RELÁMPAGOS*
A veces son blancos. Están muy lejos. No hacen ruido. El trueno ni se oye, o aparece mucho después y ya apaciguado. Los relámpagos blancos no dan miedo. No son amenazadores. Es la serenidad del pensamiento teórico. Es la meditación filosófica. Se abordan principios. Para quienes los entiendan son eficaces, pero falta mucho todavía hasta llegar a la práctica. Quizá el rayo ha caído en algún lugar, pero todavía no a nuestro lado. Los intelectuales viven tranquilos...
... en ocasiones son rojos. Nos tocan de más cerca. Estos relámpagos hacen ruido. A veces demasiado. Eso asusta, aunque muchos no llegan ni a caer. Nuestra sociedad, para bien o para mal, lo quiera o no, está (¿aún?) amedrentada o esperanzada ante el hecho cristiano. Unos quieren sacárselo de encima y no saben cómo. Otros se declaran indiferentes, pero en el fondo no consiguen serlo. Hay unos terceros a los que les gustaría dar nueva vida a esta Iglesia, pero tampoco se los ve muy orientados. Son relámpagos de cristianía.1
... a veces son azules. Están muy altos. Estos rayos no caen en tierra y, desde luego, no lo hacen sobre «nuestra» tierra. Es posible que algún día bajen, y entonces los problemas de encuentro entre pueblos y tradiciones religiosas ya no podrán dejarnos indiferentes. El mundo de las alturas está relampagueando. Los aislamientos artificiales no sirven ya. El problema del otro empieza a convertirse en un interrogante sobre uno mismo.
1. RELÁMPAGOS BLANCOS
... que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha.
MATEO2
Se me ha pedido muchas veces que explique la Resurrección que implica la nueva inocencia, sobre todo después de haber dicho que no se trata de querer recuperar la primera, pues la inocencia, una vez perdida, perdida está. Querer recuperarla ya no es algo inocente. Yahvé colocó a los querubines con una espada de fuego en la entrada del Paraíso para librarnos de un segundo pecado original.
Sin lugar a dudas, hay un presupuesto metafísico, que es precisamente el que hace posible la Resurrección. Pero aquí intentaré explicarlo de una forma más bien antropológica y en parte también autobiográfica.
Los maestros espirituales de casi todas las tradiciones nos hablan de lo que podríamos llamar la espiritualidad del novicio: el deseo de perfección, el mumukṣutva, la intención de alcanzar el nirvāṇa, etc. Es la espiritualidad purgativa, de purificación, el brahmacarya, el ascetismo, la práctica de las virtudes, el yama y el niyama, el bodhicitta, etc.
Hay que decidirse, comprometerse. Es el sentido de los votos, es la «teología» del vrata, es la obediencia al guru, el esfuerzo, la mortificación, la renuncia, el examen de consciencia... Todo esto es necesario para que sea posible la libertad, la connaturalidad con el bien.
Pero pasemos al segundo punto. Hemos alcanzado ya el primero, y ¿ahora qué? Muchas escuelas, de las más variadas tradiciones, nos dicen que hay que estar siempre alerta, que hay que estar atentos ante los posibles retrocesos, que el que está más alto puede caer, que la vida espiritual es peligrosa. En el fondo, vienen a decirnos que la vida humana sobre la tierra es precisamente esa lucha constante, esa vigilancia continua, esa renuncia siempre renovada. Y la experiencia nos muestra que no les falta razón.
Los maestros experimentados, aquellos que unos llaman bodhisattvas, otros gurus, otros santos y algunos, simplemente, sabios o ancianos, vienen a decirnos lo que yo formularía como la ley fundamental de la auténtica vida humana, aquella que libre y conscientemente aspira a la plenitud de este don que es la vida misma; es lo mismo que decir que no se trata de un obsequio hecho al viviente, sino que el viviente mismo es el don. No se me da la vida. Yo soy el don dado por la vida. Yo nazco cuando me es dada la vida. Yo mismo soy el don, «el que ha sido dado».
Pues bien, la ley fundamental consiste en que aquellos medios, upāya, instrumentos que permiten nuestro crecimiento en la vida, en lo que con redundancia hemos llamado vida espiritual, una vez utilizados, esos medios, digo, se convierten en obstáculos. Si ves a Buddha —reza un texto del Tripiṭaka—, ¡mátalo! Si ves a Cristo —he repetido muchas veces—, ¡cómetelo! Si crees en el Espíritu, ¡olvídalo! No te lo pongas delante, no hagas de él un objeto, no lo objetives, no hagas teo-logía del Espíritu; déjalo atrás, que sople, que te empuje, que te inspire —él a ti, no tú a él, diciéndole (logos) dónde tiene que inspirarte o conducirte—. El Espíritu requiere velas con las que recibirlo y un timonel atento, pero no tolera en absoluto pilotos motorizados. Sopla cuando le place, donde quiere y también como le parece. La tradición monoteísta debería escuchar a las otras tradiciones cuando critican su teocentrismo. Dios es un centro que está en todas partes, dice la misma tradición occidental cristiana, o sea que nadie es su propietario. Y añade todavía que la circunferencia no está en ningún sitio. El teocentrismo puede convertirse en una forma de domesticar lo divino: nosotros, los hombres, manipulamos el centro, pues somos nosotros quienes postulamos el centro. ¡Qué no llegan a hacer los hombres en nombre de Dios! Podría expresar todo esto de una forma más «oriental» recordando a un famoso maestro zen, Wumen (conocido en japonés como Mumon), quien afirma que la esencia de la verdad buddhista consiste en ser una barrera. Esto me hace evocar también (dejando de lado exégesis y arqueologías) los dichos evangélicos de la puerta estrecha y del paso del camello por el ojo de una aguja. Hay que saltar la barrera, hay que derribar la puerta, hay que romper la aguja. ¿No se nos ha dicho que el que tenga oídos para oír que oiga?
Pero aún no he formulado el segundo punto. Veámoslo ahora.
El deseo de perfección, nos sugiere un viejo sūtra buddhista recordado por Atīśa, tiene que ser superado por un deseo superior, por el adhyāsaya, que consiste en el «desasimiento» (Juan de la Cruz) de todos los deseos anteriores. Digo que el texto lo sugiere, porque mi exégesis es más bien una elaboración posterior. Se trata de renunciar incluso a la renuncia, de liberarse del deseo mismo de perfección, que puede ser una forma de egoísmo refinado y de creerse superior a los demás. Una virtud fundamental en la tradición cristiana, mucho antes de que degenerara en mera virtud psicológica o moral, es la humildad. Solo después de haber llegado aquí es posible la experiencia de la Gracia, del tariki, del otro-poder, como dice la tradición amidista del buddhismo japonés desarrollada por Shinran.
La nueva inocencia se ha liberado del ansia de perfección, del deseo de querer ser mejor, que implica necesariamente ser mejor que los demás. La nueva inocencia no entra en la competición espiritual, no desea, como dice Buddha. Es pura aspiración, es decir, fruto de una inspiración que llega del interior y no de unos pensamientos objetivados, de los vikalpa de las tradiciones indias. Es el reino de la espontaneidad. El deseo tiende a un τέλος (telos), a un fin. Se desea un objeto, se persigue una finalidad; es la objetivación de la realidad. La aspiración llega del interior, sin un porqué, como dicen los místicos franciscanos y dominicos de siglos pasados, y como afirma todavía hoy el zen. Si queremos ir a cualquier otra parte, quizá lleguemos, pero si corremos empujados solo por el deseo de llegar, no llegaremos nunca, no gozaremos nunca del presente, que es la revelación temporal de la eternidad. Si somos caminantes que solo buscamos la cima, nunca disfrutaremos del camino. Homo viator significa hacer camino, y no viajar a toda velocidad por una carretera ya trazada. Además, viviremos siempre con la angustia de no llegar a la meta. Hay muchos accidentes de tráfico, y parece que la carretera no termine nunca. Como he dicho en otras ocasiones, cambiando de metáfora, la belleza de una sinfonía radica en cada compás y no solo en el acorde final. El hombre es un ser itinerante, un homo viator, ciertamente, pero no existen caminos espirituales. Ni los pájaros ni los santos dejan huellas. En el cielo no hay senderos, dice bellamente el Dhammapāda, y lo repite después Juan de la Cruz: «Ya por aquí no hay camino». El hombre es un ser itinerante que, mientras camina, sabe que cada paso contiene ya aquello que hace que el camino sea camino y no una «alcantarilla negra» que nos conduce a un mar «glorioso» cuando ya no estemos —de ahí la queja de Job—. «Se hace camino al andar», dice Machado, porque la vida misma es ἐπέκτασις (epektasis) según la vamos viviendo (Gregorio de Nisa).
No hay técnicas para llegar a la nueva inocencia. Es el reino de la Gracia, lo dicen el śaiva siddhānta, el cristianismo y otras muchas tradiciones.
La nueva inocencia no es una segunda inocencia, no es una repetición de la primera, como tampoco es una segunda edición corregida y aumentada. Es nueva, tan nueva que no recuerda que sea segunda porque no lo es; no es la inocencia perdida recuperada, porque la perdida, perdida está. La nueva inocencia no es haber encontrado el Paraíso perdido. La nueva inocencia no llega después de la primera. Llega después de lo que he llamado primer punto, después de la ascesis, de la purificación. No hay atajos ni caminos rápidos ni técnicas instantáneas.
El camino es anupāya, sin medios, no hay en verdad camino. Pero los ha habido: constantemente se hacen y deshacen. La paciencia, mejor dicho, la tolerancia, la ὑπομονή (hypomonē) predicada por el maestro de Nazaret, mediante la cual poseeremos nuestras vidas, es aquí fundamental.
La nueva inocencia es el reino de la libertad. Pero la libertad entendida como abandono de la motivación. La motivación implica que el objeto del motivo oriente nuestros pasos; vamos hacia un fin y, naturalmente, nos sentiremos defraudados si no lo conseguimos. Los motivos para llegar a fines penúltimos pueden ser y generalmente son necesarios. Pero aquí no se trata en absoluto de algo penúltimo y, por lo tanto, no inmediato. La «ultimidad» de la que hablo no viene después de lo penúltimo, sino que nos acompaña en cada paso. En este sentido, cada paso es último porque es definitivo. «No penséis cuando meditéis», dicen unas tradiciones, «no penséis cuando deis testimonio de mí», dicen otras, «que vuestra mano izquierda no sepa el bien que hace la derecha, porque entonces dejaría de hacer el bien». «Señor, ¿cuándo te hemos visto hambriento y pobre?». Si lo hubierais sabido, el acto ya no habría tenido valor, no habría sido auténtico, libre. Después de la parábola del fariseo y del publicano no se puede orar ya con buena consciencia: si hago de fariseo, me condeno; si hago de publicano, una vez aprendido el truco, aún soy peor. No hay salida consciente y motivada. Dicho más filosóficamente, la reflexión siempre es de segunda mano y, por lo tanto, corrosiva. Solo el espíritu reza con gemidos inenarrables, nos dice san Pablo.
La experiencia de la libertad precede a la reflexión sobre el acto libre. El acto es libre porque no tiene ningún determinante externo, ningún condicionante extrínseco. Por lo tanto, solo un corazón puro puede ser libre. La experiencia de la libertad es experiencia de lo divino. No es un objeto, es el acto mismo de Ser, es el hacer que surge espontáneamente del Ser. Solo después de lo hecho podemos reflexionar sobre ello. ¿Qué nos dicen el yoga o el zen, por ejemplo, sino eso mismo?
El camino que exige el primer punto tiene muchos peligros, como nos dicen los maestros. El del segundo punto no tiene ninguno, porque no hay camino. No hay criterios. ¿En qué se basarían? Es «jugar a todo o nada». No hay periculum, experimento, prueba. Pero se corre el riesgo de dar vueltas sobre uno mismo, de quedarnos perplejos mirando el cielo, como si estuviéramos buscando al resucitado, olvidándonos de que la Resurrección es la nuestra. Estamos en un nivel distinto al de los caminos.
Dice Buddha, y este es uno de los fundamentos de la tradición buddhista, que el deseo del nirvāṇa es un obstáculo para alcanzarlo, tanto como lo es no desearlo. Si lo deseas, no lo obtendrás, y si no lo deseas..., no obtendrás necesariamente aquello que no deseas. Ni el deseo ni el no-deseo sirven aquí para nada. El nirvāṇa está fuera del alcance de la voluntad consciente. El nirvāṇa no es un objeto, ni del pensamiento ni de la voluntad. Algo parecido podría decirse de Dios, cuyo nombre no es posible decir o escribir, según prohíbe la Biblia. La guía del hombre no es la razón. Se nos ha dicho que lo es el amor, pero el amor no es guía; es más bien un motor, la autoenergía del Ser, la vida misma.
Todo esto no es fatalismo. Si se quiere pensar en términos extrínsecos, sería más bien la Gracia. Darse cuenta de que las cosas más fundamentales de la realidad están fuera de la jurisdicción del pensamiento y de la voluntad constituye para muchas culturas el inicio de la madurez. Es esta consciencia la que hace que pueda crecer la confianza en la realidad, que es la fuente del gozo y de la paz. Es la consciencia de la aspiración primordial del Ser que se nos da con la palabra, como dirían el Ṛg-veda y el Evangelio de san Juan.
Permítaseme ahora una breve reflexión filosófica.
La nueva inocencia no es el sueño ingenuo de querer recuperar el Paraíso perdido que, como ya he dicho, perdido está. La nueva inocencia representa la curación de la herida provocada por la separación de la epistemología respecto a la ontología, haciendo del conocimiento la cacería del objeto por parte del sujeto, que solo tiene que vigilar que sus armas (categorías) se mantengan limpias. Es bastante significativo que un Heisenberg deba recordar a los filósofos que el simple hecho de apuntar con la escopeta ya pone en alarma a la liebre, que el conocimiento por parte del sujeto ya modifica el objeto. Todo conocimiento reflexivo dentro de una epistemología separada de toda ontología deja de ser inocente, ha herido al objeto. In-nocens es aquel que no hace daño (nocere).
La reflexividad inocente es la que retorna al sujeto sin dañar el objeto, es la que no parte de la dicotomía entre objeto, cosa objetiva, separada del hombre, y sujeto, mente subjetiva que apunta su escopeta para cazar el objeto —y que hace, por lo tanto, experimentos para ver cómo reaccionará la liebre—.
La reflexividad inocente envuelve en un mismo acto al que conoce y a lo conocido, porque sabe, precisamente, que uno no se da sin el otro. Conocer no significa cazar, sino crecer juntos, el cognoscente y lo conocido. Están unidos. Sin el hombre no hay cosa. La cosa no es ni «en sí» ni «en mí». La cosa es conmigo: esse est co-esse.
La trampa en la que ha caído la mayor parte de Occidente siguiendo a Hegel, que pensaba a la sombra de Descartes, ha sido creer que la con-scientia no es ciencia, gnōsis, jñāna, en la cual sujeto y objeto participan por igual, sino Bewusstsein, en la que la autoconsciencia difiere radicalmente de la consciencia. Los animales tendrían consciencia, pero solo el hombre poseería autoconsciencia, esto es, reflexión. La reflexión sería entonces ya una pérdida de la inocencia, porque sería volver a sí después de haber conquistado el objeto con el fin de poseerlo. El conocimiento comienza a ser posesión en lugar de dejarse poseer conjuntamente por aquello que los escolásticos, guiados por los árabes, y siguiendo a Aristóteles, llamaron el intellectus (activo y pasivo), una «luz superior», como la llamó san Agustín.
Pero, por otra parte, no se trata evidentemente de recaer en una postura pre-crítica. No se trata de recurrir románticamente al pasado, ni de apoyarse en metafísicas anticuadas que ahora ya no serían inocentes, sino culpablemente inconscientes.
Quizá pueda ayudarnos una metáfora. Estoy escuchando una sinfonía. Puedo sentirme extasiado: me he identificado con la música. No tengo consciencia de nada más. Es el conocimiento extático. Soy consciente de la música, pero no tengo de ella un conocimiento reflexivo; no soy consciente de que soy consciente de la música.
También puedo tener de ella un conocimiento reflexivo. Entonces soy consciente de que estoy escuchando música y de si me gusta o no. Tengo un conocimiento crítico. Puedo hablar de la música e incluso hacer de ella una descripción comparativa en función de mis conocimientos musicales anteriores.
En el primer caso tenemos una situación óntica. Soy música, estoy dentro de ella. No tengo ningún otro conocimiento; es gozo puro o quizá ni siquiera esto. En el segundo caso se trata de una situación epistemológica. Tengo un conocimiento reflexivo de la música y de mi condición de oyente.
Pero existe también otra posibilidad. La de ser un miembro de la orquesta. Con un conocimiento puramente epistemológico del fragmento musical jamás llegará uno a ser un primer violín genial. Pero con un conocimiento puramente óntico, en situación extática, no transcurrirá mucho tiempo sin que el director despierte de su éxtasis al violinista para recordarle que no está tocando solo. No puede perder la consciencia de formar parte de un conjunto. Esta es la situación ontológica. Nos olvidamos de nosotros mismos, no hay dicotomía entre sujeto y objeto, pero, al mismo tiempo, no estamos ni puramente asimilados ni totalmente objetivados; no somos ni música pura ni contempladores externos; somos miembros de la orquesta, somos contemporáneamente música e instrumento. Más que el violín, como ejemplo podría servirnos aquí la misma voz de la cantante: voz, cuerpo, persona, orquesta, director e incluso público, son distintos, pero no están separados. La consciencia ontológica, a diferencia de la meramente óntica, es consciente (al mismo tiempo) de la realidad sin la separación entre sujeto y objeto. No es ni éxtasis ni enstasis, es un puro stasis, un «estar» en su totalidad: no se es ni música ni diva, se está cantando. Y ese «estar» es toda la orquesta, todo el público y toda mi persona. Este es el estado ontológico al cual me refería.
Pero, entonces, escribir sobre la nueva inocencia ¿no será una contradicción en los términos? Evidentemente. Si nos damos cuenta de que es nueva, ya no es inocente. Querer recuperar la antigua significa la degradación de la religión. Con razón un ángel, espada flamígera en mano, quería evitar que los hombres mirasen hacia atrás, aunque el Paraíso perdido fuera Sodoma. «Voy a emprender el camino sin retorno», gritó Job. «Ninguno que echa mano al arado y mira hacia atrás es apto para el reino de los cielos» (Lc 9,62), nos recuerda san Lucas que dijo Cristo. La contradicción es insuperable en el plano del discurso. La vida es palabra, logos, pero el logomonismo es tan asfixiante como cualquier otro monismo.
2. RELÁMPAGOS ROJOS*
Quisiera introducir ahora los relámpagos rojos glosando el lema de Heráclito, referido por san Hipólito, según el cual «el rayo gobierna todas las cosas». Y añade que este rayo es el fuego perdurable, el fuego eterno, divino, que muchos comentaristas identificarán con Zeus. Que Dios es fuego lo dice también la Escritura cristiana (Heb 12,29), haciéndose eco de la Torah (Dt 4,24); y todo bautismo iniciático cristiano tiene que hacerse también con fuego (Lc 3,16 ss.), etc. Relampagueante era el vestido de Jesús en la transfiguración (Lc 9,29 ss.), así como también el del ángel de la Resurrección (Mt 28,3), y su venida, se nos dice, será similar a la de un relámpago que sale de Oriente y se deja ver hasta Occidente (Mt 24,27).
Si el tema de la luz es un tema clásico de la espiritualidad cristina, el del relámpago claramente asusta. No olvidemos, nosotros, hombres modernos, que las únicas fuentes de luz, hasta hace poco, eran el sol, la luna, las estrellas y el fuego. El rayo la hace bajar del cielo. La metáfora principal con la que en el lenguaje de muchas tradiciones se expresa la divinización del hombre es precisamente la iluminación. Y cuando la cultura europea intenta librarse del peso de una religiosidad demasiado institucionalizada, se llama a sí misma «Ilustración» (o Siglo de las Luces). El relámpago es uno de los pilares de la metáfora. La luz del cielo desciende en este caso sobre el hombre y lo transforma, aunque el precio sea quemar al hombre viejo.
Dante acaba prácticamente su Commedia haciendo una referencia al relampaguear de la divinidad. Es este rayo el que hiere la mente creada para que se abra al misterio divino:
pero ya mi volar fuerzas no tiene
si no es que al poco hirió la mente mía
un fulgor que a aclarar su duda viene.3
La Edad Media emplea en abundancia esta metáfora del relámpago como destructor de la condición de criatura y portador de la divinización. Dios actúa iluminándonos como un rayo instantáneo: «In modum fulguris coruscantis», dice Ricardo de San Víctor;4 y similarmente dicen san Buenaventura, san Bernardo («veluti in velocitate corusci luminis»: la experiencia de Dios llega con la velocidad de un fulgor de luz)5 y tantos otros.
Exquisito es el inglés del siglo XIV de la Nube del no saber, que, suficientemente modernizado para que lo podamos entender, dice así:
En ocasiones, Dios puede enviarte un destello de luz espiritual que atraviese la nube del no saber que media entre tú y Él y mostrarte algunos de sus secretos, sobre los que no puedo ni me está permitido hablar.6
Hace ya casi dos siglos que el gran desconocido Franz von Baader, a quien ahora algunos empiezan a apreciar, escribió un libro titulado Über den Blitz als Vater des Lichtes («Sobre el relámpago como padre de la luz», 1815). En él describe una intuición en la que yo veo la visión cosmoteándrica, que no solo afirma lo que vio Bacon en su axioma «harmonia luminis naturae et gratiae» (armonía entre la luz de la naturaleza y la luz de la Gracia), sino que nos conduce a la superación de toda dualidad entre teísmo y naturalismo, sin caer en ningún monismo, ya sea de tipo espiritualista o de tipo naturalista (materialista).
La dualidad entre naturaleza y espíritu es mortal para la vida humana. El hombre ha aprendido esto desde que ha vivido en su experiencia la realidad de los relámpagos. La luz es un nombre de Dios, incluso en el cristianismo (1 Jn 1,5 ss.), quien también llama a Dios «Padre de todas las luces» (Jn 1,17), uno de los apelativos de Zeus.
A veces grandes pensamientos relampaguean en mi alma.
Como relámpagos se me aparecen, como si se hiciera luz en mi alma. Pero desaparecen también como relámpagos y ya no puedo retenerlos.7
Esto escribía Franz von Baader en su Tagebuch del 19 de abril de 1786.8 Años más tarde, otro enamorado de los relámpagos escribía:
Alto crecí sobre el animal y el hombre
y si hablo, nadie me responde.
Demasiado solitario y alto en exceso
yo espero, mas ¿qué espero?
Al sitial de las nubes demasiado cercano
la caída del primer rayo aguardo.9
Del mismo autor cito de memoria, porque es un aforismo que ha influido mucho en mi vida:
Quien quiera ser relámpago alguna vez,
¡tiene que ser nube por mucho tiempo!10
Todo esto nos dice que los relámpagos, como el fuego, iluminan y destruyen, son seductores y fascinan, van acompañados del trueno o lo pueden dejar atrás. No creo que haga falta explicitar ahora todo este simbolismo. Me viene a la memoria el poema «Ecce Homo», de Nietzsche:
Sí, ¡yo sé de dónde desciendo!
Insaciable como la llama ardo y me consumo.
En luz se transforma todo lo que toco,
en carbón se convierte todo lo que dejo.
Que no soy llama, ¡quién lo ha dicho!11
Si tuviera que expresarlo en términos más filosóficos diría lo siguiente:
La nueva inocencia no depende ni de la voluntad ni del intelecto. Si la quiero es por alguna cosa, porque es buena, por ejemplo; pero entonces la pierdo. Si la entiendo, la he llevado al campo de mi consciencia reflexiva, y con ello la destruyo. Es una gracia, un don que se vuelve consciente una vez que se ha recibido; un don que se mantiene en la actitud de agradecimiento constante, que nos puede acompañar sin que nos demos cuenta, pero que nunca nos puede preceder conscientemente. Y ni siquiera puede ser un proyecto: no se puede programar, no cabe en el computer.
La vieja inocencia, aquella que todavía denominamos inocencia, porque la nueva no se da un nombre a sí misma, se encuentra antes de la reflexión, antes de que lo mental se haya desarrollado en reflexión. La nueva inocencia es la μετἀνοια (metanoia), se encuentra más allá de lo mental, pero sin negarlo. La superación no es la negación.
La nueva inocencia es el tercer ojo. Pero no es un ojo aislado. Es el tercer ojo junto con los otros dos, de modo similar a como los dos ojos, en el sentido de la vista, no funcionan por separado (dualismo) ni como si fueran un solo ojo (monismo), sino de un modo adualista, en armonía natural. Análogamente, el tercer ojo se une a los sentidos y a la inteligencia para ver las cosas no solamente en dos, si no en tres dimensiones.
La nueva inocencia es amar, conocer, caminar, hablar... No es haber amado, conocido, caminado, hablado. Lo conocido ha sido conocido; no es conocido: lo ha sido, y por esto, cuando digo que lo conozco, solo recuerdo que he conocido, pero ya no conozco: recuerdo que he amado, pero ya no amo. Vivo en el recuerdo, no vivo la vida, no vivo. La nueva inocencia es el presente que se ha liberado del pasado y del futuro, del peso del pasado y del miedo al futuro: es la vida eterna, aquella que Cristo dijo que vino a traer, o mejor dicho, a hacer que la viviéramos (Jn 10,10).
La primera inocencia perdida fue la pérdida de la consciencia extática. Estábamos con las cosas. Nadábamos sumergidos en ellas. Éramos cosas y, si en algún momento la consciencia humana se proyectaba hacia nosotros mismos, nos descubríamos siendo una cosa entre las cosas. Éramos eficaces en nuestro contacto con las cosas. Luchábamos de igual a igual para que nos revelaran sus secretos, nos manifestaran sus conexiones o para que nos fueran útiles. Identificados con ellas, las transformábamos de acuerdo con su nivel y nos trasformábamos con ellas. No éramos conscientes de nuestro privilegio humano, y por eso no abusábamos de él. Éramos los reyes de la creación, pero de aquel tipo de reyes que luchaban en primera línea y que se exponían a ser derrotados por el mismo poder de las cosas. La participación mística era total.
La pérdida de esta inocencia es el descubrimiento del objeto. Las cosas devienen objetos. La consciencia es el sujeto. Y cuando esta se hace reflexiva, hasta el mismo sujeto se convierte en otro tipo de objeto, por muy privilegiado que lo consideremos. Mi conocimiento en cuanto sujeto implica el desplazamiento de sujeto cognoscente a objeto conocido. Las ventajas que resultan son enormes. Ha nacido la epistemología. Se ha hecho posible la crítica. Pero entonces, cuando actúo como rey de la creación, como objeto privilegiado, pero haciendo funciones de sujeto, pierdo la buena consciencia: ha desaparecido la inocencia.
La nueva inocencia supera la dicotomía sujeto/objeto, así como la división interior/exterior. Expresándolo de una manera académica muy condensada, podría decirse que trasciende toda fenomenología: ni hay objetos de conocimiento ni el conocimiento es un objeto (del mismo conocimiento). La realidad existe en la medida en que nosotros mismos, al ser reales, la conocemos, formando parte de ella. La realidad no es nuestra consciencia de realidad, pero nuestra consciencia de realidad pertenece a la misma realidad (que la consciencia tiene de sí misma). Ni idealismo ni realismo, sino quizá la «realización» en el sentido de la palabra inglesa, que ya ha adquirido un cierto influjo oriental: «We realize ourselves when we realize the real in and by the very act of realization» (Nos conocemos a nosotros mismos [nos realizamos] cuando conocemos [realizamos] la realidad en el acto mismo del conocer y a través de él mismo [por la realización misma]).
La nueva inocencia hace imposible escrutar (objetivamente) la naturaleza, tal como lo hace la policía al registrar la casa de un presunto narcotraficante, hurgando por todos los escondrijos para encontrar trazas de droga. Pongo este ejemplo para no poner en duda las buenas intenciones de la investigación, tanto científica como policial.
La nueva inocencia participa de la realidad y es consciente de la realidad, de la que su propia participación forma parte. La simpatía, en su acepción más amplia y profunda, adquiere aquí su plena justificación.
El reino de Dios es el reino de la justicia; la pasión por la justicia es posiblemente lo que más se necesita en nuestro tiempo, conscientes como somos, al menos, de la injusticia institucionalizada, ya que las explotaciones de antaño no tienen ninguna sanción religiosa, como la tuvieron las elucubraciones cristianas para justificar la esclavitud o las cruzadas, o las brahmánicas para defender a los parias o la rigidez de las castas.
Ahora bien, solo la inocencia puede contribuir a la justicia de una manera eficaz y duradera. Esto significa que todos los maquiavelismos están condenados a ser contraproducentes. Querer implantar la justicia en Oriente Medio —por motivos no inocentes como son la defensa de los intereses de los monopolios petroleros— no llevará jamás la justicia a aquellos países.
En la Biblia hebrea, inocencia y justicia se relacionan, aunque por oposición: «No hagas perecer al inocente y justo», dice uno de los preceptos de la Alianza judía (Éx 23,7) que los Setenta traducen por ἀθῷον καὶ δίκαιον (athōion kai dikaion), la Vulgata por «insontem et iustum (non occides)» y Martin Buber por «wer unsträflich und bewährt ist, den darfst du nimmer umbrigen helfen» (cf. Dt 27,25, hablando de la sangre del inocente). Y todo esto lo recuerda el profeta Daniel en la famosa defensa de Susana contra los dos ancianos que la acusaban (según el texto griego, «No matarás ni al inocente ni al justo» [Dn 13,53], porque el texto hebreo lo omite).
3. RELÁMPAGOS AZULES
Me parece importante insistir en la inocencia por un doble motivo, moral y ontológico.
En el orden moral, es urgente insistir en el carácter no violento que la misma palabra indica: in-nocens, que no-daña. Es la traducción literal de ahiṃsā, que parece haberse olvidado.12 No-violencia quiere decir no violar la dignidad propia de todo ser, la no-violación del orden de la realidad. Que este discurso sea urgente en esta época de violencias es evidente.13
En el orden ontológico es importante recuperar el valor de la inocencia tanto en el aspecto del conocimiento (λόγος, logos) como en el del Ser (ὄν, on).
Propongo algunas indicaciones para ello.
Dios tenía razón: si coméis del árbol que hay en medio de Paraíso, el árbol del conocimiento del bien y del mal, moriréis. ¿Quiso decir acaso Yahvé que si nos dejamos llevar de manera exclusiva por la ética, entendida como ciencia racional del bien y del mal, entonces moriremos?
Pero la serpiente no mintió: si coméis del árbol se os abrirán los ojos y seréis como dioses (no como ángeles, tal como traduce la Biblia de Montserrat), conociendo el bien y el mal (Gn 3,5).14
No obstante, este conocimiento, en un sujeto frágil y contingente como el hombre, lo convertirá en un Dios mortal: no podrá soportar el «conocimiento» del mal.
[...] hizo brotar [...], en medio del jardín [...] el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Gn 2,9
Ahora el hombre se ha hecho como uno de nosotros, pues ha conocido el bien y el mal. Solo falta que alargue la mano, tome del árbol de la vida, coma de él y viva para siempre.
Gn 3,22
Echó, pues, fuera al hombre, y apostó al Oriente del jardín de Edén querubines y la llama de la vibrante espada para cerrar el paso al árbol de la vida.
Gn 3,24
Que la inocencia se pierde al desobedecer a Yahvé y seguir la voz de la serpiente lo sabe todo el mundo semítico y, con otras variantes, también lo afirman prácticamente todas las tradiciones.
«Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal», dice la serpiente. Y todos nosotros, todos aquellos a los que nos pica la curiosidad de conocer el bien y el mal, decidiremos por la desobediencia.
Conoceremos el bien y el mal, perderemos la inocencia. La decisión de Adán sigue siendo la nuestra. Y como él, hemos perdido la inocencia.15
La pérdida de la inocencia consiste en elegir el árbol del conocimiento, olvidando el árbol de la vida.16 Solo Dios, un corazón absolutamente puro, puede comprender sin conocer el bien y el mal. Tanto Dios como la serpiente nos dijeron la verdad. Y esta es la condición humana: estar entre lo divino y lo cósmico (no en vano la serpiente se arrastra por tierra).
La vieja inocencia se perdió tal como se pierde hoy: por el conocimiento desvinculado del amor, por la falta de respeto al misterio.
El misterio viene dado por la trascendencia, por algo que trasciende al hombre, por lo incomprensible. El mandamiento divino es la voz de la trascendencia: «No comerás de aquel fruto». Pero el hombre descubre que el fruto es comestible, que es posible hacer aquello que está prohibido. El hombre quiere desarrollar su potencialidad: hacer todo lo que le resulta posible. Esta es la tentación más profunda de la tecnociencia: hacer todo lo que es posible. ¿Por qué razón debería la ciencia moderna dejar de fisionar el átomo, manipular los genes, multiplicar su poder? ¿Por qué motivo quiere Dios, que ha dado al hombre las posibilidades de las que goza, castrarlo ahora en su deseo de saber? Quizá tenía razón la serpiente al decir que los hombres serían como Dioses, pero Dioses mortales y eventualmente mortíferos.
El hombre come la manzana, rompe el átomo, aísla los genes, acelera los ritmos... y se descubre desnudo, inseguro, vulnerable, abocado a una velocidad sin medida. El hombre se convierte en un sujeto que depende del objeto de sus conocimientos. Es el conocimiento del bien y del mal. Es el conocimiento que juzga, porque el conocimiento objetivo no puede dejar de hacerlo. No es aquel conocimiento que se transforma en la cosa conocida, porque el conocimiento humano, que puede conocerlo todo, no puede serlo todo, porque el hombre es limitado, contingente.
El conocimiento humano es irreversible. La inocencia no se puede recuperar. Ni la llamada «redención» cristiana quiere devolvernos al primer Paraíso, ni tampoco puede. La historia es irrepetible; también para Dios. La realidad no tiene leyes: es siempre novedad.
¿Puede haber una nueva inocencia? ¿Qué Dios nos dirá que no nos conoceremos a nosotros mismos, si no nos alejamos del árbol de la ciencia? Aunque creyésemos en él, le negaríamos el derecho de querer mantenernos en la ignorancia —como un antiguo déspota con su pueblo—. Por eso ya hemos dicho que no puede haber una segunda inocencia, y la nostalgia de la primera no solo no nos la devuelve, sino que nos hace más infelices.
Este es el problema.
La nueva inocencia tiene que ser tan nueva que no eche de menos la primera: el hombre ha perdido la experiencia de la primera inocencia, y cuando se le explica, no la desea. No queremos ni podemos renunciar al conocimiento del bien y del mal. Hemos llegado a creer que somos como Dioses, ya que vivimos prácticamente en un mundo en el que Dios no representa ningún papel realmente divino. La cosmología científica en la que cree una gran parte del mundo ha convertido a Dios en una hipótesis superflua —relegada, como mucho, a la esfera de la intimidad individual—. Un teísmo fuerte y consecuente sería intolerable. Esta es la crisis de los monoteísmos y el islam es quizá el ejemplo más palmario. Pero el teísmo edulcorado y limitado del mundo moderno, dominado por la tecnociencia, resulta intolerable para Dios, por muchas peripecias teológicas que se quieran hacer: el Dios omnipotente ha muerto. Recordemos que la traducción latina de los primeros símbolos cristianos del Credo ha sido la causa (compleja, ciertamente) de muchos malentendidos: omnipotens no sugiere el mismo significado que pantokratōr.
Entonces, ¿qué quiere decir una nueva inocencia? ¿No será que, si existe, el solo hecho de hablar de ella la destruye? ¡Ciertamente! Pero esto constituye uno de sus aspectos. De la nueva inocencia se puede hablar, a pesar de que se escape al conocimiento del bien y del mal. Es algo que constantemente se pierde y se gana. Podemos hablar de ella solo en pasado. Su recuerdo nos abre los ojos para mostrarnos que existía. Pero es el recuerdo mismo lo que la mantiene en nuestro corazón cuando este es puro.
La nueva inocencia no se fía de la razón. La forma tradicional de decirlo es la afirmación, tan conocida y tan desfigurada, de que la fe nos salva, que es ella la que nos resucita y nos da la vida eterna, la que nos permite comer del árbol de la vida.
¿Qué quiere decir todo esto?
En primer lugar, que no sigamos comiendo del árbol del conocimiento como si fuera el de la salvación. No se trata de menospreciar la razón, sino sencillamente de ser racionalmente escépticos, de no poner la confianza en ella y de abrir el tercer ojo (que es más que el tertium genus cognitionis, la intuición de Spinoza). Hay un salto cualitativo entre el primero y el segundo grado de «conocimiento»; pero hay aún uno mayor entre el segundo y el tercero. Si el primer ojo nos da confianza en todo aquello que nos «muestran» los sentidos, y el segundo en todo aquello que nos «dice» la razón, el tercero es la confianza que se tiene en la misma realidad (sine glossa, sin interpretación). La sabiduría es aquella actitud humana que no pone su confianza en el conocimiento sino en el corazón puro; su pureza incluye la transparencia del intelecto. Solo el inocente puede ser libre. Libre del reino de la «necesidad» (ἀνάγκη, anankē) y «universalidad» (καθ’ὅλον, kath’holon). La libertad no es «anarquía» (αναρχία, anarchia) pero sí «idiosincrasia» (ἰδιοσυγκρασία, idiosynkrasia). No es rechazo de todo principio, sino descubrimiento del propio valor. Esto requiere la experiencia mística.
Después de pasar toda su vida sirviendo a la causa buddhista y practicando el buddhismo él mismo, el gran emperador Wu fue a buscar al maestro Bodhidharma, el fundador del zen, y le preguntó qué recompensa podía esperar. Este le respondió lacónicamente: «¡Ninguna recompensa!».
La nueva inocencia es aquella actitud humana que no espera recompensa, que no piensa que pueda haber recompensa, que no piensa en ella, que no le hace falta, y que, si hubiera alguna, la destruiría y convertiría la vida en un medio para conseguir un fin distinto de sí misma.
Esto es lo que tantos místicos han afirmado cuando nos hablan de actuar sin buscar un porqué, de vivir el presente.
No se trata de renunciar a la recompensa, de ser tan perfectos que hayamos renunciado a la recompensa merecida. Este es el gran peligro espiritual: la racionalidad, por un lado, y la irracionalidad, por el otro. Se trata de no sentir su necesidad.
Toda inocencia es paradisíaca. Porque el inocente, el que no duda, malicia ni sospecha se encuentra siempre como el hombre primitivo y el hombre antiguo, rodeado por la naturaleza, por un paisaje cósmico, por un jardín —y esto es paraíso—. La duda arroja al hombre del Paraíso, de la realidad externa.
José Ortega y Gasset17
No se puede volver a esta inocencia. Pero no se ha dicho que no se pueda tener una nueva inocencia.
Esta nueva inocencia no es fruto de una romántica nostalgia del Paraíso. Esta nueva inocencia incluye la σκέψις (skepsis) y la crítica, aunque quita el aguijón de la duda angustiosa.
No saber vivir en la inseguridad —y en el riesgo— demuestra falta de madurez espiritual y de profundidad intelectual.
La nueva inocencia plantea uno de los mayores interrogantes al mundo moderno, es decir, se espera que la razón guíe la vida humana. Como he dicho repetidamente, la razón tiene el poder de veto, pero no la función de dirigir las acciones humanas.
¿Qué fuerza queda, entonces, para dirigir las acciones? La respuesta tradicional es casi universal: el amor.
La nueva inocencia es espontánea: pero no toda espontaneidad es inocente, sino solo la que sale de un corazón puro. Los corazones puros no solo verán a Dios, sino que lo ven, es decir, ven la realidad, el Ser.
La nueva inocencia es tan absolutamente nueva que no es la segunda edición de otra cosa. De nada. Surge del No-nada. Y por eso, desde el interior, no puede distinguirse de la primera. Es lo que dicen muchas tradiciones orientales, a saber: que, cuando la iluminación ha brillado, las montañas y los ríos vuelven a ser montañas y ríos, y nos damos cuenta de que no hemos perdido ni ganado nada; que no se entra ni se sale del samādhi; que se era ya brahman; que el campesino vuelve al mercado, etc.
En cambio, desde fuera, la diferencia es evidente. Solo después de pasar por el fuego de la prueba, después de haber perdido la inocencia (primera), se llega a la nueva. Pero cuando se llega, se es como la madre —según los Evangelios—, que ya no se acuerda de los dolores del parto cuando ve al hijo que está en sus brazos.
Desde Mengzi (Mencio) y Confucio hasta un cierto buddhismo, Oriente está lleno de obras que van desde las más especulativas de Nāgārjuna hasta los comentarios sincréticos de Teshima Toan (1718-1786) o una obra popular atribuida a Ikkyū Sōjun (1394-1418), El espejo del agua. Esta tradición se encuentra en todas partes y podríamos citar las Upaniṣad, el Daodejing o incluso los Evangelios: «que no sepa tu izquierda lo que hace la derecha»; «el óbolo de la viuda»; «el fariseo y el publicano», etc.
¿Qué vienen a decirnos? El Espíritu original y originario que habita el hombre es anterior al pensar, previo a la reflexión y está libre de toda referencia al ego: es la espontaneidad pura, el hacer las cosas por un puro impulso profundo anterior a las cavilaciones de la mente y a la motivación de la voluntad. Tenemos que llegar a un nivel de consciencia que esté libre de la conceptualización. Las acciones deben hacerse sin cálculos ni premeditación. Las lenguas occidentales no tienen, por ejemplo, la riqueza del japonés o del chino para hacer las distinciones pertinentes, por lo que no se trata ni de irracionalismo ni de optimismo ingenuo. Solamente un corazón puro puede permitirse ser espontáneo; solo quien no busca nada puede ser libre; solo quien ha purificado su mente podrá superar lo mental; solo el Espíritu original (honshin) puede pensar libremente (omou) y ver sin mirar, etc.
El amigo Abe Masao, uno de los grandes exponentes contemporáneos del zen, termina un importante artículo sobre este tema diciéndonos que se puede llegar al zen solo trascendiendo palabra y silencio, afirmación y negación. Pero añade como última frase, quizá por inspiración shakesperiana, «but what is beyond speech and silence, beyond affirmation and negation? That is the question» (¿qué hay más allá de la palabra y del silencio, más allá de la afirmación y de la negación? Esta es la cuestión).
No, esta no es la cuestión. Y si lo fuese, sería una contradicción y, por lo tanto, estaríamos en el irracionalismo.
Que esta no sea la cuestión no quiere decir que la cuestión sea otra, sino que esta no es la cuestión, que no hay tal cuestión, que no existe, que no es una cuestión real (sino una extrapolación de la mente).
Esta cuestión solamente se responde resolviéndola, solucionándola, disolviéndola, no planteándola porque no se presenta. Esto es lo que hace la nueva inocencia.
La primera inocencia no se formula la cuestión; no la ha formulado nunca. La nueva inocencia surge después de haber disuelto la pregunta.
«Conócete a ti mismo», decía el frontispicio del templo de Delfos. La frase solo podía venir de Dios. El imperativo supone que quien habla sabe que el hombre no se conoce a sí mismo.
Pero solo un Dios sabe que el mandamiento es imposible. Nadie puede conocerse totalmente a sí mismo. El cognoscente se haría conocido. Sería la muerte del hombre. La auto-omnisciencia representaría la destrucción de la condición humana y la pérdida de la identidad del hombre —precisamente consigo mismo—.
Si yo supiera todo de mí, si fuera transparente a mí mismo, si fuera como un ángel, si ningún motivo de mis acciones me fuera desconocido, si nada de lo que soy me fuera oscuro, mi vida no tendría riesgo alguno, no habría nada que me sorprendiera, nada que me fascinara y me llenara de estupor. Conociéndome tal como soy, teniendo mi ser en mi mente, sabiendo todo lo que me pertenece, ni el futuro me revelaría nada ni la vida me mostraría nada nuevo. No tendría libertad.
Pero esta ignorancia es fecunda, como ya desde el Daodejing y las Upaniṣad se va repitiendo, valorando la «docta ignorancia», la «nube del no saber», el «toda ciencia trascendiendo», etc. Esta ignorancia es la puerta a la nueva inocencia.
En efecto: si yo sé que no puedo conocerme plenamente, si he reconocido el papel corrosivo de la inteligencia sin amor, si sé que hay interrogantes y oscuridades en mi vida, si sé que no tengo ni puedo tener certeza absoluta en nada, entonces empiezo a ser un hombre y no un ángel, empiezo a descubrir que tengo que fiarme de algo o de alguien que no soy yo, empiezo a descubrirme como relación constitutiva, empiezo a entender que sin fe moriríamos o no podríamos vivir, como en su momento dijeron Isaías (7,9) y la Gītā (17,3).
Entonces descubrimos que el logos, incluso el más potente e infinito, no lo es todo, que hay más en nuestras vidas que solo racionalidad y voluntad, que el misterio divino es más que logos.
Un salmo comentado por un místico nos puede ayudar a formular lo que deseamos: «Ad nihilum redactus sum, et nescivi» (72 [73],22).
Miguel de Molinos lo cita en su Guía espiritual (III, 20 [194]), añadiendo seguidamente:
Estándote en la nada, cerrarás la puerta a todo lo que no es Dios; te retirarás aun de ti misma y caminarás a aquella anterior soledad [...]. Anégate en la nada [...].
Es sabido que este salmo está muy lejos tanto del original griego como del hebreo. La nueva versión latina encargada por Pío XII dice: «Ego insipiens eram neque intelligebam», y el griego escribe: καὶ ἐγὼ ἐξουδενωμένος καὶ οὐκ ἔγνων κτηνώδης ἐγενόμην παρὰ σοί (kai egō exoudenōmenos kai ouk egnōn ktenōdēs egenomēn para soi).18
Las diversas versiones modernas son muy interesantes.19
Pero lo interesante es el uso místico del salmo y cómo las traducciones modernas lo esquivan.
Tanto en 2 Cor 10,10 como en Mc 9,12, las traducciones modernas rehúyen la posible interpretación «nihilista». La nada da miedo.
¿No será el inocente quien no tiene miedo a la nada?
La Vulgata nos presenta la relación entre el anonadamiento y el no saber, pero en este no saber se encuentra la liberación. Mientras se es alguna cosa, el no saber es mortal. Cuando no se es nada, el no saber es liberador.
La utilización del mismo verbo, al citar la profecía de Isaías (Is 52,13; 53,12) refiriéndose a Jesús, es también muy significativa: «¿No está escrito acerca del Hijo del hombre que habrá de padecer mucho y ser menospreciado?» (Mc 9,12).20
Una teología de la κένωσις (kenōsis) está todavía por hacer.
Ya Paracelso escribió, y Kant lo repitió a su manera, que la permanencia del hombre en el Paraíso habría representado su permanencia en el estado de pura animalidad, y nunca habría llegado a ser «imagen de Dios».
Los animales, en efecto, no fueron expulsados del Paraíso, y en cierta manera todavía lo habitan. La tierra es su paraíso. El hombre no se siente completamente integrado. Hay algo más. No se habría percatado de ello, no lo habría conseguido si se hubiera quedado para siempre en el Paraíso.
Si el Paraíso es el estado de naturaleza y de naturaleza pura, el hombre no es naturaleza pura, es algo más. Ha salido del Paraíso.
Pero al salir del Paraíso pierde en cierta manera su animalidad, pierde la naturalidad —por lo tanto, la connaturalidad con las cosas y el bien—. Si una primera tentación fuese querer volver atrás y recuperar la vieja inocencia, la segunda sería alimentarse de la naturaleza, creerse superior a ella, su monarca absoluto. Los dos extremos nos deshumanizan.
El hombre es este estado intermedio entre el Ser y la Nada, como han dicho casi todas las tradiciones: el hombre, entre el cielo y la tierra.
* Los textos de la introducción «Relámpagos» y del apartado «Relámpagos blancos» se publicaron por primera vez en catalán en R. Panikkar, La nova innocència, Barcelona, Proa, 21998, págs. 19, 29-39. Nuestro texto se basa en la versión castellana: La nueva inocencia, Estella, Verbo Divino, 21999, págs. 7-8, 25-35, y ha sido confrontado con el texto original catalán y el texto italiano publicado en R. Panikkar, Opera Omnia I.1, Milán, Jaca Book, 2008, págs. 19-25.
1 El término «cristianía» (una religiosidad personal) se utiliza aquí para diferenciarlo de «cristiandad» (una civilización) y de «cristianismo» (una religión).
2 Mt 6,3.
* Los textos de los apartados «Relámpagos rojos» y «Relámpagos azules» se publicaron por primera vez en catalán en R. Panikkar, La nova innocència, op. cit., págs. 139-150, 300-313. Nuestro texto se basa en la versión italiana publicada en R. Panikkar, Opera Omnia i.1, op. cit., págs. 26-39 (trad. de Jesús Silvestre y Antoni Martínez Riu), y ha sido confrontado con el texto original catalán.
3 «Ma non era da ciò le proprie penne / se non che la mia mente fu percossa / da un fulgore in che sua voglia venne» (Dante Alighieri, Divina Commedia, Paradiso XXXIII, 139-141 [trad. cast.: Divina Comedia, versión poética de A. Echeverría, Madrid, Alianza, 2001]).
4 Benjamin Minor 82.
5 In Cantica, sermo 41.
6 «Then will he sometimes per adventure send out a beam of ghostly light, piercing this cloud of unknowing that is betwixt thee and him, and show thee some of his secrets, the which man may not and cannot speak» (Anónimo, Cloud of Unknowing XXVI, 5 [trad. cast.: La nube del no saber, Barcelona, Herder, 1999, págs. 71-72]).
7 «Gosse Gedanken blitzen manchmal in meiner Seele auf, wie Blitze erscheinen sie, es wird wie Helle in ihr. Aber auch wie Blitze schwinden sie hin und ich kann sie noch nicht festhalten».
8 Sämmtliche Werke, F. Hoffmann et al. (ed.), XI, 24.
9 «Hoch wuchs ich über Mensch und Tier; / Und sprech’ich - niemand spricht mit mir. / Zu einsam wuchs ich und zu hoch – / Ich warte: worauf wart’ich doch? / Zu nah ist mir der Wolken Sitz, – / Ich warte auf den ersten Blitz» (trad. cast.: F. Nietzsche, «El pino y el rayo», en Poesía completa, Madrid, Trotta, 2008, pág. 121).
10 «Wer einst den Blitz werden will, / muss lange Wolke sein!».
11 «Ja! ich weiß, woher ich stamme! / Ungesättigt gleich der Flamme / Glühe und verzehr ich mich. / Licht wird alles was ich fasse, / Kohle alles, was ich lasse, / Flamme bin ich sicherlich» (trad. cast.: F. Nietzsche, «Ecce Homo» en Poesía completa, op. cit., pág. 40).
12 Cf. BG X, 5 en la nueva traducción de Stefano Piano. Que yo sepa es el primero, entre todos los que han traducido la Gītā, en dar esta traducción literal exacta, que explica muy acertadamente que «a es ausencia (o supresión) del deseo de infligir daño» (Cinisello Balsamo, Milán, San Paolo, 1994, pág. 190). La raíz han significa «infligir daño», y es bien conocido el uso que Gandhi hizo de ahiṃsā y el papel central de ella en el jainismo. Ahiṃsā quiere decir, entonces, «no herir, no hacer daño, no hacer sufrir, no forzar» —ser in-nocens—.
13 Cf. ἀγηός, que además de puro y santo significa también inocente. Cf. Platón, Leyes, 6 (759a). Y para ἀθῷος, «inocente», cf. Gn 24,41; Nm 5,19-31; Éx 23,7; etc. La palabra ἀθῷος viene de ἀ-θωή: literalmente, «no-causar daño (sin castigo, sin pena)».
14 La Vulgata dice «sicut dii», y los Setenta ὡς θεοί. Martin Buber traduce: «Ihr werdet wie Gott, erkennend Gut und Böse».
15 Dice significativamente Hegel, comentando a Sócrates (Werke, XIV, 49): «Die Frucht des Baums der Erkenntnis des Guten und Bosen, der Erkenntnis, das ist die Vernunft aus sich – das allgemeine Prinzip der Philosophie für alle folgende Zeiten» (El fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, del conocimiento, es decir, de la razón misma, el principio general de la filosofía de los tiempos futuros).
16 Cf. las profundas reflexiones de Lev Šestov, todavía poco conocido, en su obra Atenas y Jerusalén (1951 en el original ruso; trad. alemán: Athen und Jerusalem. Versuch einer religiösen Philosophie, Múnich, Matthes & Seitz, 1994, págs. 163-179).
17 J. Ortega y Gasset, Obras completas, tomo VII, Madrid, Taurus, 2007, págs. 388-389.
18 El griego, naturalmente, recurrió a la negación οὐδέ (ἐξουδενέω y ἐξουδενόω, exoudeneō y exoudenoō), y así el verbo, que tiene el significado corriente de menosprecio o burla, quiere decir en realidad «anonadamiento, aniquilación, reducir a la nada».
19 «Por aquí llegó David, sin saberlo, a la perfecta aniquilación».
«Ad nihilum redactus sum, et nescivi», dice Molinos, citando la Vulgata, «et ego ad nihilum redactus sum et nescivi, ut iumentum factus sum apud te».
Modernamente se traduce:
«Es que soy ignorante y no comprendo» (La Biblia, Herder Editorial).
«Jo era incapaç d’entendre-ho» (Biblia Catalana).
«Moi, stupide, je ne comprenais pas» (Bible de Jérusalem).
«I would not understand, so brutish was I» (New English Bible).
«I was vile & knew not» (texto inglés de la Biblia de los Setenta).
«So foolish was I, and ignorant» (Revised Version y King James Version).
«Dumm war ich und erkannte nicht» (Buber).
«Da war ich ein Tor und bar aller Einsicht» (Stenzel).
«Es porque era necio y no sabía nada» (Nácar-Colunga).
«Estúpido de mí, no comprendía nada» (Martín Nieto).
[La Neue Jerusalem Bibel se lo salta, citando en nota Job 40,15].
20 Πολλὰ πάθῃ καὶ ἐξουδενηθῇ (polla pathē kai exoudenēthē). Marcos está citando la Biblia de los Setenta: «qui respondens ait illis Helias cum venerit primo restituet omnia et quomodo scriptum est in Filium hominis ut multa patiatur et contemnatur» (Vulgata). El inglés antiguo lo dice claramente: «He must suffer many things, and be set at nought» (Revised Version y King James Version); «To be treated with contempt», traduce, edulcorándolo, la New English Bible. Mejor la Biblia Catalana Interconfessional: «[...} ha de patir molt; ha de ser tingut per no res».