INTRODUCCIÓN*
El primer volumen de estas Obras completas es en parte autobiográfico, por cuanto trata del tema más importante de mi vida, el tema que ha inspirado discretamente todos mis escritos hasta convertirse en una clave hermenéutica indispensable.
La mística representa la tercera dimensión que no solo da relieve sino también vida a todas las páginas que seguirán. Reducir la existencia a lo que captan los sentidos o la razón reduce al hombre a una especie más entre los diversos seres vivos: el animal racional. Como diremos con insistencia, la vida humana (ζσή, zōē) no es la vida biológica (βίος, bios) del hombre. El hombre no es solamente semejanza de Dios, Fuente, Inicio, Causa (equivalentes homeomórficos); es también imagen de la Realidad, un mikrokosmos, como decían los antiguos (hasta Paracelso y los partidarios de la philosophia adepta), que refleja el conjunto del makrokosmos. La distinción entre imagen y semejanza es más teológica que léxica.
A pesar de que por motivos prácticos hemos dividido el tomo I en dos volúmenes, hay que precisar que los dos temas, mística y espiritualidad, pueden ser diferenciados pero no separados. Pocos temas han tenido una reputación tan nefasta en algunos ambientes como la mística, sobre la cual, en realidad, se ha escrito mucho y mal; si a este tema añadimos el de la espiritualidad, todavía empeoramos más esa mala interpretación.
Quizá ello se deba también al hecho de que, al ser hijos de nuestro tiempo, hemos aceptado de forma acrítica la segunda regla de Descartes y hemos creído que la especialización nos aportaría «claridad y distinción», confundiendo evidencia racional con comprensión. Debido a esta influencia, hemos reducido la mística a fenómenos más o menos extraordinarios o esotéricos, y la espiritualidad, a una educación del espíritu, separado del cuerpo, cuando no opuesto a él, como si el hombre fuera solo una alma prisionera en un cuerpo, tal como se pensó durante un tiempo también en el cristianismo, en plena contradicción con el «dogma» de la resurrección de los cuerpos, marginado a una escatología meramente temporal. La influencia del genio de Descartes ha seguido siendo notable, y la res extensa ha sido considerada ajena a la facultad de pensar. Estoy insinuando que, sin el correctivo de la mística, reducimos al hombre a un bípedo racional, cuando no racionalista, y la vida humana, a la supremacía de la razón.
«La experiencia de la Vida» podría ser la descripción más breve de la mística. Se trata de una experiencia y no de su interpretación, aunque nuestra consciencia de ella le sea concomitante. No las podemos separar, pero podemos y debemos distinguirlas, como explicaremos. Se trata de una experiencia completa y no fragmentaria. Lo que a menudo ocurre es que no vivimos en plenitud porque nuestra experiencia no es completa y vivimos distraídos o solamente en la superficie.
De ahí que la mística no sea el privilegio de unos cuantos escogidos, sino la característica humana por excelencia. El hombre es esencialmente un místico o, si se le considera como animal (un ser «movido» por un anima), un animal místico —aunque, como diremos más adelante, la animalidad (aunque sea racional) no define al hombre—. El hombre es antes un espíritu encarnado que un viviente racional, un animal espiritual, se podría decir, si anima se interpreta según su etimología indoeuropea (aniti, él respira; anilaḥ, soplo). Anima incluiría entonces también el espíritu.
Reduciendo a su esencia la multitud de prácticas «espirituales», llámense meditación, yoga, contemplación, vipassana, tantra, jing o lo que fuere, todo se reduce a que nos concentremos en lo esencial y seamos plenamente conscientes del hecho de que estamos vivos, y a que vivamos esta vida en su plenitud sin las distracciones que nos «tientan». No todo ser humano es medianamente inteligente o normalmente sano; no todos los hombres son ricos, buenos, educados, etc.; pero todos están vivos y tienen la posibilidad de darse cuenta de ello. Y de hecho, todos somos conscientes de que estamos vivos, pero a menudo se nos escapa esta consciencia plena del vivir.
La consciencia de nuestra vida va comúnmente acompañada de nuestra interpretación: es la interpretación de nuestra consciencia de la vida en el sentido del genitivo objetivo. Es entonces una consciencia de nuestra vida objetivada; esto es, interpretada por nuestras categorías y juzgada según lo que creemos que nos va en ella. No es aún la consciencia pura de la misma vida; no es la vida que toma consciencia de ella misma (el cit anantam, la consciencia infinita de las Upaniṣad), en cuyo destino nosotros participamos. A veces nos cuesta dejar que la Vida tome consciencia de sí misma, precisamente por la superficialidad a la que hemos hecho alusión. Esta consciencia de la Vida no es nuestra propiedad privada, no pertenece a nuestro ego. Por eso la mística nos dirá que sin superar el egoísmo, sin morir al ego (egoísta) no podemos «gozar» de esta experiencia —que está en nosotros, pero que desaparece en el momento en que pretendemos apoderarnos de ella—. La mística como experiencia de la Vida apunta tanto al genitivo objetivo como al subjetivo: la experiencia (que tenemos) de la Vida tanto como la experiencia de la Vida (que está en nosotros).
Hasta tiempos muy recientes (y aun hoy en día algunos así lo piensan), la mística se consideraba un fenómeno especial más o menos extraordinario, algo aparte del conocimiento «normal» del ser humano, un «algo» especial —sea patológico, paranormal o sobrenatural—. El presente estudio aspira a volver a integrar la «mística» en el mismo ser del hombre: en el hombre, espíritu místico tanto en cuanto animal racional como ser corporal. En otras palabras: la mística no es una especialización (característica del pensar occidental moderno), sino una dimensión antropológica, un algo que pertenece al mismo ser humano. Todo hombre es místico, aunque sea en potencia. Por ello, la auténtica mística no deshumaniza. Nos hace ver que nuestra humanidad es más (no menos) que pura racionalidad.
La vida humana es, a la vez, aquello que une a todos los hombres y, por otra parte, los distingue. Hasta el siglo pasado la humanidad creyó empíricamente en la generación espontánea; esto es, que la vida no era solo aquello que une y distingue a los hombres, sino que era el trascendental absoluto del Ser, lo que une y distingue a todo lo que de alguna manera es. Vida y Ser eran sinónimos, aunque la Vida, igual que el Ser, «se diga» de muchas maneras. En el siglo XIX, el refinamiento de la empeiria creyó «demostrar» que la vida era solo el privilegio de algunos seres: «Omne vivum ex vivo» (Todo lo viviente proviene de otro ser vivo) surgió entonces como un nuevo dogma en tiempos de Pasteur. La vida pasó entonces a ser una especialidad de aquellos seres definidos precisamente como vivos. La reproducción se consideró la característica distintiva de la vida, y la reproducción más palmaria era la biológica, que lleva consigo la muerte. La gran división entre materia inerte y seres vivos recibió el espaldarazo «científico». Cualquier otra concepción era catalogada como magia y pensamiento «primitivo». La física, a pesar de su nombre, se redujo a la materia inerte, y la vida de Dios resultaba problemática, a menos que también estuviese dispuesto a morir como todo ser vivo —aunque algunos teólogos se defendieran con la distinción entre zōē y bios—.
Sin negar las diferencias «esenciales» entre los seres ni adoptar de manera acrítica las interpretaciones de otras tradiciones, se podría convenir en homologar la Vida al Ser y en aplicar la analogia entis a la analogia vitae. Inspirándonos en la formulación latina de origen aristotélico que identificaba la vida de los vivientes con su ser («vita viventibus est esse»), se podría decir «esse essentibus est vita» (el ser de los seres es [su] vida). Ser es un concepto abstracto, vida es una noción inmediata. Esta intuición va en la misma dirección que la creencia tradicional en el anima mundi, tan frecuentemente mal interpretada.
Lejos estamos del μῦθος (mythos) del siglo pasado, que podríamos simbolizar en las dos grandes figuras de Sigmund Freud y Romain Rolland (además de otros muchos): el primero viendo en la mística un fenómeno psicológico de evasión, y el segundo, un atributo antropológico de sentimiento oceánico. En ambos casos, sin embargo, la mística se asimilaba a lo primitivo y ajeno a lo mundano. Los nombres de S. Radhakrishnan, S. N. Dasgupta, F. von Hügel, R. Otto, F. Heiler, M. Eliade, L. Lévy-Bruhl, M. Blondel, H. Bergson, J. Baruzi, H. Brémond, R. Guénon, W. James, A. Huxley, Ph. Sherrard, E. Underhill, R. C. Zaehner, etc., representan una reintroducción de la mística en el terreno de la reflexión filosófica de los últimos tiempos —sin mencionar la legión de nuestros contemporáneos ni la noción tradicional de la filosofía, que era esencialmente una noción mística—.
Sea de ello lo que fuere, la experiencia de la Vida se encuentra circunscrita a algo específicamente humano en cuanto hablamos de la experiencia (humana) de la Vida. Esta experiencia completa de la Vida sería la experiencia mística en su aspecto más genérico. Por eso la mística es alegre, haciendo eco al dicho de que un místico triste es un triste místico. La realidad es sat (Ser), cit (Consciencia) y ananta (Infinitud) o ānanda (Felicidad), dice el vedānta.
Hemos escrito «Vida» con mayúscula para no excluir a priori que la vida puede tener otras dimensiones, además de las inherentes a sus aspectos fisiológicos y psíquicos. Cabe también una vida espiritual: cabe la Vida del Ser y, por lo tanto, paradójicamente, también la Vida de la materia.
En armonía con lo dicho, entendemos por mística esta experiencia integral de la Vida.
Usamos la palabra «vida» en lugar de «realidad» por encontrarla más cercana a la experiencia. En el fondo queremos decir lo mismo, pero mientras la realidad es un concepto que hay que explicar, la vida es algo que experimentamos directamente; somos seres vivos, participamos en la Vida aunque la reflexión luego nos diga que somos seres (vivientes) que participamos en el Ser. Nuestra experiencia es la de la Vida. Al Ser lo pensamos, lo deducimos, lo inducimos, o como máximo lo intuimos. La Vida la vivimos y somos conscientes de ello. El título de este libro hubiera podido ser Experiencia del Vivir, pero me pareció demasiado ambiguo.
Por razones de claridad, sin embargo, utilizaremos a menudo la palabra «realidad» en lugar de «Vida» cuando el contexto nos lo pida. Baste esta introducción para situar el horizonte en el que las siguientes páginas intentan moverse. No se trata ni de fenómenos extraordinarios ni de elucubraciones meramente conceptuales. Se trata de una aproximación al problema fundamental del ser humano —aquel Ser que somos—.
Experiencia de la Vida. Todo hombre es consciente de que vive y de que la vida representa su máximo valor. Todo lo demás depende, mejor dicho, pende de ella. La conservación de la vida es el primer instinto humano. Esta experiencia básica puede adquirir diversos niveles de profundidad, que son inseparables. Hay quienes se sienten vivos porque notan la sangre palpitar en sus venas —con toda la riqueza de esta metáfora, que incluye la pasión y el sentimiento—. Hay quienes se sienten máximamente vivos cuando piensan; esto es, cuando se dan cuenta de que están dotados de una asombrosa capacidad de tomar el pulso a la realidad —hay una experiencia intelectual de la Vida—. Y hay, en tercer lugar, quienes se percatan, con mayor intensidad, además, de que la Vida los trasciende, que les ha sido dada, que es un don, una gracia, aunque a veces aparezca a algunos pocos como una desgracia. Las tres experiencias van unidas, y predomina la una o la otra. Hablamos de la experiencia corporal, de la anímica y de la del espíritu —siguiendo la antropología tripartita tradicional—.
La experiencia de la Vida, según hemos ya apuntado, puede también entenderse como genitivo subjetivo, esto es, como experiencia no mía, ni siquiera nuestra, sino como de la Vida misma. Esta Vida que nos ha sido dada, que no es nuestra, parece requerir un sujeto. Algunos la han hipostasiado en un Ser absoluto, «en Él era la Vida», dicen muchos textos sagrados. Otros, en cambio, no la sustancializan —a no ser en la miríada de seres (vivos)—. Esta Vida se «experiencia» a sí misma, y cada uno de nosotros participa en esta experiencia con mayor o menor claridad y profundidad.
Cuando digo «experiencia de la Vida» no digo experiencia de mi vida sino de la Vida, aquella vida que no es mía aunque esté en mí; aquella vida que, como dicen los Veda, no muere, que es infinita, que algunos llamarían divina: Vida, empero, que se «siente» palpitar o, mejor dicho, simplemente vivir en nosotros. Sus interpretaciones, naturalmente, varían, desde el llamado «sentimiento oceánico» hasta la sensación biológica de vivir, pasando por la experiencia de Dios, de Cristo, del Amor o incluso del Ser.
La experiencia de la Vida (zōē), viene a decir san Justino en el siglo II, es la experiencia del dador de la vida —puesto que nuestra vida no vive por sí misma, sino que participa de la Vida—.
Diciendo esto no se elimina el discernimiento, y por lo tanto no se dice que cualquier experiencia (que va íntimamente ligada a su interpretación) sea igual ni tenga el mismo valor; ni siquiera se niega que a través de su formulación (interpretación) haya experiencias espurias o puramente imaginadas —no serían entonces experiencias—. No hablamos sobre místicas, sino sobre la experiencia, que no podemos sino llamar humana, y que denomino precisamente mística.
Para esta experiencia integral, esto es, íntegra (intocada por cualquier facultad reflexiva) de la vida, de acuerdo con la antropología tripartita mencionada, se requiere tener nuestros tres ojos muy abiertos, como mencionaremos más adelante. La euforia moderna del racionalismo (no digo de la razón) ha acarreado la atrofia del tercer ojo, que es el de la fe (cuando esta no se ha reducido a creencia). «Fides enim est vita animae» (La fe, pues, es la vida del alma), escribió Tomás de Aquino, que no conocía la Praśna-upaniṣad VI, 4: «De la vida (prāṇa) proviene la fe (śraddha)». Es esta fe la que nos permite gozar de la Vida; «vita [...] id in quo maxime delectatur» (la vida [...] aquello en lo que tenemos el máximo gozo), dijo el mismo maestro. La experiencia mística sería aquella que nos permite gozar plenamente de la Vida. «Philosophus semper est laetus» (El filósofo siempre está lleno de gozo), escribió el místico Ramon Llull; ānanda (gozo) es uno de los nombres propios de la Trinidad del vedānta —según otra versión del citado texto upaniṣádico—. La fe es «la alegría de la Vida», se atreve a decir el ya citado mártir Justino.
Decimos «experiencia de la Vida», pero no deberíamos confundirla con ninguna de las operaciones de nuestro ser. Vivir la vida no es pensarla, no es sentirla, no es hacerla, como tampoco es despreciarla o «quererla» terminar. No tenemos otra palabra. La vida se vive.
La mística es esta experiencia de vida, aunque cuando hablamos de ella la estamos traduciendo a lenguaje y este necesita interpretación. Decimos «experiencia de la vida» y no «experiencia de la duración de la vida», sea corta, sea larga. La experiencia de la vida no es la consciencia del paso del tiempo. Lo que se «experiencia» es el instante de la tempiternidad. La experiencia no se mide por el tiempo.
Aquí debemos intercalar una reflexión intercultural. La experiencia de la Vida nos rescata del dominio, por no decir tiranía, de la razón dialéctica en cuanto no podemos pensar su negación. No podemos pensar la muerte, se nos dice, porque la identificamos con la no-vida. Podemos pensar con más o menos profundidad la vida y ser conscientes de ella; pero no podemos ser conscientes de la muerte. Todo tiene su posible contradicción: el árbol y el no-árbol, el Bien y el no-Bien, incluso el Ser y el no-Ser, aunque este pensamiento es un pensamiento abstracto y posiblemente vacío; pero no podemos hacer la experiencia de la no-vida en cuanto el sujeto (vivo) pensante ya no existe. Yo puedo pensar la muerte del otro, pero no hacer su experiencia, ni mucho menos la mía. Se puede hacer la experiencia de la Vida; no se puede hacer la experiencia de la muerte.
Ciertamente, no se puede experienciar la no-vida; pero solo el pensar dialéctico identifica la no-vida con la muerte. La muerte no es la vida; es distinta y aun opuesta a ella, pero no son contradictorias, excepto para el pensar dialéctico. No podemos hacer la experiencia de la muerte aun cuando se pueda pensar sobre ella y este pensamiento (abstracto) nos ilumine la vida.
Más aún, la experiencia de la vida es la experiencia del misterio, es la consciencia de que se está experimentando algo que no se puede pensar. Por eso, ya desde Sócrates hasta nuestros días, la filosofía se interpreta como una meditatio mortis.
Pero hay más; la experiencia de la vida lleva a veces también consigo la experiencia del morir. No es una experiencia agradable, pero no debe tampoco identificarse con la angustia de la muerte, que depende de otros factores más anímicos y fisiológicos que espirituales. En todo caso es una experiencia en la que el cuerpo también está presente, en su aspecto más espiritual, que es precisamente la respiración. Cualquier descripción implica ya su interpretación. Yo la llamaría una experiencia de la contingencia humana, de que la vida no es nuestra, de que no se sostiene por sí sola —y que se apoya precisamente en la Vida—. Si al inicio de mi existencia era la Vida (aunque no mía), al fin de ella se vuelve a la Vida.
Si tuviera que esbozar con mis palabras esta experiencia integral de la vida diría que es la vivencia completa tanto del cuerpo, que se siente vivir con palpitaciones de placer y dolor, como del alma, con sus intuiciones de verdad y sus riesgos de error, añadidas a las fulguraciones del espíritu que vibra con amor y repulsión. La experiencia de la Vida no es solo la sensación fisiológica de un cuerpo vivo; tampoco es exclusivamente la euforia del conocimiento tocando la realidad, ni el efluvio del amor participando en el dinamismo que mueve el mundo. La experiencia de la Vida es la conjunción más o menos armónica de las tres consciencias antes de ser distinguidas por el intelecto. Esta experiencia parece mostrar una complejidad especial, que llamaría trinitaria. No es nunca un puro placer sensible o una inmaculada intuición intelectual, como tampoco un mero éxtasis inconsciente. «La condición humana», que es la condición de la realidad, nos acompaña siempre. La experiencia de la Vida es corporal, intelectual y espiritual al mismo tiempo. Igualmente hubiéramos podido decir que es material, humana y divina (cosmoteándrica). Sentirse vivo es sentir la Vida en su plenitud dentro de nuestra limitación concreta. Por eso he incluido la consciencia de los contrarios «dolor», «error» y «repulsión», aunque frecuentemente agazapados en el subconsciente de nuestras mismas vidas. Y si describimos esta experiencia como la experiencia mística, no se diga que es un reduccionismo rebajarla a un conjunto de tres vivencias porque no son tres —sin excluir en manera alguna una jerarquía entre esta trinidad de ingredientes—. Son una trenza irrompible de una experiencia única, que incluye también la experiencia del morir. «Cada día muero» (ἀποθήσκω, apothēiskō, que es verbo), dice san Pablo.
La tesis de este libro se reduce a glosar el título.
El gran obstáculo para que surja espontáneamente en nosotros la experiencia de la Vida es nuestra preocupación por el hacer a expensas del ser, del vivir. De ahí que la mística requiera una cierta madurez que es más fácil al acercarse al crepúsculo de la vida, cuando la acción, lo que se ha hecho ya, queda en cierta manera atrás. O, dicho más académicamente, la experiencia mística es fruto del ser antes que del hacer, es la consciencia del ser como acto más que de los resultados de la acción —que es el gran consejo místico de la Bhagavad-gītā y del Evangelio: la primacía del amor—.
A muchos les cuesta llegar a la experiencia de la Vida, porque temen la experiencia de la muerte, que es igualmente inefable; sin necesidad de citar a Dōgen cuando conecta intrínsecamente ambas experiencias. Acaso tenga un sentido que haya esperado tantos decenios para pergeñar este escrito.
Preveo la objeción de que este «concepto de mística» no corresponde al que habitualmente se tiene. Respondo diciendo, en primer lugar, que la mística no es un concepto, añadiendo acto seguido que ello no es una objeción real, sino solo una constatación de que no sigo la moda. El objetor no daría su brazo a torcer y diría que la moda no se sigue por ser moda sino porque se cree que representa un mayor grado de madurez y reflexión sobre lo que en este caso la mística sea. Reconozco que, si bien es verdad que el contexto del que parten los estudios modernos sobre la mística es el de una racionalidad ilustrada, la idea subyacente a este estudio no es esta, aunque parte también de otra filosofía determinada, que evidentemente no puedo negar. Podría polemizar diciendo que los textos reconocidos como místicos están más cerca de la mencionada filosofía subyacente que muchos de los estudios sobre ella, lo que, por otra parte, tampoco es un contraargumento, puesto que la interpretación de un texto no puede reducirse a adivinar lo que su autor quería decir. Pero por no ser la polémica connatural a la mística, he preferido no escribir una reflexión sobre ella y concentrarme en una descripción sobre la simple experiencia, lo que no por ello la exime de partir de presupuestos que pueden ser muy legítimamente criticados —crítica a la que el autor da muy cordialmente la bienvenida, puesto que está siempre dispuesto a rectificar y a aprender—. «No hay nada más grande (μέγιστον, megiston) para el hombre que aprender y asimilar (προσμανθάνειν καὶ προσλαμβάνειν, prosmanthanein kai proslambanein) constantemente (ἀεί, aei)», parece que dijo ya el ateniense Sófocles en el siglo V a.C. (recordado en la llamada Carta de Aristeas del siglo III a.C.).
La composición del presente volumen es simple: una primera parte lleva como lema la nueva inocencia en cuanto la auténtica mística no es una reflexión sobre el Ser, sino una actitud libre y espontánea que surge de la plenitud de la persona.
Una segunda parte trata de la contemplación, sobre la cual poca cosa puede decirse porque la meditación es silencio; siguen tres ejemplos de santos, cuyas diferencias nos muestran que no existe un único concepto de santidad.
La tercera parte está formada por un estudio, sistemático y filosófico, sobre la experiencia mística. Aquí intento refutar la idea tan difundida que equipara la mística a fenómenos extraordinarios reservados a una pequeña élite de mortales. Todos estamos potencialmente abiertos a la experiencia mística. La idea de que todos somos «hijos de Dios», presente en tantas religiones, ha sido formulada y constantemente repetida por el cristianismo, pero se ha meditado poco en ella. Sigue como apéndice una reflexión filosófica sobre la experiencia suprema desde perspectivas diversas y una oración que surge de lo más profundo de mi ser.
* Este texto procede, ligeramente ampliado para la edición de las Obras completas, de la obra de R. Panikkar, De la mística. Experiencia plena de la vida, Barcelona, Herder, 2008, págs. 25-34 y ha sido cotejado con el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 1-9.