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—¿Crees... crees que realmente la relación con esa tal Juliet beneficia tu reputación? —Lizzie Drury entró en la consulta de Kevin y estuvo a punto de cerrar de un portazo. Sin embargo, había tenido la intención de hablar tranquilamente con su hijo. Pero desde que había visto salir con toda naturalidad de su casa al objeto de confrontación, no pudo contenerse—. Dios mío, a esa chica se le nota a cien metros que es una vividora. ¿De dónde la has sacado? ¿Y cómo se te ocurre llevarla cuando te... te invitan a una reunión como la de ayer?
Kevin se volvió bruscamente hacia Lizzie.
—¡Por favor, mamá! No utilices este tono. Y no hables tan alto, seguro que enseguida llegan pacientes...
Kevin escuchó preocupado si se oían ruidos procedentes de la vivienda, situada encima de la consulta. Él vivía ahí, su compañero Christian Folks tenía una casa cerca.
—¡Pacientes! —Lizzie alzó las manos—. Hoy es domingo, Kevin. Y por si eso te tranquiliza, la señorita ya se ha ido. —La palabra «señorita» tenía un deje más ofensivo que respetuoso—. Al menos tiene la educación suficiente para salir de casa antes de que llegue la doncella.
Un ligero rubor tiñó la expresión de confianza de Kevin. No le convenía que sus padres se hubiesen enterado de la partida de Juliet. A fin de cuentas, conocía a su madre y sabía lo que opinaba sobre sus diferentes amigas.
Lizzie, a su vez, no había querido volver a abordar el asunto Juliet después de haberla conocido en una reunión social. Pero esa mañana le parecía tan urgente el tema que no había logrado disfrutar del desayuno del hotel. Y en cuanto encontró una justificación para visitar a su hijo, tiró de su esposo Michael hacia la señorial casa de piedra en la Lower Stuart Street donde Kevin y Christian habían alquilado los espacios de su consulta.
—Juliet se había... bueno... se había olvidado una cosa en mi casa, y como...
—Mejor que no pregunte qué —intervino su padre divertido. Michael tenía los mismos ojos azules y brillantes y los mismos hoyuelos al reír que su hijo, y a él también le costaba encontrar argumentos cuando discutía con Lizzie.
Kevin intentó no dejarse intimidar.
—Juliet es una dama tan honorable como la que más y sabe comportarse en sociedad —defendió a su reciente conquista—. Me pareció una compañía más que adecuada para la recepción de los Dunloe. Y el señor Dunloe, por su parte, también estaba muy impresionado...
—Lo que ya dice algo de las virtudes de la joven —comentó Lizzie mordaz—. Puede que el señor Dunloe estuviese impresionado, pero la señora Dunloe me pareció avergonzada...
Esto último era un poco exagerado. Claire Dunloe había lanzado alguna mirada de desagrado al llamativo vestido rojo de Juliet y a sus joyas baratas, pero salvo eso no había nada que señalar. Los modales de la joven a la mesa eran perfectos, sabía charlar sin llegar a decir nada y esa vez se había moderado en el consumo de champán. No obstante, había causado la sensación de ser un cuerpo extraño y exótico en la recepción del director de banco Dunloe y su esposa Claire. Si bien Lizzie más bien pensaba en un cuerpo explosivo. Esa joven sería un detonante de disputas, estaba segura.
—La sociedad habla de ella —señaló Lizzie—. Y tan alto que se oye en Tuapeka. —Tuapeka, junto a la cual se hallaba la granja de Lizzie y Michael, estaba a más de sesenta kilómetros de Dunedin y desde 1866 se la conocía por el nombre de Lawrence. Pero Lizzie y Michael no acababan de acostumbrarse al cambio de nombre. En realidad, los Drury iban poco a Dunedin, pero no habían podido rechazar la invitación del director de banco—. ¡He oído decir que cantó en el vernissage de Heather y Chloé!
Kevin se pasó la mano por la frente. Esa actuación no formaba parte de sus recuerdos favoritos, Juliet sin duda se había pasado. Pero no se podía negar que el vernissage había sido aburridísimo, los cuadros, tristes y la gente, poco locuaz. En cambio, había abundado el champán, al cual Juliet a duras penas lograba resistirse... En cualquier caso, cuando la conversación iba languideciendo, se había dirigido a los músicos y el trío la había acompañado para que ella cantara un aire popular americano. Si Kevin recordaba bien, la reacción de la sociedad de Dunedin no había sido en absoluto negativa. También él había bebido unas cuantas copas... Los Burton y los Dunloe, los McEnroe y McDougal habían mirado sorprendidos... Chloé, una hábil anfitriona, había salvado la situación hablando brevemente con la cantante y presentándola a los invitados. De ese modo resolvió el enigma sobre su apellido y antecedentes, lo que de nuevo suministró más material de conversación: Juliet la Bree era americana de nacimiento y formaba parte de una compañía de variedades que actuaba en Wellington, al menos unas semanas antes...
—¿Y cómo ha llegado esa honorable damisela desde Wellington hasta aquí? —preguntó Michael, en realidad más interesado que inquisitorial. Juliet lo había impresionado, como a la mayoría de los hombres, desde el barrendero hasta el director de banco. Y lo mismo daba que apoyaran vehementemente a sus esposas en la opinión de que la joven no procedía de una esfera social refinada: todos envidiaban un poco a Kevin por su conquista.
El joven se mordió el labio.
—Bueno, Juliet estaba... harta de la compañía. Y le gusta Nueva Zelanda. Prefiere buscar un nuevo contrato por aquí...
—¿Ah, sí? —se burló Lizzie—. Pues entonces tendría que echar un vistazo en Auckland o Wellington. Y no precisamente en Dunedin, metrópoli de la Iglesia de Escocia, la ciudad con los habitantes más cerriles de toda la Isla Sur. ¿Qué pretende ir cantando por aquí, Kevin? ¿Cánticos sagrados?
—¡Con su voz puede cantarlo todo! —afirmó Kevin—. Además, Dunedin ha cambiado en estos últimos decenios, por si todavía no te has dado cuenta, mamá. ¡Aquí hubo una fiebre del oro!
Lizzie rio burlona.
—Lo recuerdo —observó—. En Tuapeka todavía se ven las ruinas de los burdeles.
—¿Y tú llevabas allí el estandarte de la moral? —replicó Kevin.
Lizzie miró a su hijo.
—En Tuapeka yo nunca me ven...
Se detuvo avergonzada. Por supuesto, no había contado a sus hijos nada acerca de su poco honroso pasado en Londres y Kaikoura, pero Kevin era inteligente y capaz de atar cabos. Cuando Lizzie siguió a Michael a los yacimientos de oro, ya hacía tiempo que se había vuelto decente, si es que podía calificarse de actividad decente la venta en un pub de Kaikoura de whisky destilado de forma clandestina.
Michael intervino en defensa de su esposa.
—Kevin, ni tu madre ni yo éramos unos ángeles, pero precisamente eso es lo que nos capacita para evaluar a Juliet la Bree. Está huyendo de algo, Kevin. Hazme caso, conozco esa mirada. Es probable que la compañía la echara. Y en la actualidad iba camino de Otago. Hacia los yacimientos de oro de Queenstown. Hombres a montones, pubs a montones...
Kevin bajó el tono.
—Bueno, y si es así... Pero ¡me darás la razón en que es arrebatadora, papá! Da igual lo que haya ocurrido antes, esto es todo lo que necesito saber de su historia. A fin de cuentas, no voy a casarme mañana con ella...
Consultó el pesado reloj de pie que decoraba su sala de consultas. Sabía que Lizzie y Michael estaban invitados a un acto matinal. Un desfile de modas en Lady’s Goldmine. Su madre no se lo perdería.
Ella captó la indirecta.
—De acuerdo, Kevin, ya nos vamos —dijo—. Pero tal como veo yo a Juliet la Bree, poco importa lo que tú desees. La cuestión reside únicamente en qué quiere ella.
Juliet la Bree quería, antes que nada, tranquilidad. Pero le costaba reconocerlo incluso ante sí misma. Al fin y al cabo, siempre había disfrutado de su vida loca, durante años le había resultado inimaginable algo más hermoso que vagar de una ciudad a otra, de un teatro a otro y de un hombre a otro. Esa era también la vida que siempre había soñado llevar durante toda su formación de niña de clase alta. Nunca la habían entusiasmado los libros, la equitación, las pequeñas celebraciones domésticas y las comidas campestres. No solo era su aspecto exótico lo que la diferenciaba de las obedientes niñas de las plantaciones de Terrebonne Parish, en Luisiana. Amaba la vida y se sentía atraída por los conciertos y las funciones de teatro. Para ello la ciudad ideal era Nueva Orleans, que no estaba muy lejos. Los padres de Juliet también se complacían disfrutando de la vida. Su madre era una criolla del Caribe que en algún momento había emigrado de Jamaica a Nueva Orleans, pero la joven no fantaseaba sobre el modo en que había llegado allí. Seguro que no había desembarcado con toda su familia, sino con un hombre. No obstante, el padre de Juliet había quedado de inmediato prendado de ella, la había llevado a su plantación y a partir de entonces la había mimado y cuidado todo cuanto una mujer puede desear.
Cuando la muchacha nació, se convirtió en la niña de los ojos de su padre, nada era lo suficiente bueno para su hermosa hija. La pequeña gozó de los mejores profesores, si bien solo se interesó de verdad por la clase de música. Aprendió francés y bailes de salón, y cuando cumplió los diecisiete se le buscó también al hombre perfecto. Su padre lo encontró a dos plantaciones de distancia: en una antigua familia, que había superado la guerra civil con solo unas reducidas pérdidas financieras, inconmensurablemente rica. Sin embargo, el muchacho tenía tan poca sangre en las venas que Juliet se ponía nerviosa cada vez que lo visitaba en la plantación y acababa buscando a los vampiros que sin duda hacían de las suyas por ahí. Para ellos parecía estar hecha también la casa señorial: un mausoleo en opinión de Juliet.
Poco antes del enlace nupcial se había escapado a Nueva Orleans y a continuación a Tennessee. Al principio tuvo suficiente con el dinero que había cogido y el que obtenía empeñando la ropa y las joyas. Pese a que cantaba en los clubs, aunque más bien por amor al arte, en Memphis no tardó en convertirse en una pequeña estrella. Pero luego surgieron complicaciones con el jefe de una mafia y Juliet tuvo que abandonar la ciudad a toda prisa, en esa ocasión sin dinero. No se sentía orgullosa de lo que había hecho para conseguir llegar a Nueva York. Al final se le brindó la posibilidad de viajar a Europa. Juliet cantó en el transatlántico de lujo que llevaba a viajeros ricos a Londres, luego se marchó a París. Durante tres años estuvo actuando en teatros de variedades por medio continente, y disfrutó de cada una de esas noches y, con frecuencia, también de los días. Juliet se enamoraba pocas veces, pero besaba muchas, su vida era un delirio.
Y entonces llegó el contrato que la llevó a Australia y Nueva Zelanda. Se trataba en realidad de una compañía de ópera no muy profesional. Juliet fue amable con el director, pero este encontró al final a otra chica: una larga historia. Juliet le había montado una escena y después había huido con una parte de los ingresos, pues a fin de cuentas le pagaban una miseria. Pero no le gustó la Isla Norte para quedarse y se trasladó a la Isla Sur, donde comprobó solo que las ciudades todavía eran más virtuosas que en el norte. Prácticamente no había teatros de variedades, y los pubs y hoteles que contrataban a mujeres jóvenes para cantar o bailar eran en el fondo burdeles con algo más de clase.
Juliet había saltado de alegría cuando conoció por casualidad a Kevin Drury, y constató asombrada que después de estar con él varias semanas no se aburría. Al contrario, disfrutaba de la seguridad que Kevin le ofrecía sin descuidar el placer. Era un hombre extraordinariamente apuesto y con experiencia: Kevin sabía complacer a Juliet. Al mismo tiempo, él estaba maravillado de los conocimientos de la joven acerca de cómo hacer feliz a un hombre. No hacía preguntas y era generoso. Cuando ella expresaba un deseo, al instante lo veía cumplido, al menos dentro de las posibilidades económicas de Kevin.
Juliet enseguida averiguó que era un hombre acomodado, aunque no rico. Su consulta prosperaba, aunque no se trataba de un gran empresario y tenía que dividir sus ingresos con un socio. No obstante, heredaría en el futuro, y la granja de sus padres estaba considerada una empresa modelo. A su vez, Juliet notaba atónita que sus pretensiones iban descendiendo. Ya no había que ser un sultán para tener la posibilidad de bailar con ella y no esperaba recibir ninguna joya ostentosa que luego simplemente empeñaría de nuevo. Asimismo, los actos sociales a los que la invitaba Kevin eran provincianos. Un vernissage en Dunedin, un concierto en Christchurch... Juliet estaba acostumbrada a unas galas espléndidas, pero nunca había causado tanto furor como en esos lugares insignificantes. En Memphis, Nueva York, París y Berlín era una belleza entre muchas. Allí, por el contrario, los hombres caían rendidos a sus pies.
De ahí que empezara a acariciar el sueño de asentarse, de pertenecer a la alta sociedad de esa isla y sacudir sus cimientos. En el momento en que ella empezara a celebrar recepciones, toda la Isla Sur hablaría de ellas. El salón de la joven señora Drury atraería a artistas y músicos, la prensa informaría sobre los vestidos que ella llevara en cada ocasión. Naturalmente, necesitarían una residencia distinguida. Claro que, cuando tuvieran hijos, no podrían quedarse a vivir para siempre en una casa de alquiler. Ya solo los empleados que necesitaría... Juliet comprobó que la simple proyección de su futuro ya le hacía gracia. Tal vez debería escribir a sus padres y contarles que se había establecido en el otro extremo del mundo...
Lo único que amargaba ese hermoso sueño era que Kevin no mostraba hasta la fecha ninguna intención de pedir su mano. Ella había oído decir que el joven médico tenía fama de donjuán. En principio no parecía pensar en fundar una familia, lo que ponía a Juliet en un dilema. Si quería conseguir que Kevin se casara, tenía que quedarse embarazada, pero ella en el fondo no quería tener un hijo ya. Se imaginaba muy bien bailando uno o dos años con Kevin en la discreta vida nocturna de Dunedin, subyugando a todos los hombres de la ciudad y atrayendo las miradas celosas de las matronas. Todo eso se vería limitado con la presencia de un hijo, retrasaría su éxito como relumbrante anfitriona y como núcleo central de todas las veladas.
Pero si no lo conseguía de otro modo...
Estaba algo nerviosa desde que se había encontrado con la madre de Kevin en la escalera de la casa. Lizzie Drury no había dicho nada, pero la mirada que había lanzado a Juliet no presentaba ambigüedades. Tampoco le había dirigido la palabra la noche anterior, en la cena de los Dunloe. Sin embargo, no había que subestimar a Lizzie Drury. Juliet habría jurado que esa matrona tan elegantemente vestida tampoco tenía un pasado inmaculado. Puede que su marido hubiese hecho su fortuna como buscador de oro, según explicaban. Pero ¿le había ayudado ella con la pala o había contribuido de otro modo en los ingresos familiares?
Fuera como fuese, Lizzie tenía una mirada de mujer con experiencia y seguro que intentaría disuadir a Kevin de un enlace con Juliet. La joven ya creía reconocer los primeros logros de la madre. Kevin no había ido con ella a ese desfile de modas, uno de los acontecimientos de la temporada que más daban que hablar a las mujeres de Dunedin. Y desde hacía unos días prefería salir con ella a solas, en lugar de llevarla a actos sociales. Juliet se temía que era el principio del final y estaba decidida a no permitirlo.
Cuando Kevin la hizo esperar una noche porque todavía tenía pacientes en la consulta, ella fue a la vivienda del joven y registró su mesilla de noche. Siendo médico, Kevin no confiaba en las mujeres para evitar descendencia no deseada, lo que a Juliet al principio le gustó. Claro que ella también conocía los métodos corrientes de contar los días fértiles y en caso de duda realizar lavados vaginales, pero Kevin prefería el preservativo. Juliet ya había conocido a hombres que se ponían esas gomas antes del acto, y siempre le había dado un poco de asco porque la mayoría eran de tripa de oveja u otro material animal. Pero Kevin utilizaba los modernos modelos de goma. Eran densos y voluminosos, con frecuencia algo incómodos, pero se podía confiar en ellos. Seguro que no se perdía ninguna simiente, al menos mientras se mantuvieran en buenas condiciones.
Juliet encontró una cajita en el cajón de la mesilla de Kevin. ¡Y detrás, otra! Al parecer su amante compraba condones al por mayor. Reflexionó sobre si manipular las dos cajitas; pero no, con una bastaría. Hacía dos semanas que había tenido la regla, así que los días fértiles ya estaban ahí. Hacer el acto dos o tres veces debería bastar...
Cogió resuelta la aguja del sombrero y pinchó la primera funda de goma. En dos meses a más tardar, Kevin la llevaría ante el altar.