Julio Verne aún conservaba algo de fuerza en la mirada. Su aspecto era el de un solemne caballero, aunque el tiempo y las marcas de la edad lo habían encorvado. El escritor vestía una bata de seda que lucía con elegancia bajo su barba plateada. Sin embargo, a causa de la luz de las llamas, era imposible definir su color original.
Agatha avanzó unos pasos, adelantándose al grupo. A juzgar por el reloj del saloncito, llegaban bastante tarde, aunque parecía que el señor Verne llevara toda la noche aguardando.
—La conversación con Edison me hizo recordar el epitafio de su tumba —se explicó la niña sin dejar de mirar a Alfred—: «Hacia la inmortalidad y la eterna juventud». Eso me hizo sospechar que tal vez no encontraríamos el tesoro de Verne. Sino a él mismo.
El señor Verne sonrió. Las sospechas de Agatha no iban desencaminadas. Morritos salió de detrás de las piernas de Alfred decidida a observar al hombre.
Nada más notar la presencia de la perrita, el bastón del señor Verne empezó a tambalearse. Tal vez había esperado demasiado tiempo aquel instante, y toparse de pronto con la hija de Lilly hacía que su corazón palpitara peligrosamente. El anciano a punto estuvo de derrumbarse.
De pronto, alguien que permanecía al fondo del cuarto corrió en su auxilio. Se trataba de una figura en la que nadie había reparado hasta entonces, pero que llegó a tiempo de sujetar al señor Verne y acompañarle hasta su sillón.
Alfred y Agatha intentaron ayudarle, igualmente conmocionados, pues el gentil individuo no era otro que el escurridizo hombre indio. Aquel que tantas incógnitas les había creado en los últimos días.
El joven instaló al señor Verne en su sillón y los niños tomaron también asiento. Julio Verne bebió del vaso de agua que el hombre indio se encargó de acercarle y se quedó mirando fijamente a Morritos. La perrita permanecía muy pegada a la falda de Agatha, que procuraba tranquilizarla acariciándole el lomo.
—Gracias, Aristide —susurró el anciano mientras devolvía el vaso al joven—. Como ves, yo estaba en lo cierto. Al fin están aquí.
El señor Verne cerró los ojos por un instante, como si quisiera dar gracias por que aquel encuentro se hubiera producido. Su voz vibraba emocionada y Agatha aguardó el momento adecuado para intervenir. Tenía tantas preguntas en la cabeza que no sabía por dónde empezar.
—Supongo que os preguntaréis a qué ha venido todo este desaguisado —decidió explicarse el anciano—. Aristide ha procurado mantener en secreto todo este asunto y me da la impresión de que vuestros movimientos han sido muy prudentes, ¿es así?
Alfred y Agatha asintieron con firmeza. La confidencialidad era una de las normas básicas de la agencia, y en ese caso, no había sido una excepción.
—Temíamos que Edison os siguiera los pasos —intervino Aristide—. Pero supongo que si estáis aquí es porque habéis conseguido deshaceros de él. Era fundamental recuperar ese bastón.
Agatha sabía que era el momento de aclarar sus dudas. La implicación de Edison en el caso era de sobra conocida, pero lo que aún no conseguía entender era el motivo de tanto enigma. Necesitaba, más que nunca, escuchar una explicación.
—Para que comprendáis bien todo lo que ha sucedido, debemos remontarnos unos años atrás —comenzó el señor Verne—. Yo aún vivía en Amiens, junto a mi mujer, y mi matrimonio no era lo que se dice feliz. Era de esperar, ya que me casé motivado por la fortuna de mi esposa.
—¿Por dinero? —saltó Alfred, sorprendido.
—Así es, señor Hitchcock —el anciano asintió con mucha calma—. Durante la juventud se cometen errores. Yo valoraba muchas cosas, pero lo que más me importaba era el dinero. Disfrutar de una posición acomodada en la sociedad. Y por eso me casé con alguien a quien no amaba.
Alfred estaba impresionado. Aunque no entendía qué relación tenía eso con lo sucedido.
—Por culpa de esa mala decisión, fui infeliz toda mi vida —explicó el señor Verne—. Sobre todo en los últimos años, cuando la relación con mi mujer era insoportable. Ella quería deshacerse de Lilly, lo único que me daba alegría. Y se la regaló a Aristide para que se la llevara a la India.
Los chicos comenzaron a comprender. Podían percibir el fino hilo transparente que iniciaba aquel relato, aunque ninguno de los dos se atrevió a interrumpir.
—Por aquella época, mi amigo Leslie Green estaba muy pendiente de mi salud. Mis ojos necesitaban una operación con urgencia, pero mi mujer no quería que me sometiera a la intervención. Al ver que podría acabar con una ceguera permanente, Leslie me escribió con una proposición muy especial: sabía que mi matrimonio era desdichado y que aquella operación podría devolverme la paz que necesitaba. Su plan consistía en que yo desapareciera y me fuera con él a Londres. Estaba diseñando los planos del nuevo metro y podía hacerme un hueco. Diseñó esta vivienda para que estuviera oculto y tranquilo en un buen lugar.
Agatha echó un vistazo al saloncito. En verdad la estancia era acogedora. Varias puertas diseminadas al fondo demostraban que Green se había molestado en diseñar una buena casa, y supuso lo que había pasado después. No obstante, dejó que fuera Verne quien se explicase.
—Junto a su carta, Green me enviaba una tarjeta con unas señas, las del White Lion. De ahí partía un pasadizo oculto que me llevaría hasta el lugar habilitado para mí. Yo no sabía qué hacer. Fingir mi propia muerte era una decisión muy difícil y debía meditarla con precaución. Tiré la carta al fuego, pero conservé la tarjeta por si me decidía a emprender esa locura. El lugar más seguro de la casa era el cojín de Lilly, así que me apañé para descoser una de las puntas e introducir la tarjeta en su interior. Fue algo bastante difícil, ya que apenas podía ver, pero no tenía otra opción. Mi memoria podía fallarme y aquel pedazo de papel era mi única salida.
El señor Verne carraspeó un poco antes de proseguir. Aristide acababa de colocar una bandeja con té en la mesita de centro, y se sentó junto a los chicos para prestar también atención.
—Poco después, Aristide se llevó a Lilly y yo me sentí hundido. La pena me consumía de tal forma que decidí poner en marcha el plan de Green. El problema era que me veía incapaz de iniciar los preparativos. Le había dado a Lilly el cojín con la esperanza de reencontrarnos algún día, y aunque recordaba la dirección de la tarjeta, yo apenas podía ver. Hasta que un día, poco tiempo después, Aristide vino a verme, conmocionado por la tristeza de Lilly.
Morritos emitió un gemidito y Agatha notó cómo su pequeño corazón comenzaba a acelerarse. Aquel relato tan triste estaba afectando mucho a su amiga.
—Sí, así es —Verne extendió la mano y acarició con ternura la cabeza de Morritos—. Lilly se estaba muriendo de pena. Aristide me avisó de que había dado a luz unos cachorritos, pero que ni siquiera eso había conseguido animar a mi perra. Al parecer, uno de ellos había sido separado de sus hermanos, y desde entonces Lilly no quería comer ni beber.
Los ojos de Agatha no podían contener las lágrimas. Tal vez por eso Morritos se llevó consigo el cojín. Lilly debió de dárselo al ver que la arrancaban de su lado. Le dio lo que más quería en el mundo.
La niña miró de reojo a Alfred y descubrió que su amigo también estaba emocionado. Aquella historia hacía que se les partiera el corazón. El señor Verne continuó con su relato:
—Pedí ayuda a Aristide y él gentilmente lo hizo: me ayudó a fingir mi desaparición. Lo preparamos todo a espaldas de mi mujer. Sin embargo, fue demasiado tarde para recuperar a Lilly. Murió antes de que pudiéramos ir a buscarla, aunque Aristide averiguó que su cachorrito había partido hacia Inglaterra. Al parecer, era un cachorro muy peculiar, pues había nacido con dos rabos.
Todos miraron hacia Morritos y su marca de nacimiento. La perrita permanecía junto al señor Verne y lamía su mano con cariño. Aguardaba pacientemente a que el anciano contara el resto.
—A pesar de la tristeza por la pérdida de Lilly, me dije que debía partir hacia Inglaterra y recuperar a su hija. Aunque le había perdido la pista, nunca abandoné la esperanza. Hasta que un día, leyendo la prensa, descubrí que una perrita de dos rabos había resuelto un caso con la ayuda de dos niños. Le habían hecho un reportaje en el periódico. Y me dije que ésa debía de ser la hija de Lilly, ya que tenía la marca de su familia, la misma que su abuelo.
Agatha se incorporó dando un respingo. Aquella información era toda una sorpresa. Ni siquiera el tío Monty podía sospecharla.
—¿Dice que los dos rabos de Morritos es algo de familia? —preguntó muy impactada.
—Así es —asintió el anciano—. Morritos proviene de un linaje de perros muy especial. Una línea muy antigua dentro de la estirpe de beagles francesa. Son ejemplares tan inteligentes que hay muchas leyendas alrededor de su origen y una de sus marcas de autenticidad son los dos rabos.
La perrita, al oír aquello, emitió un pequeño ladrido de satisfacción. Se sentía contenta por haber descubierto que sus dos rabos no eran un error de nacimiento, sino algo de lo que debía sentirse orgullosa.
—Sí, querida —dijo Verne al entender el ladrido de Morritos—. Tu madre era una perra muy bonita, buena e inteligente. Era la mejor perra del mundo.
Agatha se dijo que Morritos también podía ajustarse a esa descripción, pues no había una amiga mejor que ella. Se aproximó hacia su socia decidida a estrecharla entre sus brazos. Necesitaba hacerlo después de escuchar esa historia tan desgarradora.
—Sabía que la hija de Lilly estaría con alguien adecuado —afirmó el señor Verne posando los ojos en Alfred—. Estos perros son tan listos que deciden con quién deben quedarse. Y por eso supe que podía confiar en vosotros.
Aristide se levantó de su asiento y fue hasta una de las mesas del fondo. Sobre el mueble aguardaba una especie de carpeta, que parecía estar esperando también la llegada de los niños. Aristide tomó el portafolios y se lo acercó al anciano, que lo abrió y lo colocó en su regazo.
—He seguido vuestras aventuras desde que os vi por primera vez en la prensa —el señor Verne mostró a Alfred los recortes que había ido guardando. La noticia de la mansión Elster y todos los casos posteriores, incluido el de Nueva York—. Siempre he sabido que cuidaríais bien de la hija de Lilly, pero hubo un día, no hace mucho, en el que necesité que me echarais una mano.
Alfred supuso lo que preocupaba al anciano. No había que ser muy listo para saber qué pieza encajar.
—Edison empezó a investigar sobre usted, ¿verdad? —se atrevió a decir mientras echaba un vistazo a los recortes.
—Así es —asintió Verne—. Edison trabajaba muy cerca de mi amigo Leslie y no sé cómo llegó a enterarse de que él ocultaba algo. Y que su bastón era importante.
—El bastón que hemos traído hasta usted —aclaró Agatha.
—En efecto —afirmó el escritor—. Green fabricó dos bastones exactamente iguales, excepto por las siglas que puso en la empuñadura de cada uno. El mío llevaba las letras «J. V.», mientras que el suyo tenía la marca «L. G.» grabada en él. Los dos servían para abrir el pasadizo que lleva a este lugar.
—¡Por eso la gente le ha confundido con el fantasma del metro! —señaló Agatha—. Usted utilizaba el acceso para llegar hasta su casa.
—No te confundas, querida —advirtió Verne—. Normalmente no me paseaba por ahí durante el día. Sólo lo hice unas cuantas veces para llamar vuestra atención. Sabía que en el Daily Telegraph se harían eco del suceso.
Agatha recordó el reportaje de Amanda. Quién habría imaginado que la periodista seguía los pasos del mismísimo Julio Verne. Tal vez nunca llegaría a saber que había sido una pieza importante en aquel engranaje.
El anciano decidió proseguir con su historia. Había muchos detalles aún por aclarar.
—Cuando llegué a Londres, Leslie Green buscó una clínica donde pudieran operarme. Me registré con otro nombre, pues era fundamental que mi presencia fuera anónima. Mientras permanecía ingresado, Leslie se quedó con mi bastón para evitar problemas. Debíamos ser muy precavidos con el acceso de la estación. Sólo Aristide conocía el pasadizo.
—¿Y qué pasó? —preguntó Agatha.
—Leslie sufrió un ataque al corazón y la policía se hizo cargo de sus cosas, entre ellas, mi bastón. Por suerte Aristide pudo recuperar el otro del armario de su despacho. Y con él nos hemos estado moviendo desde entonces —Verne alargó el bastón que sujetaba en la mano y los niños vieron las siglas «L. G.» en su cabezal—. Su muerte fue toda una tragedia, pero al menos nosotros conseguimos salvarnos.
Alfred pudo imaginar el miedo que habría sentido el señor Verne al poder ser descubierto, algo que se convirtió en terror por culpa de Edison.
—Pronto descubrimos que Edison iba tras mis pasos. Había puesto espías por todos lados al creer que Leslie escondía un tesoro. ¡Incluso viajó a Francia a investigar mi tumba! Lo que no podía imaginar es que Leslie no ocultaba mi dinero, ¡sino a mí mismo!
Los chicos asintieron. Aquella reacción era muy propia de Edison.
—Estábamos en peligro —continuó el anciano—. Edison se había fijado en este bastón, y cuando Leslie falleció, decidió comprarlo en la subasta de Christie’s. Aristide fue allí con todo nuestro dinero e intentó pujar para recuperarlo. No obstante, Edison se salió con la suya.
Agatha comprendió lo que había sucedido. El bastón que había conseguido Edison era una de las dos llaves para entrar en aquella morada. Y necesitaban la ayuda de la agencia para recuperarlo. Verne era conocedor de todos los casos de Miller & Jones, y al ver que la lechuza iba a subastarse, decidió comprarla y utilizarla para ponerlos sobre aviso.
—Nos dimos cuenta de que sólo de aquella manera conseguiríamos captar vuestra atención —apuntó Aristide—. Hemos utilizado pistas que sólo vosotros podíais comprender. La lechuza era un objeto demasiado relacionado con vuestra agencia, la única forma de contratar vuestros servicios sin que supierais nuestra identidad.
—Pero hicimos algo más —continuó Verne—. Por mucho que yo creyera en vuestras capacidades, necesitábamos entretener a Edison y ponéroslo fácil. Por eso utilizamos el dinero de la subasta, las veinte mil libras, para convocar una carrera en el Daily Telegraph. Sabíamos que Edison no se resistiría a competir contra Monty Bohermer.
—¡Usted es el patrocinador anónimo de la carrera! —exclamó Agatha patidifusa—. ¡Debimos suponerlo!
—Si lo piensas, aquello era otra pista —murmuró Verne—. Aunque creo que no os disteis cuenta. Veinte mil libras era la cantidad que Phileas Fogg apuesta en La vuelta al mundo en ochenta días.
—¡Y son las leguas que recorre el Nautilus en Veinte mil leguas de viaje submarino! —apuntó Alfred al darse cuenta del detalle.
—Así es, muchacho. ¡Otra coincidencia!
—De todas formas —intervino de nuevo Alfred—, ¿cómo sabían que el tío de Agatha participaría en la carrera? ¿No era una suposición demasiado al azar?
—El señor Lawrence, el jefe de prensa del Daily Telegraph, me aseguró que Monty aceptaría el reto —contestó el señor Verne con una sonrisa—. Es un gran amigo, aunque he de decir que no ha querido saber mucho de este asunto. Sólo nos prestó la llave del Daily Telegraph para que Aristide pudiera entrar por la noche y preparar vuestros periódicos.
¡Así que ésa era la explicación al enigma de las fechas antiguas! Habían creído que el causante era alguien externo cuando los periódicos extraños provenían del mismo Daily Telegraph. Agatha se sintió muy aliviada al saberlo, ya que ésa era una de las pocas cosas que aún no había logrado encajar.
—¿Y dice que el señor Lawrence sabe que usted vive, y que reside aquí abajo? —preguntó unos segundos después—. Tal vez por eso ordenó a Amanda que se encargara del reportaje de Covent Garden… ¡Quería que nosotros viéramos la noticia del fantasma!
—Sí, Lawrence nos ha estado echando una mano desde hace tiempo. Es un amigo de toda la vida. De todas formas, no sabe nada del pasadizo ni del lugar exacto de mi casa. Habría sido demasiado peligroso. Sobre todo, cuando nos enteramos de que Edison había entrado furtivamente en el Daily Telegraph.
—Esa sabandija… —musitó Alfred—. Su intención era robar los periódicos de la hemeroteca. Espero que Amanda sepa probar de qué mala calaña es.
—Quizás esto pueda ayudarla —añadió el señor Verne.
El anciano acababa de alargarles una serie de fotografías. En la primera, los esbirros de Edison aparecían forzando la entrada del periódico. Después, se veía a dos de ellos entrando en el edificio mientras que una tercera fotografía mostraba al mismo Edison saliendo a escondidas del lugar.
—¡Esto es precisamente lo que necesitamos! —exclamó Agatha emocionada—. Espero que Amanda escriba una buena crónica y que consiga recuperar su puesto.
El señor Verne explicó que Aristide había tomado las fotografías. Tras ser alertado por el señor Lawrence, el joven siguió a Edison durante unos días para enterarse de sus intenciones. Era la mejor prueba que habían podido conseguir.
—La codicia le ha pasado factura —apuntó Alfred tras observar el retrato de Edison—. Pretende conseguir el premio de la carrera, como si todo el dinero que tiene no fuera suficiente. Además, ¡quería robar su tesoro! Menos mal que hasta en eso ha metido la pata…
—El dinero puede volver del revés a muchas personas —aclaró el señor Verne decidido a incorporarse—. La codicia es muy peligrosa, y lo digo porque he vivido muy de cerca ese sentimiento. Pero os equivocáis. Sí que hay un tesoro, y vosotros os habéis ganado el derecho a quedároslo.
Ni Alfred ni Agatha esperaban escuchar algo así, y se miraron entre ellos sin comprender. Morritos tragó saliva. Observaba el trayecto del anciano, que caminaba hacia el fuego vigilado muy de cerca por Aristide. Al fin, el señor Verne llegó hasta un cofre que había permanecido todo el rato sobre la chimenea. Sacó una pequeña llave y la acercó a la cerradura, mientras la perrita y los niños aguardaban el desenlace de aquel momento tan especial.
—Cuando le pedí a Aristide que fuera en vuestra busca, no sólo estaba pensando en que nos ayudarais con Edison —Verne introdujo la llave en el cofre—. También pretendía que superarais una prueba.
—¿Una prueba? ¿De qué tipo? —preguntó Agatha.
—Una muy especial —aclaró el señor Verne—. No hace mucho descubrí que lo más importante en la vida es el conocimiento. Y que la verdadera naturaleza de las cosas no es comparable con ninguna fortuna, por muy grande que ésta sea. Hace tiempo que conservo un documento muy importante. Algo para lo que el mundo no está aún preparado. Y necesito entregárselo a alguien.
Alfred inspiró profundamente. No quería dejarse llevar por la emoción, aunque cuando vio lo que el señor Verne sacaba del cofre, sintió que su pulso comenzaba a acelerarse.
—Es necesario que protejáis esta novela —dijo el escritor mostrándoles un fajo de papel atado con una cuerda—. La escribí para mostrar al mundo en lo que podía convertirse: un lugar en el que el dinero y la riqueza pasaban a ser lo más importante, mientras que el arte y el conocimiento no serían para nada apreciados.
—Es la novela perdida… —musitó Alfred con un halo de emoción—. ¡La novela que su editor rechazó!
—Así es, Alfred —confirmó el anciano—. La escribí hace años y la he guardado hasta encontrar un buen momento para publicarla. Tal vez el mundo aún no esté preparado para darla a conocer. Pero espero que vosotros sepáis conservarla. Llegaréis más lejos que yo en el tiempo, y os cedo esa responsabilidad.
El señor Verne sostenía las hojas de papel mientras Agatha y Alfred se aproximaban hacia el manuscrito. El momento era tan sobrecogedor que ninguno de los dos se atrevía a tomarla. El anciano, en cambio, los animó a que lo hicieran.
—Vuestra trayectoria me ha enseñado que sois los más preparados para entender esta misión. Pues sólo vosotros comprendéis el inmenso valor del conocimiento —el señor Verne estiró la mano y dejó reposar la novela sobre los brazos de Alfred—. Seguid vuestro camino. Vuestra vida es aún una novela en blanco. No os dejéis llevar por el dinero y las ataduras. Debéis hacer siempre lo que os dicte vuestro corazón.
Alfred sintió que la emoción desbordaba sus miembros, pues recibir lo que el señor Verne acababa de entregarles era todo un honor. El muchacho echó un vistazo a la portada del libro donde, con letra manuscrita, podía distinguirse el título.
—París en el siglo XX —tradujo Agatha, gracias a sus conocimientos de francés—. Señor Verne, es todo un honor poder conservarla en su nombre.
—Gracias, queridos amigos —contestó el caballero con una pequeña reverencia—. Estoy convencido de que sabréis dónde guardarla y que os ocuparéis fielmente de ella. Hasta ahora lo habéis estado haciendo con Morritos.
Agatha sonrió al oír aquello. Y asintió haciendo ver al anciano que así lo haría. Aquella misión sin duda era la más importante que ningún cliente le hubiera encomendado, y decidió que meditaría tranquilamente lo que debía hacer con ella.
El reloj del saloncito sonó marcando las ocho en punto. El tiempo había pasado tan rápido como un suspiro, y Agatha se dio cuenta de que el señor Verne estaba bastante cansado. Al fin y al cabo, había pasado toda la noche en vela a causa del encuentro.
—Os ruego que no desveléis a nadie mi lugar de residencia —les pidió el anciano antes de despedirse—. Aunque esta advertencia no tiene sentido. Sé que puedo confiar en vosotros.
La niña se despidió estrechándole la mano. Algo le decía que sería difícil volver a verle y dejó que Morritos se tomara su tiempo para decir adiós. Alfred también mostró su respeto ante el señor Verne y se volvió para darle la mano a Aristide. Sin duda, la bondad de aquel joven había sido la causa de que Morritos y Verne se hubieran encontrado.
El muchacho los acompañó hasta la salida, pues era necesario que el señor Verne se retirara a acostarse. Agatha pensó que tras aquel encuentro el futuro se le presentaba demasiado simple. Tal vez ninguna aventura pudiera igualarse a un momento tan especial como el que acababan de vivir. Y sintió que en su interior algo acababa de vaciarse.
Echó un último vistazo al reloj del saloncito antes de acompañar a Aristide, cuando descubrió la hora que era. Había pasado casi toda la noche escuchando el relato del señor Verne y no se había dado cuenta de que en el exterior ya era por la mañana. El amanecer de un día importante.
No podía creer que su cabeza lo hubiera olvidado y, mientras una cálida emoción volvía a ponerla en alerta, agarró con decisión el brazo de Alfred.
—¡Tenemos que darnos prisa! —exclamó tirando de su amigo—. ¡Debemos ir al final de la carrera!