Amanda echó mano de su reloj de bolsillo y comprobó que ya era bastante tarde. Hacía rato que el sol había empezado a ocultarse tras los tejados de James Street, la arteria principal que desembocaba en Covent Garden, aunque para ella la caída de la noche no era un motivo suficiente para regresar a casa.
La periodista había pasado la tarde investigando aquel caso tan insípido: la aparición de ese maldito fantasma del metro de Londres que continuaba inquietando a los vecinos del barrio.
No era la primera vez que esa misteriosa sombra se dejaba ver en la estación de Covent Garden. De hecho, la mayoría de la gente creía saber la identidad del extraño espectro. Se hablaba de un actor que trabajaba en los teatros de la zona y que fue asesinado por uno de sus rivales de escena. Desde entonces muchos habían asegurado haber visto su fantasma vagando por las vías. Su aspecto era casi el de un vagabundo. Transitaba por el túnel pocos minutos antes de llegar el tren, y desaparecía de repente, dejando a todos los viajeros boquiabiertos.
La primera idea de Amanda había sido entrevistar a uno de los empleados del metro, pero su testimonio no había sido muy revelador. El hombre había escuchado rumores en los últimos días, pero bastante tenía con encargarse de su trabajo. No le interesaba saber nada sobre gente muerta. Tenía suficiente con atender a los vivos.
Amanda pensó que ella opinaba lo mismo. Aquel artículo se trataba de un encargo estúpido, vista la gran carga de trabajo que estaba provocando la carrera de Inglaterra, pero al ver la actitud de su jefe cuando Alfred y Agatha fueron a visitarla, no había tenido más opción que plegarse ante los deseos del señor Lawrence. Si quería conservar su puesto, se veía obligada a redactar ese odioso reportaje, por muy ingrata que fuera la tarea.
Desilusionada por aquel trabajo tan aburrido, decidió tomarse un descanso y entrar en el White Lion, un pub bastante acogedor. El local se encontraba justo al lado de la estación de metro y, según los rumores, el espectro había sido visto por allí.
Nada más verla entrar, el posadero del White Lion la miró con cara incómoda y comenzó a protestar por la presencia de Amanda en su local. Al parecer las mujeres no eran bienvenidas en su establecimiento, y menos sin estar acompañadas por su marido. La periodista entró en cólera. Aseguró al posadero que ella podía valerse sola para ir a cualquier sitio, que no necesitaba ningún marido y que si había aparecido por el pub era para realizar una investigación, pues era parte de su trabajo. El dueño del White Lion se carcajeó sin vergüenza y Amanda dedujo que poco podría aportar al artículo con aquellos modales.
Muy indignada, la periodista se marchó del establecimiento asegurando que no gastaría allí su dinero, que era igual de válido que el ganado por cualquier hombre.
Al salir de nuevo a la calle, Amanda procuró tranquilizarse. Respiró el aire fresco que comenzaba a invadir las aceras y se dijo que aquel posadero inepto no merecía ni media libra de su monedero. Lo mejor era terminar el reportaje cuanto antes y dejar de lamentarse. Aunque era difícil con la poca calidad de los testimonios y la mala suerte que estaba teniendo aquella tarde.
Amanda abandonó la esquina del White Lion y se encaminó por James Street en dirección a la plaza de Covent Garden. A aquellas horas la calle estaba menos abarrotada que de costumbre. Recordaba haberla visto atiborrada de viandantes, en aquellos años en que su padre la llevaba a la Ópera, justo en la calle de atrás. Aquel ambiente de telas de colores vivos siempre le había parecido muy inspirador, sobre todo el de los espectáculos teatrales, que poblaban la plaza cada tarde.
De repente, algo a lo lejos le llamó la atención. Se trataba de tres puntos, dos de ellos más grandes y otro más pequeño, que cada vez se volvían más nítidos desde el fondo de la plaza. Amanda se quedó impresionada al adivinar las figuras de Morritos y los dos niños, que marchaban muy decididos en dirección a la periodista. Estaba claro que la presencia de Miller & Jones en Covent Garden no era casual y Amanda aguardó a escuchar sus explicaciones una vez que la perrita y los chicos llegaron junto a ella.
—Venimos del Daily Telegraph —aclaró Agatha—. Nos han dicho que estabas investigando el caso del fantasma. Así que hemos deducido que debías de estar por aquí.
Tal y como Amanda había sospechado, estaba claro que a Miller & Jones no se les escapaba nada. Habían tardado un periquete en ir andando desde la redacción del Daily Telegraph hasta Covent Garden, ya que el edificio del diario quedaba a escasos minutos de allí. La reportera se sentía intrigada por los motivos que tendrían Alfred, Agatha y su pequeña perrita para haber ido a su encuentro.
—Queríamos comentarte algunas cosas —continuó Agatha—. Hemos estado investigando el origen del periódico del anticuario, pero nos hemos topado con sorpresas.
Agatha pasó a explicarle a Amanda las novedades respecto a la tienda de antigüedades, la ignorancia del anticuario y la mentira del sobrino falso. Todo estaba adoptando un tono demasiado siniestro y ninguno de los tres sabía cómo encontrar a aquel hombre exótico. Tras dos días de cavilaciones, habían pensado que tal vez habría aparecido el periódico extraviado, el que Amanda no encontró en la hemeroteca. Puede que gracias a él llegaran a aclarar alguna cuestión. Amanda, en cambio, no creía que aquello fuera a aportar gran cosa:
—Volví a repasar el archivo de arriba abajo —contestó la periodista. Aquel asunto se le había ido por completo de la cabeza, pero sí era cierto que se habían producido ciertas novedades—. Me di cuenta de que había más de un periódico extraviado y no sólo el de aquella mañana. Faltaban muchas fechas en la ficha de Julio Verne. Después intenté comentarle el asunto a mi jefe, pero no quiso hacerme caso. Estaba tan ocupado que no conseguí que me prestara atención.
Las palabras de Amanda hicieron sentir a Agatha como si cayera en un pozo. Tanto ella como Alfred habían esperado hallar alguna solución tras consultar a la periodista. Aquel camino plagado de obstáculos se estaba volviendo cada vez más estrecho.
—El señor Lawrence está muy perturbado por culpa de la carrera —aclaró Amanda—. No es que sea un jefe muy considerado, pero las sucias artimañas que Edison le está gastando a vuestro tío le están agriando demasiado el carácter.
—¿En serio? —Agatha elevó las cejas con preocupación—. Por los periódicos de estos días creí que el tío Monty se encontraba bien.
Amanda meneó la cabeza en actitud de negativa.
—El señor Lawrence no quiere dar muchos detalles. Sin embargo, yo creo que deberíamos contar a la gente qué tipo de competidor tiene el equipo estadounidense —explicó Amanda—. Ayer Monty se encontró con serios problemas.
Morritos se puso a dos patas sobre la pierna de Agatha. Las palabras de Amanda acababan de preocuparla a ella también.
—Nuestros informadores han telegrafiado esta mañana diciendo que Monty sigue en cabeza —explicó la periodista intentando tranquilizar a las dos amigas—, pero alguien le ha reventado los neumáticos de manera un tanto sospechosa. Si no hubiera sido por Vicenzo Lancia y los miembros de su equipo, se habría quedado tirado en la cuneta. Ellos le prestaron sus ruedas de recambio para que pudiera continuar.
—Sabía que ese Edison no podía tramar nada bueno —masculló Agatha al escuchar aquello—. Me da la impresión de que se mueve en la sombra y que también está implicado en este caso.
—Vamos, no exageres —intervino Alfred—. No creo que Edison se moleste con nosotros teniendo a tu tío en bandeja. Poco podemos aportar en esa carrera.
Agatha asintió. Como en muchas ocasiones, su amigo tenía razón, pero no podía evitar sentir algo de rabia. Amanda acarició el hombro de la niña con actitud comprensiva y echó otro vistazo a su reloj de bolsillo, que había avanzado bastante desde la última vez.
—Vamos, os llevaré a casa. El día ha sido muy largo y tampoco yo sé aconsejaros sobre qué rumbo tomar. Aunque al menos os ahorraré una buena caminata.
Como la redacción del Daily Telegraph estaba a cinco minutos andando de Covent Garden, Amanda no tuvo mucho problema en invitar a los chicos a subir a su auto. Nada más verlo, Alfred comprendió por qué la periodista sabía tanto de coches. La muchacha tardó un periquete en introducir la palanca de arranque en el frontal del motor y girarla varias veces para ponerlo en marcha. Una vez que el vehículo estuvo arrancado, lanzó la manivela en el interior del auto y se introdujo en él, dispuesta a conducirlo.
Agatha, por su parte, estaba más callada que de costumbre. Permanecía en el asiento delantero con Morritos sentada en su regazo mientras, en el exterior, las calles se iban sucediendo.
—Odio los casos que se atragantan —dijo al fin la niña—. No sé cómo vamos a avanzar en esta investigación cuando hay tantas cosas que se nos escapan. Llevamos días atascados. Hasta el momento lo único que sabemos es que tenemos que encontrar un tesoro propiedad de Julio Verne, pero o todo esto empieza a aclararse o me volveré loca.
Amanda asintió al notar la desazón de la niña. Torció una calle a la derecha y habló sin dejar de mirar a la calzada.
—Me encantan los libros de Julio Verne —dijo en un intento de calmar su nerviosismo—. Cuando era pequeña, me gustaba leer sus historias y viajar con ellas a lugares lejanos. Tengo muchos libros preferidos, pero sin duda mi favorito es La vuelta al mundo en ochenta días. ¿Lo habéis leído?
Agatha negó con la cabeza. En cambio, Alfred asintió entusiasmado. Él sí conocía aquella historia: las aventuras de un caballero inglés, Phileas Fogg, que emprendía la vuelta al mundo tras haber apostado que la completaría en ochenta días.
—Lo más divertido es que parece una carrera —apuntó el chico—. Un policía va siguiendo los pasos del señor Fogg para detenerle y siempre estás temiendo que no consiga ganar la apuesta.
Agatha prometió que lo leería. Aunque últimamente todo parecía sacado de una novela de aventuras.
—El tío Monty también está en mitad de una carrera —murmuró la niña—. Espero que tenga la misma suerte que Phileas Fogg. Sin embargo, con un rival como Edison, me aterroriza lo que pueda ocurrirle.
Amanda percibió cómo Agatha volvía a guardar silencio y se abrazaba muy fuerte a Morritos. Se la notaba preocupada de veras. La periodista sintió que debía infundirle algo de ánimo.
—Estoy convencida de que tu tío sabrá apañárselas, Agatha —dijo con firmeza—. Aunque es bonito que te preocupes. Demuestra que le quieres mucho.
Agatha asintió mientras acariciaba la cabeza de Morritos. La perrita también sentía un enorme cariño por el tío Monty y tampoco podía soportar la idea de verle en peligro.
—Desde que os vi por primera vez, siempre me han llamado mucho la atención sus dos rabos —dijo Amanda señalando a Morritos—. No me atrevía a preguntaros por ellos…
—Es algo de nacimiento —aclaró Agatha—. Y también son el motivo por el que Morritos viajó a Inglaterra. En la India la hubieran sacrificado.
—¿De veras? —exclamó Amanda con sorpresa—. ¿Y cómo vino a parar aquí?
—Por el tío Monty —aclaró Agatha—. Él la encontró en casa de uno de sus amigos, en la India. Morritos acababa de nacer y la iban a separar de su madre y sus hermanos. Decían que traería mala suerte por culpa de sus dos rabos y la querían sacrificar. En cambio, el tío Monty decidió hacerse cargo de ella y traerla a Inglaterra. Él ha sido su salvador y la persona más importante para ella hasta que yo me encargué de su cuidado.
Una sonrisa de ternura se dibujó en el rostro de Amanda. Y Alfred, que había permanecido callado en el asiento trasero, supo que el tío Monty estaría mejor considerado para Amanda a partir de entonces. Tal vez Agatha había contado aquella historia con la intención de ponerle en buen lugar, aunque él, que no estaba muy puesto en cuestiones románticas, no se veía capaz de asegurarlo.
El trayecto se estaba alargando, así que el chico metió las manos en los bolsillos buscando cobijo. Se encontró con que era difícil si no extraía primero las dos portadas que llevaba paseando por Londres desde el domingo. También conservaba el anuncio de la academia de dibujo, algo que había pasado a segundo plano en su lista de prioridades desde que aquel caso se hubiera convertido en lo más importante.
—Me parece que debería tirarla y olvidarme de este asunto —dijo mirando la octavilla—. Mis padres no van a querer que vaya. Ya estoy poniendo demasiadas excusas para no ir a la tienda y no van a permitir que pierda más el tiempo.
Agatha, que observaba a su amigo desde el asiento delantero, asintió en silencio. De pronto, la niña cayó en que Amanda no sabía nada del tema de la academia, y decidió explicarle el asunto.
—Creo que no está mal que tengas ilusión por aprender cosas, Alfred —dijo la periodista, una vez enterada de todo—. Estudiar dibujo no tiene nada de malo. Deberías explicárselo a tus padres.
—Seguro que me dicen que no —aseveró Alfred—. Las cosas son más complicadas cuando vives en un barrio pobre.
—No digas tonterías —le riñó la muchacha—. ¿Acaso tú tienes que preocuparte por lo que haces? Te aseguro que las cosas son mucho más difíciles siendo una mujer, y no por eso hay que amedrentarse.
Agatha miró con interés a Amanda. Las palabras de esa chica pelirroja nunca dejaban de sorprenderla.
—Hace un rato he intentado tomarme algo en el White Lion, ese pub de Covent Garden, y el posadero casi me echa a patadas —dijo Amanda muy seria—. Alfred, cuando crezcas, nadie pondrá en duda que trabajes en lo que prefieras, que entres donde quieras, o que hagas con tu dinero lo que te apetezca. Estoy de acuerdo en que todos tenemos dificultades, pero eso nunca es una excusa, ¿lo comprendes?
Amanda miró a Alfred por el retrovisor. Quería asegurarse de que el chico atendía a sus palabras.
—Quiero decir que si deseas algo con todas tus fuerzas, no hay impedimento que te pueda hacer frente. El periodismo, sin ir más lejos. Me moriría sin poder hacer mi trabajo. Necesito conocer la verdad de las cosas, saber por qué ocurren. Y no pienso permitir que alguien me lo impida sólo porque no soy un hombre. Quizá lo tengo más difícil que ellos, pero quedándome en casa lamentándome no arreglaría nada.
Agatha comprendió perfectamente las palabras de Amanda y se lamentó de que el Daily Telegraph no le adjudicara el lugar que le correspondía. Su valentía y su fuerza eran tan contagiosas que la niña ya no sentía temor alguno, y puede que debiera aprovechar aquel impulso y animarse a resolver el caso.
La periodista frenó frente a la mansión de Agatha y dejó bajar a Morritos y a los niños, que se despidieron muy agradecidos por el viaje. Una vez que los vio entrar en casa, Amanda inició el camino de vuelta a su apartamento. Aunque no pudo evitar pensar en el nerviosismo de Agatha preocupada por su tío. Jamás confesaría sus temores a la niña, pero estaba convencida de que Agatha llevaba razón: con Edison en la carrera, lo más lógico era sentir miedo.