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—Han quedado muy bonitas —elogió Roberta el trabajo de Atamarie cuando la ayudó a arreglar sus manu para la exposición de las artistas maoríes—. ¿Y qué ha sucedido con el hombre que te enseñó a confeccionarlas?
Atamarie volvió a sorprenderse de su amiga.
—No necesité a nadie que me diera grandes explicaciones, cuando veo algo así lo sé reproducir. Y en cuanto a Rawiri... se ha desviado hacia la ciencia. No te lo creerás, pero ahora está, o al menos estaba, rendido a los pies de los hermanos Wright.
Roberta rio.
—Venga, no creo que a los pies de esos pilotos haya sitio para él —bromeó su amiga—. ¿Estás enfadada porque... bueno... ha colaborado con la competencia?
Atamarie se encogió de hombros.
—Creo que también lo habrían conseguido sin él. Y Richard, de todos modos, no lo habría conseguido. Así que da igual...
—Así que el maorí te resulta indiferente —observó Roberta—. Y ahora también Richard.
—Bueno... —Si otra persona le hubiese planteado esa pregunta, Atamarie le habría dado la razón, pero le era imposible engañar a Roberta—. Creo que... que al menos podría haberme enviado una postal del viaje de luna de miel, ¿no?
—¿Crees que se ha casado con la tal Shirley?
Roberta arreglaba diligente los cordeles, aho tukutuku, cuidadosamente anudados de las cometas. Para Atamarie era algo natural, pero para los espectadores eran, incluso sin las manu, pequeñas obras de arte.
—Me extrañaría que no fuera así. ¿Tú qué piensas, me atrevo a cantar en la exposición? Las mujeres creen que sería bonito que entonaráramos karakia. Para mostrar que las manu aute no son simplemente cometas, sino un vínculo con los dioses. Pero no sé... los dioses y yo no nos llevamos especialmente bien. —Atamarie cambió de tema con destreza y Roberta se rio.
—¿No tenéis cantantes entre vosotras? —preguntó—. Ellas se podrían encargar.
Atamarie negó con la cabeza e hizo una mueca.
—No funciona. Me lo ha explicado antes Waimarama. Aunque pueden acompañar el canto, es el o la tohunga en el arte de confeccionar cometas quien debe empezar y ejecutar la voz principal. Y, además, hay que remontar la cometa. Y en la ciudad...
—¿En el tejado? —propuso Roberta.
Atamarie rio.
—¿Y que todos se suban ahí? Ya veo a Juliet subiendo con su corsé. Y Patrick y Kevin luchando por sostenerle la escalera.
—¡Qué mala eres! —Roberta se puso seria en cuanto se mencionó el nombre de Kevin—. Kevin aguantaría la escalera a Doortje... Aunque Juliet hace todo lo posible para... —Se ruborizó.
—Seducirlo, ¿eso querías decir? Salta a la vista. Y no me parece que él se mantenga imperturbable como una roca. Más bien me recuerda a un junco.
—¡De verdad que eres imposible, Atamarie! Solo porque en Parihaka hay costumbres ligeras, no puedes endosárselas a Kevin. —Roberta se dio media vuelta.
Atamarie se frotó la frente.
—En Parihaka no hay costumbres ligeras. Cuando dos personas contraen matrimonio, la pareja suele mantenerse unida. En cambio, Kevin... Perdona, Robbie, pero solo porque tus esperanzas en cuanto a Kevin no lleguen a cumplirse no significa que Juliet lo deje impertérrito.
Roberta se puso más roja.
—No es cierto que yo todavía vaya detrás de Kevin. Yo...
Atamarie apartó una de las cometas para enseñar mejor otra.
—Te haces las mismas ilusiones que Juliet —declaró con firmeza—. No te esfuerces, Robbie, cuando se te conoce un poco se ve a las claras. En cuanto quedó claro que había problemas entre Kevin y Doortje, en tus cartas dejaste de mencionar al veterinario. En cambio, siempre Kevin, Kevin, Kevin. Kevin hace esto, Doortje no hace lo otro, Juliet intenta esto... ¿Dónde se ha metido ahora el veterinario? ¿Todavía puede abrigar esperanzas o vas a adorar a Kevin hasta sus bodas de plata? Con Doortje o con Juliet, pero seguro que no contigo.
Roberta se dejó caer en una silla. La exposición de arte maorí se exhibía en la sala de la congregación del reverendo Burton y todavía no se habían sacado las mesas y sillas.
—Yo tampoco lo sé —susurró—. Vincent es... es muy amable. Sería un esposo y padre maravilloso. Pero también es...
—¿Un poco aburrido? ¿Echas de menos la aventura? Pero Robbie, Kevin tampoco es que lleve una vida muy emocionante. Ni como médico ni como veterinario, ninguno de ellos volverá a Sudáfrica ni hará ninguna locura. Lo único que tenía de estimulante Kevin eran sus historias de faldas. Y... y no es que sea especialmente aventurero que te engañen. —Atamarie se frotó los ojos y se sentó junto a su amiga—. Me encantaría saber si se ha casado con Shirley —musitó—. Al menos así sabría en qué posición me encuentro.
Roberta le dirigió una sonrisa triste.
—¿Entonces volverías a intentarlo? —preguntó—. Hasta... bueno, ¿digamos que hasta el vigésimo quinto aniversario del vuelo de los hermanos Wright? Las dos estamos bastante chifladas, Atamie.
Atamarie abrazó a su amiga. Roberta tenía razón. Ella tampoco había olvidado todavía a Richard.
La inauguración de la exposición maorí por la tarde recibió un público sorprendente, ya que Caversham no se encontraba en el centro de la ciudad y había otros escenarios más atractivos del festival de arte que la sala de la comunidad. Pero Chloé y Heather habían tenido en cuenta la rentabilidad.
—Tenemos que vender cuadros, Matariki, de lo contrario no salen las cuentas. Todos los alquileres de locales y alojamientos de las artistas suman un montón de dinero, esto no se financia solo con el cobro de entradas en los conciertos. Y de momento todavía hay poca gente que se interese por el arte maorí. A la gente le gusta contemplarlo y eso ya es de por sí satisfactorio. Pero no creen que el valor de esos cuadros y obras de arte vaya a aumentar. Por eso no invierten en ellos.
—Podrían comprar las obras simplemente porque son bonitas —protestó Matariki.
En Parihaka se vendía a los visitantes una cantidad relativamente buena de cuadros y labores de telar y, sobre todo, de tallas de jade. Pero se las consideraba más souvenirs que obras de arte.
Sin embargo, la gente bien de Dunedin sorprendió a artistas y galeristas con el gran interés que demostró. El público habitual en las inauguraciones, que no dudó en desplazarse a Caversham, quedó cautivado por los coloridos cuadros y contempló fascinado los rostros diminutos de los hei tiki, las miniaturas de los dioses que se llevaban o colocaban en algún sitio como amuletos.
Las manu de Atamarie recibieron sobre todo la aprobación masculina.
—¿Es verdad que vuelan? —preguntó Jimmy Dunloe al tiempo que tocaba un birdman adornado con plumas—. Las cometas que yo construía de niño eran más livianas y no tenían cola.
Atamarie sonrió.
—Solo si además se canta —respondió—. Pero enseguida se lo explico, cuando las talladoras de jade hayan terminado.
Una de las artistas informaba a los interesados sobre los yacimientos de jade, su naturaleza y su significado para la cultura maorí.
—Para nosotros es más valioso que el oro —explicó Waimarama con su dulce voz—. Pero no excavamos, solo lo buscamos. Cogemos lo que los dioses nos dan. Y se lo devolvemos de otra forma tallando el pounamu.
—¿Y es verdad que da suerte llevar un tiki colgado al cuello? —preguntó Christian Folks.
La mujer maorí sonrió.
—Colgado del cuello no puede llevar un tiki. Tiki son las grandes estatuas que se encuentran en nuestras casas de asambleas. Pero los hei tiki... ¿por qué no, si uno así lo cree? Su futuro o su suerte es el resultado de lo que fue. De lo que significó para usted y de lo que usted significó para su propio pasado. O para sus antepasados. O para los dioses. Es todo un cuadro... —dirigió la mirada a las pinturas colgadas de la pared— o una tela. Una hebra lleva desde el comienzo hasta el final. La tiñe, la teje, la introduce con la aguja en la tela y la saca con la bendición de los dioses. Es de esperar que el resultado final sea un cuadro armónico.
Algunos visitantes parecían extrañados, pero otros sonreían. El reverendo guiñó el ojo a la oradora. El peligroso terreno de la idolatría en la cercanía de la Iglesia había salido bien parado.
Atamarie era la siguiente. Contó con entusiasmo las leyendas maoríes en torno a las manu y describió su significado espiritual y también práctico.
—Con ellas, no solo se transmitían mensajes a los dioses, sino también a tribus lejanas. Una cometa así se ve desde mucha distancia. Por supuesto, en esto desempeñaban una función importante los símbolos que se pintan en ellas o los adornos que se pegan. La manu se distingue mejor cuanto más grande es, y nuestro pueblo confeccionaba cometas enormes. —Sonriente, explicó la conquista de Pa Maungaraki con ayuda del artífice de cometas—. ¡Mucho antes que los hermanos Wright! —añadió, ganándose el aplauso general—. Y ahora debería cantar también karakia —concluyó—. Y eso pese a que no canto especialmente bien ni soy una tohunga, yo solo sé confeccionar cometas, los dioses son competencia de otros.
—¡A lo mejor puede dejarle el texto al reverendo! —bromeó Jimmy Dunloe. Peter Burton lo censuró con el dedo.
—Bueno, vale más que lo intente yo misma.
Atamarie no se dejó desconcertar por el comentario y, con su voz diáfana, entonó la oración más sencilla a los dioses que conocía. Por un segundo se interrumpió atónita cuando una voz oscura y más firme intervino:
Taku manu, ke turua atu nei
He Karipiripi, ke kaeaea...
Vuela cada vez más alto, primoroso pájaro,
conquista las nubes y las olas,
vuela a las estrellas,
¡arrójate a las nubes
como un guerrero a la batalla!
Atamarie buscó con la mirada al cantante entre el público y distinguió el rostro dulce, en esos momentos concentrado en la canción, de Rawiri. Mientras cantaba observaba el cielo, y cuando acabaron miró radiante a Atamarie.
La joven carraspeó y señaló al muchacho.
—Cedo ahora el lugar a un auténtico tohunga. Es Rawiri. Todo lo que sé sobre las manu, me lo enseñó él.
Y se retiró para que nadie se percatara de lo mucho que la había turbado ver a Rawiri. ¡Cuánto había cambiado en Estados Unidos! No solo llevaba el cabello más corto, sino que parecía más adulto, más fuerte y seguro de sí mismo. Claro que también había compartido la fama de los hermanos Wright... Atamarie sintió una pizca de envidia. Rawiri habló a los asistentes solo de las cometas, de sus formas y nombres, y añadió más información sobre el empleo de las manu.
—A veces el significado espiritual y el rendimiento práctico se unen —explicó—. Por ejemplo, cuando empleamos las cometas para elegir el terreno donde asentarnos. El terreno se podía mensurar, pero también se pedía a los dioses que lo bendijeran. Pero ahora voy a dejar de hablar. Las manu están impacientes, las oigo susurrar a mis espaldas...
Los oyentes rieron, pero Rawiri parecía hablar en serio.
—Los pájaros quieren volar —dijo con dulzura—. Atamarie, ¿a cuáles soltamos?
—¡A este! —respondió Jimmy Dunloe, todavía no convencido de que el birdman, demasiado pesado según su opinión, consiguiera alzarse en el aire.
Atamarie negó con la cabeza.
—Mejor las manu whara. En el centro de la ciudad apenas sopla el viento.
Pese a que la parroquia tenía un jardín muy bonito, con aire de encantado, estaba rodeado de un muro alto. No era lo ideal para remontar las cometas.
—De todos modos, solo funcionará en el tejado —señaló Rawiri—. En la torre será lo mejor. —Indicó el campanario.
El reverendo Burton carraspeó, pero fue Kathleen quien intervino: amaba su casa y el cargo de párroco de Peter en Caversham.
—¡Ni os atreváis! —exclamó en tono de broma pero decidido—. ¿Qué creéis que nos dirá el obispo cuando se entere de que utilizáis nuestro campanario para poneros en contacto con los espíritus?
—Más bien con los antepasados si cogemos la manu whara —precisó Atamarie—. Imita la forma de la canoa que...
—Antepasados, espíritus, da igual. ¡Ninguno puede utilizar la iglesia! —repuso Kathleen con firmeza—. ¡Peter! ¡Prohíbeles que lo hagan!
El reverendo sonrió.
—Considero a Dios suficientemente flexible en cuanto a esta cuestión, y una oración es una oración, tanto si llega al cielo a través de una cometa como directamente de nuestros corazones. Pero mi esposa está en lo cierto: el obispo podría considerarlo de otro modo. Precisamente al oír esa palabra, antepasados, ya reacciona... con bastante disgusto.
Un par de miembros de la congregación rieron. La carrera de Peter Burton ya se había estancado en varias ocasiones a causa de lo poco convencional que era su oratoria. No disimulaba que era darwinista, y conciliaba este hecho con sus deberes religiosos. El obispo estaba a la espera de que algunos fieles santurrones se quejaran.
—Vayamos al tejado —musitó Rawiri a Atamarie tras comprobar que ya nadie les hacía caso, sino que discutían animadamente sobre las posturas de Burton y el obispo—. ¡Ven!
Se llevaron la manu whara y el birdman. Para este último apenas había viento suficiente, pero las dudas de Dunloe habían herido a Atamarie en su orgullo. En ese momento seguía audaz a Rawiri escaleras arriba hacia la terraza, encantada con el inesperado reencuentro. Por fortuna había escogido para la inauguración de la exposición maorí un vestido ancho, tejido en Parihaka, y no uno de esos femeninos e incómodos vestidos de Lady’s Goldmine.
—¿No tienes vértigo? —preguntó Rawiri, cuando la ayudó a salir al tejado.
Atamarie lo miró indignada.
—Apuesto a que he volado más alto que tú —se jactó.
El joven rio.
—De todos modos, ten cuidado, no vayas a resbalar. Siéntate primero en el remate de la cubierta.
Poco después, Roberta, que había observado preocupada desde el jardín el ascenso de Atamarie y Rawiri, convocó a los visitantes de la exposición para que salieran. Fascinados, escucharon la canción de Atamarie y Rawiri mientras las dos cometas danzaban en el cielo del atardecer.
—¿Cantaste karakia para los hermanos Wright? —le preguntó Atamarie cuando hubieron concluido.
El maorí negó con la cabeza.
—No. Ellos no creen en estas cosas. Y en Kitty Hawk había demasiado ruido... Era un espectáculo, Atamarie, no, un... un oficio divino.
Ella se preguntó si volar había sido para Richard Pearse un oficio divino. Pero el concepto no era el adecuado, claro. Sin embargo, recordó su primer vuelo en el Tawhaki, la sensación cuando bautizó el avión... Rawiri no iba tan desencaminado. También para ella había sido algo espiritual, al menos había apaciguado a los espíritus que vivían en el seto. Iba a hacer un comentario irónico al respecto cuando Rawiri la miró.
—¿Cantaste también karakia para Richard Pearse? —preguntó.
Atamarie frunció el ceño.
—¿Cómo sabes...?
—¿Que volaste? Lo vi en tus ojos. Además, lo has dicho antes.
Ella suspiró.
—¿Te acuerdas de todo lo que digo? —No sabía si quería hablar de Richard.
—Todas las palabras que pronuncias se convierten en una melodía en mi corazón —respondió con modestia Rawiri, pero no se olvidó de Richard Pearse—. Y que él voló... bueno, se lo contó por carta a Wilbur y Orville...
—¿Eso hizo? —Atamarie casi se cayó del tejado. Rawiri la sujetó de la mano—. ¿Richard escribió cartas a los hermanos Wright?
El muchacho asintió.
—Pues sí. Pero ellos no se lo tomaron en serio, la verdad. Debió de ser una correspondencia un tanto extraña. A veces escribía regularmente, otras guardaba silencio durante meses. A veces intercambiaba ideas científicas, otras parecía divagar. Y todo se hacía más difícil a causa de lo mucho que tarda en llegar el correo. Sea como fuere, Wilbur y Orville lo tenían por un chiflado, aunque mantuvieron el contacto durante años. Esos se conocen todos entre sí.
—A mí nunca me lo contó —murmuró Atamarie—. ¿Les... les dijo de verdad que había volado?
Rawiri se encogió de hombros.
—No me dejaron leer su carta. Pero en algún momento escribió que no había salido bien, que no había volado, que Dios no quería que los seres humanos volasen... y añadía algo sobre un seto embrujado.
Atamarie suspiró.
—Se suponía que el seto estaba lleno de espíritus. Pero dejando esto aparte, si les contó a los hermanos Wright algo sobre su avión y su intento de vuelo, ellos debieron de sacar conclusiones. Sabían que había volado o que estaba a punto de hacerlo. Y entonces se apresuraron a montar el espectáculo de su vuelo... Por Dios, Rawiri, ¡cómo es que Richard podía ser tan tonto!
Atamarie repasó rápidamente lo sucedido. Encajaba. Los hermanos Wright habían precipitado su primer vuelo después de que Richard hubiese renunciado. Consideraban que estaba chiflado, pero sabían que había volado y no querían correr el riesgo de ser unos segundones.
—Cantaste para él —constató Rawiri—, pero los espíritus no te escucharon...
La joven se encogió de hombros.
—Es probable que uno solo pueda cantar para sí mismo —murmuró—. ¿Cantamos otra vez?
Rawiri entonó una canción para los dioses y Atamarie tarareó con él. Las cantantes maoríes que estaban abajo, en el jardín, repitieron el tema de la canción y en el crepúsculo se diluyó un dúo casi etéreo entre el cielo y la tierra.
—Es bonito —susurró Doortje, y cogió tímidamente la mano de Kevin.
Ignoraba si era decoroso, pero últimamente a veces añoraba sus caricias. Algo que un par de meses antes no habría admitido. Pero ¿por qué no iba a desear a Kevin? Era su marido. Él no la rechazó, sino que apretó con dulzura sus dedos.
A Juliet no le pasó por alto ese gesto. No sintió dolor, pero sí una rabia impotente.