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Lizzie puso el pañal al pequeño Abe y echó un vistazo a May, que jugaba con uno de los collies en el suelo de la cocina. El perro era bonachón, pero la niña ya tenía dos años y si lo golpeaba con sus puñitos el animal podía protestar. La mayoría de las veces, May controlaba bien sus movimientos. Era bonita para su edad y Lizzie no se cansaba de admirar su exótica belleza. El hijo de Kevin y Doortje tenía un rostro delicado y sus primeros ricitos eran dorados. De vez en cuando, Lizzie creía ver algún reflejo metálico como en el cabello de Atamarie, algo que la sorprendía, pues siempre había pensado que ese color de cabello solo era propio de la familia de Kathleen.
Lizzie le puso el pantalón y la camisa a Abe y acarició los rizos oscuros de May, luego pensó por enésima vez en qué nietos más preciosos le habían sido concedidos. No habría cabido en sí de gozo si las madres de los niños hubieran sabido adaptarse un poco mejor a las circunstancias. Lizzie seguía pensando con horror en Juliet; según su opinión, su huida era lo mejor que le podía haber sucedido a Patrick, aunque todavía se sintiese desdichado con su vida. Patrick Drury había dejado de ser él mismo desde que Juliet lo había abandonado. Pese a ello, cuidaba de forma modélica de su «hija», que en realidad era su sobrina, pero seguía decepcionado y deprimido. Sin embargo, debería haber sabido que Juliet no lo amaba. Lizzie incluso dudaba de que hubiese sentido un afecto auténtico hacia Kevin.
Lizzie empezaba a preocuparse por su hijo pequeño. Patrick siempre había estado a la sombra de Kevin. Este, que se parecía a su padre, era la personalidad más brillante de los dos, ni siquiera ella podía resistirse a su primogénito cuando él llegaba al galope hasta la puerta, con la mirada brillante y el cabello rizado y negro ondeando, y detenía en el último momento su caballo blanco. Se acordaba entonces de Michael, de lo orgulloso que estaba de su primer caballo cuando alcanzó por fin un discreto bienestar, pero también de su tendencia a lo superficial y a la inconstancia. Patrick, por el contrario, se asemejaba más a Lizzie. Su aspecto era modesto, pero era constante, cordial y digno de confianza. Por desgracia, carecía de la coraza que Lizzie había desarrollado en su juventud en Londres y en el destierro en Tasmania. Juliet le había partido el corazón con demasiada facilidad. A Lizzie solo le cabía esperar que en algún momento lo superase.
Y ahora Kevin con esa Doortje... una chica a la que él realmente parecía amar. Con toda la obstinación que Lizzie tan bien conocía de Michael. Habían tenido que pasar muchos años para que el marido de Lizzie se percatara de la inutilidad de seguir suspirando por Kathleen, su amor de juventud... Al menos Kevin había conseguido llevar al altar a Doortje. ¿Era la pareja realmente feliz? Tal como se comportaban el uno con el otro, Lizzie se preguntaba cómo era posible que hubiese salido de ahí un hijo. Pero tal vez no fueran más que prejuicios suyos. La joven pareja llevaba unos días viviendo en Elizabeth Station, pero Lizzie no conseguía mostrarse cariñosa con su nueva nuera. Sin embargo, Doortje era lo contrario de Juliet. Se interesaba por todo lo que sucedía en la granja y no tenía nada de perezosa, solo su cuidado de Abe dejaba a veces algo que desear, según Lizzie. Doortje creía que formaba parte de la educación dejar llorar al niño antes de darle de mamar, aunque estuviera a su lado y disponible. A Lizzie se le rompía el corazón, pero Doortje le decía que el niño tenía que acostumbrarse a las privaciones.
—¡Pero no precisamente en los primeros seis meses! —objetaba Lizzie.
Sin embargo, era imposible convencer a Doortje. Asimismo, solía tener una idea inamovible de muchas cosas que los demás no entendían y de las que no podían disuadirla. Y nunca se abandonaba. En toda su agitada existencia, Lizzie nunca había conocido a una mujer que tuviese tal dominio de sí misma, aunque era evidente que siempre estaba tensa. En algún momento el volcán estallaría y Lizzie se esperaba lo peor.
—¿Puedo ayudar en algo?
Una voz amistosa con un acento extraño interrumpió sus cavilaciones. Una vez más, Nandé había conseguido introducirse en la casa sin hacer ningún ruido. La muchacha negra siempre iba descalza y se movía con la elasticidad de un gato.
Lizzie le sonrió. De todas las mujeres que se habían alojado en su casa, Nandé era, de largo, la más simpática. Era servicial y le gustaba aprender, su inglés no dejaba de mejorar, y siempre era sensata y parecía satisfecha. Con los ojos redondos y bien abiertos miraba el nuevo mundo, que en realidad debía de resultarle mucho más extraño que a su ama. Ama... Lizzie se estremeció solo de pensar en esta palabra, pero se negaba a recibir el tratamiento de baas que Nandé utilizaba para dirigirse a Doortje. Al principio había pensado en base, la palabra alemana para «prima», que conocía de su breve estancia como doncella en una granja alemana cerca de Blenheim. Esto se habría ajustado a lo que Kevin había contado acerca de que habían tenido que traer a Nandé como si fuese casi un miembro de la familia.
Pero Lizzie ya no pensaba en eso, sobre todo después del feo incidente con Haikina y Hemi, que acudieron de visita justo después de la llegada de Doortje. Michael estaba con las ovejas, Lizzie, en el viñedo y Kevin, en su nueva consulta. Los maoríes solo habían encontrado a Doortje y Nandé en el jardín. Llevaban regalos de la tribu para la joven, intentaron establecer una conversación y oyeron que Nandé llamaba baas a Doortje. Sin sospechar nada malo, adoptaron el tratamiento y Doortje no los corrigió. Al contrario, cuando Haikina pasó por allí un par de días después para colaborar en la vendimia insistió en el apelativo de respeto. Lizzie le pidió explicaciones y se quedó horrorizada ante la respuesta de la muchacha: «Vuestros cafres no os pueden llamar simplemente por el nombre de pila.»
Y una vez más, Doortje no alteró ni una pizca su forma de pensar cuando Lizzie le contó la relación entre los Drury y la tribu maorí... naturalmente sin mencionar el oro. Pese a ello, Kevin pensaba que se podía poner a Doortje al corriente de todo sin recelos, aunque los bóers defendían respecto a la extracción del oro una postura similar a la de la Iglesia de Escocia, que censuraba el «enriquecimiento sin ningún trabajo previo». No obstante, Lizzie y Michael insistieron en guardarse el secreto para sí, y Haikina y Hemi estuvieron de acuerdo.
—Aprenderá —decía Haikina para consolar a Kevin—. Tráela a alguna de las fiestas del poblado. A lo mejor también le sirve leer los periódicos, o algún que otro libro sobre las mujeres que lucharon por el derecho de voto o sobre el Parlamento maorí...
Unos días más tarde, Lizzie le dijo:
—Haikina quiere prestarte un par de libros.
La joven bóer había contemplado la biblioteca doméstica con el mismo desaliento que Juliet antes. Pero no era que le aburriesen los libros de Lizzie sobre viticultura, sino que los encontraba indecentes, al igual que las revistas femeninas que Lizzie recibía de vez en cuando y que Juliet había devorado.
—¿La negra sabe leer? —preguntó Doortje horrorizada—. ¡Eso va contra la voluntad divina!
Lizzie comprendió entonces por qué Nandé escondía de la vista de Doortje su pequeño tesoro de libros infantiles que ella todavía conservaba de Kevin y Patrick.
—Haikina es profesora. ¡Y enseñó a leer a tu marido y sus hermanos! —respondió indignada a su nuera—. Y ya que la escuela de Lawrence está lejos, también enseñará a Abe. A no ser que tú misma quieras hacerlo. Pero seguro que no aprenderá en holandés o afrikáans y solo la antigua Biblia. ¡Ya me encargaré yo de evitarlo!
Doortje se la quedó mirando llena de rabia, pero no replicó. Todavía faltaba mucho para que Abe fuese a la escuela.
Lizzie suspiró. La idea de tener que enfrentarse durante años a esa nuera la ponía enferma.
—Puedes salir un rato con May —le indicó a Nandé—, antes de que se ponga a llover. Si quieres, llévate también a Abe. ¿Ya habéis terminado en el huerto? ¿Dónde se ha metido Doortje?
—Intenta ordeñar ovejas —respondió Nandé—. Yo no ayudar. El baas dice que mejor no ayudar si tengo miedo. ¿Es verdad? —Nandé la miró con expresión de culpabilidad.
Lizzie suspiró. No tenía nada en contra de que Doortje probase a hacer quesos. Su nuera tenía en eso mucha experiencia y a Lizzie le gustaba el queso de oveja. Lamentablemente las laureadas abastecedoras de lana de Michael se oponían a ello. Sin duda, las ovejas y cabras de Sudáfrica estaban acostumbradas desde pequeñas a que las ordeñasen, mientras que las de Michael no iban a quedarse quietas para Doortje. Solían vivir en libertad en el rebaño, pasaban el verano con sus corderos en las montañas y solo conocían a los humanos cuando las esquilaban y cuando estos las ayudaban en el parto. En general no eran experiencias agradables y los animales intentaban evitar el contacto. Cuando se intentaba atarlas y ordeñarlas, no dejaban de moverse. Ya en el primer intento, Nandé se había ganado unos buenos moratones y ahora tenía miedo. Michael, que no era partidario de esa iniciativa que solo le complicaba las tareas de la granja, le permitió de buen grado que no participase. Doortje, por el contrario, no renunció. Cada día se peleaba con tres ovejas madre obstinadas, y no admitió llegar a ningún arreglo.
—Cada año tenemos corderos huérfanos, Doortje. Podemos domesticar dos o tres hembras y acostumbrarlas a que las ordeñen —sugirió Michael—. Así, en dos años tendrás ovejas madre que no se apartarán de tu lado y el queso también será más sabroso...
Pero Doortje insistía en preparar el queso. Parecía disfrutar de la lucha diaria con los animales.
A ese respecto, Lizzie movía resignada la cabeza.
—Solo tienes que hacer una cosa, Nandé —respondió con amabilidad—. Dejar de llamar baas a Michael. No es ni tu amo ni tu tío. Llámalo Michael, o, como mucho, señor Michael. Pero no quiero oír aquí esa «jerga de esclavos». Lo que me lleva a pensar en un salario adecuado para ti. No puede ser que trabajes gratis para nosotros.
Nandé la miró perpleja.
—Pero ¿para qué yo dinero?
Lizzie le habría dado un par de sugerencias acerca de lo que hacer con el dinero. Pero en ese momento, el batir de unos cascos y el ruido de unas ruedas interrumpió su conversación. Lizzie miró por la ventana y reconoció con una mezcla de alegría y angustia la yegua Lady tirando del carro de Patrick. ¡Qué bien que Patrick hubiese vuelto! Pero, por otra parte, se produciría el reencuentro de los hermanos, una confrontación que ella temía desde hacía meses. Era evidente que en Dunedin, Patrick había evitado a su hermano. Kevin lo consideraba una casualidad, pero Lizzie no lo veía del todo así. Patrick no había pasado seis meses viajando y tampoco Kevin había estado tan ocupado como para no haberse reunido. Pero entre los hermanos se hallaba Juliet Drury la Bree y muy pronto, posiblemente, también Doortje, que adoptaba el papel de campesina. A Patrick tal vez no le gustase ver a Kevin y a su esposa en su granja. Elizabeth Station era su herencia, Kevin había tenido a cambio la larga carrera de Medicina y la consulta en Dunedin. Lizzie y Michael estaban dispuestos de buen grado a pagarle otra en Lawrence, pero la granja era de Patrick. Lizzie solo esperaba que su hijo menor no se tomase como una ofensa el hecho de que Kevin se hubiese mudado a Otago.
Pero Patrick no parecía abatido. Al contrario, su rostro resplandecía y agitó la mano hacia la ventana de la cocina. Lizzie cogió a May en brazos para salir a su encuentro, y el perro ya lo saludaba con ladridos antes de que llegara a la puerta. Patrick se introdujo en el interior, dio una breve caricia al collie en la cabeza cuando el animal brincó hacia él, y abrazó a Lizzie y May a un mismo tiempo. Lizzie se alegró del efusivo saludo, pero también se asombró. Hacía mucho tiempo que no veía a Patrick tan eufórico.
En ese momento vio a Nandé y al pequeño Abe y se quedó mirando a la chica negra, tan sorprendido como maravillado.
—¿Quién es? —preguntó—. Bueno, no importa. Madre, May, cariño mío. ¡No os imagináis a quién traigo conmigo!
May emitió un sonido cordial como respuesta, pero en Lizzie nació un mal presagio que de inmediato se confirmó.
—Patrick, por mucho que sea sorpresa, no voy a quedarme en el carro. ¡Está lloviendo!
Lizzie oyó una voz sonora y grave: a la puerta estaba Juliet. Lizzie la miró sin dar crédito. Nandé, por el contrario, estaba manifiestamente interesada. Y para la hermosa criolla era la primera persona de color que conocía en Nueva Zelanda.
Juliet rio.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, Lizzie? —Con fingida despreocupación, se dirigió a su suegra y la saludó con un beso en la mejilla—. Patrick pensaba que te quedarías de una pieza, pero... bueno, seguro que ya contabas con que algún día volvería.
Lizzie carraspeó.
—No —reconoció—. Para ser franca, no contaba con ello.
Podría haber añadido algo más, pero Juliet había descubierto a Nandé y la miraba con insolencia. Luego rio.
—¡Cielos, no me lo puedo creer! ¡Una negra! Y he de admitir que de las guapas. Pero él siempre ha tenido buen gusto. Deja que te vea, pequeña. ¿Eres la esposa de Kevin?
Nandé bajó la vista avergonzada, lo que Patrick atribuyó al grosero comentario de Juliet.
—Perdone... —Se volvió afligido para disculparse ante Nandé—. Mi esposa es... algo impulsiva. Pero yo también... disculpe, me la había imaginado distinta...
Lizzie recuperó el dominio.
—Nandé, estos son Patrick Drury, mi hijo pequeño, y su esposa Juliet. Juliet, Patrick, esta es Nandé, la... doncella de Doortje.
Buscó la palabra más positiva posible para describir a una sirvienta. Eso pareció avergonzar todavía más a Nandé. Juliet hizo una mueca. Así que la esposa de Kevin tenía servicio. ¡Una doncella!
Miró a la niña rubia que Nandé llevaba en brazos.
La muchacha africana se acercó a Patrick.
—Este es Abraham —presentó al niño con su dulce voz—. Su... sobrino, ¿es así?
Patrick le sonrió.
—Correcto. ¿Está aprendiendo inglés, señorita Nandé?
Nandé asintió.
Juliet constató que el niño era blanco puro. Y en ese momento, otra mujer entró en la cocina. Doortje Drury iba con la típica ropa de trabajo bóer, un vestido azul, delantal y capota. Por la mañana estaba recién lavada, pero las prendas no habían salido intactas de la brega con las ovejas madre. Se veían arrugadas y sucias, quizá Doortje se había caído mientras ordeñaba. Por añadidura, había llegado corriendo bajo la lluvia desde el establo. No obstante, los ojos de Doortje resplandecían triunfales e incluso Lizzie tuvo que admitir que se veía extraordinariamente bonita, en contraste con la oscura y enigmática Juliet.
—¡He logrado ordeñarlas! —anunció Doortje, levantando un cubo.
Lizzie sonrió.
—¿Puedo hacer las presentaciones? Dorothea Drury, Patrick y Juliet Drury. Doortje, son mi hijo menor y su esposa.
Las nueras de Lizzie se quedaron mirándose estupefactas. Juliet observó el delantal manchado de excrementos y Doortje miraba sus rasgos negroides.
Patrick quitó un poco de tensión tendiendo la mano a su cuñada.
—Me alegro de conocerte —dijo—. A vosotros... a ti y al pequeño Abe. —Cogió al pequeño de los brazos de Nandé y lo acunó—. El parecido con la familia es manifiesto —observó Patrick sin malicia—. Es igual que Atamarie, ¿verdad?