Monty pisaba el acelerador con impaciencia. Su equipo había perdido demasiado tiempo y le parecía increíble verse en aquella situación tan desastrosa.
Aquella mañana todos se habían dormido. Tras degustar la sabrosa cena del posadero y acomodarse en el saloncito, todo el grupo se había sumido en un letargo soporífero. Se habían despertado bien entrada el alba, después de pasar toda la noche tumbados en los sillones, como si aquella escena estuviera sacada de un cuento de hadas. Después todos habían corrido a preparar sus coches, pues apenas quedaban veinte minutos para que comenzara la última etapa de la carrera.
Sólo un competidor faltaba en la carpa mientras ultimaban los preparativos. Thomas Alva Edison, que generalmente era el primero en estar en la salida, había aparecido con su auto por el camino de la montaña. Según había explicado a los organizadores, había salido a dar una vuelta y se había perdido. No comprendía quién había colocado los indicadores, que, según él, estaban dispuestos de una manera incomprensible.
Monty se había echado a reír al ver su aspecto. Por norma general, Edison solía estar más lustroso que una manzana. Sin embargo, su cara estaba repleta de barro y porquería, y su auto parecía sacado de un lodazal. A pesar de eso, aún había tenido tiempo para colocarse junto al resto. El alcalde había lanzado el pañuelo y la carrera había dado comienzo.
Mientras atravesaba el bosque de Reading, Monty no dejaba de pensar en Amanda. La muchacha se había sorprendido mucho al encontrarse durmiendo a su lado y, nada más despertarse, había decidido retirarse a la habitación. Puede que estuviera asustada. Monty esperaba no haberla hecho sentir incómoda. Le había entregado su ramo de violetas con la mejor intención. Aunque tuvo que admitir que no pensaba en otra cosa desde que se había topado con ella. El hecho era demasiado evidente: se había enamorado perdidamente de Amanda.
La posibilidad de ser rechazado por la reportera había abierto una grieta inconsolable en el pecho de Monty. Aunque aquel dolor no era para nada comparable con lo que le había ocurrido a Vicenzo Lancia. El piloto italiano se encontraba tan mal de su úlcera que se había visto obligado a dejar la competición. No podía tenerse en pie después de la copiosa cena que habían tomado.
Monty pensó que era una pena que un equipo tan competente como el italiano perdiera sus opciones en la carrera. Se merecían estar en el podio y ser recibidos con honor. Estaba meneando la cabeza al acordarse de ese suceso cuando un ruido extraño le puso alerta.
Un traqueteo incontrolable empujaba el auto a trompicones, y Monty supo que empezaba a tener problemas con el motor. En apariencia, todo iba perfecto. Sin embargo, cuando echó un vistazo a la aguja del combustible, una sensación de vértigo se apoderó de él. Juraría que había echado gasolina la noche anterior. Era algo imprescindible en la lista de preparativos nocturnos, pero también recordó que aquella mañana no había revisado el depósito. Por culpa de las prisas había olvidado ese detalle en el protocolo, y ahora estaba a punto de pagar las consecuencias.
El motor comenzaba a colapsarse y Monty se dijo que estaba muy cerca del final. Le daba mucha pena quedarse a las puertas de culminar esa aventura, y aquel hecho, sumado a la decepción con Amanda, le hizo sentirse muy frustrado.
Quién iba a decirle que su ilusión jamás llegaría a buen puerto. Seguro que todo era culpa del malvado de Edison. Tal vez le había robado la gasolina del depósito. Aunque, al igual que había sucedido en cada jornada de aquella carrera, jamás tendría la posibilidad de demostrarlo.
El auto terminó por detenerse y Monty se llevó las manos a la cara con desesperación. Apenas estaba a unas millas de Londres. Había acariciado el final con la yema de los dedos mientras el destino estaba dispuesto a arrebatárselo.
Recordó la ilusión de Alfred, Morritos y su sobrina. Lo afables que se habían mostrado desde que aceptó participar en la competición, y se dijo que ese fatal desenlace iba a defraudarlos.
De pronto, el sonido de un motor a lo lejos puso al explorador en alerta. Debía de tratarse de los franceses o de los alemanes, pues juraría que Edison se había colocado antes que él en la carrera. Sea como fuere, no estarían dispuestos a prestarle algo de combustible. Metidos en la última etapa, cualquier segundo era vital.
Monty se bajó del auto y se decidió a empujarlo con todas sus fuerzas. Pretendía echarlo a un lado y evitar cualquier posible accidente, pero moverlo con la poca energía de sus piernas estaba convirtiéndose en una misión imposible. El auto vecino estaba cada vez más cerca. Por el zumbido del motor supo que le rebasaría en cualquier momento. Sin embargo, cuando vio que la bandera del coche no era ninguna de las que había esperado, y que junto al piloto se bamboleaba el vestido blanco de una mujer, creyó estar viviendo una fantasía.
El pecho de Monty empezó a agitarse de alegría, pues acababa de divisar el auto de los italianos tras la colina. Para su sorpresa, el coche iba pilotado por aquel muchacho, Enzo, que conducía con gran maestría por los meandros del camino. Una vez que recorrió la distancia necesaria, el joven deceleró la marcha hasta detenerse al lado de Monty. Después dejó bajar a su acompañante, que no era otra que Amanda Preston.
—¿Qué hacéis aquí? —exclamó Monty sin lograr entender nada. Aquella visión le había dejado perturbado.
—Ganar la carrera —contestó Amanda con firmeza—. Vicenzo Lancia está enfermo y no puede conducir, pero eso no es impedimento para que alguien de su equipo lo intente. Creo que ya conoces a Enzo.
El mecánico levantó una mano para saludar a Monty mientras Amanda abría el maletero y sacaba un bidón de líquido oscuro. Después, la muchacha avanzó hasta el coche de Monty, no sin antes despedirse del italiano.
—Mucha suerte, Enzo. Ya sabes lo que te he dicho. ¡Ponte en cabeza!
Con un rugido de su motor, Enzo se despidió de Monty y de la periodista y marchó camino adelante para desaparecer en un periquete.
Mientras tanto, Amanda abrió la botella que había arrastrado hasta el auto y, tras sacar un tubo de goma de su bolsillo, introdujo uno de sus extremos en la abertura del bidón. Después, la muchacha se llevó la otra punta del tubo a los labios y sorbió con fuerza. Cuando el líquido empezó a brotar, lo metió dentro del depósito, dispuesta a llenarlo hasta los topes.
—Ya está —dijo tras escupir la gasolina que había llegado a su boca—. Tendrás combustible suficiente para llegar a la meta.
—¿Por qué has venido? —preguntó Monty, aún paralizado—. ¿Cómo sabías que me quedaría tirado?
—Porque yo misma me encargué de vaciarle el depósito a Edison esta mañana —aclaró Amanda—. En cambio, cuando estaban a punto de dar la salida, supe que ese maldito empresario lo había llenado de nuevo. Tuvo que robarle la gasolina a alguien. Y he supuesto que te la había quitado a ti.
Monty era incapaz de pestañear.
—Por supuesto, podía equivocarme —añadió la periodista—. Pero no podía resistir la idea de que no cruzaras la meta. Tenía que llegar junto a ti. Y Enzo ha sido muy gentil al acercarme.
El corazón del explorador palpitaba al oír esas palabras. Habría deseado decir algo romántico, pero la eficiencia de Amanda no le permitió más que arrancar el auto y sentarse al volante.
—Vamos allá —dijo ella mientras ocupaba el lugar del copiloto—. Pisa a fondo, Monty Bohermer.
—No creo que consigamos ganar —se lamentó Monty con una mueca de disgusto—. Edison nos lleva mucha ventaja.
—Al menos vamos a intentarlo —insistió Amanda—. Puede que no estés en el escalón de los premiados. Pero lo que está claro es que vas a acabar esta carrera.
La muchacha no podía haber hablado más claro. Animado por su fortaleza, Monty pisó el acelerador y el auto salió disparado hacia Londres.
Mientras avanzaba todo lo rápido que podía, Monty se sintió afortunado de llevar a alguien tan segura de sí misma como pareja. Sin duda era fantástico contar con su confianza. Pues, al lado de Amanda, se sentía capaz de todo.
Después de unas cuantas millas, Monty descubrió el porqué de la seguridad de la periodista. Un auto con el carruaje cubierto de barro comenzó a hacerse cada vez más perceptible a medida que avanzaban. Al parecer, también se le había parado el motor. Su ocupante no paraba de hacer señas a un lado de la carretera, y nada más distinguirlo, Monty supo que se trataba de Edison.
La primera idea de Monty fue detenerse a su lado y tratar de echarle una mano. Algo que el empresario jamás se habría dignado a hacer. En cambio, cuando estaba disminuyendo la marcha, Edison comenzó a soltar improperios nada más avistarlos. Al parecer, alguien había agujereado su depósito y, al ver el auto británico, no hizo otra cosa que ponerse a chillar. Monty pensó que con una bienvenida tan hostil poco se podía hacer por ayudarlo, así que aceleró la marcha dejando a Edison atrás.
—¿No serás tú la responsable de esa avería? —preguntó Monty una vez que la figura de Edison se perdió por el retrovisor.
—Pero, ¿qué dice señor Bohermer? —contestó Amanda haciéndose la indignada—. Una dama como yo haciendo un agujero en el depósito de ese caradura. Qué cosas tiene… ¿Cómo se atreve siquiera a insinuarlo?
Tras un gesto de mofa, Amanda sonrió y miró al frente. La campiña inglesa le parecía preciosa, y más con un viaje tan emocionante como el que estaba disfrutando. Al fin había logrado ponerse en la piel de los pilotos, aunque aquella aventura había resultado más sorprendente de lo que cabía imaginar.
Monty, por su parte, permaneció en silencio el resto del camino. Ya habían alcanzado las afueras de Londres y la gente comenzaba a agolparse a ambos lados de la ruta.
Tras unos minutos más de trayecto, Amanda señaló al frente muy emocionada. Ya se percibía la línea de meta, y los londinenses, colocados junto a la calzada, animaban al equipo británico con toda la fuerza de sus gargantas.
—Da igual que ganes o que pierdas, Monty —intervino Amanda tras el largo silencio que habían compartido—. El hecho de poder participar es ya un regalo.
—¿Quién dice que yo haya perdido algo? —contestó el explorador—. Esta carrera ha sido una gran experiencia. Me he topado con cosas que jamás habría soñado encontrar.
Amanda sonrió con sus labios perfectos y miró a Monty con toda la ternura que cabía en su rostro. El explorador correspondió fijándose en sus ojos y agarró con cariño la mano de la periodista. Después, pisó el acelerador del auto mientras juntos cruzaban, al fin, la línea de meta.
—¡Por fin estás aquí! —exclamó Agatha corriendo hacia el tío Monty—. ¡Temía que no llegaras!
El tío Monty se abrazó a su sobrina. Había sufrido tanto durante todas las etapas de la carrera que le parecía increíble haber llegado. El explorador acarició también el lomo de Morritos, pues la perrita no paraba de reclamar su atención haciéndole fiestas. La alegría de la llegada era tan contagiosa que Monty incluso estrujó al vergonzoso de Alfred, quien, a pesar de su compostura, parecía encantado de ver sano y salvo al corredor.
Amanda también se sentía feliz por reencontrarse con los chicos. Tras aquella mañana repleta de contratiempos, había llegado algo cansada, aunque no lo suficiente como para perderse la entrega de premios de la competición.
Los participantes aguardaban en sus puestos muy cerca del escenario. Todos menos Thomas Alva Edison, que ni siquiera había llegado a tiempo de cruzar la línea de meta. Un auto de la organización había salido a buscarle y faltarían horas hasta que consiguieran remolcar su coche hasta Londres.
—A eso lo llamo yo un ataque de justicia —había dicho el señor Lawrence a la audiencia que aguardaba expectante—. Aunque no hemos de distraernos con los pilotos descalificados. Concentrémonos en alabar al ganador. ¡Recibamos con un aplauso al corredor del equipo italiano!
El público inundó la plaza con sus vítores. Con una sonrisa de oreja a oreja, Enzo subió a la tarima ilusionado por ser el campeón. Jamás habría imaginado una victoria tan dulce cuando se enroló en la escudería, y mientras recibía el premio de parte del Daily Telegraph, miró a Alfred y Agatha, que le saludaban desde las gradas. Había sido un final justo para un gran competidor.
Agatha no pudo evitar pensar en las veinte mil libras y en que muy poca gente en esa plaza conocía su verdadera procedencia. Supo que, a ojos del señor Verne, aquel dinero estaba muy bien gastado, pues le había dado la oportunidad de descansar tranquilo.
De pronto, la niña recordó algo que quedaba pendiente y avisó a Alfred de que sacara el sobre con las fotos. Cuando Amanda las tuvo delante, abrió los ojos hasta límites insospechados y preguntó muy alterada de dónde las habían sacado.
—Debemos proteger nuestras fuentes —contestó la niña guiñándole un ojo—. Por mucho que quisiera, jamás podría revelarte su procedencia. Hemos hecho un juramento sagrado.
Amanda comprendió las palabras de la niña y no quiso insistir más sobre el asunto. Las fuentes en el periodismo eran algo intocable y supo que no debía presionarlos.
—Sea quien sea vuestra fuente —concluyó la periodista—, espero que podáis darle las gracias en mi nombre. Estoy convencida de que con estas fotos Edison quedará en mal lugar.
—Sabemos que harás bien tu trabajo —contestó Agatha—. El Daily Telegraph debería darte el puesto que te corresponde. Sin duda te lo has ganado.
Al oír esas palabras, el labio inferior de Amanda empezó a vibrar y se abrazó con fuerza a la niña. Aparte de ese triunfo profesional, se la veía muy feliz al lado del tío Monty. Agatha pensó que tal vez su tío y la periodista estuvieran hechos el uno para el otro. Eran dos personas muy especiales y, sin duda, había sido una suerte que se hubieran encontrado. Alfred miró a su amiga haciéndole ver que compartía esa idea, y cuando ya estaba pensando en volver a casa, notó que alguien le tocaba en el hombro.
—¡Hijo mío! —exclamó una voz—. Tu padre y yo te hemos estado buscando. ¡Menos mal que sabíamos que estarías cerca del escenario!
Alfred se quedó de una pieza al ver allí a sus padres. Al parecer, habían aprovechado que era domingo y que la tienda estaba cerrada para acercarse al centro y echar un vistazo. Estaban deseosos de ver publicado ese famoso artículo en el Daily Telegraph.
Tras presentar a sus padres a Monty y Amanda, el chico supo que necesitaría algún tiempo para explicarse. La excusa que había puesto para marchar hacia Reading estaba a punto de volverse en su contra, aunque supo que antes debía hacer algo muy importante. Metió la mano en el bolsillo y extrajo la pequeña octavilla. Aquella que llevaba mirando durante semanas, día tras día. Las recientes palabras del señor Verne le habían hecho ver que cualquier cosa era posible. Tan sólo era cuestión de plantear los argumentos adecuados. Así que se sorprendió a sí mismo cuando se dirigió a su madre y, sin ningún tipo de merodeo, soltó las palabras de sopetón:
—Mamá, ¡quiero estudiar dibujo! Es lo que mejor se me da en la vida y todos sabemos que jamás seré un buen tendero. Es mi mayor ilusión, así que espero que me comprendas.
La señora Hitchcock acababa de quedarse atónita y ni una palabra acudió a su garganta. Finalmente, sus labios sonrieron y emitieron la frase más sorprendente que Alfred habría imaginado:
—Claro, cariño, ¿quién va a impedírtelo?
Alfred acababa de quedarse de piedra. Resultaba que sus padres sabían mejor que él que nunca llegaría a heredar la tienda. Tantas preocupaciones habían sido totalmente innecesarias.
El chico se volvió hacia sus amigos y descubrió el rostro de Agatha aguantándose la risa. Aquella situación parecía resultarle muy divertida, aunque no igual de emocionante como felicitar a Enzo.
—¡Amigos! —exclamó el corredor una vez que llegó hasta ellos—. ¡Mi equipo y mi país están en deuda con vosotros! Sin vuestra ayuda y vuestra fortaleza jamás habría conseguido llegar a la meta. ¡Os debo gran parte del premio, sobre todo a ti, Amanda Preston!
La periodista sonrió muy sonrojada, aunque reunió fuerzas para quitarle importancia.
—No ha sido nada, Enzo. Tú mismo guardabas la fuerza necesaria. Sólo necesitabas que alguien te diera una oportunidad.
Enzo inclinó la cabeza con mucho respeto. Aquel premio era un triunfo tan memorable que estaba deseando marchar a celebrarlo. Los miembros de su equipo ya le reclamaban desde el fondo del escenario, y al ver que no quedaba más remedio que ir con ellos, el muchacho elevó el brazo a modo de despedida.
—Espero que nos veamos pronto en mi país. Si vais por allí, preguntad por Enzo, ¡Enzo Ferrari! ¡Será un placer volver a veros!
Dicho esto, el ganador de la carrera de Inglaterra desapareció entre la maraña de personas que aguardaban un autógrafo. Y Agatha se dijo que aquella aventura parecía sacada de una novela, y que jamás podía asegurarse quién era el ganador hasta que se cruzaba la línea de meta. Pues la vida, como el mundo, no paraba de dar vueltas.