Los chicos y Morritos sentían que aquel caso repentino había llegado en el peor momento. Tras aquella mañana de domingo en la redacción del Daily Telegraph, no habían tenido más remedio que volver a casa y quedarse de brazos cruzados. Estaba claro que el siguiente paso era interrogar al anticuario o a su sobrino acerca de ese periódico extraño, pero aquello no sería posible hasta que llegara el lunes y la tienda estuviera abierta.
Alfred sabía que ir a ver al anticuario el lunes por la mañana era algo imposible. Jamás había faltado al colegio por culpa de una investigación, pero además, vista la intención de convencer a sus padres para asistir a la academia de dibujo, habría sido una verdadera torpeza por su parte el no asistir a clase. Estaba convencido de que si alguna vez se atreviera a hacer novillos, su madre acabaría dándose cuenta de todo. Así que tuvo que conformarse con esperar a la tarde y que Agatha fuera a buscarle con la excusa de hacer algunos recados. Al ver que Alfred se escaqueaba de su tarea en el almacén, la señora Hitchcock no puso buena cara, aunque tampoco se atrevió a decir nada delante de la niña.
Una vez libre, el chico decidió concentrarse en el asunto que tenían entre manos. El interrogatorio del anticuario debía realizarse con mucho rigor y debían analizar todas las probabilidades.
—He estado pensando en este asunto toda la mañana —se atrevió a decir una vez que salieron a la calle—. Creo que debemos tener mucho cuidado con la información que obtengamos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Agatha.
—Es muy sencillo —continuó el chico—. Si Julio Verne tenía tanta relación con el Daily Telegraph, puede que quien nos ha mandado este mensaje sea alguien de dentro del periódico. No deberíamos descartar ninguna posibilidad.
Agatha también había llegado por sí misma a aquella conclusión, y estaba de acuerdo en que debían ser prudentes. Por otro lado, analizando la portada del diario, ella también se había hecho algunas preguntas:
—Ayer por la tarde me di cuenta de otra cosa —añadió la niña—. Y es algo que tiene relación directa con lo que dices.
Alfred atendía a Agatha mientras continuaba caminando calle abajo, pegado a Morritos.
—Quien cambió la fecha del periódico extraño conocía perfectamente cómo iba a ser la portada de aquel día. Así pues, ¿cómo pudo copiarla?
Aquélla era una buena pregunta y, tal y como había puntualizado Agatha, apoyaba la idea de un comunicador ligado al Daily Telegraph.
—Puede que el informador utilizara una plancha similar —se aventuró Alfred.
—O que empleara la misma… —murmuró Agatha.
Casi se hallaban ante la puerta del anticuario, así que ninguno de los dos niños quiso seguir hablando. A diferencia del sábado anterior, un sol radiante atravesaba el escaparate del establecimiento. Alfred comprobó que, por suerte, la tienda parecía abierta. Así que tras detenerse un momento para hacer acopio de valentía, echó a andar acera adelante, dispuesto a aclarar alguno de los interrogantes de aquel caso tan peculiar.
—Buenos días, señor Hitchcock, ¿qué le trae por aquí?
Alfred se dijo que aquél no era un mal inicio. Al parecer, el señor Jackson se había levantado de buen humor. El chico había olvidado advertir a Agatha y a Morritos acerca del mal carácter del anticuario, aunque una vez que los tres traspasaron el umbral de la entrada había sido demasiado tarde para retroceder.
El anticuario se hallaba subido a un taburete mientras limpiaba una lámpara de aspecto anquilosado, y apenas reparó en los niños y la perrita cuando éstos se quedaron como pasmarotes en mitad de la tienda. Al ver que el saludo no había estado mal del todo, Alfred decidió comenzar con su interrogatorio. Tanto trasto cubierto de polvo conseguiría hacerle estornudar, y deseaba hallar cuanto antes alguna explicación para aquel caso.
—Venía a preguntarle por un objeto de la tienda —comenzó el chico—. Una especie de lechuza disecada que tiene en la parte de atrás.
—¿Una lechuza disecada? —preguntó el hombre, que continuaba frotando la lámpara—. No me suena de nada…
Alfred se dijo que, a pesar de lo que había pensado en un principio, aquello no estaba empezando con buen pie. No le importaba que al anticuario Jackson le fallaran los modales, pero sí el que lo hiciera su memoria. Sin ella sería imposible sacar nada en claro de aquel caso.
—Sí, señor Jackson —insistió el chico—. Es una lechuza que tiene usted al final del pasillo, al lado de la alacena. Perteneció a la familia Elster. Si quiere bajar del taburete, yo le acompaño y se la enseño.
Esta vez el anticuario dejó caer los brazos y se quedó mirando a Alfred con extrañeza. No parecía saber a lo que el chico se estaba refiriendo.
—No necesito que nadie me haga de guía en mi propio establecimiento, señor Hitchcock —dijo con cara de pocos amigos—. Conozco perfectamente cada uno de los objetos guardados en estos estantes. Yo mismo me he encargado de comprarlos en las casas de subastas. Y esa lechuza de la que me habla jamás ha entrado en esta tienda. Tiene que haberlo imaginado.
—Pero eso no es posible —intervino Agatha—. El otro día estuvimos aquí y pudimos verla con nuestros propios ojos. ¡Está ahí al fondo!
Los ladridos de Morritos sorprendieron a todos desde la parte de atrás. Al oírlos, el anticuario Jackson bajó de su taburete y se dirigió pasillo adelante seguido por Alfred y Agatha.
Una vez allí, los niños miraron hacia la pared del fondo. La pequeña mesa redonda, donde antes había reposado la lechuza, se mostraba vacía de objetos. Morritos ladraba con mucha fuerza al hueco que había dejado el pájaro, y el anticuario se encogió de hombros al ver que él llevaba razón. No había nada parecido a una lechuza junto a la alacena.
—Os dije que aquí no hay nada. El único animal disecado que he tenido fue un perro dálmata hace algunos años. ¡Aunque como este chucho no se calle será el siguiente en la exposición!
Agatha y Alfred no podían creer lo que sucedía, e intentaron calmar a Morritos, que, como era evidente, tampoco comprendía nada.
—Pero ¡no puede ser! —exclamó la niña—. El sábado, cuando trajimos el pedido para su sobrino, Alfred colocó aquí la caja, y entonces fue cuando la descubrimos.
—¿Qué caja? —preguntó el anticuario—. ¿Qué sobrino? ¡El sábado la tienda estuvo cerrada todo el día! Tenía mi visita mensual a la subasta de Christie’s. ¡Todo el mundo lo sabe!
—¿Cómo dice? —saltó Alfred—. ¿Quiere decir que no estuvo en la cama con catarro?
—¡Muchacho! ¡Yo no he estado enfermo en la cama desde el año 1900! ¿De dónde saca esa idea? ¡Estuve en Christie’s! ¡Este sábado había subasta!
Ninguno de los tres investigadores podía creer lo que estaba sucediendo, y si no fuera porque se miraban atónitos entre sí, habrían sospechado que comenzaban a perder la cabeza.
Al ver que los chicos no reaccionaban, el señor Jackson regresó por el pasillo hasta la entrada de la tienda. Iba a subir de nuevo al taburete, cuando Alfred sacó el periódico del bolsillo de Agatha y fue corriendo hacia él.
—Entonces, supongo que no fue usted el que nos dejó este mensaje.
Al ver la nota del periódico, el señor Jackson puso cara de no entender nada y Alfred dio por contestada su pregunta. Quedaba claro que el anticuario estaba completamente al margen de aquella investigación y que, una vez más, la cosa volvía a complicarse para Miller & Jones.
Agatha, Alfred y Morritos salieron de la tienda tan desconcertados que comenzaron a vagar por la calle sin pensar qué dirección seguir. La conversación con el anticuario les había dejado atónitos, pues estaba claro que aquel hombre de acento exótico que el sábado les había abierto la puerta no se trataba del sobrino del señor Jackson. De hecho, cuando le preguntaron acerca de él, el anticuario se había quedado igual de patidifuso que con el resto de la investigación. El señor Jackson aseguraba ser hijo único, y carecía de sobrinos que se ajustaran a esa extraña descripción.
Alfred pensó en el falso sobrino y en lo extraño que le había resultado que fuera tan gentil, ya que no había tenido reparos en dejarlos solos en la tienda mientras se calentaban junto al fuego.
—Al menos hay una cosa que hemos podido aclarar gracias a esto —tras un largo silencio, Agatha había decidido ser optimista—, y es que hemos identificado, al fin, quién es nuestro informador.
El argumento no estaba mal pensado. Ese hombre de piel oscura, demasiado exótico para tratarse de un londinense, había hecho el pedido a la tienda de los padres de Alfred confiando en que el chico acudiera y descubriera el mensaje. Sin duda, él era el responsable de la nota del diario.
—Encargó el pedido a mis padres para que viniéramos hasta aquí —murmuró Alfred—. No debe de ser muy avispado. Estaba claro que acabaríamos por descubrir que no es sobrino del señor Jackson.
—Debía de tener todo planeado —continuó Agatha—. Tal vez no le importe que hayamos descubierto su mentira. Aunque es algo que me asusta. Estamos en mitad de un juego del que desconocemos las reglas. Y no sabemos si ese hombre juega con los buenos o con los malos.
—¿Qué quieres decir?
Agatha se paró en seco antes de contestar. Era como si estuviera mascando bien sus palabras antes de poner a sus dos amigos en alerta, pues en cuanto salieran de su boca podía cundir la voz de alarma.
—Hablo de Edison —dijo, al fin, la niña—. ¿Y si todo esto no es más que una treta para mantenernos ocupados? ¿Y si el sobrino exótico es un esbirro de ese rufián? Puede que nos quiera tener entretenidos durante la carrera. Algo debe de tramar contra el tío Monty…
Alfred sabía que eso era una posibilidad, aunque aún era pronto para dar nada por hecho. Estaba de acuerdo con Agatha: los tres eran peones al servicio de alguien demasiado escurridizo. Y era complicado actuar correctamente sin saber sus intenciones.
Lo que estaba claro era que el siguiente paso era encontrar a ese hombre exótico. Por desgracia, ninguno de los tres tenía ni idea de cómo hacerlo. Morritos enfiló calle arriba dispuesta a servir de guía a sus apesadumbrados amigos. A veces se veía obligada a ser quien guiara a la agencia, y en aquel caso su fortaleza era más necesaria que nunca.