5

El único que fue informado de la supuesta desaparición y posterior muerte de Colin Coltrane era Joe Fence, que había permanecido siempre en contacto con Colin. Habían encontrado su dirección entre los efectos personales de Colin cuando por fin concluyó la guerra de Sudáfrica y los últimos regimientos neozelandeses regresaron a casa. Ya nadie esperaba que volvieran a dar señales de vida los desaparecidos, había que desmantelar los alojamientos y resolver los asuntos pendientes. Así que un sargento ordenó las pocas pertenencias de Colin Coltrane y encontró un par de cartas a Addington. Después de que Eric Fence hubiese muerto, Colin había querido mantener consigo al todavía joven Joe como mozo de cuadras, pero Violet le había buscado un puesto de aprendiz con un entrenador serio. Al principio, Joe quería haber aprovechado esa circunstancia para ofrecer información interna a Colin de otros hipódromos, pero no pasó mucho tiempo antes de que cerrara el propio hipódromo de Colin, quien al principio tuvo que mantenerse en la clandestinidad para evitar las represalias de los corredores de apuestas. Más tarde, en los años oscuros, antes de volver a alistarse en el ejército, había aparecido por Invercargill de forma esporádica. En secreto, por supuesto, Joe había realizado algunas apuestas por él para ayudarlo a superar las estrecheces que atravesaba. Ahora lloraba sinceramente su pérdida, Colin Coltrane siempre había sido como un segundo padre para él.

El joven había crecido a la sombra del hipódromo, había observado cómo se compraban y vendían los caballos, cómo se entrenaban y, sobre todo, cómo se los convertía en ganadores. Ni a su padre, Eric Fence, ni a Coltrane les había molestado que Joe los acompañase cuando celebraban una victoria o se reunían para beber y que el niño se habituase a todas las palabras que salían de su boca. Escuchaba insultos a su madre y a Chloé Coltrane, que intentaba con desespero controlar el modo en que su marido dirigía el criadero. Los apaños y los negocios sucios tenían que organizarse sin que ella se diese cuenta, y a menudo un plan prometedor se iba al garete porque ella llegaba y ponía alguna objeción. En esas ocasiones, Coltrane y Fence echaban pestes contra todas las mujeres del mundo. Así pues, Joe pronto aprendió a menospreciar a mujeres y niñas.

Y entonces Chloé engañó y abandonó a Coltrane, y Rosie, a la que todos tenían por retrasada mental, provocó la muerte de Eric Fence. Fue una lección para Joe. Se mantuvo lejos de las mujeres, le bastaba con ir de vez en cuando a un prostíbulo para colmar sus deseos. De todos modos, no tenía grandes necesidades, pues Joe Fence prefería otros placeres. El juego, por ejemplo; el joven era un astuto jugador de póquer y brillaba en el blackjack. Pero, por encima de todo, amaba las apuestas hípicas. Al azar, apuestas que solía perder, o a victorias o posicionamientos concretos previamente amañados con astucia. Ese sentimiento burbujeante de esperanza o impotencia cuando el caballo salía disparado no era lo que producía la emoción, sino los arreglos previos a la carrera. Había que saber quién estaba al corriente, quién estaba dispuesto a recibir sobornos, qué caballo era el apropiado para manipularlo, qué carrera podía arreglarse.

Todo eso confería a Joe una sensación de poder: era libre, dueño de la situación, quien determinaba el futuro. Los aprendices de su cuadra lo veneraban por eso, lo consideraban un Dios. No era extraño, él podía impulsar su carrera como corredores o arruinarla, montar caballos muy prometedores o perdedores. De ahí que prestaran atención a todo lo que decía cuando daba consejos a la salida de una carrera y le aplaudían cuando, gracias a una apuesta bien colocada, lograban aumentar su escaso jornal. Hasta cierto grado eso también era válido para los propietarios de caballos, que eran quienes pagaban los ingresos regulares de los entrenadores. Sabían que con Joe sus caballos estaban en buenas manos, casi todos ganaban alguna vez, y si no era así, Joe se preocupaba de que un ingenuo comprador pagara mucho dinero por un animal mediocre.

Todo funcionaba a las mil maravillas, hasta que le coló a Tom Tibbs un jamelgo que solo había causado molestias a su propietario anterior. Spirit’s Dream era sin duda rápido, pero su tendencia a adelantarse a galope tendido lo convertía en un elemento poco seguro en las carreras amañadas. Pero luego Tibbs se lo dio a Rosie para que lo entrenara y de repente el semental se limitaba a trotar, preferentemente adelantando a los caballos de Fence. Tibbs fue premiado por ganar competiciones y el propietario anterior del caballo se quejó. Al final, también él se marchó con Rosie, y Joe Fence no pudo hacer nada por evitarlo. Claro que se daba la circunstancia de que Rosie era mujer. Joe ya lo había denunciado varias veces en el Jockey Club, pero sin éxito. Lord Barrington protegía a «Ross Paisley» y tampoco había nada en el reglamento de la federación que excluyese de forma terminante a las mujeres como conductoras de sulkys y entrenadoras. Hasta entonces, simplemente, a nadie se le había ocurrido que una mujer pudiese infiltrarse en ese dominio tradicionalmente de hombres, pero como Rosie lo hacía realmente bien el club prefería que ella siguiera allí como si de un socio masculino se tratara. Claro que todos estaban al corriente del asunto, pero nadie tocaba el tema.

Así pues, a Joe Fence no le quedó otra solución que la de librar una guerra más o menos sucia con su tía y antigua adversaria. La noticia de la muerte de Coltrane lo animó a librarla con mayor dureza. No podía ser que Rosie triunfara, bastante malo había sido ya que hubiese salido impune tras provocar la muerte de su padre. Fence se preparó para la carrera decisiva en el hipódromo de Addington. A la larga, la New Zealand Trotting Cup sería tan importante como la de Auckland, y si Fence quería conservar su puesto como entrenador en Canterbury tenía que posicionarse ahí mismo. Arrendó unas cuadras nuevas al lado del hipódromo; la apariencia lo era todo, como ya sabía Colin Coltrane.

Y Fence conservaba desde hacía tiempo una parte de su legado, del que nadie sabía nada. Cuando se disolvió la yeguada de Coltrane, el joven había salvado el rótulo colorido y jactancioso que había colgado en la entrada de las cuadras: TROTONES GANADORES DE COLTRANECRIADERO Y ESTABLOS DE ENTRENAMIENTO. No había sido fácil guardar ese voluminoso cartel todos esos años, al principio escondido entre el armazón de su cama y el colchón. Desde que era autónomo lo guardaba en un pajar, pero había llegado el momento de sacarle nuevo lustre. Un pintor de rótulos reavivó sus colores y cambió el nombre: en lugar de «de Coltrane» escribió «de Joe Fence». El joven estaba radiante cuando clavó esa obra de arte encima de la puerta de sus cuadras.

Rosie, por el contrario, palideció al reconocerlo. Chloé Coltrane lo había odiado y siempre se había disgustado del efecto presuntuoso que producía. Contó atropelladamente a Bulldog la historia del rótulo.

Bulldog se lo tomó con calma.

—Pues es muy bonito —observó, ganándose una mirada furibunda de Rosie—. Con todo ese rojo y dorado. Tiene presencia. Pero yo te encargaré un rótulo mucho más bonito, si quieres. Solo tienes que elegir un buen nombre.

Rosie rehusó sacudiendo la cabeza. Lo último que le interesaba era atraer la atención sobre ella y sus caballos. Además, desde la Auckland Cup estaba un poco confusa. La misteriosa enfermedad de Diamond no había rebrotado, lo que, según opinión de la entrenadora, confirmaba la teoría del envenenamiento. Desde que había regresado de Auckland, la elegante yegua se alojaba en el establo de la agencia de transportes de Bulldog y se había convertido en la favorita de la plantilla de bípedos y cuadrúpedos. Los cuidadores de caballos la trataban como una reina, los cocheros la acariciaban y prometían apostar por ella, y los caballos de tiro y los robustos cobs que jalaban de los carros de Bulldog relinchaban y piafaban enamorados cuando ella pasaba por su lado. Diamond parecía encontrarse a gusto. Sin embargo, su nueva residencia significaba para Rosie un continuo ir y venir entre Christchurch y Addington Raceway. La casa de Bulldog y los establos de su agencia se encontraban a tres kilómetros de distancia del hipódromo.

Bulldog quería ahorrarle ese trajín y le propuso alquilar un establo en Addington en el que se alojaran todos los caballos que Ross Paisley entrenaba. Pero ella no podía ni quería decidirse. Además, durante las semanas transcurridas tras la estancia en Auckland, la había perseguido la mala suerte. Al semental Spirit’s Dream se le había distendido un tendón al hacer un falso gesto en el box. Otro caballo, hasta entonces de trote muy seguro, se había puesto al galope en la última carrera y se había desbocado sin solución. Rosie era incapaz de explicarse el motivo. Y una y otra vez, uno u otro animal enfermaba y sufría cólicos antes de una carrera importante. No eran las mejores condiciones para abrir una nueva cuadra. No iba a mudarse a otro establo con un grupo de inválidos y perdedores.

Por otra parte, los intentos de Bulldog por cortejar a Rosie no progresaban del todo. El robusto transportista llevaba semanas pidiéndole que saliera al menos una vez con él, pero la joven era extremadamente tímida y siempre evitaba restaurantes y hoteles. Y puesto que consideraba que pasear era una actividad absurda —bastante se movía ya trabajando con los caballos—, Bulldog no tenía otro lugar donde hacerle la corte que el entorno de las cuadras. Allí, Rosie no mostraba miedo alguno de él, y desde la noche de la carrera de Auckland tampoco temía la soledad. Por consiguiente, Bulldog se esforzaba por convertir en un ritual sus comidas junto a Diamond. Sus empleados veían comprensivos cómo mandaba poner una mesa y pedía menús de restaurantes para agasajar a Rosie en los establos.

—¡Pero no seré yo quien le haga de camarero! —bromeaba el caballerizo, un hombre mayor y paciente que enseguida había apreciado los desvelos de Rosie por Diamond—. ¡Como mucho de padrino de bodas! Pero ponga cuidado, no vaya a tener que instalar también la cama en la cuadra.

Y al mismo tiempo, aceptaba complacido un par de dólares con los que Bulldog compraba su silencio. El caballerizo tenía una vivienda junto a las cuadras y se ufanaba de oír hasta toser a sus protegidos cuadrúpedos. Y por muy bien que esto le pareciese a Bulldog, en sus encuentros con Rosie no deseaba tener espías alrededor.

Sin embargo, dos días antes de una de las primeras carreras de calificación para la New Zealand Trotting Cup, no fue Rosie, sino Violet Coltrane quien se presentó ante Bulldog, que estaba preparando una de sus famosas citas. Él la reconoció de inmediato, aunque, por supuesto, había envejecido. Conservaba el cabello caoba y los rasgos delicados... Violet había sido una muchacha hermosísima y era ahora una mujer bonita. Tenía pocas cosas en común con Rosie. Bulldog suponía que se parecía a su madre, fallecida antes de que emigrasen, mientras que Rosie respondía más a la parte del padre y el hermano. Cuando Violet entró en las cuadras, la recibió con una ancha sonrisa.

—¡Violet! ¡No has cambiado nada! —la saludó—. Bueno, es cierto que ahora tengo que tratarla de usted. Disculpe, señora Coltrane, pero Rosie habla tanto de usted que es para mí un personaje familiar...

Violet arqueó las cejas.

—No malgaste cumplidos conmigo, señor Tibbs. Yo también me alegro de volver a verlo, y espero que este reencuentro sea favorable. Ya veo que lo ha conseguido usted en nuestro nuevo país... ¿No fue buscador de oro durante una temporada?

Bulldog sonrió.

—Ya la entiendo, señora Coltrane, quiere saberlo todo sobre mí. A ver: primero estuve medio año en los yacimientos de oro, conseguí un mulo por un par de dólares y desde entonces no he dejado de invertir cada céntimo en mi agencia de transportes. Ahora tengo, como se dice, dependances en Auckland y Wellington, Blenheim, Queenstown y Christchurch. Soy un hombre adinerado, señora Coltrane, no tema. Y respecto a Rosie, podría... ¡Oh, Dios, no me lo creo! Si comprendo bien la seriedad de su visita, es que Rosie le ha contado... Oh, Dios, y yo que pensaba que ella no entendía mis intenciones...

Violet lo miró con severidad.

—Señor Tibbs, Rosie no es retrasada mental. He pasado la mitad de mi vida defendiéndolo y con frecuencia me resultó difícil. Pero si es cierto que está interesado en ella...

Bulldog alzó las manos.

—¡Rosie es inteligente! —afirmó con convencimiento—. La mujer más inteligente con la que me he relacionado, además de una entrenadora y cochera fabulosa. Recientemente ha viajado por diversión con un carro tirado por un caballo de tiro y, se lo aseguro, señora Coltrane, ¡la enviaré con un tiro de cuatro caballos a Otago! —Los ojos de Bulldog brillaban de orgullo.

Violet sonrió.

—Entonces tal vez debería tomar asiento —observó.

Bulldog le llevó una silla junto a la mesa bien puesta. Las mejillas le ardían de turbación.

—Tengo una casa, naturalmente, yo no vivo aquí, señora Coltrane. Es solo... es solo por Rosie, porque no le gusta salir... Pero sí le gusta comer, por Dios, ya de niña estaba siempre hambrienta. Ya le tenía cariño entonces, ¿sabe?

Violet asintió.

—Claro que lo sé. Y precisamente por eso este asunto me produce más suspicacia.

—¿Suspi...? —Bulldog frunció el ceño y Violet vio que ese hombre nunca había leído una enciclopedia.

—Me parece raro y hasta chocante —tradujo Violet—. De todos modos, no hay prisa, Rosie está en la pista enseñándole los caballos y las instalaciones a mi marido.

Bulldog asintió y pareció aliviado.

—Ya me estaba preocupando —respondió—. Nunca se retrasa. Tiene unos horarios muy regulares, es muy disciplinada.

Violet reprimió un comentario. Sabía que Rosie se aferraba a horarios regulares. Cualquier cambio le daba miedo.

—Rosie era entonces una niña pequeña. No puede haberse enamorado entonces de una criatura y después de la mujer en que se ha convertido veinticinco años después.

Bulldog miró a Violet sin entender.

—¿Por qué no? Aunque, claro, a la pequeña Rosie no la quería de la misma forma que quiero a la Rosie adulta. —Tomó también asiento—. No de la forma en que se quiere a una mujer. ¿Sabe usted?, entonces me recordaba a mi hermana pequeña. Murió en Londres y también era dulce y rubia... Ya no me acuerdo de Londres. Solo de su sonrisa. Tenía una sonrisa igual de dulce. Y también era igual de... inocente. Había que cuidar de ella, pero yo era demasiado joven. Se marchó de repente. La policía dijo que un cliente la había matado a cuchilladas... Me quedé solo. Pero ahora he vuelto a encontrar a Rosie. Y a Rosie sí puedo cuidarla. Y me gustaría hacerlo, señora Coltrane, si ella me lo permite.

Sorprendida, Violet distinguió lágrimas en los ojos de aquel hombre robusto.

—¿Nunca ha estado casado? —preguntó.

Bulldog negó con la cabeza.

—No. Estuve dando demasiadas vueltas, una chica por aquí, otra por allá. Ya sabe cómo es esto, no hay muchas mujeres, sobre todo para un pequeño don nadie de Londres que se está abriendo camino. Con el tiempo esto ha cambiado, ahora podría tener las que quisiera. Pero no quiero a una con experiencia, ¿me entiende? Una que haya tenido más hombres que yo caballos en la cuadra. O una de esas chicas de buena posición que han estudiado y tal. Seguro que son amables, pero... me darían miedo.

Violet sonrió.

—Pues Rosie también se asusta fácilmente —señaló.

Él asintió.

—Lo sé. Pero ya no tendrá que hacerlo más. La trataré con mucho tacto, se lo prometo. —Tendió a Violet una manaza y esperó con mirada franca a que ella se la estrechara. Luego resplandeció—. Sabe qué, señora Coltrane, voy a enviar a alguien al pub donde nos preparan la comida. Para que traigan también para usted y su marido. Y cuando venga él con Rosie, nos sentamos a la mesa, como en uno de sus elegantes hoteles y restaurantes. ¡A Rosie le gustará!

Violet sonrió.

—Nos sentiremos muy honrados, señor Tibbs.

Tom sonrió.

—Llámeme Bulldog. Así es como me llama Rosie. Pero mire, ahí llegan Rosie y Diamond. Y su marido...

—Llámeme usted Violet. Y él es Sean —presentó la mujer a su esposo cuando este bajó con el rostro algo macilento del asiento trasero del sulky.

La joven entrenadora tenía una expresión radiante.

—¡Ha conseguido un nuevo récord! —anunció—. ¡Pese a llevar el doble de peso!

Había hecho que el caballo trotase desde el hipódromo hasta Christchurch y era probable que hubiese adelantado a muchos carros.

—Ha sido tremendamente rápida —confirmó Sean un poco forzado—. Y... y coge las curvas bastante cerradas... Por lo visto, me he mareado un poco.

Bulldog sonrió.

—Pues sí, ¡para correr en las carreras hay que ser todo un hombre! ¡Como Rosie! Espere, Sean, tengo una cerveza aquí, le sentará bien. Rosie, lleva deprisa a Diamond a su box. Tenemos algo que celebrar. He invitado a Violet y Sean a una cena como Dios manda, igual que en un restaurante.

Rosie se ruborizó, pero Violet percibió alegría en su rostro.

—Espero que no sea una de esas en que uno se equivoca de tenedor —bromeó.

Bulldog movió la cabeza.

—¡Qué va, Rosie! Ya me conoces. Violet, Sean, espero que les guste el fish and chips...