Alfred conducía tan rápido como podía. Procuraba seguir la carretera que debía llevarlos de regreso a Londres, aunque era difícil con tanta oscuridad a lo largo del camino. La ruta descendía rodeando una colina. Estaba plagada de árboles frondosos que no hacían sino dificultar la huida, por no hablar de los numerosos cruces dispuestos a confundirle, así que el chico necesitaba mucha concentración para ir siguiendo los indicadores.
A su lado, Agatha permanecía también alerta a los carteles del camino. Aquella ruta desconocida podía estar plagada de sorpresas, sobre todo porque era muy probable que Edison les siguiera los pasos.
—Enzo ha dicho que intentaría entretenerle —dijo Alfred bien agarrado al volante—. Aun así, me gustaría poner toda la distancia posible entre nosotros y su vehículo.
Agatha deseó que Alfred lograra su objetivo. Apenas llevaban unos minutos de trayecto, pero le daba en la nariz que todavía era pronto para respirar tranquilos. Miró con preocupación a Morritos. Su amiga estaba agotada tras el forcejeo con Edison y la carrera hasta el coche. En aquellos momentos descansaba enroscada en el suelo del auto.
Aunque tuvo poco tiempo para relajarse. Unas luces en lo alto de la colina hicieron que Morritos irguiera su hocico y se pusiera en alerta. Agatha se asomó a la ventana y alcanzó a ver cómo otro vehículo empezaba a descender la pendiente de la ladera. Un atisbo de temor le hizo comprender lo que estaba sucediendo: Edison había conseguido poner en marcha su vehículo y, en lugar de rodear la colina siguiendo el camino, trataba de ganar distancia bajando campo a través.
—No pasará mucho tiempo hasta que nos dé alcance —dijo Alfred, que también había divisado el auto de Edison—. Tenemos que pensar en algo, ¡deprisa!
Agatha no sabía qué hacer. Edison era un piloto experto y seguro que había recibido un buen entrenamiento. Si no, no habría podido ser el líder del equipo estadounidense. ¡El equipo estadounidense!, ¡claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? La niña pidió a Alfred que avanzara lo más rápido posible. Necesitaban llegar a un punto concreto para deshacerse de Edison de una vez por todas. Esperaba que su plan diera resultado.
Alfred pisó a fondo y el motor del auto bramó como una locomotora. Los niños procuraron atender bien al frente. La ruta de Londres se introducía en un bosque cercano y Agatha se dijo que era una suerte contar con la oscuridad añadida de los árboles. Alfred, por su parte, intentaba manejar el auto sin salirse del camino. Correr tanto podía ser peligroso. Por eso, cuando su amiga vio algo más adelante y le ordenó enseguida que parase, se dio cuenta de lo arriesgado que era ir a esas velocidades.
Ante ellos, la carretera se dividía en dos, y un poste indicador señalaba el camino de la derecha como el adecuado para ir a Londres.
—¿Adónde llevará el otro camino? —se preguntó Alfred, que observaba las dos carreteras aún agarrado al volante.
—Juraría que va de regreso al pueblo —contestó la niña—. Aunque eso a nosotros no nos importa. Quédate en el coche mientras yo lo cambio.
Alfred se rio en silencio al entender lo que se proponía su amiga. La niña sabía que Edison no conocía bien la campiña inglesa. Al proceder de otro lugar y al haberse apuntado a la carrera en el último momento, era poco probable que se supiera la ruta al dedillo, tal y como le sucedía a Amanda. El caos de mapas que había sobre su escritorio reforzaba esa idea.
Agatha se bajó del coche de un salto y se dirigió hacia el poste indicador, que estaba clavado con firmeza en la tierra. Al ver que sería incapaz de sacarlo y pincharlo en otro lugar, la niña probó a girarlo sobre sí mismo, y se alegró al ver cómo el poste rotaba sobre su eje y pasaba a señalar el camino de la izquierda.
—Me temo que hay un problema —dijo Alfred al observar el poste desde su asiento—. Al girarlo, la madera del indicador se ve por el otro lado. La flecha señala hacia la izquierda, pero ahora no pone que por ahí se vaya a Londres.
Agatha miró el poste. Su amigo llevaba razón. Las letras de Londres habían quedado ocultas a la vuelta de la madera y lo único que se veía al voltearlo era una enorme flecha blanca sin indicaciones. A lo lejos, el motor de Edison les avisó de que su auto estaba entrando en el bosque. Tenían muy poco tiempo.
Alfred se bajó del coche y se dirigió a abrir el capó, dispuesto a probar una solución.
—¿Qué haces? —preguntó Agatha, muy alarmada.
—Necesitaré algo de aceite si queremos que ahí ponga «Londres» —dijo Alfred señalando al poste—. Supongo que entre todo lo que lleva tu maleta no te acordaste de echar pintura y un pincel.
Agatha se encogió de hombros, algo avergonzada. Era cierto que no había usado nada de su maleta. La había dejado en la parte trasera del auto y ni siquiera había tenido ocasión de abrirla. Sin embargo, cuando vio que su amigo se mojaba los dedos con el aceite del motor y que la sustancia oscura le servía para dibujar el cartel, sintió que podía tranquilizarse. Sabía que, a pesar de lo complicado de la situación, para Alfred era un orgullo atreverse a dibujar esas letras con lo poco que tenía a su alcance. No era algo tan elaborado como un retrato, pero tal vez a ella no le habría quedado de una manera tan profesional. Parecía hecho por un dibujante experto.
El auto de Edison casi había llegado hasta el cruce, así que cuando Alfred hubo terminado, los niños escondieron el auto entre los árboles y apagaron el motor. Aguardaron ocultos entre la maleza. Agatha rogó para que Edison cayera en la trampa. Esperaba que después de tanto esfuerzo no se saliera con la suya y les arrebatara el bastón. Sería una tragedia.
Tuvieron que esperar poco para averiguarlo, pues apenas unos minutos después, el auto de Edison llegó hasta el cruce de caminos disminuyendo la marcha. En el interior, un enojado Edison guiñaba los ojos tratando de leer el indicador, y Agatha se dio cuenta de que lo más probable era que no lo distinguiera sin ayuda de unas gafas. Era curioso darse cuenta de cómo algo tan sencillo como unas lentes de aumento podía ser vital para alguien tan temible como aquel empresario.
Al ver que ésa era la única indicación fiable, Edison decidió hacer caso, y giró a la izquierda mientras aceleraba el vehículo. Tras unos segundos que parecieron horas, su auto se perdió entre los árboles y Alfred saltó dentro del coche mientras Agatha giraba la manivela y ponía en marcha el motor.
El chico pisó el acelerador y el auto salió disparado por la ruta correcta. Estaban salvados. Sin embargo, tenían muy poco tiempo para llegar a Londres a la hora acordada, por no hablar de que ninguno sabía dónde se celebraría la reunión.
Al menos habían conseguido su objetivo. Desde su lugar en el asiento del conductor, Alfred miró de reojo el bastón de Green. A pesar de tanto incidente, Agatha había conseguido conservarlo, aunque tanta intriga alrededor de él empezaba a darle dolor de cabeza.
—Me pregunto por qué el bastón lleva las iniciales de Julio Verne —dijo sin separar la vista de la carretera—. ¿Tendrá algo que ver con él?
—Es posible —contestó su amiga—. Y según Edison abre un pasadizo. Quizá nos guíe hacia donde se encuentra ese dichoso tesoro.
Alfred seguía conduciendo. El futuro se desdibujaba sin un rumbo fijo. Se sentía muy incómodo sin saber qué hacer.
—No tengo ni idea de adónde ir —añadió su amiga, leyéndole el pensamiento—. ¡No sé dónde esperan que nos reunamos!
—Pues ya podemos darnos prisa en pensarlo —exclamó su amigo—. ¡Apenas nos queda tiempo! ¿Dónde habrá que estar a las doce de la noche? El mensaje dice que Morritos lo sabe.
Agatha sacó el periódico del recibidor, aquel que tenía el mensaje del encuentro:
Mañana a las doce de la noche. Usen el bastón.
La señorita Jones les mostrará el camino.
Siempre ha sabido llegar.
Las indicaciones decían que llevaran el bastón, pero no especificaban nada sobre el sitio de la cita, a excepción, claro estaba, de lo que se decía de la señorita Jones.
De pronto, la niña recordó algo. Volvió a meter la mano en el bolsillo y extrajo el periódico que había encontrado en la habitación de Edison. El de la fotografía de Verne con su perra favorita. Los ojos de Agatha escudriñaron la noticia prestando toda la atención posible, y cuando se toparon con un detalle de la imagen, algo sacudió con fuerza el pecho de la niña.
—¡Sigue conduciendo! —ordenó a su amigo antes de darse la vuelta sobre el asiento.
Al oír aquello, Alfred dio un respingo considerable. Y se extrañó de veras al ver que su amiga se ponía a rebuscar en el maletero. Era bastante incómodo conducir mientras Agatha sacaba cosas de la maleta y las tiraba a diestro y siniestro.
Morritos procuraba no resbalarse del asiento. Entre las sacudidas del vehículo y los movimientos de Agatha, a punto estuvo de caer al suelo, aunque se mantuvo firme cuando la niña volvió a colocarse en su sitio y mostró a sus amigos lo que había encontrado.
—¿El cojín de Morritos? —exclamó Alfred con extrañeza—. ¿Qué tiene que ver con esto?
—Me temo que mucho, y que es importante —sentenció su amiga—. Lo único que Morritos trajo de la India fue este cojín, y yo acabo de encontrar una coincidencia.
Agatha alargó el periódico a sus amigos y señaló la fotografía. En el suelo, la perra de Verne estaba sentada sobre un almohadón idéntico al que Agatha tenía en la mano. Estaba claro que debía de ser el mismo.
—Puede que ahí esté la clave —exclamó Alfred muy nervioso—. Es el cojín que tenía la madre de Morritos.
Agatha se quedó paralizada al oír esas palabras. Hasta entonces nadie se había atrevido a expresarlo en voz alta, por mucho que aquello fuera algo compartido por todo el equipo. La niña dirigió sus ojos hasta Morritos. La perrita intentaba mostrarse entera sobre el asiento, aunque un pequeño gemido se escapó de su hocico. Agatha entendió la emoción que estaría sintiendo al ver a su madre después de tanto tiempo.
La niña acarició con cariño la cabeza de su amiga. Quería que supiera lo mucho que comprendía sus sentimientos. Alfred, en cambio, estaba inquieto. El trayecto hasta Londres cada vez se hacía más corto y necesitaban saber de una vez por todas dónde sería la reunión.
—Todo depende de este cojín —dijo Agatha depositándolo en sus rodillas.
—Pues, ¿a qué esperas? ¡Rómpelo!
Cumplir la orden de Alfred no era algo tan fácil. Agatha miró a Morritos para pedirle su consentimiento. Al fin y al cabo, el almohadón había pertenecido a su madre y ella debía tomar la decisión final.
Los ojos de la perrita imploraban respuestas, y Agatha supo que deseaba conocerlas cuanto antes. Así que cuando Morritos agachó su hocico y mordió la punta de terciopelo entregándole el cojín, supo que su amiga seguiría adelante con todo aquello.
Decidida a terminar con la intriga, Agatha agarró el almohadón con las dos manos y tiró para rasgar la tela. Una vez que el cojín se hubo desgarrado, la niña introdujo la mano y palpó en el interior. El relleno de algodón sobresalió por el agujero mientras Agatha rebuscaba con ahínco.
Sus amigos la miraban expectantes. Ninguno imaginaba qué habría oculto ahí después de tantos años. Hasta que, al fin, Agatha se detuvo. Acababa de encontrar algo.
Habían dado en la diana. Agatha inspiró hondó y sacó la mano para mirarla en el exterior. Ni Alfred ni Morritos podían ya soportar la impaciencia. Sobre todo cuando Agatha mostró lo que había oculto en el cojín, que no era otra cosa que un pedazo de cartón.
—Cuando veas esto, no te lo vas a creer —dijo Agatha una vez que leyó lo que había escrito en él.
—¿Por qué? —preguntó Alfred.
—Porque sé exactamente a qué lugar debemos acudir, y cuando te lo diga te vas a quedar de una pieza.
—A estas alturas no creo que haya nada que pueda sorprenderme.
—Te equivocas —contestó su amiga—. Esta cartulina acaba de descubrirme algo muy inquietante, una idea que está empezando a asustarme. Por el momento no voy a decirte nada más. Sólo que vayamos a Covent Garden.
—¡¿A Covent Garden?! —exclamó Alfred muy impactado.
—Ya te dije que te asustarías —rio la niña dando la vuelta al papel—. Lo que hay en el interior de este cojín es una tarjeta de visita. Y pertenece al White Lion.