6
Kevin fue admitido en los Otago Mounted Rifles en un santiamén. En cuanto el joven médico mencionó su profesión, al oficial que sometía a los reclutas a una primera inspección se le iluminaron los ojos.
—¡Los médicos siempre son necesarios! —exclamó radiante—. ¿No sabrá por casualidad disparar también?
Kevin arqueó las cejas.
—Vengo de una granja de ovejas, señor —respondió con calma—. Allí todo el mundo sabe disparar.
Eso solo ocurría desde hacía pocos decenios. Antes, ningún pastor pakeha o maorí había llevado fusil. Para qué, los ladrones de ganado eran pocos y nunca tan tontos como para meterse en una pelea, y animales de caza tampoco había. Antes de la llegada de los blancos a Nueva Zelanda no había mamíferos en la isla, excepto los perros de los maoríes y un tipo de murciélago. Las aves que se encontraban en las planicies eran más bien lentas, se cazaban con trampas o se cogían durante el día los ejemplares nocturnos. Pero una embarcación introdujo en la Isla Sur los primeros conejos, que, a falta de enemigos naturales, no tardaron en convertirse en una plaga. A partir de entonces la carne de conejo dominaba en las comidas de las granjas y pronto también en la de los maoríes, y todo niño desde los ocho hasta los diez años aprendía a matar de un tiro a esos animalitos.
El sargento asintió.
—¿Y montar a caballo? —preguntó esperanzado.
Kevin sonrió y señaló su caballo blanco y de patas altas que aguardaba atado delante de la oficina.
—Mi caballo también se registra para entrar en servicio.
La firma de los documentos fue una mera formalidad. Los Mounted Rifles se reunían en un campamento cercano a Waikouaiti donde se les repartía el uniforme color caqui. Kevin sonreía para sus adentros, su padre Michael no le podría reprochar que se hubiese convertido en un «casaca roja», como se llamaba a los militares ingleses, tan odiados por la vieja Irlanda. La moderna estrategia militar exigía prendas de camuflaje y Kevin observó perplejo que uno podía literalmente confundirse con el entorno vestido con aquel uniforme bastante cutre. A continuación, los hombres recibían una instrucción básica más que elemental, al final de la cual ellos mismos elegían a sus oficiales, una práctica habitual en los regimientos de voluntarios. Kevin, como oficial médico, fue promovido sin más a capitán. Y luego embarcaron deprisa. Entre la inscripción de Kevin y su embarque apenas transcurrieron tres semanas. Pero eso ya bastó para tenerlo sobre ascuas. No había vuelto a su vivienda más que una vez, y brevemente, solo para recoger efectos personales y hablar con su socio. Kevin se mostró muy generoso en este aspecto: que Christian se quedara con la consulta; cuando él volviera, empezaría de nuevo. La única condición que puso a su amigo fue que no contara nada.
—Escribiré a mi familia en cuanto esté en alta mar, no te preocupes. Pero ahora... ahora no quiero empezar a discutir por esta guerra. Simplemente, necesito algo de tiempo para mí.
Christian Folks se echó a reír.
—¿Te vas a la guerra para estar solo? Qué idea más original. Pero ¿tienes que irte al fin del mundo para huir de esa Juliet? Vaya, ¡y yo que te envidiaba tanto!
Folks no era una «víctima» adecuada para Juliet. Se había casado con su novia de la infancia justo después de acabar la carrera.
—Tiene sus virtudes —señaló Kevin críptico—. Pero a veces... Demonios, no quiero hablar de eso. Mantén la boca cerrada tres semanas, ¿de acuerdo? Sea quien sea el que te pregunte. Limítate a decir que... que me he marchado con los maoríes.
Christian sacudió la cabeza.
—Kevin, ellos migran en verano, estamos en otoño. Y tu madre no se lo creerá. ¿Con qué tribus se supone que estás viajando?
Lizzie y Michael vivían en excelente vecindad con la tribu de los ngai tahu, y Kevin y Patrick, siendo adolescentes, habían acompañado a veces a los maoríes en sus migraciones. Sin embargo, la tribu de Lawrence pocas veces emprendía la marcha y nunca con toda la población. La razón principal de las más largas migraciones de las tribus maoríes había sido el hambre. Cuando se agotaban las provisiones del año anterior, las tribus se dirigían a las montañas para pescar y cazar. Sin embargo, los ngai tahu de Tuapeka no tenían esa necesidad. Disponían de sus cultivos y su ganado, y en los años muy malos se limitaban a extraer algo de oro. La presencia de ese metal en el río que discurría junto a Elizabeth Station era un secreto bien guardado entre los Drury y los ngai tahu.
—Entonces diles otra cosa, a mí me da igual. ¡Mientras me dejen en paz!
Kevin dio otra vez un breve abrazo a su amigo y se marchó. No se sentía desdichado, a esas alturas se sentía atraído por la aventura.
Al principio, Lizzie y Michael Drury no se enteraron de la decisión de su hijo, y tampoco se sentían inquietos. No era extraño que pasaran tres semanas sin recibir noticias de él.
—Está en el proceso de asimilarlo todo —dijo Michael a su esposa tras la segunda semana sin que Kevin diera señales de vida.
—Tiene que dejarle bien claro a Juliet que el nacimiento del hijo no va unido a una casa en el centro de Dunedin —advirtió Lizzie con dureza—. No le resultará fácil. Esa chica lo tiene dominado. Esperemos que el niño la sosiegue y no se le ocurra ninguna tontería más...
Tampoco Patrick advirtió la desaparición de su hermano. Estaba otra vez de viaje por las montañas de Otago, examinando a las ovejas que al final del verano descendían de nuevo a las granjas. Patrick asesoraba a los criadores, recomendaba compras y ventas y mediaba de vez en cuando entre potenciales barones de la lana y altivos pastores maoríes.
Al final, fueron Juliet y Roberta sobre todo las que empezaron a preocuparse por el paradero de Kevin. Roberta informó inquieta a Atamarie por carta que había desaparecido. No se atrevía a preguntar a Christian dónde se encontraba su socio y Patrick estaba de viaje.
«Me vuelvo loca solo de pensar en lo que puede haberle ocurrido», se lamentaba Roberta en su misiva. Atamarie se llevó las manos a la cabeza. Ella, al menos, era incapaz de imaginar qué cosa tan terrible podía haberle sucedido a su tío en la Isla Sur de Nueva Zelanda. Como mínimo, nada que explicara una partida sin dejar rastro. Naturalmente, podría haber sufrido un accidente o haber muerto, pero en Dunedin se habrían enterado. «De todos modos, no se ha marchado con la señorita La Bree —siguió escribiendo—. Hace poco que la vi, y tenía mal aspecto.»
En ese momento intuyó Atamarie la solución del enigma: Kevin había dejado a Juliet, pero ¿por qué tenía que desaparecer por ello? Fuera como fuese, Atamarie no se preocupó. Kevin, así lo dijo a Roberta, aparecería de un momento a otro. Y si Roberta tenía algo de suerte, para entonces Juliet ya se habría esfumado.
Juliet estaba furiosa por la partida de Kevin, pero no se preocupaba demasiado. No se imaginaba que su novio dejara su vivienda y su consulta para empezar de nuevo en otro lugar. A fin de cuentas, no se había llevado sus cosas y tampoco había cerrado su cuenta, pues el banco seguía dando crédito a la muchacha en nombre del joven galeno. Probablemente necesitara un poco de tiempo para hacerse a la idea de su nueva situación. Juliet esperaba que no perseverase mucho tiempo en su alejamiento. A fin de cuentas, no quería presentarse ante el sacerdote con el vientre abultado.
Cuando por fin llegó una carta de Kevin, la joven cayó de las nubes. Ciega de rabia, llenó un arcón y pensó en alquilar un coche de punto. Pero sería demasiado caro, no podría costearse el viaje hasta Lawrence en carro.
Meditó brevemente y puso rumbo a la casita de Caversham que Patrick había alquilado. Era campestre y disponía de unos espaciosos establos. Patrick tenía tres caballos, ninguno tan bonito como el de Kevin, pero dos eran de confianza con los que hacer largas cabalgadas, y uno joven. Este último se hallaba en el establo, pues Patrick estaba de viaje con los otros dos.
Juliet tuvo suerte y se encontró con el chico que cuidaba los animales en ausencia de Patrick. Un irlandés de corta estatura y pelirrojo que seguramente también sabría conducir un carro. Y que, por supuesto, cayó de inmediato en las redes de la muchacha.
No obstante, se mostró escéptico cuando ella le dijo lo que deseaba.
—Sí, sé que es usted una conocida del señor Patrick. La... bueno...
—La prometida de su hermano —completó la frase Juliet—. Pero ahora mismo el señor Drury está ausente y yo tengo que hablar urgentemente con sus padres. Le pediría a Patrick que me llevase, pero también él está de viaje. Así que hazme el favor de enganchar el caballo. Yo... bueno, los Drury te pagarán.
El muchacho se mordió el labio.
—Pero es un animal muy joven. Y el viaje es bastante largo. Tengo que decírselo a mi madre. Y no sé si el señor Patrick estaría de acuerdo...
—El señor Patrick estará encantado de hacerme un favor —señaló Juliet con altanería—. Podemos pasar por casa de tus padres. ¡Por todos los santos, no hagas una montaña de esto! Llevas el caballo de la cuadra de un Drury a la cuadra de otro Drury y nadie os secuestrará ni al caballo ni a ti. Así que engancha al animal.
El joven Randy cedió al final, pero el trayecto a Elizabeth Station discurrió con una lentitud insoportable. El mozo temía exigir demasiado a la joven yegua y la dejaba ir al paso. Sin embargo, la carretera estaba en buen estado y se podría haber circulado por ella rápidamente pese a que volvía a llover. Poco a poco, los nervios se iban apoderando de Juliet. ¿Es que siempre llovía en ese país?
—Son las lágrimas de los dioses maoríes —observó Randy cuando ella se quejó—. Es muy divertido, los maoríes dicen que al principio el cielo y la tierra formaban una pareja. La divinidad del cielo se llamaba Rangi y la de la tierra, Papa. Pero tuvieron que separarse y esa es la causa de que Rangi llore casi cada día.
Juliet levantó los ojos al cielo.
—Domínate, Rangi —murmuró—. Hay otras que se quedan sin novio y tampoco pasan todo el día lloriqueando.
Rangi no respondió, pero dejó que la lluvia siguiera cayendo sobre la escasa cubierta del vehículo de Patrick. El elegante, pero liviano abrigo de Juliet, estaba empapado y la joven se enfadó por no haber exigido al muchacho que enganchara un carruaje más grande. Él se había justificado diciendo que con el otro carro se necesitaban dos caballos de tiro, pero eso a Juliet le daba igual.
Aburrida, volvió a leer por enésima vez la breve misiva en la que Kevin le explicaba su marcha. Del asunto de la boda no decía nada, solo se centraba en el deber patriótico. Tonterías; antes nunca había mostrado especial simpatía por la madre patria de Nueva Zelanda. Y ese lugar... Juliet contemplaba desdichada el paisaje lluvioso. Pasaban justamente por los viejos yacimientos de oro.
—Es Gabriel’s Gully —explicó Randy, también él hastiado, y señaló un páramo apenas cubierto de hierba e interrumpido de vez en cuando por los tristes restos de un asentamiento compuesto únicamente de cobertizos de madera—. Lentamente vuelve a crecer la hierba, pero durante años no ha sido más que un cenagal. Los buscadores de oro removieron tanto la tierra que la dejaron sin ninguna raíz.
—¿Al menos se hicieron ricos? —preguntó Juliet por preguntar. Sabía la respuesta, pues en todos los yacimientos de oro del mundo sucedía lo mismo: por unos pocos afortunados había miles de existencias desgraciadas.
—En el caso de los padres de Patrick les valió para hacerse una granja —respondió Randy—. Enseguida llegaremos, el señor Patrick dice que está a un par de kilómetros de Lawrence. Preguntaremos en el pueblo.
En Lawrence vivían los pocos que se habían quedado tras la fiebre del oro. En la actualidad se trataba de una población rural que abastecía a las granjas de los alrededores. Un pub, una tienda de comestibles y un café era todo cuanto tenía que ofrecer. Todos sus habitantes sabían dónde se encontraba la granja de los Drury. Los pocos transeúntes que habían salido pese a la lluvia, contemplaron con curiosidad a la mujer del carruaje. Esa belleza exótica, elegante y ataviada con ropa nada práctica, estaría al día siguiente en boca de todo el mundo.
Randy escuchó las explicaciones sobre la ruta que debía seguir y puso la joven yegua rumbo a las montañas, todavía por un camino practicable pero, a ojos vistas, mucho más escarpado y sinuoso. El caballo estaba muy cansado y recorría los últimos kilómetros con una lentitud tremenda. Juliet cada vez se iba poniendo peor. ¿Cómo iba a volver a la ciudad si el caballo ya desfallecía?
El paisaje era de una belleza arrebatadora, con bosques de hayas del sur salpicados por arroyos, pequeñas lagunas y peñascos. Pese a que el cielo estaba cubierto, al fondo se distinguían las cimas nevadas de las montañas, rudas pero imponentes. Juliet, sin embargo, no le prestaba atención. Era persona de ciudad, hasta entonces más bien una noctámbula, si bien últimamente necesitaba dormir más... A lo mejor quedarse embarazada no había sido tan buena idea.
—¡Ahí, ahí está la cascada! —anunció Randy tras un recorrido lleno de curvas que a Juliet se le hizo casi eterno—. ¡Allí arriba tiene que estar la casa!
En efecto, pronto quedó a la vista el edificio por encima de la cascada y de la laguna en que se vertía. Una casa de madera robusta, de aspecto acogedor, pero que decepcionó a Juliet. Ella había esperado una casa noble, semejante a las mansiones de las plantaciones de su tierra natal. A fin de cuentas, se tenía a los Drury por gente adinerada. De acuerdo, tal vez en ese sitio se construían las casas de esa manera... Decidió no dejarse desmoralizar. Esa gente tenía que ayudarla a encontrar una solución para ella y ese maldito crío. Si bien ignoraba de qué tipo.
Randy detuvo al caballo delante de la casa, pero no hizo ningún gesto de ayudar a Juliet a bajar del carruaje. En su lugar, llamó a la puerta deseoso de ponerse a sí mismo y al caballo al abrigo de la lluvia.
En el interior ya se habían percatado de su llegada. Abrió la puerta Michael Drury, quien con los pantalones de montar gastados y la camisa de leñador tenía un aspecto menos distinguido que los criados de los Dunloe.
—¿Qué sucede... con este tiempo... Patrick? —Lo primero que Michael vio fue la pequeña yegua, que reconoció enseguida—. ¡Dios mío, si es Lady! ¿No es demasiado largo el camino hasta aquí para ella?
Lizzie, que apareció por detrás de su marido, vio primero al joven y palideció.
—¿Le ha ocurrido algo a Patrick? —preguntó asustada—. Eres su mozo de cuadras. ¿Qué... qué haces aquí?
Randy sonrió tranquilizador.
—Nada, señora Drury, el señor Patrick sigue de viaje. Pero la lady me ha dicho que es urgente y entonces...
—¿El caballo te ha dicho que era urgente? —se asombró Lizzie. Pero entonces su mirada se posó en Juliet, quien bajaba con torpeza del vehículo. Su falda estrecha, según la última moda, solo le permitía avanzar a pasitos cortos.
Lizzie salió a su encuentro, sin avergonzarse de su vestido de estar por casa ancho y anticuado. También ella había parecido más elegante en Dunedin. Era increíble que esa mujer menuda y redonda, con el cabello rubio oscuro recogido descuidadamente, fuera una preciada clienta de Lady’s Goldmine.
—¡Señorita La Bree! —saludó—. Por el amor de Dios, ¿dónde está Kevin? ¿Cómo la envía a usted aquí sola, y además con este tiempo? Pero pase, pase, y tú también. ¿Cuál era tu nombre? Randy, ¿no?
Randy señaló que antes tenía que llevar el caballo al establo. Parecía un poco compungido después de que Michael hubiese confirmado que el trayecto había sido demasiado difícil para la joven yegua. Esperaba que el señor Patrick no se enfadase demasiado.
Michael acompañó al joven y al caballo, mientras Lizzie conducía a Juliet al interior. Por dentro, la casa no obraba un efecto más ostentoso que por fuera. Si bien había algún mueble bonito, seguramente importado de Inglaterra, la mayoría del mobiliario consistía en mesas y sillas rústicas a juego. Lizzie iba a ayudar a Juliet a quitarse el abrigo, pero esta no se detuvo en preámbulos.
—¿Debo suponer entonces que no sabe dónde está Kevin? —dijo yendo directa al grano—. ¿No se ha enterado? —Y se desprendió del abrigo sin ayuda, después de arrojar la carta de Kevin sobre la mesa.
Lizzie la desplegó y leyó las pocas líneas. De nuevo palideció y sintió una oleada de pánico. La guerra. Kevin se iba a la guerra... Se dejó caer en una silla.
Juliet no percibió lo horrorizada que estaba.
—¿Le dio usted esta idea? —espetó.
Lizzie la fulminó con la mirada. Se habría echado a reír como una histérica.
—Si tuviera usted aunque fuera una pizca de instinto maternal, señorita Juliet, sabría que ninguna mujer normal enviaría a su hijo a la guerra ¡para evitar un matrimonio! ¡Qué chico tan tonto! Si lo hieren o... —Lizzie se llevó las manos a la cabeza, revolviendo todavía más el cabello recogido sin esmero.
Juliet arqueó las cejas. ¿Cómo podía esa mujer desvariar de ese modo?
—Es oficial médico —señaló tranquilamente—. Nadie le disparará, Kevin no me causa ninguna preocupación.
Lizzie la miró enfurecida. Pero antes de que pudiese contestar, Michael entró en la sala. Randy todavía se ocupaba del caballo.
—Señorita La Bree. —Michael hizo gala de sus buenos modales, y le agradó besar la mano de la hermosísima amiga de su hijo—. ¿Qué la trae por aquí?
—¡Esto! —contestó Lizzie con dureza, tendiéndole la carta—. Supongo que en la oficina de correos debe de haber un escrito similar dirigido a nosotros. No dimos a los problemas de Kevin su justo valor. Consideré que solo tenía miedo a la relación de pareja. Pero ahora sabemos más: antes de casarse con la señorita... —señaló a Juliet— prefiere morir.
También Michael se puso serio al leer la carta. No obstante, se recuperó antes que su esposa.
—No resulta muy halagador para usted, señorita Juliet —sonrió—. Pero por otra parte... No te pongas así, Lizzie, es médico. Trabajará en un hospital, seguramente detrás de las líneas de fuego. La cuestión es qué hacemos nosotros ahora con su «legado».
—No hables así... —susurró Lizzie.
Juliet se llevó la mano al vientre.
—Al menos esto sí lo sabe, ¿verdad? —dijo con amargura.
Michael asintió.
—Kevin nos contó que iba a ser padre —informó a la joven—. Y le aconsejamos que se casara con usted. Pero él encontró otra solución para al menos postergar el problema. ¿Qué piensa hacer, señorita La Bree?
Juliet se encogió de hombros.
—No tengo medios —respondió lacónica—. Había confiado en que Kevin...
—Kevin percibirá un sueldo —la interrumpió Michael en tono sosegado—. Seguro que destinará el dinero a usted y al niño, y podrá llevar una vida modesta con él. Luego, cuando vuelva...
—¿Voy a... a este niño... yo, aquí... en Dunedin? ¿Sin padre? —Juliet lo miró desconcertada.
—Por supuesto, Kevin no desatenderá sus responsabilidades como padre del niño. Estoy seguro de ello, aunque...
Michael guiñó el ojo a su esposa, cuyo pánico iba decreciendo y volvía a tener la mente clara. Michael —y esa impertinente de Juliet— tenían razón. Como médico, Kevin no correría mucho riesgo y esa guerra... Inglaterra enviaba cientos de miles de soldados para combatir contra un puñado de campesinos respondones. En realidad, eso no se convertiría en un baño de sangre... al menos en el bando británico.
—Está bien, Michael —interrumpió a su marido—. Puedo entender que la señorita Juliet afronte con desgana su carrera maternal. Otra propuesta, señorita Juliet: puede quedarse usted aquí, en Elizabeth Station, y dar a luz. La guerra no se prolongará demasiado, posiblemente haya terminado antes de que usted alumbre. Con la superioridad de los ingleses...
Michael, que se había divertido fastidiando un poco a Juliet, frunció el ceño.
—¡Tampoco tendría que haberse prolongado con los irlandeses! —observó con orgullo—. Y, sin embargo, estuvimos años combatiendo contra ellos...
Lizzie agitó la mano para detenerlo.
—Contra los irlandeses no enviaron ejércitos de medio Imperio —objetó—. Y disculpa, cariño, pero los británicos lo tenían más fácil con una pandilla de destiladores clandestinos en las montañas que con un país lleno de minas de oro y diamantes en manos de unos fanáticos religiosos. Por lo que he oído decir, hasta la Iglesia de Escocia es liberal comparada con esos bóers. Serían capaces de clausurar las minas porque Dios no ve con buenos ojos que la gente se enriquezca si no se mata trabajando en los campos de cultivo. Inglaterra no lo permitirá.
La breve discusión política entre Lizzie y Michael dio tiempo a Juliet para preparar una respuesta, pero se había quedado muda, lo que pocas veces le ocurría. ¿Permanecer ahí? ¿Meses en ese páramo?
—Así pues, ¿qué decide, señorita Juliet? —Lizzie se volvió hacia su visitante.
Juliet jugueteó con los bordados de la chaqueta del traje.
—¿Aquí? Pero aquí es imposible dar a luz... sin médicos, sin comadronas...
Lizzie sonrió.
—Mis tres hijos nacieron aquí. A unos pocos kilómetros se encuentra un poblado maorí y su comadrona es estupenda, mucho mejor que cualquier profesional pakeha... —Juliet se la quedó mirando horrorizada. Las cosas iban de mal en peor. Bastante horrible le parecía estar meses aislada con Lizzie y Michael, y ¿encima con indígenas?—. Kevin la recogerá cuando regrese —siguió Lizzie. Lentamente iba encontrando nuevas posibilidades a partir de la poco convencional solución de Kevin. Juliet tal vez permaneciese en Elizabeth Station hasta que naciera el niño, pero seguro que ni un mes más. Entonces ella podría ocuparse del nieto. No era lo que más le apetecía, pero ya surgirían otras posibilidades. Matariki y Kupe, por ejemplo, no tenían hijos, quizás estuvieran dispuestos a criar a su sobrino o sobrina en Parihaka. Miró sin compasión a Juliet, que se debatía con su propio desasosiego. La joven se frotaba una oreja. En Elizabeth Station la casa se le caería encima en un par de días—. Puede pensárselo —añadió Lizzie—. No tiene que quedarse hoy mismo aquí.
Consideraba factible que Juliet encontrase en Dunedin una solución definitiva para el problema, por fea y censurable que fuera. La opinión de Lizzie sobre el aborto no era tan negativa como la de su hijo y Michael, con su rígida educación católica. Tal como en el pasado se ganaba la vida, la sombra de la «hacedora de ángeles» siempre flotaba sobre ella y las otras chicas. Según su opinión, habría sido mejor que algunos niños —Lizzie volvió a recordar a Toby y Laura— nunca hubiesen nacido.
Michael parecía estar pensando lo mismo que ella, pero abordaba el asunto con menos benevolencia.
—Tonterías, Lizzie. Juliet... me permite que la tutee, ¿verdad, señorita La Bree? Naturalmente se quedará usted aquí ahora mismo, no la dejaremos marchar, con este tiempo y acompañada solo por Randy... No, no hay peros que valgan. —Y consiguió dedicarle una sonrisa casi cálida—. ¡La cabeza bien erguida, jovencita! Tendrá a su bebé, y cuando Kevin vuelva, y seguro que será pronto, podrá casarse con usted.
Mientras Michael hablaba, la puerta de la casa se abrió, pero ninguno de los tres reaccionó. A fin de cuentas, solo podía tratarse de Randy, que por fin había acabado de limpiar al caballo. Sin embargo, entró un hombre alto, con pantalones de montar y abrigo encerado, liberándose de su mojado sombrero impermeable.
Patrick Drury se dirigía a Dunedin procedente de Otago y pasaba muy cerca de Lawrence, por lo que había decidido dormir en casa de sus padres a causa del mal tiempo. Para su sorpresa, se había encontrado con Randy y Lady en el establo.
Ahora se hallaba en la sala de estar de sus padres y su mirada pasaba de uno a otro. Del abrigo todavía goteaba el agua de lluvia y él se alisó con un gesto nervioso el cabello húmedo.
—Kevin no tiene obligación de hacerlo —anunció imperturbable Patrick—. Kevin puede quedarse en el quinto pino. Yo me casaré con la señorita La Bree.