante.

Planteada así la cuestión, se comprende inmediatamente el camino clásico de interioridad que la mística preconiza. Para saber «quién soy» debo ciertamente amar a los demás para poder conocer lo que me descubren que soy, pero en última instancia es el yo quien debe responder a la pregunta de quién soy yo, sin confundir el yo con el ego. Los demás podrán decirme cómo me ven o me juzgan; pero quién soy no se responde con un quién es mi yo, ni siquiera quién es el yo, ni tampoco solo escuchando un «quién eres», pues lo he de entender yo. La experiencia mística es eminentemente personal, aunque no individualista. La mística supera la alienación sin caer en el solipsismo. Un mínimo de introspección, por no utilizar la palabra meditación o contemplación, me hará ver que este yo no puede identificarse con mi cuerpo, ni con mi alma, ni con lo que yo soy en este momento aquí y ahora, ni tampoco con un yo amputado de todos sus vínculos constitutivos. Quién soy yo tampoco se responde con un —un mí mismo, por ejemplo—. «¿Quién eres?», pregunta un maestro a su discípulo que desea la liberación después de preguntarle «quién es», nos cuenta una Upaniṣad: «Yo soy tú», responde el discípulo, y entonces lo libera. Así, como ya hemos mencionado, el vedānta puntualiza que solo brahman puede decir: aham brahman (yo [soy] brahman). De ahí que la experiencia mística aspire a «aquel conocimiento (existencial) conociendo el cual se conoce todo», por citar otra Upaniṣad. Este «todo» no son «todas las cosas particulares»; no es el conocimiento analítico, y tampoco el sintético; no es un conocimiento meramente intelectual, ni tan solo de las «razones del corazón» (Pascal): es la comunión con la realidad que envuelve todos nuestros sentidos, intelecto, alma y fuerzas, parafraseando el precepto fundamental de la Torah. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, ni al prójimo sin amar a Dios. Pero no se puede amar ni a Dios ni al prójimo sin conocerlos, y no se los puede conocer sin tender a la comunión con ellos; esto es, amándolos. Ya insistimos en que la gran herejía (en su sentido literal) de nuestro tiempo consiste en el divorcio entre conocimiento y amor. La mística cosmoteándrica incluye el mundo en esta comunión, puesto que Dios, Hombre y Mundo forman una relación adualista, y desde luego no triteísta ni trisustancialista. Este es el novum de nuestro milenio, aunque con raíces en los inicios de la historia.

Debemos cualificar este novum complementando el pensamiento anterior sobre la interioridad con el descubrimiento místico de la exterioridad, sin separarlo de la primera, como afirma el Evangelio de Tomás haciendo eco, aunque lejano, a un texto de la Carta a los efesios: «Cuando hagáis lo exterior como lo interior, lo interior como lo exterior, lo superior como lo inferior», entonces vendrá el reino. El conocimiento de todas las cosas en sí mismo y de sí mismo en todas las cosas implica la unión adual entre el microcosmos y el macrocosmos. Esta es la experiencia de la realidad del Cuerpo Místico. La sensibilidad que estamos describiendo está abierta tanto al mundo exterior como al interior, al cultivo de la política como al cultivo del espíritu, a la preocupación por los demás tanto como por sí mismo.

Precisamente porque todos los problemas están relacionados y no podemos resolver los unos sin los otros, la experiencia mística, como experiencia del totum aunque sea in parte, tiene relación con todos los problemas humanos, no porque tenga la solución, sino porque forma parte del planteamiento completo del problema —y de la respuesta cuando se la encuentra—. El místico entiende la pregunta y aun la sufre con su intelecto (¿cómo se relaciona la «teoría» con la práctica?), pero no se angustia por la respuesta; sabe que esta no puede ser la conclusión de ningún silogismo sino en cada caso una «nueva creación», una novedad radical. La mística vive en un ámbito de libertad. «Nibbāna es la contrapartida (patibhāga) de la libertad», dice un texto buddhista del Majjhima-nikāya.

La visión mística incluye tanto al Otro (alter) como a mí Mismo, tanto a la Humanidad y la Tierra como a lo Divino. Es la experiencia cosmoteándrica. El resto son reduccionismos.

Seguimos insistiendo, porque demasiado a menudo se nos describe la mística como si fuese indiferente a los sufrimientos humanos, como si estuviese alejada de la situación en la que viven la mayoría de los hombres, nuestros hermanos, y se refugiara en las alturas del cielo. ¿Qué ocurre con el destino de nuestros contemporáneos que viven en la zozobra y son víctimas de la explotación por sus semejantes? ¿Qué ocurre en nuestro mundo, que ha conseguido crear la miseria donde solo había pobreza? ¿Se lava las manos el místico ante el panorama mundial de violencia institucionalizada y de injusticia legitimada? ¿Qué sentido tiene decir que el hombre es hijo de Dios a quien se ha obligado a vivir una vida infrahumana de bastardo? ¿Nos refugiaremos en los «lugares altos del espíritu» con gruesos muros y clausuras vigiladas donde no lleguen los gritos de nuestros semejantes?

El místico ni se lanza al activismo ni se desespera, pero ni se tapa los oídos ni deja inertes sus manos; sabe que el agua se abre camino por donde no hay cauce y que hay ríos subterráneos que todavía colman la sed y fertilizan la tierra. Estamos hablando de la humildad, del humus que permite que el agua lo penetre y descienda hasta lo más bajo. Dijimos ya anteriormente que la experiencia mística es tanto cognoscitiva cuanto amorosa, y por lo tanto que es tanto pasiva cuanto activa, tanto centrípeta o camino de interioridad, como centrífuga o dinamismo hacia la exterioridad. De este último aspecto, un tanto olvidado por una cierta mística, nos toca hablar en este último sūtra.

La mística de nuestro tiempo, como visión plena de la realidad, es agudamente sensible al dolor del mundo, en especial al sufrimiento debido a la mano del hombre y a las injusticias humanas. Esto no hace del místico un «activista político» en el sentido actual de la palabra. Combina las tres dimensiones de la realidad y no pierde ni la paz ni la ecuanimidad, pero sabe ensuciarse las manos si es preciso. Sabe que la condición humana comporta dolor, duḥkha, sufrimiento, aunque al mismo tiempo no se deja aplastar por él, porque ve la dimensión invisible de la realidad y sabe que hay un «reino», una morada interior en la que el gozo es invencible. El hambre y la sed de justicia son una característica del espíritu místico. Más aún, respetando excepciones que se explican psicológica y sociológicamente, esta sensibilidad humana me parece ser un criterio de la auténtica mística. Por demasiado tiempo el mundo ha estado plagado de espiritualidades miedosas que encogen las consciencias (encorsetan los espíritus, diría Teresa de Jesús) y son insensibles a las condiciones de los hombres. La «opción preferente por los pobres» de la teología de la liberación cristiana surge de un impulso místico.

Puntualicemos: la historia de tantos ejemplos clasificados tradicionalmente como místicos parece contradecir este sūtra. Ἀπάθεια (apatheia), ἀταραξία (ataraxia), asakta, desasimiento, indiferencia frente a las adversidades no solo propias, sino también ajenas, liberación de las cadenas de este mundo y del peso del cuerpo parecen ser precisamente «virtudes» místicas.

Tres observaciones son aquí pertinentes.

La primera consiste en volver a citar a san Jerónimo: «Corruptio optimi pessima» (La corrupción de lo mejor es la peor), que se deja aplicar a la religión y también a la mística. «Quien se jacta de estar firme en lo alto haya cuenta de que no se desmorone», ya vino a decir san Pablo; los ángeles superiores fueron los que cayeron al infierno; quien se «cree» justo, realizado, iluminado, resucitado, esté atento a no derrumbarse. Estemos atentos a no sofocar al yo intentando domeñar al ego. El egoísmo corroe al ego. Huelgan más comentarios, pues no escribimos un tratado de espiritualidad, pero importa subrayarlo. La segunda observación versa sobre la interpretación de la experiencia mística en el contexto cultural del tiempo. Este es el caso de la «mística» acósmica. Si este mundo es visto como māyā, apariencia, como «una mala noche en una mala posada», como algo inauténtico y pasajero, como un estadio intermedio y de purificación, etc., se comprende que la mística no se interese demasiado en arreglar este «valle de lágrimas».

La mística sería entonces el refugio seguro, el «arca de salvación» en este mar tempestuoso. Por lo menos los místicos se «salvarían». Ya nos hemos referido a la «sacra secularidad» como a un novum (relativo) de nuestro tiempo, que sin caer en el «secularismo» revaloriza este mundo.

La tercera observación es menos negativa. El místico no es insensible al dolor humano, pero es realista y no admite la tragedia, sobre todo la de la muerte.

La mística no tiene todas las respuestas, pero sí que nos enseña aquella actitud que no cae en la desesperación y permite una sonrisa sincera, aunque sea en un mundo de sufrimiento (duḥkha).

Quien desespera, ¿qué espera?

Muerte entera.

¿Pues qué muerte el mal remedia?

La que es media.

... escribió Cervantes, a quien no se suele encontrar en los libros oficiales de la mística.

«En la muerte está la inmortalidad» (antaram mṛtyor amṛtam), dicen los Veda, indicándonos que la muerte es el fin temporal del individuo y la inmortalidad la experiencia tempiterna de una vida que no muere —con tal que no pretendamos ser sus propietarios privados—. «Si Buddha está dentro de la vida y de la muerte, no hay vida ni muerte», escribió Dōgen, citando a otros maestros zen y añadiendo que «vida y muerte son el nirvāṇa». En otras palabras, querer excusarse de la acción puesto que todos morimos es escapismo injustificable, ya que la muerte no la podemos evitar, pero mucha injusticia y mucho sufrimiento sí. Dar un vaso de agua al sediento merece el cielo; el no darlo merece el infierno, aunque haya aguas de muchas clases, tanto de vida como venenosas. La mística no excluye el discernimiento.

La mística introduce una dimensión olvidada a menudo en el planteamiento mismo del problema, que contribuye eficazmente a su solución. La visión mística, por ejemplo, nos hace ver que el dilema que tanto torturó a la escolástica cristiana en siglos pasados, entre la libertad o la gracia, es un falso dilema, puesto que desde «el punto de vista» experiencial (que supera el pensar causal) el dilema no se plantea. O, para llegar a nuestro mundo contemporáneo: si el sentido pleno de la vida del hombre dependiera solo del éxito histórico-social, más de la mitad de la población mundial de hoy perdería la esperanza y la alegría. Dije en 1961, hablando de la tolerancia como virtud mística, que en la crisis del mundo moderno, que desde entonces no ha hecho más que agudizarse, solamente el místico sobrevivirá. Los demás perderán la esperanza, porque ya no la pueden tener más en un futuro que se deteriora, y no la descubren en lo invisible que no perciben —y sin esperanza no se puede vivir—. Y con ello no me refiero necesariamente a la creencia en una vida futura (como compensación a las penas del presente), sino a la experiencia de una dimensión de la vida humana que no elimina el sufrimiento, pero que no nos deja caer en la desesperación de una vida fracasada y vivida en balde. Nos referimos antes a la tempiternidad, que es la experiencia de la eternidad en cada momento temporal de nuestra existencia. Pero no es ahora el momento de seguir por este camino. Quisiera solo insistir en que la experiencia mística tiene una relación directa con la totalidad de la condición humana; no solo nos libera de cualquier miedo sino que también libera nuestros actos de toda inhibición por temor al fracaso. Las cosas se hacen porque se encuentra un sentido en ellas, y no por sus resultados (problemáticos siempre). Es un cáncer de la mente seguir siempre preguntando.

Die Rose ist ohne warum, sie blühet, weil sie blühet.

La rosa no tiene porqué, florece porque florece.

... canta Angelus Silesius, haciendo eco a Jacopone da Todi.

Más aún: ¡cuántas veces no hemos oído a nuestro alrededor los comentarios de los «prudentes» y bien instalados en este mundo, que nos aconsejan «no complicarnos la vida», puesto que no podemos cambiar nada! ¡Cuántas veces no nos ha entrado el miedo a arriesgarnos puesto que comprometemos nuestro prestigio, nuestro porvenir e incluso nuestras vidas! El ejemplo del mahātma Gandhi, dispuesto a morir después de tres semanas de huelga de hambre, en la Calcuta (Kolkata) de entonces, hasta que no cesara la carnicería entre hindúes y musulmanes, no se explica sin este impulso místico que no tiene miedo a perder un ego que ya no existe, sin por eso desconocer el peligro del fanatismo, que es precisamente la exasperación del ego.

Como el ejemplo de tantos místicos nos muestra, acción y contemplación no se excluyen. No solo se complementan sino que se implican mutuamente, pues no hay verdadera acción sin contemplación ni auténtica contemplación sin la primera, aunque nadie está exento de equivocarse. Y aunque no todo el llamado «voluntariado» provenga de una inspiración mística, su proliferación en nuestros días es un ejemplo de que el pragmatismo de la eficiencia no es el solo incentivo de la actividad humana.

Sea de ello lo que fuere, me parece imprescindible insistir sobre este punto: la inserción de la mística en la cotidianidad, en la secularidad. Los ejemplos contemporáneos empiezan a ser conocidos y apreciados. El místico está encarnado en este mundo y tan enraizado en él porque no escinde la Vida en dos, no separa su existencia terrestre de lo que se ha llamado «otro mundo», aunque sea muy consciente de su distinción. La muerte es «media», no medio, nos ha dicho Cervantes —prescindiendo de la interpretación corriente de la época—.

La razón por la cual se ha malentendido la mística, percibiéndola como negadora de la terrenalidad o como separada de los quehaceres de la vida cotidiana, es fácil de comprender. Ahí están los textos místicos que ensalzan el asakta, el desasimiento, la indiferencia y la quietud. Vistos desde fuera, interpretados sin espíritu místico, fuera de su contexto, aparecen a menudo con un complejo de superioridad irritante y como «opio del pueblo». Vistos desde dentro, con la clave hermenéutica propia, son un cántico a la libertad: nos liberan de nuestra dependencia esclava de factores exógenos a nuestras vidas. Esto no quiere decir que no haya habido una mística negadora de la vida humana por aceptar la dicotomía entre esta y la Vida divina: la «mística» dualista.

El verdadero místico no se deja aprisionar por ninguna circunstancia, no es esclavo del mundo exterior, no hace tragedia de ninguna calamidad, no ontologiza ninguna ley y, por lo tanto, actúa y vive con plena libertad, sabiendo que el sábado es para el hombre y no viceversa. Intento explicarme: la gran influencia del genio romano sobre el mundo occidental se debe a que pudo penetrar en los surcos más profundos de las civilizaciones abrahámicas gracias a su simbiosis positiva con el naciente judeocristianismo de los primeros siglos cristianos. Es lo que he llamado la «ontologización del derecho». El encuentro del derecho romano con la Torah judaica convierte la lex en iustitia, la ordenación jurídica en orden cósmico, la legitimidad en derecho y, en último término, el deber en el auténtico ser. El Ser se convierte entonces en lo que Debe-Ser. El orden moral se ontologiza; su transgresión merece la pena de muerte puesto que destruye el Ser; es un «pecado mortal». La lex aeterna es la expresión de la realidad. Dentro de este contexto cultural, decir que «para el justo no hay ley» es una blasfemia, pero ha de ser justo para que no lo sea. El místico se involucra en todos los asuntos humanos, pero sin ontologizarlos, y así muestra una soberana independencia frente a todo acontecimiento histórico y ante todo ordenamiento jurídico; no se siente ligado a nada, es libre. El Maestro de Nazaret fue justamente condenado por la Ley, que tuvo la osadía de transgredir.

Esta actitud es peligrosa y puede degenerar en insensibilidad, crueldad y aún en libertinaje. De ahí las cautelas de toda vida espiritual. El místico sufre por la injusticia e intenta repararla, pero no se desespera, puesto que no la ontologiza; se involucra en los asuntos humanos con seriedad, pero con alegría y como casi jugando, aunque el juego sea «a vida o muerte». El místico descubre la relatividad (relacionalidad) de todo; es un realista, no un relativista. El místico no pierde la paz, no espera en otra vida sino que tiene la esperanza de ella; esto es, vive la Vida, aunque sea con el sufrimiento de no poder vivirla en constante plenitud (mientras la temporalidad lo domina). El Buddha sonríe; el taoísta no acepta las reglas del juego social; el saṃnyāsin no ofrece el sacrificio ni obedece las normas de la sociedad, el santo es libre. No podemos negar ni la audacia ni la peligrosidad de la vía mística. Sin pureza de corazón, insistimos, la mística puede degenerar en anarquía, dejando entonces de ser mística. Pero la pureza de corazón no es un «mandamiento»; es una condición. Los «puros de corazón verán a Dios».

motivo

No se puede negar que cuando se ha querido justificar la actitud existencial del místico, sin el espíritu místico y mediante una filosofía racional, la dicotomía entre cielo y tierra, realidad y apariencia, otra vida y esta, ha parecido la hipótesis más plausible —y la más racional—. Y tampoco se puede negar que muchos místicos, hijos de su tiempo, así lo han creído, interpretando en consecuencia sus propias experiencias. Para sentirse libres se han separado del mundo: «Terrena despicere» (Despreciar las cosas terrenales), canta aún la liturgia cristiana. Más contundentes aún son algunos textos theravāda y algunas prácticas hindúes que nos conminan a meditar sobre la podredumbre de la vida y la asquerosidad del cuerpo humano, aunque sea para liberarnos de todo apego.

Y aquí radica la crisis del mundo moderno, que no puede vivir ni con la mística como a menudo se presenta ni sin la mística «auténtica». Pero aquí, como en todas partes, no es posible separar prematura y puritanamente la cizaña del trigo. Todo el esfuerzo de estos sūtra es ayudar al discernimiento sin apresurarse a la separación, y, aún menos, sin caer en la condena. «No juzguéis», se nos ha enseñado.

Por un complejo producto de razones, acaso porque se ha querido curar un extremismo con otro, olvidando la «vía media», se nos ha presentado la religiosidad como negadora de la vida y la mística como «escapismo», y así se ha caído en el extremo opuesto, siendo entonces el remedio peor que la enfermedad. Pertenece a nuestra época restablecer el equilibrio.

motivo

La gran crisis de la filosofía en el mundo contemporáneo se debe a la pérdida del sentido místico de la existencia, que la «filosofía oficial» no se ha interesado en cultivar. Una filosofía como simple opus rationis no guía ni ilumina al hombre en su quehacer cotidiano. Lo triste es que la filosofía oficial ya ha renunciado a ello, dejando así un hueco por el que luego se cuelan fundamentalismos y sectas de toda clase. El hombre necesita una estrella pero este astro, como el de los Reyes Magos, no es estático; se mueve, también se esconde y exige que pidamos consejo y colaboración incluso a un enemigo, aunque luego regresemos por otro camino. La estrella no es una guía turística, como tampoco las catedrales se construyeron para que los turistas las visitaran. Hay que escrutar los cielos, hacer que la luz de la estrella penetre en nuestro interior y luego ponerse en marcha, aunque la estrella no se descubre si hay nubes en nuestro horizonte. El hombre se orienta por la estrella, pero se mueve por sí mismo, por algo que tiene dentro, que es la vida. El hombre no se mueve solamente por una racionalidad objetivable, sino también por el instinto, la pasión, el amor, el odio, el placer, el ideal o acaso por una voluntad que no siempre sigue al intelecto. Así va el mundo, se dirá, no siguiendo a la razón. ¿Pues por qué no la sigue? Una respuesta meramente racional acaso pueda convencer a la razón, mas no mueve al ser humano —«y así va el mundo», repetimos—. «Si no os gusta cómo anda el mundo, hacedlo andar de otra manera», dicen que contestó Dios a una comisión democrática que fue al cielo a visitarle. La razón posee una función natural de veto, de manera que algo irracional deja al hombre incómodo, insatisfecho, con complejo de culpa y, a la larga, infeliz —además de ser contraproducente—. La contradicción (pecado contra la razón) a este nivel no solo es falsa: es antinatural. Pero el motor de las acciones humanas no es la razón, sino aquellas «fuerzas» que acabamos de mencionar. En definitiva, es el amor (positivo o negativo) «che move il sole e l’altre stelle». La experiencia mística, tal como la hemos descrito, es la que armoniza todas las energías humanas encauzándolas hacia el Bien, la Verdad y la Belleza en sus múltiples manifestaciones, y no es un lujo en la historia de la humanidad.

Cuando Platón propuso que los filósofos debían gobernar la «cosa pública» no quiso decir que los que hoy llamamos «intelectuales» tuvieran que coger las riendas del poder de la «república». Esta interpretación, demasiado corriente, no hace sino retratarnos a nosotros mismos y mostrar la crisis de la filosofía de la que estamos hablando. Platón defendía que los verdaderos filósofos, aquellos hombres que no hubieran escindido el conocimiento del amor (y viceversa), eran los prudentes, misericordiosos y sabios capaces de resistir la tentación del poder, porque amaban, y de superar la debilidad del egoísmo, porque conocían. Es decir, preconizaba al místico como el hombre completo.

En otras palabras: la filosofía no mutilada es una filosofía mística; esto es, incluye las tres dimensiones de la realidad, tanto en su objeto (el tema) como en su sujeto (el filósofo). Esto no significa que posea todas las soluciones, no solo porque el hombre no es omnisciente, sino también porque existe el error y ante todo el mal. Saber el diagnóstico no es lo mismo que conocer la terapia y menos aún saber aplicarla. Hay algo en la realidad que escapa a toda intelección. Al místico no le escandaliza su ignorancia. Beato aquel que ha llegado a la ignorancia (agnōsia) infinita, escribió Evagrio Póntico. Pero es consciente de ello. Por eso no puede ser un fanático. Su ignorantia es docta, para citar al Cusano.

Estamos mencionando una cuestión capital, escándalo inconfesado para una filosofía racional. En pura lógica, un Ser omnisciente sabe todo lo scibile, todo lo que se puede saber. Pero, a no ser que nos declaremos fieles seguidores de Parménides, en la identificación del Ser con el Pensar, no tenemos por qué suponer que toda la realidad es cognoscible, ni siquiera por una Mente suprema. Es la experiencia mística la que no se escandaliza por la existencia del Misterio, ni siquiera del mysterium iniquitatis. En palabras paradójicas: el mal es el gran antídoto de la razón; nos revela la existencia de algo que, si pudiéramos comprender, dejaría de existir como mal; esto es, nos revela que la realidad es más que inteligibilidad, y con ello nos hace realistas en todos los sentidos de la palabra. La experiencia mística, al haber tocado el Misterio, reconoce su aspecto tanto positivo como negativo. Job era un hombre justo, pero no fue místico hasta que no experimentó en su familia y en su carne la condición humana.

motivo

Análoga y paralelamente, la gran crisis de la religión en el mundo contemporáneo se debe a la pérdida del sentido místico de su esencia. Una religión sin mística se reduce a una ideología más o menos convincente o a una institución más o menos útil, abdicando de su papel, que es el de inspirar un camino personal de liberación. La mística descubre la tercera dimensión de la realidad en las mismas actividades humanas. Demasiado a menudo muchas religiones han minusvalorado la realidad del mundo (incluido el cuerpo) y se han preocupado por el «alma», el «cielo», el nirvāṇa, mokṣa o una felicidad ultraterrena, a pesar del ejemplo y las protestas de tantos místicos que han descubierto la secularidad sagrada («entre los pucheros anda Dios», el nirvāṇa es el saṃsāra, «así en la tierra como en el cielo»...). La gran tarea de la mística contemporánea consiste en integrar todos estos valores en la última esfera de la realidad, reconociendo la ontonomía de cada ser, y en consecuencia su dignidad. Me refiero a la mística interpretada a la luz de la visión cosmoteándrica que, a pesar de los testimonios de tantos místicos, ha permanecido en la penumbra de la cultura moderna. Decir que la mística debe también penetrar en la política significa que la política debe regirse por una experiencia completa de su propio campo, que es la comunidad humana en comunión con la Tierra y con el Cielo. No significa en manera alguna teocracia o cesaropapismo de ningún tipo —como debiera ser palmario después de todo lo que venimos diciendo—. La saludable separación entre la Iglesia y el Estado no tiene nada que ver con la imposible separación entre religión y vida. Y decimos imposible porque la vida humana, en cuanto consciente de su contingencia, es ya por ello mismo religiosa; necesita una «religación» porque no se aguanta en sí misma, que en esto consiste la contingencia.

La religión es aquello que nos «religa» a la realidad en sus múltiples aspectos; es una dimensión del hombre que podría llamarse «religiosidad», a diferencia de su aspecto sociológico (religionismo) y de su contenido intelectual (religiología). No debemos confundir religión con ninguna organización, cuya legitimidad no se contesta y cuyos límites tampoco debemos ignorar. La religión es más que sociología. La religión «religa» mi espíritu con mi alma y mi alma con mi cuerpo; me «religa» a mí con mis semejantes y con el mundo entero; me «religa» también con el espíritu, el Misterio, llámese divino o con cualquier otro equivalente homeomórfico. Pero esta descripción no sería verdadera si la «religación» se interpretase como una «ligazón» que merma nuestra libertad. La «religación» religiosa es la consciencia de la religación; esto es, de la relacionalidad del Cuerpo Místico de la realidad, llámesela de Buddha, de Cristo, karman o simplemente solidaridad (sin afirmar la igualdad de estas nociones). Al ser consciente de mi re-ligación, esta no me «liga», no me ata, sino que me des-liga, me libera. Por eso toda religión auténtica tiene un factor intelectual del que no puede prescindir. Es a esta «relatividad radical» a la que he llamado perichōrēsis, y a la que el buddhismo llama pratītya-samutpāda.

motivo

Otro tanto se puede decir de los problemas éticos de la humanidad. Querer juzgar la moralidad de una acción por los buenos o malos resultados es tan débil como aceptar como criterios metafísicos las leyes y normas de un legislador, justificar una guerra por los «buenos resultados» de la victoria o defender la moralidad de los problemas bioéticos porque pueden ser útiles para curar alguna enfermedad. La mística ciertamente «desmitifica». Los principios éticos no son el resultado de la deducción de un Código (esto sería acaso la legalidad) ni pueden obtenerse por inducción de casos que han dado buenos resultados (como el no mentir, por ejemplo). La ética surge no por deducción o inducción sino por connaturalidad con el mismo ethos del hombre, que es lo que la experiencia mística nos desvela. Es un signo de la crisis ética de nuestro tiempo que se pretenda fundamentar la ética sociológicamente, sin atreverse a tocar su fundamento antropológico, cuya debilidad es la causa de la crisis.

motivo

En pocos casos se ve más clara la función política de la mística que en los problemas sociales y económicos. La justicia no es siempre «rentable», ni un comportamiento justo con el prójimo ni con la Tierra es lo más provechoso para quienes detentan el poder. Solamente la visión mística nos permite actuar sin una justificación extrínseca a la acción misma, como nos conmina la Bhagavad-gītā, entre tantos otros textos. Este es el secreto del amor. El amor encuentra en cada acción su pleno sentido. Así, tanto problemas ecológicos como un cierto patriotismo (amor curvus) pueden degenerar en anteponer los national interests al bien común de la Tierra y de la humanidad. Ninguna inteligencia puede prever los resultados de una acción. Las repercusiones del karman son misteriosas, como ya dijo Yajñavalkya en una Upaniṣad. Hay karman, pero no la ley del karman, como a menudo se dice, pues si el dharma puede legislarse hasta un cierto punto, el karman es una especie de solidaridad universal que se refuerza o debilita precisamente por la acción libre del hombre.

La función política de la mística consiste en desbancar el utilitarismo en todos los niveles, como nos muestra el famoso soneto:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido:

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

[...]

No tienes que me dar porque te quiera;

pues, aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

... atribuido a santa Teresa o a san Francisco Javier, sin entrar aquí en las discusiones sobre «el amor puro», que a partir de la «devotio moderna» empieza a ser sospechoso y marca el inicio del pragmatismo posterior. La mística es siempre desinteresada. Las acciones se hacen por sí mismas, como ya decía la Bhagavad-gītā, y subrayó mucho más el sufismo que inspiró la mística española y francesa de siglos posteriores. Dice Rābi‘a al-‘Adawīya, una mística sufí del siglo VIII:

¡Oh, Dios mío! Si te adoro por miedo del infierno, quémame en él.

Si te adoro por la esperanza del paraíso, exclúyeme de él.

Pero si te adoro solo por ti mismo, no apartes de mí tu eterna belleza.

La intuición mística no es teleológica, no persigue un fin; es más sosegada. No hay camino porque cada paso es ya la meta, con tal de que sea paso y no una carrera acelerada sobre ruedas. Ya lo dijo un poeta persa:

No se cansan nunca

los que siguen esta senda,

porque es a la vez

la meta y el camino.

Una cultura meramente instrumental no puede ser mística. La gran crisis judeocristiana, y también islámica, proviene de haber proyectado su escatología a un tiempo histórico-lineal. El Dios de la historia no ha salido muy bien parado, ni en el pasado y menos en el presente; y la humanidad abrahámica comienza a perder la paciencia, después de casi cuatro mil años de espera. El Dios de la paz no ha cumplido su promesa histórica, y la escatología de una temporalidad lineal ha perdido gran parte de su credibilidad.

A pesar de algunos libros notables, el capítulo sobre mística y política está aún por explicitar, y se comprende, debido a la intromisión de una religiología estrecha, por no decir sectaria (en su sentido etimológico), en la vida pública. Pero un extremo no justifica el otro. La mística en realidad desbanca las pretensiones de toda teocracia, puesto que no es una ideología ni hace un ídolo de lo que muchos llaman «Dios».

El místico no «espera» el fin (histórico) del mundo para «entrar» en el reino; sabe que el «juicio particular» y el «juicio universal» (en términos de catecismo cristiano) coinciden. El místico no niega el tiempo, pero vive la tempiternidad. La acción del místico discrimina entre el fin (que no es para luego) y la finalidad (que no es para otra cosa), y no se rige ni por el uno ni por la otra. Su acción es Sunder Warumbe (sin porqué). Dicho de otra manera, sin la visión mística, los que quieren labrar un «futuro feliz» sacrifican el presente; para conquistar la «gloria» de un imperio futuro se eliminan los enemigos que se tiene delante; para crear una «sociedad justa» se esclavizan a las generaciones intermedias... O, más brevemente aún, sin la visión mística el fin justifica los medios, porque los medios se ven (justificados) precisamente en función de sus fines. Sin una visión mística no hay manera de escapar del pragmatismo feroz del más inteligente, del más audaz o del más poderoso. La mística no instrumentaliza (para un fin) porque vive el sentido tempiterno de cada acción eliminando radicalmente toda pusilanimidad y todo temor. Se comprende que las instituciones basadas en el poder (que hay que distinguir de la autoridad) intenten eliminar la visión mística de la vida, sea en lo político, la religión, el comercio o donde fuere.

La mística, repetimos, no es insensible a la injusticia ni al sufrimiento, pero nos libera del miedo a ambos y con ello nos permite la acción serena y ecuánime, lo que no elimina ni el entusiasmo ni la indignación, ni tampoco la prudencia. La «teología de la liberación» nos recuerda oportuna y urgentemente que la voz y el grito de los oprimidos (dalit) son revelaciones «divinas» que precisamente la mística detecta.

motivo

La llamada ecología o ciencia de los recursos (limitados) de la Tierra no dará sus frutos, como se está viendo, mientras se reduzca a una ciencia pragmática de una mejor explotación de las riquezas naturales. El mismo lenguaje corriente nos indica que no hemos cambiado de mentalidad: la Tierra como un simple objeto de «explotación de sus recursos», que hay que procurar que duren lo más posible. El vocablo ecosofía quiere indicar la experiencia mística de la materia en general y de la Tierra en particular. La ecosofía es aquella sabiduría que nos hace sentir que la Tierra es también un sujeto y, más aún, una dimensión constitutiva y definitiva de la realidad. Entonces no se la usa como un medio, sino que se juega con ella como con una compañera. La ecosofía va mucho más allá de la visión de la Tierra como un ser vivo; nos revela la materia como un factor de lo real tan esencial como la consciencia o lo que solemos llamar lo divino. De una forma u otra el místico hace la experiencia de la Encarnación: descubre que la carne también puede ser divina.

motivo

Hemos hablado preferentemente de experiencia mística y no de visión mística para no recaer en la herejía mencionada del divorcio entre conocimiento y amor. La experiencia, como dijimos, no tiene solamente un elemento cognitivo. No se puede tener ninguna experiencia exclusivamente «teórica». El convencimiento racional no es suficiente. Una antropología tripartita nos parece indispensable para una interpretación correcta de la mística. Sería malentender estos sūtra si se los interpretase como si se refirieran solo a nuestra mente. Pero la escritura tiene sus límites. «La Escritura solo es Escritura, y nada más», dice Angelus Silesius, añadiendo que lo que necesitamos es oír directamente la Palabra. Los sūtra no son arengas: son invitaciones a la meditación para que pueda surgir la Vida.

motivo

Resumiendo: la experiencia mística es la experiencia integral de la realidad. Si la realidad se identifica con Dios, será la experiencia de Dios; si a esta realidad se la ve como trinitaria, será la experiencia cosmoteándrica; si se la ve como vacía, será la experiencia de la vacuidad... pero, en cualquier caso, es la experiencia del «Todo». Desaparece así el estigma de una mística perdida en las alturas, desencarnada y ajena a los goces y dolores del mundo, sin por eso ahogarla en la pura terrenalidad o sofocarla en el activismo, puesto que experimenta la realidad de la condición humana en su totalidad y, por lo tanto, no pierde la serenidad ni la paz y elimina el miedo a participar en el esfuerzo humano en pro de la Justicia.

En pocas palabras, la mística no es ni una especialidad ni un privilegio de unos cuantos; pertenece a la misma naturaleza del hombre. La mística nos invita a participar conscientemente; esto es, humanamente, en la aventura de la realidad.