62.

Tras la revelación de Águedo, no se oye ni una mosca.

Todos saben cuál será la próxima víctima y eso lo convierte en una carrera contrarreloj. Camino toma las riendas:

—Casas.

—¿Sí, jefa? —hay una cierta petulancia en el tono de voz.

—Habla con esa empresa de cosmética. Y con la universidad. Localiza al coordinador del proyecto y que te lo cuente todo. Averigua qué era exactamente lo que hacía Sara con los animales, y con qué animales. Entérate también de quién conocía el proyecto, si era secreto, si se publicó o se filtró de alguna forma, ¡todo! Tenemos que encontrar a esa mujer viva.

Camino se da cuenta de que su gente ha trabajado duro. Todos han logrado avances en un tiempo récord. Toca ordenar los nuevos datos y en algún momento la clave se revelará ante sus ojos. Tiene un buen equipo. A veces no lo valora lo suficiente.

—Habéis hecho un gran trabajo —los policías se miran extrañados. Qué raro oír de labios de la jefa algo parecido a una felicitación—. Sin embargo, nos queda algo que aclarar. Molina, ¿te importaría ir a por Gallego?

Pascual se levanta y vuelve un minuto después con ella. A Evita las miradas de desdén que le clavan sus compañeros le dan ganas de llorar. Pero aguanta, como aguantó el día que vio el cadáver, como aguantará lo que haga falta.

—Casas, resume para Gallego lo que has averiguado sobre Sara.

Águedo vuelve a referir las novedades. Está encantado de poder hacerlo, y de que la nueva las escuche de su boca. Cuando calla, todas las cabezas siguen giradas hacia ella. Esperando.

—Yo no conocía a Sara Guerrero —protesta débilmente.

—Conoces al sospechoso principal de su desaparición.

—Y te lo habías callado —Lupe no puede por menos que decirlo, pero se gana un codazo de Fito y un reproche en los ojos de Pascual.

—Es un viejo amigo de Ramón. Yo no sabía que él...

—Pues te vas a enterar bien —dice Camino, implacable—. Eso si es que no acabas del otro lado de las rejas en cuanto lo aclaremos todo. Porque primero hay algo que nos tienes que contar. Alcalá, adelante.

Al subinspector le coge desprevenido la exhortación, pero se repone enseguida. Busca entre sus papeles, ondea uno y se pone en pie:

—Pedí al grupo informático que rastreara los comentarios del vídeo en el que Gerardo Zamora apaleaba a un pulpo. Seleccionamos los negativos y, entre ellos, los que podían constituir una amenaza.

—¿Cuántos?

—Nos centramos en los veinticinco peores. La mayoría vienen de toda España, algunos incluso de otros países. Pero había varios de Sevilla.

Camino mira de reojo a Evita, que escucha a Fito con su cara de santurrona.

—Nos falta identificar quiénes están detrás de la IP. Para eso necesitamos la autorización del juez.

—Pero... —la inspectora le anima a continuar, impaciente.

—Pero tenemos las ubicaciones. En concreto, una que quizá a alguien de esta mesa le resulte conocida: calle Bami, número diez.

Evita palidece al oír su dirección.

—¿Qué... qué decía el comentario? —pregunta ansiosa.

Fito lee entre líneas hasta que da con el párrafo que busca. Carraspea y pronuncia con voz sonora:

Te crees muy superior por hacerle eso a quien no puede defenderse, pero lo que eres es un mierda que merece ser pagado con la misma moneda. Cuídate las espaldas porque cuando menos te lo esperes, te haremos lo que tú les haces a los pulpos. Cogeremos un bate y reventaremos cada órgano de tu cuerpo. Luego te patearemos la cabeza hasta que no te reconozca ni tu madre. Te agarraremos y te arrojaremos contra un puto bordillo y seguiremos así hasta que estés muerto. Pero antes, mucho antes, desearás estarlo.

La lividez de Evita ha adquirido un tinte alarmante. Le tiemblan los labios y las manos. Si no le hubiera ocultado información desde el principio, a Camino incluso le daría pena. Pero lo que siente por encima de todo es rabia. Rabia por haberse dejado engañar por una sonrisa tierna y un rostro angelical. Ella es la que le dice a su gente que no se fíen de las apariencias. Que empleen el coco, no las entrañas. Las entrañas sirven para otras cosas. Y si ella hubiera hecho un poco más de caso a su parte racional, se habría dado cuenta de que Evita estaba demasiado enteradilla. Que le iba soltando la información como quería.

—¿Te suena de algo, Gallego? —le pregunta, obligándola a volverse hacia ella.

Evita la mira sin verla. Sigue inmersa en sus propios pensamientos. Nunca se había sentido tan acorralada. Ni siquiera en el instituto, cuando Paula, la chica más popular de todo segundo, la metió en los baños a través de mentiras y allí se encontró con otras cuatro que las esperaban. Le pegaron una paliza y la dejaron con la cabeza metida en el váter. Y todo porque el noviete de Paula la había acompañado un par de veces a casa y le mandaba mensajitos en clase. Así se siente ahora ella. Con la cabeza metida en el váter. Hasta arriba de mierda. De una mierda que, como aquella vez, no ha visto ni venir. Y todo por lo mismo. Por un hombre. Por un niñato. Al final, lo único que sale de sus labios son dos palabras.

—Maldito Ramón...