Desde que se había despertado aquella mañana, Lilly ya sabía que el día no iba a ser bueno. Los rayos del alba habían rozado con suavidad las manchas de su hocico, pero no los notó tan cálidos como la mayoría de las mañanas. Aquel día parecía triste y el cielo olía a lluvia.
La señora Honorine llevaba atareada todo el día. Su peinado, recogido con sosiego la mayor parte de las veces, lucía ahora revuelto, como si presagiara la tormenta que se aproximaba en el horizonte.
Cuando la señora Honorine estaba de malhumor, que era la mayoría de las veces, Lilly dirigía sus cuatro patas hacia el banco del jardín. Se colocaba debajo, donde nadie podía verla, y se dedicaba a observar la calle y el transitar del pueblo. No era un mal entretenimiento, aunque Lilly prefería pasar las tardes mirando las ranas saltar en el agua.
Antes, el amo solía dar largos paseos por el río y siempre quería que ella le acompañara. Cuando aquello sucedía, Lilly contaba las vueltas que la manecilla del reloj debía recorrer para que llegara la hora y, una vez que la aguja se colocaba en su sitio correspondiente, se presentaba en la puerta de la casa como un soldado obediente que aguardara a su general.
Entonces los dos marchaban pueblo abajo, hacia la orilla, donde el amo se sentaba y observaba el río que siempre le había servido de inspiración. Después, le contaba historias. Unas veces reales y otras imaginarias. Tantas, que a veces ni él mismo sabía distinguir a qué clase pertenecían. Lilly se sentía orgullosa de ser los oídos que escucharan todo lo que el amo tenía que decir. Y pronto, se convirtió también en sus manos.
Una niebla perenne se había instalado en los ojos del anciano y, poco a poco, Lilly y el resto del mundo pasaron a ser meros trazos borrosos. Para él, la vida comenzaba a desdibujarse.
Por ese motivo, hacía ya tiempo que el amo no bajaba con ella al río. Al principio dejó pasar unos días, cuando empezó a sentirse cansado, y más tarde los paseos se volvieron cada vez más cortos, hasta que el amo decidió que no podía permitirse el temor de caminar con su bastón sin saber dónde ponía los dos pies.
Lilly habría sacrificado cualquiera de sus patas para que fuera el amo quien tuviera cuatro. Así se sentiría más seguro mientras ella le guiaba por las baldosas de piedra. Pero la señora Honorine consideraba que aquellos paseos eran más un estorbo que un beneficio. Decidió enclaustrar al amo en su habitación con sus libros y sus recuerdos. Y él dejó de contar historias.
A partir de entonces, Lilly procuraba acompañar al amo en todo momento. Pasaba el día sobre su cojín rojo con borla dorada intentando que el anciano no estuviera tan triste. Sabía que él agradecía el gesto, pero hacía mucho tiempo que no le había visto sonreír.
Lilly dio un suspiro y el aire caliente envolvió su hocico. Aquel día el amo no estaba en casa. Hacía pocas semanas que desaparecía por las tardes con salidas cada vez más frecuentes. Tal vez lo hacía a lugares a los que Lilly no podía acompañarlo. La perrita se sentía muy inquieta. Deseaba que tantas idas y venidas no estuvieran motivadas a causa de su mala salud.
De pronto, algo duro y escarpado le golpeó el morro sacándola de repente de sus pensamientos. Se trataba de la señora Honorine, que acababa de meter la escoba debajo del banco e intentaba que Lilly saliera de su refugio.
—¡Vamos! ¡Sal de ahí! Demonio de animal… Estoy deseando perderte de vista.
La señora Honorine parecía enfadada, aunque Lilly no recordaba haber hecho nada que la pudiera enfurecer. Sabía que jamás había sido del agrado de la mujer ni de ninguna de sus hijas, pero nunca había sido tratada de aquel modo, ni siquiera en ausencia del amo.
Permaneció quieta en la esquina del porche, mientras un hombre delgado y de piel oscura se aproximaba a ella con una jaula de madera. La perrita sintió una angustia repentina que le hizo esconder el rabo entre las piernas. No era posible que ese hombre fuera a llevársela. No podía creer que la señora Honorine permitiera una cosa así.
—Ya hemos acordado que pase lo que pase no quiero a la perra de vuelta —graznó la señora Honorine—. Me da igual lo que hagas con ella. La quiero fuera de esta casa antes de que mi marido llegue.
El hombre se arrodilló delante de Lilly.
—Es un ejemplar muy hermoso —dijo—. ¿Por qué quiere deshacerse de él?
—Los motivos que yo tenga no te conciernen —chilló la señora—. Si has leído el anuncio y la perra te interesa, te la llevas. Sin más explicaciones.
—Pero es la perra del señor Verne —masculló el joven—. Creo que debería consultarle antes.
—¿Es que tengo que repetírtelo?
El hombre de piel oscura asintió en silencio. En contra de lo que cualquiera hubiera pensado, no pretendía introducir a Lilly en la jaula a la fuerza. Abrió la puerta y se quedó quieto. Lilly, mientras tanto, dudaba si enseñar los dientes. Aquella reacción tan salvaje siempre le había parecido demasiado exagerada, nunca le había hecho falta estando al lado del amo, pero se sentía tan indefensa que a menos que hiciera algo se la llevarían de allí.
—¡Lilly! —chilló la señora al ver las fauces de la perrita—. ¡Cállate y estate quieta!
Los pelos del lomo de la perra se erizaron como los de un puercoespín. Aquel hombre de rostro aceitunado no tenía culpa de nada. Seguro que Honorine había puesto ese anuncio deseando separarla cuanto antes del amo. El joven, en cambio, parecía bondadoso, y se puso a cuatro patas decidido a arrastrarse ante Lilly.
—Sé que estás asustada —dijo con suavidad—, pero puedo asegurarte que te llevaré a un buen lugar. Vas a estar de maravilla.
Lilly gimió al ver que le quedaban pocas alternativas. No podía imaginar un sitio mejor que permanecer al lado del amo. Seguro que aquel hombre no entendía el cariño que el anciano sentía hacia ella. Se pondría muy triste al descubrir aquella injusticia.
—Basta de pamplinas —espetó la señora Honorine, que tomó a Lilly del pescuezo y la introdujo en la jaula con un puntapié.
Después cerró la portezuela con decisión y giró su cabeza hacia la entrada, vigilando que nadie se aproximara al porche. El hombre de piel oscura puso una mueca de disgusto antes de dirigirse a la mujer.
—Partiremos hacia Delhi —dijo casi en un susurro—. El tren no sale hasta mañana por la mañana. Le digo esto por si en algún momento se arrepienten. Sepan que no tendré inconveniente en devolvérsela.
—Haga desaparecer a este chucho de mi vista lo antes posible —gruñó la señora Honorine ignorando los gemidos de Lilly—. Mi marido ha perdido la cabeza por culpa de este animal. Ya es hora de que se centre en asuntos más importantes.
La perrita luchaba por salir de la jaula. Mordía los barrotes de madera incapaz de creer aquel golpe bajo.
—De todas formas, piénselo —afirmó el joven.
Luego, tomó la caja sobre sus hombros y se encaminó hacia la entrada de la casa, donde una carreta y su cochero le estaban aguardando.
Lilly se sentía tan horrorizada que creía que iba a morir de desesperación. ¿Por qué la señora Honorine no le había dejado despedirse del amo? ¿Cómo podía esa mujer ser tan cruel? Sabía que el anciano no se recuperaría nunca de la pérdida y que aquel disgusto podría costarle la poca salud que le quedaba.
El hombre depositó la jaula en la parte trasera del carruaje y se colocó el sombrero en la cabeza. Los pies de la señora Honorine bailoteaban inquietos, sobre todo cuando otro carruaje apareció doblando la esquina de la calle y avanzó hasta detenerse junto al del muchacho.
Honorine chasqueó la lengua con disgusto. Su marido acababa de llegar. No tuvo más remedio que aproximarse a la puerta para ayudarle a bajar del coche.
Lilly vio cómo las manos arrugadas del amo aparecían desde el interior del carruaje. Se asieron al extremo de la puerta dispuestas a tomar impulso. El anciano tenía mejor aspecto de lo que habría pensado, últimamente sucedía así cuando volvía de aquellas salidas misteriosas, pero la luminosidad que había en su rostro se desdibujó al darse cuenta de lo que ocurría.
—¿Qué diablos estás haciendo? —el anciano soltó el brazo de su mujer al ver a Lilly tras los barrotes de la jaula—. ¡Es mi perra y nadie se la va a llevar de aquí mientras yo viva!
La mujer, lejos de achantarse, infló su pecho dispuesta a hacerle frente.
—Te lo he explicado muchas veces —dijo cargándose de razones—. Esa perra no hace más que entretenerte y necesitas concentrarte en dejar dispuestas y bien ordenadas tus cosas.
—¿Aún no me han dado ni un solo tratamiento y ya estás enterrándome? —gritó indignado el anciano—. ¿Qué pretendes haciendo que Lilly se aleje de aquí? ¡Ella es lo único que da luz a mi existencia!
Lilly no podía soportar que el amo sufriera de aquel modo. Temía que se desvaneciera del disgusto. Pero la señora Honorine se mostraba inflexible y se plantó delante del joven de piel oscura haciendo ver a su marido que el trato ya estaba cerrado.
—Ya es demasiado tarde, querido —dijo con voz tranquilizadora—. Este joven ha venido desde París expresamente para llevársela. Y sabes que debo actuar en tu nombre. Yo y mi fortuna tomamos las decisiones en esta casa. ¿O es que no lo recuerdas?
Un dolor inmenso atravesó el rostro del amo. Lilly sabía que la señora Honorine llevaba todas las de ganar. Ése era el método que utilizaba cada vez que quería salirse con la suya.
—Si dejas marchar a Lilly de este modo, jamás te lo perdonaré —rugió el amo, plantando una última ofensiva.
Lilly advirtió que, a pesar de aquel gesto, la batalla estaba perdida desde el principio y comenzó a gemir deseando que el amo se despidiera de ella.
La señora Honorine no pareció poner pegas, y cuando estaba a punto de dar por zanjado el asunto, se sobresaltó al escuchar una exigencia de los labios de su marido.
—Trae el cojín de Lilly ahora mismo —ordenó el anciano en tono amenazante—. Está en el despacho, en el suelo. Quiero que se lo lleve consigo.
La mujer iba a protestar, pero las pupilas del amo desprendían tal furia que se dirigió rápidamente hacia el interior de la casa a cumplir el recado. El amo, mientras tanto, palpó el relieve de la carreta y se aproximó a la jaula para acariciar el hocico de Lilly.
—Sé que todo esto es una injusticia —dijo con un hilo de voz—. Tienes que perdonarme. Ojalá pudiera hacer lo que quisiera sin que ella dirigiera mi existencia.
El muchacho de tez oscura, que había presenciado todo en silencio, se aproximó al amo.
—Siento mucho que esto esté ocurriendo —dijo con todo el respeto que pudo acopiar—. Si quiere, puedo decirle a su esposa que ya no deseo llevármela. Así usted podría conservarla a su lado.
El amo se volvió con lástima hacia el muchacho. Aguardó unos segundos antes de contestar.
—Ella ha planeado deshacerse de la perra y le aseguro que se saldrá con la suya. Encontrará un modo peor de hacerla desaparecer. Al menos confío en que con usted estará en buenas manos.
El muchacho sonrió.
—Puedo asegurárselo. Un buen general de la India me ha encargado que la lleve con él. Le prometo que le mantendré informado sobre su paradero y su estado de salud. Visito Francia con frecuencia.
El anciano posó su mano huesuda sobre el hombro del muchacho.
—Se lo agradezco enormemente. No sabe lo especial que es esta perra para mí. Dígale a su general que jamás encontrará otra igual.
—Ya me he dado cuenta —afirmó el joven—. Nada más verla he sabido que este animal no es como los demás. Tiene una mirada especial. Le prometo que no le pasará nada malo.
—Si lo que me dice es cierto, le pido que me haga un inmenso favor: asegúrese de que Lilly viaja con su cojín y que nunca se separa de él —el hombre se volvió hacia la perra, en tono confidente—. ¿Me oyes, Lilly? Tú eres la perra más inteligente del mundo. ¡No lo pierdas bajo ningún concepto!
La señora Honorine apareció desde la casa llevando el cojín. Cuando se aproximó a la carreta, le hizo entrega a su marido del almohadón, y éste lo depositó en la jaula con la perrita.
—Querida Lilly —susurró el amo con lágrimas en los ojos—, ojalá esto no fuera una despedida definitiva. Ojalá tuviera tiempo y salud para dar marcha atrás.
Lilly cerró los párpados mientras sentía el tacto del amo sobre ella. Intentó recordar cada uno de sus dedos acariciándole las orejas y apresar aquel instante en su memoria. Intuía que necesitaría echar mano de ese recuerdo en numerosas ocasiones a partir de entonces.
El joven de piel oscura subió al carromato y el cochero puso a andar a los caballos. Lilly abrió los ojos deseando echar un último vistazo al amo. Cuando lo hizo, el hombre permanecía quieto e indefenso en mitad de la calle, y Lilly temió que se derrumbara una vez que la carreta doblara la esquina. Intentó concentrarse en las pupilas del anciano y transmitirle todo el cariño que aún tenía reservado para él, que era inmenso. Pero sabía que era inútil: los ojos del amo desprendían lágrimas de impotencia. Lágrimas de tristeza que el tiempo jamás llegaría a consolar. El hombre permaneció inmóvil hasta desaparecer tras el muro de una casa. Y Lilly sintió que ella tampoco se recuperaría jamás de aquel dolor. Al igual que supo que jamás volvería a verle.