III

LOS LENGUAJES MÍSTICOS

 

Hay quienes miran la Palabra, pero no la ven.

Quienes la oyen, pero no la escuchan.

Pero a algunos la Palabra se les revela libremente,

como una novia engalanada se entrega a su esposo.

ṚG-VEDA1

Condensamos todo lo expuesto diciendo que la experiencia mística es la consciencia de la apertura a la tercera dimensión de la realidad, aquella que, junto con las otras dos, permite vivir una vida plena.

Esta consciencia no excluye la consciencia sensible ni la intelectual, pero no se confunde con ellas. Se podría igualmente hablar de tres grados de una misma consciencia. Para muchos, este tercer sentido es como un «barrunto» más o menos claro de que en la vida hay algo más que lo percibido por los sentidos o lo entendido por la mente. Es un «algo más» de un orden distinto. No se confunde con lo que aún no sentimos o no sabemos. No es una prolongación horizontal hacia lo que acaso en el futuro podríamos saber, sino que se llega a ello por un salto vertical hacia otra dimensión de la realidad. Acaso pudiera decirse que es lo que nos distingue de los demás seres vivos que poseen sensibilidad y consciencia, pero que carecen del sentido místico. Hay personas especialmente despiertas a esta dimensión de la realidad. Son los que llamamos místicos, aunque, como hemos dicho, esta consciencia está abierta a todos.

Ahora bien, esta dimensión o esfera de la realidad es vivida, interpretada y expresada en función de la diversidad religiosa, cultural, temporal, geográfica e histórica. Dicho de otra manera, hay distintos lenguajes místicos, y nos guardamos muy mucho de decir que todos describen la misma realidad, como si la realidad fuera algo objetivable. Las descripciones representan otros tantos equivalentes homeomórficos de la experiencia mística.

La literatura sobre la mística es inmensa, puesto que la mística es un fenómeno humano y no el patrimonio de una sola cultura. Sin embargo, cada cultura tiene y crea su lenguaje.

El tercer capítulo de este estudio pretende ser solo un apéndice a su capítulo central. Nos limitaremos, pues, a comentar esta diversidad de lenguajes, sobre lo que hemos ya dicho algo en la Introducción. Ni que decir tiene que entendemos el lenguaje en su sentido más profundo y tradicional y no como una mera forma de transmisión de información. El lenguaje humano no es solo transmisión de mensajes; es también una de las formas más completas de comunión humana. Lo que el hombre toca, siente, presiente, barrunta, cree, piensa ve, duda, etcétera, encuentra su expresión en el lenguaje. Ahora bien, hay muchas clases de lenguaje y no nos detendremos en ellas. Mencionaremos solamente aquel lenguaje humano que intenta comunicar la experiencia mística en cuanto tal.

Las expresiones que escogemos para ejemplificar los lenguajes místicos tienen un mero valor heurístico. Más aún, debido al hecho de que toda religión forma un todo por lo menos implícitamente coherente, cualquiera de los símbolos que describo podría conectarse con prácticamente cualquier otro. Todos los símbolos están conectados. Los símbolos escogidos me han parecido simplemente significativos y evocadores, pero no pretendo en manera alguna sostener que son los más importantes o los más específicos de cada religión.

Entre la experiencia que el lenguaje expresa y la misma experiencia hay una relación adualista. Cuando el lenguaje es la verbalización de una experiencia lo dicho y el decir son inseparables, aunque la distancia sea poco menos que infinita. De ahí que la discusión académica sobre si la experiencia mística es o no la misma en las distintas tradiciones religiosas, como mencionaremos en el siguiente apartado y hemos insinuado ya, sea un problema mal planteado. Cada expresión lingüística de una experiencia tiene su origen en la misma experiencia y al mismo tiempo la modifica. Cada experiencia es única y por lo tanto incomparable. Cada lenguaje tiene a su disposición un conjunto lingüístico inteligible solo dentro de su propio contexto, que a su vez está inscrito en un marco cultural determinado. La llamada mística comparada es la comparación de los lenguajes místicos, que a su vez solo pueden ser comparados si convenimos previamente en un criterio de comparación independiente. No entramos ahora en la discusión sobre si este criterio existe o incluso si puede existir. Nos limitamos a algunas cuestiones generales.

1. EL LENGUAJE SIMBÓLICO

Todo lenguaje dice «algo», pero ¿cómo sabremos si este «algo» es lo mismo cuando el lenguaje es diverso? Hablamos de «mística» y la misma palabra no es exactamente traducible a lenguajes asiáticos, por ejemplo, más que con paráfrasis y metáforas cuyos respectivos campos semánticos sugieren otras connotaciones. Hay ciertamente equivalentes homeomórficos, analogías de tercer grado. En sánscrito, por ejemplo, que no deja de ser una lengua indoeuropea, hay media docena de palabras que podrían ser utilizadas para traducir «mística». Las más cercanas provendrían de la raíz guh-, esconder, secreto, cueva, misterio (guhā es cueva y ḍha, secreto...); rahasya sugiere soledad, secreto, misterio, etc. Simplemente, no hay un lenguaje universal. Hay lenguajes místicos; el singular es un mero concepto, no un lenguaje.

Personalmente creo que puedo «hablar» cuatro de estos lenguajes con una cierta experiencia: el hindú, el buddhista, el cristiano y el secular.

Para no dispersar nuestra atención del tema central de este estudio, ya de por sí excesivamente denso, nos limitaremos de nuevo a breves sumarios de tres lenguajes y nos entretendremos un poco más en el lenguaje cristiano, puesto que el castellano está estrictamente vinculado a la cultura cristiana, que ha forjado gran parte de su idioma.

Se me preguntará: ¿cómo puedo hablar sinceramente tantos lenguajes? Se presupone, evidentemente, que se habla de lo que se entiende y que se entiende aquello de lo que se ha experimentado su inteligibilidad interna como criterio de verdad. Nadie puede entender algo que cree falso. Una respuesta, la más corriente pero que no es mía, afirma que ello es posible porque los lenguajes místicos dicen, en el fondo, la misma cosa, como cuando en diversos idiomas expresamos el mismo pensamiento. La interculturalidad me ha ayudado a descubrir el criptokantismo de esta respuesta, como si hubiese la misma «cosa en sí», el mismo noumenon «escondido» detrás de cada lenguaje, detrás de cada expresión (lingüística) del mismo pensamiento. Ello acaso pueda ser verdad tratándose de pensamientos, aunque lo dudo, puesto que las connotaciones de un mismo pensamiento no son las mismas en los distintos idiomas cuando las palabras expresan más que conceptos abstractos previamente definidos. Aquí empieza la reducción del lenguaje a un mero sistema de signos, consecuencia del nominalismo. Pero en nuestro caso no se trata de meros «pensamientos» como constructos intelectuales; se trata precisamente de la experiencia mística, que es única en cada caso. Como máximo podré encontrar, tal vez, «equivalentes homeomórficos» después de haber penetrado en la interpretación de la experiencia dentro de sus respectivos contextos.

Junto al criptokantismo mencionado, hemos de añadir la «algoritmización» del lenguaje corriente debida a la influencia de la ciencia moderna en las actuales formas de pensar. Se piensa en conceptos que tienden a ser unívocos, y si son análogos se les busca un primum analogatum que nos explique la transposición por semejanza. Hay conceptos análogos; pero el lenguaje místico no es conceptual. Muchos malentendidos surgen de interpretarlo como un sistema de signos que apuntan a un significado como «cosa en sí». El lenguaje de los místicos es un lenguaje simbólico y este requiere, por una parte, la participación del sujeto, tanto la del sujeto parlante, que habla de su experiencia, como la del sujeto a quien se habla (o que escucha), pues de otra manera el símbolo es ininteligible como símbolo. Por otra parte, el lenguaje místico no es exclusivamente subjetivo y tiene una pretensión de verdad allende el sujeto. Toda palabra dice algo; esto es, adquiere un significado para quien la usa y participa en el campo semántico del que la palabra es una expresión. Pero, mientras el campo semántico del lenguaje conceptual viene previamente postulado y aceptado (más o menos conscientemente), el campo semántico del lenguaje simbólico se crea en el diálogo dialogal. Como hemos dicho, el símbolo solo es símbolo cuando simboliza, esto es, cuando participamos en lo que el símbolo «quiere» decir, que depende en gran manera del simbolizante. ¡Cuántos sermones «religiosos» no penetran en el oyente porque el predicador no participa en el poder del símbolo! —o porque el oyente no ha sido iniciado en aquel campo—.

La palabra es término cuando su significado termina y es determinado por un sistema de postulados o principios aceptados objetivamente por ambas partes —el parlante y quien escucha (o lee)—. El lenguaje científico es un ejemplo de ello, caso particular del lenguaje corrientemente aceptado como «lógico». La palabra es símbolo cuando su sentido depende de un campo común en el que participan los agentes activos y pasivos del símbolo. La partitura musical de una canción es un lenguaje de términos (convencionales). La canción cantada es un lenguaje simbólico en el que participa quien canta y quienes escuchan, aunque nuestras interpretaciones puedan ser muy distintas. Yo puedo interpretarla como fea y mi vecino como bella. Sin embargo, ambos la sentimos como música. Pero aún hay más: un sordo no oye la música. La iniciación, en su sentido más lato, es el acto tradicional por el que se nos abren los oídos. De lo contrario «oyendo no se oye y entendiendo no se entiende» —sin adentrarnos ahora en el tema—.

El lenguaje místico, decíamos, es un lenguaje simbólico. Esto lo lleva a recurrir a metáforas sensibles: el toque, la vista, la luz, el sonido... que apunta a una vivencia corporal previa a una experiencia intelectual, aunque no podamos separarlas. La experiencia corporal no es comunicable en cuanto tal; necesita un intermediario. Incluso respecto al toque corporal, en el que tocar y ser tocado coinciden, las respectivas experiencias pueden interpretarse distintamente. La caricia, por ejemplo, puede dar placer a quien la da y fastidio a quien la recibe. La experiencia mística, como hemos dicho y aún diremos, es inefable; y no obstante el místico habla.

Con un intermediario adecuado podemos entender el lenguaje místico del otro; pero ¿puedo yo hablarlo como mío? Esta ha sido la pregunta.

Acabamos de preparar el terreno: solamente quien está abierto a una experiencia mística puede «entender» otro lenguaje místico. La teología requiere el oculus fidei o el auditus fidei, podría decirse, haciendo eco a la Escritura cristiana, o a la śruti (lo que se oye), según los Veda. Hay que poder oír la música. Yo oigo la música, para seguir con nuestro ejemplo, aunque no la encuentre bella. Ello no implica que mi gusto no pueda también evolucionar de manera que me llegue a agradar el jazz sin dejar de gustarme Bach.

Hemos indicado ya que toda experiencia no solo es inefable, sino que además es única, y lo único es incomparable. Toda mística, en cuanto experiencia, lo es. Ahora bien, ¿puede un mismo sujeto hablar dos lenguajes experienciales? Ciertamente, no se pueden hablar dos idiomas a la vez; pero podemos encarnarnos en una cultura, hablar su lenguaje y vivir en su mundo sin por ello olvidar nuestra lengua materna, en la que volvemos a encontrarnos «en casa».

Una observación, que nos retrotrae al ineludible aspecto intelectual del problema, se impone aquí. No podré ser sincero al hablar de mi experiencia hindú, por poner un ejemplo, si tengo la consciencia de que traiciono mi religiosidad cristiana. Si ello fuera así, nos hallaríamos ante el caso de la «conversión» en el sentido sociológico de la palabra: abandono una religión para hacerme adepto de otra. Pero la experiencia mística no implica pertenencia a una comunidad sociológica determinada, aunque sí al cuerpo místico de la realidad «en espíritu y en verdad».

Quedaría entonces por dilucidar si las distintas interpretaciones de las diversas experiencias son compatibles entre ellas, sin caer en el irracionalismo de afirmaciones contradictorias. Es aquí donde aparece con claridad la dimensión mística del pluralismo religioso, incompatible solamente con un doctrinalismo idolátrico, esto es, con la identificación de una religión con una doctrina que absolutiza sus contenidos conceptuales. Las religiones no son iguales y no es indiferente pertenecer a una religión o a otra; las experiencias místicas tampoco tienen por qué ser iguales. Pero no podemos caer en un relativismo, en el fondo irracional, movidos por el buen deseo de una concordia, que sería, en último término, superficial y a la larga contraproducente. No confundamos relativismo con relatividad, como repetidamente hemos subrayado.

Ahí está la labor filosófica (teológica) de quien confiesa que se encuentra en casa en más de una morada —donde la metáfora corriente de many mansions (de una cierta bibliografía) se está introduciendo—. Dios hace su mansión en el corazón de sus creyentes, dice la mística islámica (Abū-l-Ḥasan al-Nūrī, entre otros muchos). «No tenemos aquí ciudad (πόλις, polis) permanente», dice la Escritura cristiana; la ley de la hospitalidad, que consiste en que el «huésped» se encuentre como en su propia casa, es sagrada para muchas religiones. Esta sería una actitud ecuménica. Las religiones no son un coto cerrado, regido por el principio de la propiedad privada.

Pero la labor queda por hacer: las interpretaciones de las experiencias, aunque no iguales, deben ser lo suficientemente flexibles para superar la contra-dicción. Significativamente, además, la mística no se reduce a «dicciones» sino a experiencias.

No es este el lugar para contestar exhaustivamente a la pregunta planteada. Me limito a una observación. Hay ciertamente doctrinas incompatibles; pero una experiencia no es una doctrina. Dijimos ya que no podemos decir nada sobre e, la experiencia desnuda, y sí solo sobre E, nuestra consciencia de ella. Cuando se han estudiado seriamente diversas tradiciones se puede llegar a la experiencia de lo que quieren decir. Entiendo «estudio» en su acepción ciceroniana: «Animi assidua et vehemens ad aliquam rem applicata magna cum voluntate occupatio» (La consagración intensa y apasionada del espíritu dirigida a alguna cosa con gran y firme voluntad), o, dicho más llanamente, se puede penetrar existencial y vitalmente en lo que las tales cosmovisiones han experimentado —cuando no se cree incompatible con las intuiciones fundamentales que se tienen—.

Ahora bien, las experiencias (y la fe es una experiencia), aunque inseparables de su interpretación, no son doctrinas (creencias). Si alguien afirma 2 + 2 = 5, lo primero que le diré es que no lo entiendo y luego que la afirmación es falsa, puesto que yo veo evidente que 2 + 2 = 4. O sea que deduzco que la afirmación de que son 5 es falsa, puesto que 4 no es 5. La deducción es perfecta, pero se basa en un postulado de univocidad racional que no es el caso de los lenguajes místicos.

2. INVARIANTES LINGÜÍSTICAS

Se han dado muchas tipologías del «fenómeno místico». Existen buenos resúmenes de este complejo problema. Aquí nos limitamos al discurso y no al fenómeno, aunque estén íntimamente conectados. Como tributo a la mentalidad clasificadora reinante, y por amor de claridad, utilizamos el plural y mencionamos tres invariantes lingüísticas, aunque en rigor se trate de una sola invariante: todo hombre habla, y el habla es habla humana porque apunta a algo que la trasciende.

Inefabilidad

El lenguaje, en sentido estricto, es lenguaje humano. Los animales se comunican, pero no hablan. En cualquier caso nos referimos al lenguaje humano y este pertenece a la esencia del hombre: homo loquens, puruṣasya vāg rasaḥ (la esencia/jugo/perfume del hombre es la palabra). Por el lenguaje el hombre manifiesta lo que es. Pero el hombre es un misterio y el lenguaje no llega directamente al misterio humano: solo lo revela velándolo, recubriéndolo; diciendo que no lo puede decir o diciendo lo que no es. La inefabilidad es una invariante del mismo lenguaje. Muchos lenguajes renuncian a la pretensión de decir lo que el hombre es y se reducen a connotar, a ser signos —de cosas o de lo que fuere—. Pero el lenguaje místico nos quiere expresar la realidad, la vida, y no puede; se tropieza con un inefable que de alguna manera «presiente», pero que no puede decir. El místico no dice lo que quisiera decir, puesto que insiste constantemente en que quiere hablar de lo inefable. Por eso su hablar se refiere siempre a la experiencia, que no es lingüísticamente comunicable más que por traducción, que solo entenderá quien la sabe retraducir a su propia experiencia. De nuevo Juan de la Cruz:

No quieras enviarme

de hoy más ya mensajero,

que no saben decirme lo que quiero.

El místico no acierta a decir lo que quiere decir. Hay que participar en su querer para entenderle: querer lo que él quiere, «quererle», cosa que no elimina nuestro sentido crítico, aunque más de un místico ha sido condenado a la hoguera por lo que ha dicho, por sus palabras ut sonant, tal como suenan; mejor dicho, como resuenan en los oídos de quienes no querían su bien. El auténtico amor no es ciego, como suele decirse, sino todo lo contrario. Lo que ciega es el odio, el absolutismo, el fanatismo.

Debido a esta inefabilidad inherente, el lenguaje propio de la mística es la paradoja. Permitiéndonos jugar con las palabras, podríamos decir que el lenguaje místico es un lenguaje «contrario» (para) a la opinión común o corriente (doxa) y, haciendo otro salto lingüístico, que es un lenguaje que se expresa al margen (para) de los «dogmas» (doxa) establecidos. Por eso la dialéctica no es el método adecuado para «entender» el discurso místico. El lenguaje místico es paradójico y la paradoja (παράδοξον, paradoxon) nos libera, precisamente porque nos abre a la aceptación de las opiniones contrarias sin caer en las contradictorias; tarea delicada, por otra parte.

Siguiendo en nuestro intento por descifrar el lenguaje místico mediante un análisis fenomenológico de su discurso, podríamos decir que la clave para entender la inefabilidad es la fe. Ella nos abre a la dimensión inefable de la realidad, invisible al oculus mentis, pero visible al oculus fidei, que ya hemos mencionado. Por la fe se trascienden los datos del logos, sin por ello negarlos. Por la fe se supera la racionalidad por medio de una consciencia de verdad que no puede fundarse racionalmente a no ser que la fe recaiga en la misma razón, lo que resultaría un círculo vicioso. Por la fe se penetra en el territorio del mythos, como hemos sugerido ya. Se comprende que una filosofía meramente racional haya eliminado la mística de su campo. No confundamos, empero, la fe con la creencia. Esta última es la articulación intelectual de lo que se cree, que es inefable.

El lenguaje místico es un lenguaje que quiere expresar la experiencia de la fe. Jugando nuevamente con las palabras, no es una traducción lo que se requiere sino una «introducción»; esto es, no una traslación a otro lenguaje, sino un «llevar» lo dicho al «interior» del oyente o lector. De ahí que el lenguaje místico de la fe no sea contradictorio con el lenguaje racional, pero sí que le es contrario, lo complementa y completa, y tantas veces lo imita cuando la razón se absolutiza. Hay un fundamentalismo de la razón, sí como de la fe.

Amor

Una segunda invariante del lenguaje místico es su carácter extático, es decir, que salta por encima (ex) de su soporte (stasis) lingüístico. Dicho de otra manera, el lenguaje místico es un lenguaje de amor, más o menos sentimental pero siempre sensible, esto es, experiencial. Sea que la metáfora «hable» de unión, unidad, identificación o polaridad, nos habla siempre de un salto centrífugo, fuera de nuestro centro, que es la característica fenomenológica del amor —en sus múltiples formas, incluida la intelectual—. Insistimos: hay que saber amar para entender el lenguaje místico.

Aun cuando hay lenguajes místicos que subrayan el conocimiento del núcleo infinito que habita en nuestra inmanencia, se llega a él por un salto extático desde nuestra inmanencia, esto es, por un acto de amor, aunque luego se descubra que no ha sido el tal ascenso el que nos ha hecho saltar a la trascendencia, sino, antes bien, un descenso de esta hacia nosotros, que nos rinde conscientes de nuestra inmanencia. Nuestro abismo interior está tan lejano de nuestro ego superficial como la cúspide trascendente. En ambos casos es un dinamismo centrífugo, que es la característica del amor.

Dicho de otra manera: la vía mística es la experiencia de la felicidad (ānanda), y la felicidad en el hombre, ser encarnado, es sensible y, al mismo tiempo, inteligible. La fe es la alegría de la Vida, dijo un Padre de la Iglesia, y no hay alegría humana sin participación de los sentidos, de la sensibilidad. Así como la fe es la apertura hacia lo inefable, el amor es la apertura hacia el otro (alter y no aliud) y el conocimiento la apertura hacia sí mismo, que es lo que nos resta por mencionar.

Conocimiento

Una tercera invariante es la que podríamos llamar gnōsis o, genéricamente, conocimiento. El discurso místico es un lenguaje que habla y que quiere decir algo, aunque este algo sea inefable y solo se pueda «captar» por un salto «amoroso». De todas maneras, nos damos cuenta de ello, somos conscientes de que no es una quimera, de que, de una manera u otra, «vislumbramos» la realidad y decimos algo que pertenece a la Vida. El lenguaje místico no se contenta con ser una floritura imaginaria; tiene una pretensión de verdad: es conocimiento (consciente), aunque pueda tener momentos que transciendan la consciencia. Esta consciencia no puede demostrarse, pero puede mostrarse a aquellos a quienes la nuestra les «hable», les recuerde algo.

Se dirá que la mística es entonces un coto cerrado. A lo que se responde que este coto es el coto humano, que es precisamente la característica del hombre, su rasgo antropológico esencial; lo que no impide que haya culturas que intenten vallar el territorio místico para reservarlo a unos cuantos «escogidos». Si bien es cierto que la profundidad del sentido místico requiere esfuerzo y cultivo para captarlo, no está cerrado a nadie y, como hemos afirmado, nos parece que es patrimonio de toda la humanidad.

No creo necesario insistir en que este conocimiento no se reduce a un conocimiento racional «claro y distinto». Hay también un conocimiento por connaturalidad y otros muchos contactos con la realidad que llegamos a conocer.

3. EL LENGUAJE HINDÚ

El hinduismo no existe como tal; es más bien un ramillete de religiones, o caminos de espiritualidad, vías de liberación. No hay una esencia hindú sino más bien una existencia, como he intentado explicar en otro escrito. No hay, pues, un lenguaje hindú. El lenguaje de la mística hindú no entra en competencia con otros lenguajes. No se cree único, aunque entre quienes lo hablan muchos lo crean el mejor, pues es el que les conviene. Los admite todos, con tal que no se encierren en sí mismos —aunque luego cada escuela defienda su camino—. No todos los caminos son para todos los caminantes. Voy, pues, a hablar el lenguaje de un cierto tronco hindú, prescindiendo de las múltiples ramas que manifiestan la vitalidad del tronco. Me limitaré a describir experiencias basilares. Insisto en que no trato de explicar doctrinas, sino de describir una experiencia. La reduzco a tres puntos que podrían simbolizar la visión de la Vida tal como se trasluce en una mayoría de los lenguajes de la galaxia humana que suele llamarse hinduismo.

Saṃsāra

La primera experiencia es que este mundo fluye (la raíz s- de la palabra saṃsāra significa fluir). No puedo, pues, hacer pie en este continuo fluir. No puedo fiarme de nada pasajero ni confiar en lo que perece. Siento, además, que el flujo refluye; esto es, vuelve y revuelve (sam). La palabra pertenece también al buddhismo y al jainismo, pero la experiencia es poco menos que universal. Por un lado, todo está en movimiento, todo es pasajero; por el otro, hay un cierto orden en este pasar. Hay una armonía en las visiones del mundo (descritas en las Escrituras), como reza uno de los primeros Brahma-sūtra: tat tu samanvayāt (esto debido a la armonía [concordancia]). Hay muerte, pero también hay una vuelta a la vida (punar-janman). Quien muere es el individuo, no la vida, como dicen los Veda: na jīvo myate (la vida no muere). Pero esta vida no es mía; yo participo en ella. Por eso lo que «vuelve» a la vida es todo lo que tengo, no lo que soy. Mi verdadero ser no es mi ego. Si supero mi individualismo la muerte no me espantará, puesto que todo fluye y refluye. Pero hay un «algo» en mí que se da cuenta de ello —precisamente porque no se encuentra en el río «saṃ sárico»—, un algo que al saltar el agua por encima de
ello toma una forma visible aparentemente estable. Lo que me aparece constante es solo el fluir del agua, que no es nunca la misma. Este «algo» que permanece (que no muere) es el ātman. Yo participo en esta inmortalidad cuando descubro que este ātman es brahman. La dialéctica aquí no es de muerte y resurrección, sino de apariencia y realidad. Por eso dice Śan.kara: satyam, neśvarādanyaḥ saṃsārī (en verdad no hay más transmigrante que Īśvara, el Señor [Dios]). El individuo es pasajero; el ātman que podemos descubrir en nosotros mismos, cuando hemos superado el ego, es inmortal. Lo que transmigra es este Principio divino que va de cuerpo mortal en cuerpo mortal y que anima todo ser individual sin confundirse con él. Por eso, desde la perspectiva del ego, este muere y transmigra. Descubro entonces la paradoja de que cuando he muerto a mi ego el flujo de la vida continúa.

¿Quién o qué es entonces este algo que no muere? Koham? ¿Quién (soy) yo? Esta es la cuestión. Y pregunto «¿quién soy yo?» puesto que es desde esta consciencia que está en mí, pero que no es mía, desde donde la pregunta surge. Pero yo no soy mi cuerpo que cambia ni mi mente que vagabundea; no soy mi alma que envejece y muere. En esta búsqueda de mí Mismo no puedo parar hasta encontrar el ātman, aquello que en mí no muere ni desfallece. El camino es ascético porque, en tanto y en cuanto sea mi ego quien busque mi ātman, no lo encontrará. El ātman no es mío: es. Pero, sigo preguntando, ¿qué es esto que es? No es mi propiedad privada, puesto que las otras cosas y las otras personas también son. El hombre está en peregrinación hacia su ātman, dice el mismo Śaṇkara. Pero para esta peregrinación debo despojarme de todo lo que no es. Todo lo cambiante es ilusión, no es real en última instancia: no es satasya satya, el ser de la verdad, la verdad de la verdad, el ser del ser. Mi existencia es una fluctuación entre el Ser y el no-ser, sad-asad-anirvacanīya, dice la tradición: una inefable (anirvacanīya) polaridad entre el Ser (sat) y el no-Ser (a-sat). No puedo sentirme orgulloso. La humildad es la consciencia metafísica de mi existencia. El orden moral es el orden cósmico y no la legislación de una voluntad.

Pero nada de esto llena mi aspiración a Ser. No me puedo empecinar en salvar lo que es pasajero y en consecuencia no es. Este algo que está en mí, pero que aún no es, busca su liberación. Esto nos conduce al siguiente paso.

Mokṣa

Nunca podré encontrar el Ser en el no-Ser; he de cortar todos los lazos que, sutiles o gruesos, me encadenan al saṃsāra, a este mundo. La libertad solo se consigue liberándome de este ciclo cósmico. La palabra ya lo dice: mokṣa (de la raíz muc-), liberarse, abandonarse, dejar, soltar. Me doy demasiada cuenta de que el mundo, aun cuando haya conseguido que no me atraiga, sigue siendo un peso y un obstáculo. Por eso he de liberarme del tiempo, de la temporalidad. He de desprenderme de todo; pero no con la pesadumbre de quien deja algo valioso. Demasiado sabemos de psicología como para no darnos cuenta de que ninguna renuncia dejará de vengarse, creando resentimientos y haciéndonos buscar compensaciones. He de saltar por encima de todo ello una vez que haya descubierto que lo que abandono no tiene para mí valor alguno. Solo entonces no hay resentimiento ni tristeza. Este es el verdadero renunciamiento, la renuncia a la apariencia. No renuncio a nada; me libero.

Entonces y solo entonces podré volar hacia el sol de la liberación. Se trata sencillamente de liberarme del lastre que me impide elevarme hacia el sol de la Divinidad. Se habla entonces del jīvanmukta o alma liberada (mukti) mientras vive en esta vida individual (de la raíz jiv-, vivir). La multiplicidad de interpretaciones de esta experiencia según las distintas escuelas nos permite interpretar la misma experiencia sin la reducción del cuerpo a algo irreal, experiencia confirmada por Kṛṣṇa, quien es a la vez apariencia y realidad. Lo aparente no es lo irreal; es simplemente la apariencia de la realidad, sin la cual no sería apariencia. La apariencia es real en cuanto apariencia, en cuanto la descubro como tal. La apariencia es ilusión y engaño cuando la confundo con lo real, cuando ignoro que es māya, apariencia. Esto es avidyā, la ignorancia. Nitya-anitya-vastu-viveka, dice la tradición: «El discernimiento entre las cosas permanentes (eternas) y las impermanentes (temporales)», esto es la sabiduría.

He visto muchos caminos, esto es, diversos métodos; todos pretenden algo similar y se expresan en función de cómo se «figuran» este sol divino y esta tierra humana. Por la vía del conocimiento, del amor o de la acción, aspiran a la unión, a la compañía, a la fusión o a como se vea la meta. Los caminos están indicados, al igual que los medios. Las doctrinas son innumerables. Pero hay que emprender la senda.

Por este camino se llega a la experiencia de la bhakti, del jñāna y del karman y, al mismo tiempo, nos damos cuenta de la indispensabilidad de la gracia (prasāda) cuando resistimos la tentación, tanto del monismo como del dualismo. No puedo creer que mi ser se aniquile completamente ni que exista independientemente de la Divinidad. Lo que otros llaman «resurrección», satori o iluminación... corresponde a la realización del jīvanmukta. Me atrae Rāmānuja y admiro a Śaṇkara; me encuentro próximo al advaita de Cachemira (Abhinavagupta) y a una lectura adualista de la Bhagavad-gītā y de las Upaniṣad. Pero el camino es arduo y hay que andarlo. Y este es ya el tercer punto.

Karman

Mokṣa es una experiencia, pero el «cielo» está alto y no lo puedo alcanzar solo, aunque deba esforzarme. Siento que la gracia me viene y me da la fuerza, pero siento igualmente que soy libre y puedo resistirme a ella e incluso echarla a perder. La palabra karman significa «acción» (de la raíz k-, actuar, hacer). Karman no se refiere solo a obras externas: hay una actividad intelectual así como otra sentimental. El camino hacia la salvación es camino, requiere una actividad, pero no necesariamente obras exteriores, aunque «todo está relacionado con todo»: sarvam sarva ātmakam.

Más aún, esta acción no es solo la acción individual; estamos todos interconectados por una especie de solidaridad universal, de modo que todo repercute en todo, aunque en distintos grados.

La experiencia del karman solo puede aparecer a la consciencia si se ha superado el individualismo. El individuo es responsable de sus actos precisamente porque está unido a todo el resto del mundo. La responsabilidad es siempre frente a otro o a otros con quienes se está unido solidariamente, karmáticamente. El mundo es una especie de red karmática que relaciona todo el cosmos. Mi relación karmática, con todo, no elimina mi libertad. Hay una conexión de inter-in-dependencia. La dignidad humana consiste en que, a diferencia de otros seres, el hombre puede influir libre y activamente sobre el karman de este mundo. Mientras otros seres reciben el material karmático, por así decir, el hombre puede modificarlo, incrementarlo y aun extinguirlo con la ayuda de Dios (Īśvara). Así como hay un sañcita-karman resultado de existencias anteriores, hay un prāyaścitta karman o acciones expiatorias que pueden transformarlo (y perdonarlo). Nuestra responsabilidad es cósmica. El karman es el símbolo de la solidaridad universal. No habrá paz en la tierra mientras no expiemos, perdonemos, el karman de nuestros semejantes.

Este último principio da la respuesta a una dificultad que se ha debatido exhaustivamente entre las escuelas. En el fondo es la constante tensión entre monismo y dualismo. Hay que esforzarse, hay que actuar, hay que ponerse en camino, hay que aspirar a conocer el brahman (brahmajijñāsa); pero ¿quién es el agente? ¿Quién se pone en camino, se esfuerza, conoce? El ātman no actúa; el ego es una ilusión, nuestro conocimiento fenoménico es una pura superimposición (adhyāsa), una falsa atribución; todo es un juego cósmico (līlā). Si afrontamos el problema con una mente dialéctica no hay otra solución que el dualismo, con sus muchas cualificaciones, o el monismo, que tropieza con el sentido común. El nudo gordiano es cortado por la visión adualista que convierte los dos polos del dilema (real-irreal) en una relación constitutiva —como he intentado explicar repetidamente—.

motivo

La experiencia de la Vida, según el hinduismo, podría reducirse a lo que se ve a través de estas tres «lentes» que nos hacen ver la realidad como un mundo habitado por unos seres vivientes y sostenido por un principio divino. El centro de gravedad del lenguaje hindú es lo divino.

4. EL LENGUAJE BUDDHISTA

De nuevo la paradoja: el lenguaje buddhista es un no-lenguaje, un silencio. El lenguaje buddhista se niega a hablar de lo inefable. Y no obstante, los buddhistas han hablado, y mucho, durante los veintiséis siglos de su existencia. El lenguaje buddhista es solo indicativo como el dedo que solo sirve para indicar la dirección hacia la Luna, aunque, como he escrito en otros lugares, no basta mirar hacia donde apunta el dedo, puesto que la misma Luna se ha desplazado. Este es el papel de la experiencia.

El lenguaje buddhista se centra en el hombre, el hombre en su intimidad más profunda, y la intimidad solo puede vivirse en el silencio, que proporciona la paz una vez que hemos apaciguado nuestro ser descubriendo que no es más que pasajero, y por lo tanto inconsistente. En la experiencia de nuestra inconsistencia está nuestra liberación.

Y aquí podríamos terminar nuestra descripción, a no ser que esta experiencia buddhista se interprete a sí misma. Y este sería el resumen, basado en el mismo lenguaje buddhista, nombre relativamente moderno que se le ha dado desde fuera.

Duḥkha

Sabbe sankhara dukkha (todo lo existente es insatisfactorio). Esta es la «noble verdad» de la insatisfacción de la existencia, que suele traducirse por dolor, sufrimiento, y que podría traducir casi literalmente por malestar (de la raíz duṣ- [perder, estropearse] y sthā- [estar]: estar mal, inquieto y por lo tanto incómodo), puesto que no estamos en nuestro lugar. Esto es causa del sufrimiento, del malestar (duḥkha en sánscrito, dukkha en pāli). Hemos perdido la «estancia». Pero hemos traicionado ya el lenguaje buddhista. No hay tal lugar, tal «estancia» —la «estancia» está vacía, no la hay—. El lenguaje buddhista empieza por dar expresión a esta experiencia radical que no es tanto de sufrimiento sino de insatisfacción. ¿Quién no la siente? Hay que eliminar este malestar sin recurrir a violencias extremas (la enajenación y el egocentrismo), esto es, siguiendo el camino medio para eliminar esta insatisfacción. Este camino medio no es ni la negación del ucchedavāda, o nihilismo (no existe ni el dolor ni nada más); ni la negación del śāśvatavāda, o sustancialismo (tanto el dolor como todo lo demás es sustancia real). Esta inquietud tiene su origen en la sed (tanha), el apetito, la ambición, el deseo.

Hay que eliminar todo deseo, pero siguiendo el camino medio y mediador que elimina la violencia de los extremos («que las cosas tengan ser y que las cosas no tengan ser»); es decir, ni apeteciendo ser ni no ser, ni matando nuestros deseos movidos por el mismo deseo de conseguir el bienestar ni accediendo a ellos por ver si se acallan. La lucha contra el deseo es otro deseo aún más pernicioso. Hay que acallarlo, silenciarlo. Entonces surge la aspiración pura de mi persona. El deseo es movido por un bien u objeto exterior, aunque esté solo presente en mi mente. La aspiración es el puro dinamismo de mi persona, sin adulterarlo con ningún otro motivo. Si me paro a observarme, si hago silencio en mi vida, si me purifico de toda ambición, incluso de la ambición de ser, descubriré que la tarea es tan sencilla como difícil.

Sin la meditación o contemplación, este camino ni siquiera se vislumbra. Entonces descubro que no se trata de salvar nada de lo que ahora pienso que soy, que no se trata de prolongar la existencia de ningún aspecto de mi ser, puesto que no hay ningún «mismo» (atta, ātman). Sabbe dhamma anattā, todo dharma es sin ātman, sin consistencia (ontológica), dicen el Vinaya y otros textos; todo afán por sustancializar el ser es inútil, porque no lo hay. Todo fenómeno es vacío (śūnya), es solamente en relación y dependencia (pratītyasamutpāda): puro dinamismo.

La «contingencia» es radical. Todo «Deber-Ser», en su sentido metafísico y no solo moral, es inconsistente, es una proyección de nuestra mente que no puede menos que pensar que el ser es aquello a lo que apunta mi mente que piensa que Debe-Ser. A esta experiencia del vacío total a la que me invita el Buddha podría llamarla «contemplación», que en la tradición buddhista suele llamarse iluminación o el despertar a la realidad —vacía—.

Pero no puedo limitarme a mera «teoría», a un simple ejercicio mental. No es lo mismo leer una receta que tomarse la medicina. De ahí la desconfianza en la mera especulación. No puedo perderme en «teologías ni filosofías»; he de recurrir a la práctica, a una práctica que surja espontáneamente de mi interior. He de ponerme en camino para liberarme de esta insatisfacción profunda, de este sufrimiento inherente a mi existencia. No se me descubre el camino sin la contemplación, pero esta no es tal si no va alimentada de la praxis. Son dos caras de la misma medalla. Esta es el «óctuple camino».

Aṭṭhangikamagga

La ambivalencia del pāli es exquisita: el camino (magga, mārga en sánscrito) es aṭṭhangata, la vuelta a la patria, al origen, al descanso, al nirvāṇa, es el camino para la extinción del mismo camino. El camino medio es el «óctuple sendero». Se trata de una vía armónica que mira a la armonía de la actividad humana, simbolizada en el mismo caminar meditativo de algunas escuelas. No puedo limitarme a una sola palabra, y así enumero unas cuantas equivalencias, prescindiendo de notas académicas. Pero necesitamos la polivalencia de las palabras para no encajonar la experiencia a una sola acepción. La palabra clave es sammā (samyak en sánscrito), que sugiere conexión, recto, adecuado, completo, acabado y, fundamentalmente, armonía y concordia; que huye por lo tanto de los extremos. La palabra inglesa same proviene de la misma raíz, así como en latín similis, simul, semel —con el prefijo sam (σύν) connotando con-junción—. El camino es un camino armónico que establece concordia en la actividad humana.

Este es, pues, «el noble sendero que conduce a la extinción del dolor»:

1. sammādiṭṭhi: recta visión, valoración perfecta, fe pura, intuición correcta, equilibrada, completa.

2. sammāsankappo: recta intención, pensar perfecto, voluntad pura, representación adecuada.

3. sammāvāco: recto discurso, palabra correcta, lenguaje puro.

4. sammākammanto: recta conducta, acción correcta, actividad armónica.

5. sammāājīvo: rectos medios de vida, género de vida correcto, medios puros de existencia, vida armónica.

6. sammāvāyāmo: recto esfuerzo, correcta aplicación.

7. sammāsati: recta consciencia (y conciencia), autoconocimiento puro, memoria no distorsionada.

8. sammāsamādhi: recta concentración, éxtasis puro, contemplación perfecta.

Este lenguaje no puede ser más claro. La raíz del dolor está en nuestro apego a la existencia, a nuestro ser. Hay, pues, que eliminarlo. No queda entonces nada. Es el camino de la nada que se va abriendo a medida que, siguiendo el óctuple sendero, nos adentramos en él. Me es dado eliminar mi contingencia. Es un camino de pura fe. Esto nos abre al nirvāṇa (nibbāna en pāli).

Nibbāna

Cualquier concepto o idea del «fin» último del hombre, del último estado de la realidad y estadio de la vida es pura imaginación y deforma la verdad. Quien tenga miedo a morir está apegado a su ego, por mucho que lo queramos revestir con argumentos racionales. La experiencia «buddhista» es radical. Postular que detrás o dentro de mí hay todavía algo «mío» (mi ego) que se salva es un subterfugio racional por miedo a la muerte. El nibbāna no es del individuo. El individuo carece de sustancialidad. El lenguaje sobre el nibbāna nos quiere decir que no hay experiencia de él, puesto que mancillaría su fuerza absoluta. No hay nibbāna pero nos damos cuenta de la realidad de su ausencia y, al mismo tiempo, de que la experiencia de este vacío es el fin de todo: no queda nada una vez que uno se ha vaciado de todo. No podemos distinguir el nibbāna de nada. De ahí la profunda intuición de que saṃsāra es nirvāṇa. Repito: no es que el nibbāna esté agazapado detrás del saṃsāra, detrás de este mundo, sino que no hay manera de separarlos. Podemos distinguirlos si apelamos a un tribunal ajeno a ambos que conceptualmente los discrimine. Este sería el papel de la razón. Pero nadie ha dado jurisdicción a este tribunal, salvo la misma razón, que se ha autoerigido en juez. Esto es lo que hace la razón instalada en el saṃsāra. En cambio, desde el nibbāna ni siquiera la distinción ocurre. Esta es la experiencia que tiene de sí mismo el místico como hombre «normal».

motivo

La experiencia de la Vida según el buddhismo podría reducirse a estas tres visiones: insatisfacción constitutiva, «trabajar en nuestra salvación con diligencia» y esperanza de un salto en el vacío. Entonces el camino es ya la meta. De ahí la paz (tradicional en el buddhismo) que irradia el Buddha.

5. EL LENGUAJE SECULAR

Debido a los avatares históricos de la cultura occidental de los últimos siglos, se suele caer en la confusión más que lingüística de equiparar lo restrictivamente «religioso» a lo sagrado, identificando lo «religioso» con lo confesional; es decir, la pertenencia a una institución determinada. Antes de este período, en Occidente, como ocurre en muchas culturas tradicionales, toda actividad tenía una dimensión sagrada. Debido al afán de la especialización y a la pretensión de las instituciones «religiosas» de dirigir la vida entera de los hombres, surgieron los movimientos de emancipación de las instituciones «religiosas» que habían monopolizado la dimensión sagrada de la existencia. Algo parecido, mutatis mutandis, ocurrió con la aparición del buddhismo en el seno de las religiones de la India. Este fue el origen de la laïcité que se popularizó después de la Revolución francesa. «Nous sommes des missionnaires laïques», había escrito ya antes Voltaire. Palabras que más tarde se identificaron con lo secular. En rigor, lo opuesto a lo sagrado es lo profano y no lo secular. Hay una secularidad sagrada, como he intentado explicar en otro lugar.2

Brevemente, hay una visión del mundo secular que es tan sagrada como cualquier otra visión estrictamente llamada «religiosa». Esta secularidad ve el saeculum, el siglo, la realidad material y por lo tanto espaciotemporal como realidad última y definitiva, y por lo tanto misteriosa, infinita, esto es, sagrada; y, yo añadiría, religiosa, puesto que las instituciones religiosas no tienen el monopolio de la religión. «Todo aquel que ha vivido según el logos es cristiano, aunque se le considere ateo», escribió el primer «filósofo cristiano», el mártir san Justino, en el siglo II.

Precisamente porque el lenguaje secular habla de este mundo como de algo último y definitivo, se percata de que no puede expresarlo adecuadamente: se encuentra con el misterio —con la mística, en último término—. Precisemos: que lo secular sea último y definitivo no significa que sea lo único último, definitivo. La realidad tiene otras dimensiones: las cosmoteándricas.

Tres símbolos pueden sernos útiles para describir este lenguaje:

La situación humana

Muy conscientemente empleo esta locución, que proviene de una etimología ambivalente y controvertida, que connota, por un lado, abandono, negligencia, desfallecimiento, y, por el otro, asentado, situado y también perdido en este mundo (situs, φθίνω [phthinō], kṣināti, etc.). Esta es la ambivalente situación del hombre, que por un lado se encuentra instalado y por el otro es provisional. El lenguaje secular no se refugia en la trascendencia, aunque tampoco se contenta con la inmanencia, con lo inmediatamente dado. Este lenguaje habla de desasosiego, cuando no de angustia y aun de desorientación, puesto que no hay una estrella polar que nos oriente. Si existe un Dios, este calla y «deja el mundo a las disputas de los hombres», como dice la misma Biblia, mostrando una indiferencia escandalosa. Acaso sea mejor negarlo, puesto que de lo contrario habríamos de declararlo un «Dios perverso». Precisamente porque no «hay» un consuelo exterior y trascendente la situación humana dejada a sí misma solo conoce «la ley de la jungla». Hay que recurrir al pragmatismo —y ponerle reglas—.

En los siglos pasados, el Progreso, esto es, la fe en un Futuro mejor, constituía el sustitutivo de un Dios al que, como al Futuro, tampoco vemos, pero al que por lo menos vislumbramos, a la vez que podemos «esperar» acercarnos a él. Pero el mito del Dios-Progreso se está derrumbando, por lo menos en una gran parte del mundo contemporáneo. La situación del mundo actual no permite creer en él. Hay que tomar en serio este mundo y ya no podemos creernos que sacrificando las generaciones presentes crearemos un futuro mejor. Los holocaustos no sirven.

Si el Pasado ha terminado ya y el Futuro es problemático y se presenta oscuro, «nosotros» no vamos a poder «disfrutarlo». Debemos, por lo tanto, concentrarnos en el Presente, debemos profundizar en él y en lo que pueda dar de sí. El lenguaje secular no es necesariamente pesimista; se confiesa realista, porque se resiste a manipular el saeculum en función de otro mundo hipotético, sea con trascendencia horizontal o vertical, de un futuro histórico o de un cielo escatológico. Este mundo es como es, y hay que aprender a vivir en él sin sueños alienantes que nos roban el interés y la energía para transformarlo.

Reducido el hombre a sí mismo, descubre dos tendencias: la intelectual, que lo empuja hacia lo desconocido, y la amorosa, que lo impele hacia la felicidad. Estos son los dos grandes símbolos del lenguaje secular.

Lo desconocido

No solo el mundo, también el hombre es un enigma; no conocemos sino una ínfima parte de la realidad. El campo de lo desconocido es poco menos que ilimitado, por mucho que hayamos ensanchado nuestros conocimientos —más en extensión que en profundidad—. No podemos saltar por encima de nuestros propios límites; pero al darnos cuenta de ellos, estamos ya afirmando que hay un algo desconocido allende la frontera de nuestros conocimientos. Son fronteras que estamos traspasando constantemente; pero parece que cuanto más avanzamos en los terrenos inexplorados, más se retrotrae el horizonte de lo desconocido.

El lenguaje secular es alérgico a traspasar las fronteras del mundo saltando por encima de ellas, volando hacia un cielo común y misterioso; no quiere el contrabando. Hay que caminar por la tierra con los pies en el suelo. Nuestro situs es la tierra, la situación humana. Pero lo desconocido acucia, y a veces perdemos la paciencia porque no podemos esperar la solución a la respuesta en un futuro que personalmente no alcanzaremos, o que simplemente no llega. Yo puedo esperar a conocer la naturaleza de la electricidad como la humanidad ha esperado durante siglos para ver lo que había en la otra parte de la Luna; pero no puedo esperar a conocer todos los efectos de mi acción y los resultados de mi conducta para decidirme a tomar una determinada decisión. ¿Puedo decidirme racionalmente sin saber si mi acción producirá buenos o malos resultados, acaso incluso para mí mismo? ¿Qué es eso del bien y del mal? Aquí nos tropezamos con el misterio. Y el misterio no tiene respuestas. En otras palabras, el lenguaje secular podrá no ser un lenguaje religioso en el sentido restringido del vocablo; pero no deja de ser por eso un lenguaje místico: instinto, confianza, consciencia... son otros tantos vocablos que exigen un tercer ojo para ser operativos.

Precisamente porque somos de este mundo y nuestro mundo es (también) nuestra patria, no podemos abandonar nuestra racionalidad; y aquello de lo que no podemos dar razón nos escandaliza. Exigimos respuestas racionales y no las encontramos; por lo tanto, tenemos que construir postulados gratuitos y no demostrados para poder luego deducir racionalmente nuestra visión del mundo. En una palabra, no podemos eliminar lo dado, lo gratuito, el misterio. Y ello aparece más claramente en el siguiente apartado.

Felicidad

«Sapiens beatus est» (El sabio es feliz), dijo Cicerón explicitando una idea poco menos que universal. Algo innato en el hombre lo impele hacia la felicidad sin necesidad de saber previamente lo que es, aunque pronto se descubre que la satisfacción de nuestros impulsos primarios no la produce necesariamente. Nos percatamos lentamente de que solo el amor satisface nuestro dinamismo hacia una plenitud que constantemente se nos escapa. Esta ansia de felicidad es sed de infinito. Y lo infinito no se consigue nunca —lo volveríamos finito—.

Los sinónimos de felicidad se cuentan por docenas prácticamente en todas las lenguas: gozo, dicha, placer, alegría, satisfacción, euforia, júbilo, etc. Cada palabra con sus connotaciones y sus etimologías iluminantes. Escogimos «felicidad» por su relación con fecundidad y frutos; esto es, por expresar la plenitud y, por lo tanto, la perfección de la persona, sin especificar lo que es ni dónde se encuentra, sino solo en cuanto algo que, venga de donde viniere, surge de nosotros mismos, es también nuestro fruto. Feliz es quien produce fruto, aquel cuya vida es colmada, plena. La felicidad puede ser un don, puede venir de fuera, pero debe igualmente surgir de nuestro interior, debe colmar nuestro ser. Este anhelo es constitutivo del hombre. Hay en nosotros una sed de felicidad.

No nos contentamos con proyecciones gratuitas de deseos insatisfechos. Nuestro lenguaje tropieza constantemente con el enigma del universo, y las palabras enigmáticas recubren con los mismos vocablos lo que quieren decir, son literalmente enigmas. El sentido del misterio es inherente al lenguaje secular. Llevado a su último término, es un lenguaje místico.

Dejemos de nuevo la palabra a un poeta, Nietzsche en este caso:

Schild der Notwendigkeit!

Höchstes Gestirn des Seins!

– das kein Wunsch erreicht

– das kein Nein befleckt,

– ewiges Ja des Seins,

– ewig bin ich dein Ja:

– denn ich liebe dich, o Ewigkeit!

¡Escudo de la necesidad!

¡Máxima constelación del Ser!

– que ningún deseo alcanza

– que ninguna negación mancilla,

– eterno Sí del Ser,

– eternamente soy tu Sí:

– pues yo te amo, ¡Oh Eternidad!

O, como le hace decir a Zarathustra:

O Mensch! Gib acht!

[...]

Die Welt ist tief,

und tiefer als der Tag gedacht.

Tief ist ihr Weh –,

lust – tiefer noch als Herzeleid:

weh spricht:Vergeh!

Doch alle Lust will Ewigkeit –,

– will tiefer, tiefer Ewigkeit!

¡Oh hombre! ¡Presta atención!

[...]

El mundo es profundo,

pensado más profundo que el día.

Profundo en su dolor –,

placer – más profundo que el dolor del corazón:

el dolor dice: ¡pasa!

Pero todo placer quiere eternidad –,

más y más profunda eternidad.

motivo

La experiencia secular de la Vida toma este mundo muy en serio y reacciona en contra de «escapismos» y de consolaciones gratuitas; es realista porque acepta lo dado como real, y es heroica porque afronta la contingencia con dignidad.

El hombre secular quiere instalarse en este mundo, pero se da cuenta inmediatamente de que todas las estructuras se le escapan; es realmente secular, esto es, temporal, y como tal no quiere perder el tiempo; pero este se le escapa y no puede detenerlo. Lo quisiera perforar y se encuentra con el misterio, con la mística.

6. EL LENGUAJE CRISTIANO

Los lenguajes anteriores, excepto para algunos de sus representantes, no suelen tener una pretensión exclusiva de verdad. Es cierto que algunas expresiones místicas dan la impresión de que sus respectivas descripciones son superiores o que incluyen a las demás, pero generalmente no pretenden ser exclusivas. Por el contrario, el lenguaje cristiano da a menudo la impresión, sobre todo en sus teóricos, de pretender ser el único completamente verdadero. De ahí que sea oportuno clarificar la cuestión.

La cuestión es legítima, y es además reveladora, pues muestra ya su dependencia de la cultura desde la cual surge. Se estudia, en efecto, la diferencia específica de la mística cristiana como sinónimo de la esencia de la mística, lo que supone una forma de pensar particular, a la que hemos hecho alusión. «¿Y este, qué?», preguntó Pedro a Jesús resucitado, refiriéndose a Juan, pidiendo ya diferenciaciones. «¡Y a ti, qué!», fue la respuesta tajante del Maestro.

Desde el punto de vista de la cultura occidental, la esencia de la mística sería lo específicamente místico y su esencia cristiana sería el contenido de verdad de la cosa; verdad específica identificada con verdad genérica, puesto que no puede haber dos verdades. Si se pregunta por la esencia de la mística cristiana se entiende que se pregunta por la verdadera mística, por su esencia. La mística cristiana sería entonces mística verdadera. Pero cabe preguntar: ¿hay otras místicas igualmente verdaderas? Si se responde sin conocer los límites de la pregunta, se cae en el malentendido crónico del diálogo interreligioso, en especial el del cristianismo con las demás religiones, ya que la pretensión de verdad del cristianismo no puede menos que aparecer como pretensión de universalidad y, por lo tanto, como ejemplo flagrante de imperialismo religioso —como más de una vez ha ocurrido, especialmente cuando el encuentro ha prescindido de su dimensión mística—. La pregunta por la esencia de la mística cristiana bajo este presupuesto significaría preguntar por la mística verdadera, de manera que lo que no fuera mística cristiana no sería verdadera mística —conclusión que ha sido defendida por una cierta teología—. De ahí la importancia de la interculturalidad y la trampa del multiculturalismo, pues se cae entonces en el relativismo.

Repito: si por mística cristiana se entiende su interpretación específicamente cristiana, la cuestión se desplaza a preguntarse por la validez de las otras interpretaciones. Si se contesta negativamente, caemos en la absolutización de una sola respuesta que pretende ser válida para todas las culturas en virtud de un a priori no reconocido como tal por las otras culturas —con lo cual deja de ser un a priori válido—. Si contestamos afirmativamente parece que relativizamos la experiencia cristiana a una de tantas, en contra de la autocomprensión del mismo cristianismo que se cree «universal» (católico).

No podemos soslayar el problema, so pena de acentuar aquellas tensiones entre religiones (que no pueden ni deben desligarse acríticamente de sus respectivas culturas) y con ello contribuir a la falta de paz en el mundo. Pero la cuestión es además políticamente importante, puesto que la pretensión de universalidad que el mismo cristianismo empieza actualmente a plantearse más críticamente se ve ahora sustituida por la agresiva pretensión de universalidad de la cultura tecnocientífica moderna. ¿No será que lo que fue un mythos cristiano es ahora el mythos científico moderno? ¿No se habla de «Desarrollo» y «Democracia» e incluso «Ciencia» como valores (mythoi) universales?

Si la esencia de la mística cristiana no es su diferencia específica, sino lo que la hace auténticamente mística, entonces sus características serán las de toda mística auténtica, aunque con acentos más o menos particulares o distintivos; y, sobre todo, con un lenguaje específicamente diverso, pero un lenguaje particular al fin y al cabo.

El precio de la verdad se paga con la renuncia a pretender que sea propiedad privada; esto es, específica, exclusiva; o, como dice un Padre de la Iglesia latina, corroborado luego por santo Tomás: «Omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est» (Cualquier verdad, quienquiera la diga, proviene del Espíritu Santo). Pero cualquier formulación de la verdad es contextual. A la pregunta polémica de Pilato sobre la verdad, contestó Cristo con el silencio.

De hecho, las distintas interpretaciones de la mística se encuentran coloreadas por el lenguaje que les ofrece su marco cultural. De ahí que sea oportuno volver a formular la experiencia con el lenguaje cristiano de nuestros días. Pero el problema persiste. ¿Qué significa «lenguaje cristiano»? ¿Los lenguajes de los autores cristianos? ¿Quiénes, dónde y cuándo?, puesto que son muy distintos. El lenguaje de un Karl Barth no es el de un Evagrio Póntico. Más aún, la ironía del Espíritu Santo se ha cuidado muy mucho de que no conozcamos el lenguaje de Jesús el Galileo, no sea que convirtiéramos su mensaje en una «religión del libro», como apunta, entre otros, Tomás de Aquino, aduciendo los motivos por los que Jesús no dejó nada escrito (para que no olvidáramos la experiencia mística). Es precisamente la mística la que nos dirá que toda religión es una religión de la palabra viva y no de la letra escrita, que, sola, mata.

Puntualicemos: la cuestión no versa sobre la experiencia mística, sino sobre la formulación cristiana de tal experiencia. Según lo dicho en un sūtra anterior, no tiene sentido calificar la experiencia (e) con ningún adjetivo. Lo que sí tiene sentido es intentar recorrer el camino inverso y examinar si una cierta interpretación es coherente con lo que la tradición cristiana ha entendido como tal (E). Pero, a no ser que encerremos la tradición en una nevera doctrinal a baja temperatura para que no se corrompa, no podemos decidir si la formulación de la experiencia cristiana debe ser siempre forzosamente la misma. El Espíritu no solo «renueva la faz de la tierra» sino que lo hace todo nuevo —también el cielo—.

En resumen, la cuestión sobre la mística cristiana es legítima en cuanto se dirige a mi interpretación, y no debería esquivar la cuestión parapetándome en una respuesta colectiva. En primer lugar porque esta respuesta colectiva no existe. En segundo y principal lugar, porque la interpretación de la experiencia cristiana no es la fe experiencial de la que trata la mística. La experiencia mística es ciertamente una experiencia de fe, pero esta no puede identificarse con su interpretación, como ya muy bien reconoció una autoridad como santo Tomás cuando escribió repetidamente que «actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem» (el acto del creyente no versa sobre [termina en] el enunciado [la fórmula], sino [en] sobre la cosa). En tercer lugar, porque la experiencia de la fe es lo más íntimo del hombre y de internis non judicat Ecclesia (de los actos internos la Iglesia no juzga). La fe en cuanto experiencia no es hermeneutizable: no hay interpretación de la fe, y sí solamente de su traducción, que requiere un criterio interpretativo y un lenguaje común.

Tratándose de experiencia deberé, pues, hablar, como en los lenguajes anteriores, de mi experiencia personal, que no significa individual. Y por eso puede ser participada, y en cierta manera comunicada, aunque sea solo por resonancia.

motivo

El símbolo de la mística cristiana puede recapitularse en una sola palabra: Jesucristo. No digo solo Jesús ni exclusivamente Cristo. Me refiero a la experiencia de toda la realidad, vista en y a través de la experiencia de esta figura histórica y transhistórica que se llama Jesucristo: hijo del Padre e hijo de María, Dios y Hombre —en unidad adual—.

motivo

Reduciría también a tres los símbolos del lenguaje cristiano: al decir que son símbolos no niego que sean también hechos, y hechos históricos, pero no los reduzco a tales. La Encarnación, por ejemplo, ha sucedido en el tiempo, pero no es un hecho exclusivamente temporal. La mística, lo insinuamos ya, nos libera del reduccionismo espaciotemporal.

Ya san Juan nos dice que «oyó y vio lo que era desde el principio», traspasando el tiempo y el espacio con su experiencia. Es obvio, además, que la interpretación de mi experiencia tiene que atravesar una lente de veinte siglos de espesor, aunque los cristales se forjaron milenios antes. Pero la experiencia rinde transparente esta lente; de lo contrario no sería experiencia, sería ver la lente (y lo que en ella se refracta o refleja) y no la realidad, aunque no por ello elimina la lente en mi lenguaje.

Encarnación

La fons et origo totius divinitatis, la fuente y origen de toda la realidad (como podría interpretarse la expresión de varios concilios toledanos), en el mismo acto de engendrar a su icono (que unos llaman logos y otros Hijo, a la par que con otros nombres en otras tradiciones), «crea» el cosmos, se manifiesta en la historia y se encarna en un hombre que la tradición llama el segundo Adán (el Hombre primordial que era antes de Abrahán), cuya función es «completar» la obra divina (opus creationis) en el tiempo y en el espacio para la culminación de la aventura de la realidad (opus restaurationis), que algunos llaman redención y otros prefieren llamar divinización, glorificación, o con otros muchos nombres.

Durante el tiempo de esta aventura le está dado al hombre «ver» la realidad total en este logos, encarnado en el seno de una mujer que dio a luz a Jesús hace un par de milenios. Esto no debiera crear ninguna dificultad a los griegos, que descubrieron que el hombre es un microcosmos; ni a los hindúes, que escuchan en su śruti que el puruṣa u hombre primordial es toda la realidad; ni a los buddhistas, que creen en la naturaleza búddhica de todo; ni a los taoístas, que proclaman que el dao es omnipresente, ni a las culturas africanas, que no son individualistas. La única dificultad está en el pensar analítico individualizado que ha conseguido el rigor del pensar conceptual al precio de dejar atrofiar el pensar simbólico. Esto no es una digresión, sino una aclaración del lenguaje de la experiencia, que utiliza las palabras como símbolos y no exclusivamente como conceptos. No puede creerse en la Encarnación de Dios en el hijo de María si no se la ve como la «revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos», según la Carta a los romanos (Rom 16,25).

La formulación de Tanabe, un filósofo de la escuela de Kioto, acaso aclare lo que intento decir: «fe racional no significa una fe basada en la razón, sino fe mediada por la razón», en cuanto intelecto.

La experiencia completa de Jesucristo es la que lleva a descubrir la verdad de lo que afirma la tradición cristiana (en palabras de Tomás de Aquino), que por un solo y mismo acto Dios crea el Mundo y engendra el Verbo —como acabamos de exponer—. La trascendencia solo se puede experimentar desde la inmanencia, y la inmanencia solo se experimenta como tal bajo el trasfondo de la trascendencia. Las dos experiencias son correlativas; es una experiencia adual.

En la experiencia de la realidad de Jesucristo se intuye que Dios y el Cosmos no son dos cosas, dos seres. Jesucristo no podría ser entonces plenamente hombre y totalmente Dios. La experiencia de Jesucristo nos descubre que existe un Hombre real, que es a la vez Cuerpo (Materia), como yo soy, y divino (Espíritu), como yo aspiro a ser. Es la experiencia de que Dios es humano y el hombre es divino, aunque aún ha de llegar a serlo, no por mera participación, sino por comunión (κοινωνία, koinōnia) con la naturaleza divina, como dice san Pedro.

Dios y el cosmos no son uno (una cosa), pero tampoco son dos (dos seres). Lo que los distingue es el intelecto y lo que los separa es el tiempo —hasta que Dios sea «todo en todos» (y aún entonces perdura la cicatriz de la temporalidad)—. En este intervalo no solo hay «desterrados hijos de Eva» sino también alejados hijos del Padre. Más aún, hay «los hijos de la perdición», puesto que la aventura teo-antropo-cósmica no es automática: es libre. Se descubre el Abismo y la Plenitud, se sufre la Ausencia y se goza la Presencia simultáneamente; «simul iustus et peccator» (al mismo tiempo justo y pecador), decía Martín Lutero, aunque en otro contexto.

La Encarnación no es solo la divinización de un hombre (y con ello de todo hombre) sino también la humanización de Dios (y con ello de todo lo divino). No se podría ver esta perichōrēsis, si no se hubiera descubierto la Trinidad. Por eso, viendo al «Hijo del Hombre» se puede ver al Padre (del hombre). No son uno, puesto que son distintos y la distinción es real; no son dos, puesto que no «son» el uno sin el otro: son en polaridad constitutiva. Es la visión adual o advaita tantas veces traída a colación. «El que me ve a mí ha visto al Padre», a pesar de que «a Dios (como ente separado) no lo ha visto nadie». Un Padre que no sea padre es una abstracción. Un Dios que no sea Hombre no existe; y apelo a los concilios (para los escrupulosos) y no solo a los místicos. Pero análoga y simultáneamente, quien no ve al Padre no ha visto a Jesucristo: lo confunde con un simple mortal. Pero no podemos pararnos ahí. Quien ve al Padre en Jesucristo y a Jesucristo en el Padre, no ve a un Dios separado que es al mismo tiempo hombre (Dios no tiene partes), ni a un hombre separado que al mismo tiempo es Dios (Cristo no es esquizofrénico: mitad humano y mitad divino). Quien no ve al Padre en Cristo, no puede ver a Cristo en quien «tiene sed y va desnudo». La visión adual cristiana no ve a un Dios fuera de Cristo ni a un Cristo fuera de Dios; no ve una Materia que no sea divina, ni a un Dios que no sea corporal, aunque no confunde las tres dimensiones de la realidad: la experiencia cosmoteándrica es la traducción actual de la Trinidad radical que la tradición ha llamado Padre, Hijo y Espíritu (donde el género no significa sexo).

La frase patrística de que Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios no es una metáfora piadosa, sino una interpretación rigurosa de lo que se dice en el Prólogo de san Juan y de la unánime tradición cristiana. Dios no se hace, sino que es Hombre y nos da a cada uno de nosotros la posibilidad de llegar a ser lo que aún no somos. Es el misterio del tiempo.

Cruz

No voy a repetir ni a resumir las ideas de un libro, escrito en 1948, que con el título de Mysterium Crucis espera aún su kairos para ser publicado, sino que solo voy a centrarme en nuestra problemática, que versa sobre el lenguaje como expresión de la mística cristiana.

El enigma de la Vida sigue siendo inexplicable, pero encuentra un símbolo: Jesucristo. En este aparece también la presencia del «maligno» y no solo la «plenitud de la Divinidad». El Mal es incomprensible, pero tampoco es comprensible el Bien. El Mal es opaco y no se lo puede comprender, pero el Bien es deslumbrante y tampoco se lo puede aprehender; el dolor embrutece, pero también purifica; el gozo ennoblece, pero también degrada. La realidad es incomprensible, pero la tenemos delante. El lenguaje cristiano no puede eludir el hablar de la experiencia de la Cruz, del Bien y del Mal, del placer y del dolor, de la alegría y de la tristeza, de la humildad y del orgullo, de la ternura y del desprecio, de la reconciliación y del pecado. La experiencia de la Cruz es una experiencia de muerte y de resurrección, de desespero y de esperanza. La palabra clásica, que los Veda me han ayudado a comprender, es la del Sacrificio como intercambio («comercio», dice la liturgia latina) entre la Divinidad y la Humanidad por medio de la inmolación de la vida para su resurrección, que en el plano físico se llama transformación de la energía, en el plano biológico, la ley de la evolución y en el plano teológico, la Eucaristía (salvadas todas las distancias). La Cruz, escribí hace más de medio siglo, no es símbolo ni de dolor ni de muerte, sino de la inmolación de la Vida, que es lo que llamé la Cruz en la Trinidad. «Nadie tiene más amor que quien da la vida por sus hermanos».

La primera visión (la Encarnación), un tanto idílica, muy cósmica, pero ciertamente misteriosa, se ve compensada, contrarrestada y a menudo contestada por la experiencia de la Cruz. La Cruz nos hace vivir la condición humana en toda su crudeza hasta la muerte y en toda su gloria hasta la Vida, revelándonos que «la condición humana» es también la situación divina. La experiencia de la Cruz incluye no solo el cuerpo, fuente de placer y de sufrimiento, «cuerpo de muerte» y de resurrección, sino que también incluye la experiencia de mi contingencia: que no me sostengo a mí mismo sino que me apoyo en lo Infinito (divino), aunque sea en un solo punto tangencial (contingencia). En esta experiencia descubro que no estoy solo; el quejido y la risa, la tristeza y el gozo me hacen abrir los brazos a los demás. Pero estos no me satisfacen, ni en lo positivo ni en lo negativo. Aspiro también a abrirme a una trascendencia vertical. Pero esta no responde, guarda silencio, no me ayuda, me siento abandonado. Entiendo el grito de desesperación de Jesús en su dialecto nativo, que los presentes no entendieron. Le sale de lo más profundo de sus entrañas: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y aquí, a diferencia de otras ocasiones, este «su» Dios calla, lo abandona.

Escribo mi experiencia sin elucubraciones exegéticas. Yo siento en este grito la última liberación de Jesús. Hasta entonces era un judío que hablaba preferentemente a sus hermanos hebreos, y por lo tanto con el lenguaje de su tradición. Había confiado en Yahvé, y ahora Yahvé lo abandona. En este último momento, también Jesús se deshace de él, ya no clama a Yahvé, y remite su espíritu a su Padre, que es la Fuente, el Origen, el Silencio. Es significativo que un «pagano», el centurión romano, parece haber comprendido que realmente aquel hombre era «Hijo de Dios» —de un Dios que para el centurión ciertamente no era Yahvé—. Y en aquel momento el «velo del Templo» de la antigua Alianza se rasgó. Muere Jesús y resucita Jesucristo. No son los «cristianos» solos quienes descubren a Jesucristo.

No creo que mi interpretación sea un subterfugio para no excomulgarme de aquella Iglesia, «creada antes que el Sol y que la Luna», para citar la voz de la tradición patrística que hablaba del «misterio cósmico de la Iglesia» hasta el Vaticano II, que la describe como «el misterio del mundo» (sacramentum mundi). No necesito apoyarme en la llamada teología apofática, ni en místicas orientales para formular mi experiencia, que no presento como la única interpretación del «Dios» de Jesucristo. Pero no puedo esconder una triple sospecha. La primera, que se hubieran evitado muchos sufrimientos debidos a la ausencia y el silencio de Dios por parte de nuestros místicos occidentales, aunque ello no quita que los hayan transformado en purificación. La segunda, que acaso esta experiencia de un Dios monoteísta, no solo «abscóndito» y «silente», sino inexistente en cuanto sustancia individual, podría ser un puente hacia otras espiritualidades no abrahámicas. Ni que decir tiene que la Trinidad no es trinitarismo ni politeísmo. La tercera sospecha es que, de haber reconocido la novedad radical histórica (no solo mística) de Cristo, a quien los judíos condenaron justamente según su Ley, la plaga infame de la historia cristiana, el antisemitismo, no hubiera aparecido con la virulencia con que se manifestó. Es irritante para los judíos sentir decir que son los meros precursores de una religión que llega a su perfección en otra.

Al afirmar que la Cruz es un símbolo esencial del lenguaje cristiano apuntamos al «trastrueque de valores» (Umwertung aller Werte) que este lenguaje representa. Cruz, no como símbolo de dolor o de derrota, pero tampoco de placer o de victoria, sino como lenguaje de transformación y de superación de las categorías históricas en las que sobre todo el Occidente moderno suele enjuiciar la «condición humana». Y a esto dedicamos nuestro tercer símbolo.

Resurrección

La Cruz se interpreta demasiado a menudo como dolor y muerte, pero es también camino de resurrección, como canta la liturgia latina precisamente en tiempo pascual: Cristo «mortem muriendo destruxit», para añadir acto seguido: «et vitam resurgendo reparavit» (muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida). No se trata, evidentemente, de una causalidad física, sino de una perichōrēsis, de una correlación constitutiva de toda la realidad. Si mi vida es un sacrificio, en su sentido real y tradicional, muriendo resucitó y resucitando restauró la calidad de la vida: transformó la vida biológica en una vida más plenamente humana, esto es, divina (sin dejar por eso de ser humana). Hay una perichōrēsis, tanto humana como cósmica, y no solo «intratrinitaria». En la Trinidad radical no hay interior ni exterior, puesto que ella lo abarca todo, como he intentado explicar en otros lugares.

Acaso pudiera formular la experiencia de la resurrección con otros dos textos litúrgicos. Me sirvo de estos dos textos porque en ellos encuentro formulada mi experiencia, pero me abstengo de exégesis escriturística. El primer texto es la revelación del ángel a las mujeres que buscaban a Jesús en el sepulcro: ἠγέρθη, οὐκ ἔστιν ὧδε (ēgerthē, ouk estin hōde); «surrexit, non est hic» (ha resucitado, no está aquí), no está aquí, ni allí, ni en ningún aquí ni allí; no es localizable, no se le puede encontrar en ningún lugar. «¿Dónde te escondiste?», lloraba la Magdalena y cantaba Juan de la Cruz.

Me hubiera sentido desorientado, por no decir desesperado, como las mujeres que huyeron despavoridas del sepulcro, a no ser de haber ido al cenáculo, al Templo y haber oído en primera persona (y no en la narrativa del ángel en tercera persona), esta vez en la Liturgia: «surrexi, et adhuc tecum» (he resucitado y todavía [estoy] contigo). No lo encontraré fuera; está dentro, vive dentro, como las Escrituras afirman y tantos místicos repiten. Se escondió en lo más hondo de mi corazón. Angelus Silesius escribió, formulando poéticamente una imagen corriente:

Wird Christus tausendmal zu Bethlehem geboren

und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verloren.

Aunque mil veces en Bethlehem, pero no en ti,

hubiese Cristo nacido, eternamente quedarías perdido.

No me tienta ninguna interpretación gnóstica de la Resurrección; no estoy tampoco ahora interesado en interpretar lo que le pasó al cuerpo de Jesús, sino en entender mi resurrección —aunque creo que tiene que ver con la suya—. Si la fiesta cristiana de Pascua celebra la suya, la de Pentecostés celebra la nuestra. Las fiestas cristianas son más que una mera conmemoración; son una re-actualización. La liturgia no es mera ceremonia. Insistentemente durante su vida terrestre nos dijo: «Permaneced en mí como yo en vosotros». No se iba «al cielo», y cuando los discípulos le dijeron: «Quédate con nosotros, que es tarde», se quedó con ellos —en su interior—. Por eso desapareció de su vista. El tercer ojo nos descubre su Presencia.

Describir una experiencia de resucitado no es cómodo. Parapetarme en san Pablo cuando dice que no vive él, sino Cristo en él, o glosar el misterio de la Eucaristía quizá sea la forma más discreta de expresarlo; pero toda palabra desvela tanto cuanto vela. Puntualizo: no podemos hablar de una experiencia después de muerto si el «después» es un tiempo lineal. No tengo experiencia alguna después de la muerte; sí tengo, en cambio, experiencia de la resurrección. ¿Qué quiere decir si no san Pablo cuando escribe, recordando a Isaías: «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos (ἀνάστα, anasta) y brillará sobre ti Cristo» (επιφαύσει σοί [epifausei soi], illuminabit tibi, traduce fielmente la Vulgata, «te iluminará»)? Acaso se pueden mencionar tres puntos sin faltar a la discreción:

a) La experiencia de la resurrección no es la experiencia de una vida, propiedad privada —de mi bios—. La vida de resucitado no es mía, no es mi vida; es experiencia de Vida, de aquella Vida que es y que era desde el Principio, que simplemente vive, que palpita en toda la realidad y en la que yo entro en comunión por convivir con esta Vida (ζωή, zōē). Esto implica (exige) haber muerto al ego, haber dejado morir el egoísmo, con todo lo que ello comporta. Se vive esta Vida en la medida que uno va muriendo a este sí-mismo que no soy yo-mismo. Sin muerte no hay resurrección, y la resurrección lo es a la Vida. Esta experiencia de la Vida es la «vida eterna» de la que habla Cristo (ζωή [zōē], no βίος [bios]). Hay que «perder la vida», el alma (ψυχή, psychē), para resucitar. No es una ilusión ni una vida para luego; es la plenitud de la Vida: «He venido para que tengan Vida (zōē), y la tengan más abundante (περισσόν, perisson)» que la meramente biológica. Mi vida de resucitado no es una segunda vida, no es una re-encarnación en otra persona, no es otra vida (non alia sed altera), sino que es la vida que me está dada de vivir en lo que he llamado la tempiternidad. Se experimenta la tempiternidad cuando se vive la «vida eterna» en los mismos momentos temporales de nuestra existencia. No es una vida ni después del tiempo ni fuera del espacio, pero no se agotan en ella los parámetros espaciotemporales. Cuando estos momentos temporales, sin dejar por eso de ser temporales, se «revelan» «eternos» se empieza a vivir la vida eterna que es la vida resucitada. No olvidemos que eterno no significa perdurable. La eternidad no dura, no es perdurable. No olvido tampoco que estoy describiendo el introito a la vida eterna y su «potencialidad obediencial» en todo ser humano. Son momentos intensos que no se ansía repetir ni prolongar, pues son inconmensurables con la temporalidad. Son momentos temporales que han como horadado el tiempo y se viven en plenitud en otra dimensión: es la experiencia mística del momento. No son momentos necesariamente extáticos ni tampoco rigurosamente «excrónicos», pues se viven en el tiempo: son tempiternos, que pueden ser más o menos intensos y más o menos conscientes, pero están abiertos a «todo hombre que viene a este mundo» (aunque no todos están dispuestos a recibir la luz). «Pero a todos los que la reciben se les da la potestad de ser hijos de Dios». Ni que decir tiene que hay una equivalencia homeomórfica entre «resucitado», «iluminado», «realizado» y similares. El optimismo cristiano es poco menos que un dogma, escribí hace medio siglo —en lenguaje de aquel tiempo—.

b) La vida del resucitado no significa vida perfecta. Debo tratar de eliminar mis imperfecciones, y no soy impecable; experimento la Vida divina, participo en ella, pero no dejo de ser el hombre que soy con todos los defectos y debilidades. Esto no mengua que haya dicho «Vida divina» porque Dios es también igualmente hombre, y participa en mi vida humana. El resucitado se reconoce pecador, pero se sabe perdonado y sabe también que aún no se ha manifestado plenamente lo que será, parafraseando a san Juan. Por eso, a pesar de sus faltas y limitaciones, el resucitado goza de una paz profunda y experimenta que el Espíritu (que es el perdonador y el dador de paz) está con él.

No se malentienda; la vida del resucitado no es una segunda vida, un aditamento a nuestra vida humana. Afortunadamente se ha superado la dicotomía «natural-sobrenatural». Podríamos decir, sencillamente, que la vida del resucitado es la vida de no seguir al cuerpo o al alma, sino de seguir al espíritu, que naturalmente no existe desconectado del cuerpo ni del alma. En una palabra, la que aquí llamamos vida de resucitado es la vida plenamente humana, en toda su riqueza y ambivalencia.

c) La experiencia de resurrección elimina el miedo a la muerte, y este es posiblemente su aspecto más visible, puesto que este miedo no puede superarse con la sola fuerza de voluntad. Pero se trata de algo más que de una inmortalidad platónica. Yo sé que soy mortal, y no me consuela saber que tengo un alma inmortal si luego voy a separarme de ella. Tampoco me satisface creer que resucitaré después de la muerte o acaso en un último momento, que no podré ya experimentar. La experiencia de la resurrección, en cambio, es aquí y ahora —en la tempiternidad—. El resucitado vive la novedad de la vida en cada instante. No se aburre; ni tiene el nerviosismo del tiempo que se le escapa. ¿No es esta la obra del Espíritu que «hace nuevas todas las cosas»? (Ap 21,5). La resurrección es un acto constantemente renovado. Si se muere diariamente, como dice el Apóstol, también se resucita en cada momento. La experiencia de la creación continua y, más aún, la de la Encarnación continua, lleva consigo la de la resurrección en cada instante. Tal vez el buddhismo nos ayude a comprenderlo mejor. La muerte no da miedo, porque no es. Acaso la visión de las Upaniṣad nos permitiera también expresarlo de otra manera complementaria; pero no debo ahora sacar a colación la sabiduría de otras tradiciones.

7. EL METALENGUAJE MÍSTICO

Resumiendo, el centro de gravedad del lenguaje hindú es lo divino, el del buddhista el hombre, el del secular el mundo, y el del cristiano, Cristo, el Hombre-Dios.

Se me dirá que me facilito las cosas dando mi interpretación personal a estos lenguajes. Acepto la observación, pero añado que la interpretación es legítima y que no violenta las intuiciones fundamentales de las respectivas cosmovisiones. El lenguaje es eminentemente personal.

Hemos dicho ya que no hay un lenguaje místico porque toda experiencia mística se expresa en la lengua de la cultura que le sirve de marco, proporcionándole el medio para expresar la experiencia particular del místico, y condicionando por lo tanto su lenguaje. Hemos dicho también que el místico vive el lenguaje a la vez como el medio, el instrumento y el obstáculo que le sirve y le impide expresar lo que desde el principio se descubre como inefable pero que, a falta de otro medio, no tiene más remedio que servirse de él, añadiendo acto seguido que no es lo que quiere o quisiera decir. Pero esta misma expresión no es completamente correcta, pues la voluntad (el querer verbalizar) tampoco es el medio adecuado para comunicar aquello que, por principio, se reconoce inefable. El silencio sería su medio adecuado. Pero también el silencio es relación y no lo es en sí mismo, análogamente a como la luz no es luminosa. El silencio es siempre silencio para alguien. El silencio místico es un silencio humano. El silencio es algo más que ausencia de ruido: es ausencia de palabra; el silencio es como los monjes del primer saṇgha respondieron a los sermones del Buddha, según la tradición, para expresar que lo habían entendido. Sin interrogación exterior o interior, no hay silencio, pero, también, viceversa; si no hay silencio, matriz de la palabra, la palabra no es humana, no hay palabra. Por eso el lenguaje místico es esencialmente simbólico: vela y revela a la vez. Ya dijimos que el símbolo solo es símbolo cuando (nos) simboliza, esto es, cuando se ha creado un espacio silente en el que participan el símbolo, el simbolizante y lo simbolizado. El símbolo es y no es «la cosa»; es la vestimenta de «la cosa», que no es expresable en su desnudez total, pero que no tiene otro medio mejor para comunicarse que revestirse de palabra. El hombre, después de todo, es esencialmente homo loquens, de ahí que con la palabra trascienda la palabra, y solo la entienden aquellos que la saben retraducir a su propia experiencia con la consiguiente transformación que toda traducción trae consigo. Pero incluso una mirada, un beso o un abrazo necesitan ser entendidos y por lo tanto pasar por el tamiz de la inteligencia que los interpreta a su manera. Según una tradición posiblemente tardía, cuando el Buddha mostró una flor delante de la asamblea, solo su discípulo predilecto Māhākaśyapa lo entendió; los otros no y nació entonces el zen. Cuando se nos pregunta por el sentido del acto, debemos nuevamente limitarnos a nuestra interpretación, como cuando queremos explicar el sentido de una palabra. La palabra es primordial, como magníficamente escribió Bhartr.hari. Incluso cuando reportamos interpretaciones ajenas, las estamos re-interpretando nosotros. No podemos saltar por encima de nuestra condición humana. Es cierto que solo un místico puede entender a otro místico, pero acaso un tercer místico lo entendería de manera diferente. No podemos eliminar la interpretación. Como dice el Ṛg-veda:

Lo que soy yo no lo sé,

camino solitario bajo el peso de mi mente;

cuando el Primogénito de la Verdad se acerca,

se me revela entonces en la misma Palabra.

... aquella palabra que era en el Principio.

Dicho de otra manera: no hay una sola clave hermenéutica para entender el lenguaje místico. No hace falta. Esto nos lleva a repetir lo que suele decirse: el lenguaje místico es un metalenguaje. Pero aún así debe utilizar palabras, y las palabras son tales dentro de un universo lingüístico particular. Pero no la Palabra, que es la matriz del universo, como afirma un Veda.

Acabamos de decir que el lenguaje místico es un lenguaje simbólico que nos envuelve en el silencio de la palabra, aunque sea por medio de la misma palabra. La mística usa el lenguaje como símbolo que apunta simbólicamente a lo que solo el iniciado capta, y siempre indirectamente, pues hay que hacer el salto a lo inefable. El místico sabe que lo único que no se puede decir es lo único que vale la pena balbucear para entrar y salir de la terra incognita de la dimensión mística de la realidad.

De entre los lenguajes a los que nos hemos limitado, los tres primeros ofrecen menos resistencia a una interpretación allende sus respectivas fronteras culturales que las religiones surgidas del marco cultural semítico, que se distingue por su carácter esencialmente concreto. Tanto lo divino como lo humano y lo secular permiten más fácilmente extrapolaciones legítimas que la mentalidad cristiana, de influencia y origen semítico, que parece regocijarse con el desafío de lo particular: «No tendrás a otro Dios más que a mí» (Dt 5,7).

No solo por el dato sociológico de que la mayoría de los cristianos actuales no pertenecen ya al filón cultural abrahámico, sino principalmente porque la inteligibilidad mística se mueve en otros parámetros, vamos a comentar la interpretación mística del metalenguaje cristiano. No por casualidad la mística monoteísta se encuentra más marginada del acervo cultural de los creyentes monoteístas que las místicas de otras religiones, que difícilmente aceptarían una religión sin su dimensión mística. Por otro lado, el hecho de que la mística deba justificarse críticamente le impide caer en los grandes peligros de la mística: el sentimentalismo y el irracionalismo.

Por estos motivos nos vamos a concentrar en el metalenguaje cristiano.

Christus totus

El lenguaje cristiano no tiene sentido fuera de una visión trinitaria de la Divinidad. Y ya dijimos que la intuición trinitaria no es exclusivamente cristiana, aunque haya un lenguaje cristiano particular, y acaso más elaborado que muchos otros. Es la Trinidad la que permite decir coherentemente que Cristo es plenamente Hombre y plenamente Dios. El lenguaje cristiano permite decir que Dios es también cuerpo, y que nosotros somos templos del Espíritu Santo, partícipes del misterio crístico, que es el de un cuerpo divino al mismo nivel que un espíritu también divino. La humanidad de Cristo no es «inferior» o secundaria a su divinidad. Cristo no es primariamente divino y secundariamente humano. Dentro de un monoteísmo estricto, la plena divinidad de Cristo no tiene sentido. Pertenece al καιρός (kairos) del tercer milenio cristiano recuperar la primitiva experiencia de la Trinidad, común a tantas otras religiosidades del mundo, aunque diferentes de la cristiana.

La experiencia de Jesucristo nos lleva a poder decir que nuestro cuerpo es también divino y nuestros sentimientos humanos no son extraños a la experiencia mística. La llamada «unión hipostática», aunque inscrita en una teología excesivamente monoteísta, no es un mero θεολογούμενον (theologoumenon) estéril.

He empezado formulando la cuasi tautología de que la «experiencia cristiana» es la experiencia de Jesucristo. Me resta solo cualificar esta cuasi tautología diciendo que se refiere tanto al genitivo subjetivo como al genitivo objetivo de la frase. Sobre cuál fuese la experiencia de Jesús (genitivo subjetivo) me permití escribir un libro con algunas consideraciones.3 Nos toca en este apéndice explicitar el genitivo objetivo: nuestra experiencia de Jesucristo.

Podría formularla citando otra frase de las Cartas cristianas: «En este reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente (σωματικώς, sōmatikōs)», frase completada por otra de la misma Carta, que puntualiza que se trata de toda la plenitud (πᾶν τὸ πλήρωμα, pan to plērōma) y no solo la de un Dios separado. En Jesucristo se encuentra toda la Corporeidad, Humanidad y Divinidad en su forma más concreta y plena. La frase no tendría sentido si no hubiéramos descubierto su carácter divino, que trasciende el espacio y el tiempo. Jesucristo es divino. Pero, análogamente, no lo hubiéramos podido conocer con aquel «conocimiento que es la vida eterna» si no participásemos en una misma humanidad. Jesucristo es humano. Todo se reduciría a una simple intelección abstracta si no se tratase de una Corporeidad que es también la nuestra y que está representada en la Encarnación —y en la Eucaristía—. Jesucristo es el símbolo (concreto) de toda la realidad: el símbolo de la experiencia cosmoteándrica. Toda la realidad es una cristofanía, escribí hace más de medio siglo.

No se puede estrictamente llamar cristocéntrica a esta experiencia en el sentido (monoteísta) corriente porque el mismo Cristo remite al Padre y al Espíritu. Tampoco es teocéntrica, pues él es igualmente Cuerpo y Hombre. Es una experiencia trinitaria, y la Trinidad no tiene centro.

Esta experiencia de Jesucristo tampoco puede catalogarse como personal o impersonal, como cognitiva o amorosa. Estas divisiones de nuestro intelecto no se dejan aplicar a la experiencia. A Jesucristo no se lo puede conocer sin amarlo. Se conocería entonces solo una idea. No se lo puede amar sin aquel conocimiento unitivo. Sería entonces solo una proyección psicológica. Hace falta la experiencia (mística) que integra conocimiento y amor y los trasciende —«non tan cognoscendi quam experiendi» (no tanto como forma del conocer cuanto como del «experienciar»), decía el Doctor melifluus—. Se descubre entonces al Cristo vivo de «hoy, ayer y siempre». Solamente si él vive en mí y yo en él (aunque salvando las distancias, como en la Trinidad), solamente si hemos co-resucitado (συνηγέρθητε, synēgerthēte) con él, podemos participar en la experiencia. Por algo se decía que la auténtica teología requiere la experiencia de la fe —y, añadiría, de la esperanza y del amor—.

Análogamente, esta experiencia de Jesucristo hace caer por su base la distinción cuasi clásica en una cierta filosofía de la religión entre las religiones monoteístas, que llegan a la experiencia del «Dios vivo» (esto es, personal), y las religiones asiáticas, que solo llegan a un Numen impersonal. En Jesucristo se reconcilian las dos tendencias. Pero si el Dios personal es Cristo y él es la persona divina, las otras llamadas personas (ὑποστάσεις, hypostaseis, decía con más congruencia la teología griega) son llamadas con el mismo nombre para salvar la unicidad de Dios, pero el nombre se les aplica impropiamente. Las «personas divinas», en el lenguaje tradicional, son infinitamente distintas. Por eso ni siquiera la analogia entis se les deja aplicar. De ahí que el mismo nombre de «persona» sea equívoco, como ya entrevió Tomás de Aquino. No hay tres personas; no hay ningún tres.

La experiencia de Jesucristo es una experiencia trinitaria, y la Trinidad no es numerable. Nos encontramos involucrados en la aventura total de la realidad, en lo que he llamado la Trinidad radical, que es otro nombre para la experiencia cosmoteándrica. No necesito citar las Escrituras (y no solo cristianas) para apoyarme en ellas, aunque acaso, si no fuera por ellas, no hubiera tenido este lenguaje. Pero he de confesar que todo lo escrito no me ha sido «revelado» en ninguna «caída del caballo», en ninguna «iluminación» especial. La aurora aparece discreta y paulatinamente y es precursora del Sol, que tampoco se coloca de repente en su zenit. Y así lo dice explícitamente san Pedro cuando nos habla del «lucero matutino que surge en “nuestros” corazones». Quien ha vislumbrado la experiencia tabórica no puede confundir la fe con las creencias que la expresan, lo que no significa que no haya otras posibles interpretaciones.

Participamos, minutis minuendis, en esta perichōrēsis de la Trinidad radical que se nos manifiesta en Jesucristo. Es nuestra participación y corresponsabilidad en la aventura de la realidad.

Juan de la Cruz lo dijo mejor:

Mías son las gentes. Los justos son míos y los pecadores. Los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí.4

Ello sería una aberración egocéntrica si no hubiésemos muerto a nuestro ego y no hubiésemos «co-resucitado» con Cristo.

Esta experiencia mística de Jesucristo nos lleva a afirmar no solo que el místico supera el monoteísmo estricto, sino también que Cristo no es el monopolio de los cristianos sino el nombre cristiano, y particular, por lo tanto, «del misterio silente desde la tempiternidad» y manifestado en innumerables formas a través de aquel «en quien se encuentran, escondidos, todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» —cuyo nombre es Jesucristo—. Nombre que tiene la ventaja de ser concreto y no una abstracción conceptual, pero que tiene el formidable inconveniente de que, después de veinte siglos de lenguaje exclusivista y muy a menudo sectario, sugiere a muchos un personaje meramente histórico que al parecer fundó una religión particular, secta que, como tal, nació acaso siglos después de Jesús de Nazaret, escindiéndolo del Cristo que fue desde el Principio: si la confusión fuese una apostasía, la indistinción sería una herejía. Pero no es de mi incumbencia, en este lugar, seguir por estos derroteros.

motivo

Resumiendo: se cae uno de un caballo, aunque no sea frente a Damasco, se despierta uno de un sueño o de un accidente, simplemente, después de un momento de distracción, sea de sufrimiento o de placer, y de repente nos viene la experiencia de que estamos vivos, la pura consciencia del «¡estoy vivo!», aunque luego la interpretemos según todo lo que hemos vivido —amado y pensado—. La vida de un hombre (zōē), dice el Evangelio, después de criticar la πλεονεξία (pleonexia, el hecho de [querer] tener más que los otros), no consiste en lo que se posee, sino en lo que se es. Y este es, despojado de todo lo que se tiene, incluidos el talento y la salud, es precisamente Vida. De ahí que, para gozar plenamente de la experiencia de la Vida, haya que desasirse de todo lo que uno tiene. «Bienaventurados los pobres en espíritu», porque el Espíritu los ha despojado de todo lo que no son. «En Él era la Vida», dice la «Buena Nueva» de Jesús de Nazaret. Este «Él» es el «Nombre nuevo y escondido» que toca a todos nosotros descubrir.

motivo

Recapitulando: hemos empezado describiendo la mística como la experiencia humana integral en cuya última palabra incluíamos tanto la Materia como el Espíritu. El hombre no es un ser aislado y su vínculo con lo corporal y lo divino es constitutivo. Hombre es solo una abstracción. No hay Hombre sin Mundo y sin Dios, ni Dios sin Mundo, ni Mundo sin Dios y sin Hombre. Podemos «pensarlos» separadamente, esto es, como abstracciones de la realidad, pero no son reales. Esta visión es la que hemos llamado «experiencia cosmoteándrica» (como sinónimo de teoantropocósmica, que es más cacofónica). Hemos utilizado la palabra «realidad» por no alejarnos demasiado del lenguaje común, como símbolo de todo lo que es, incluyendo su negación dialéctica. Pero hemos preferido conservar el título que nos sugiere que la mística es la experiencia completa de la Vida en su plenitud.

 

 

1 RV X, 71, 4.

2 R. Panikkar, La intuición cosmoteándrica. Las tres dimensiones de la realidad, Madrid, Trotta, 1999.

3 Cf. R. Panikkar, La plenitud del hombre, Madrid, Siruela, 32004.

4 San Juan de la Cruz, Poesías completas y otras páginas, J. M. Blecua (ed.), Zaragoza, Ebro, 1971, pág. 117.