3

Lizzie pasó una noche de pesadilla sumida en la incertidumbre. De buen grado habría cambiado el calor y el abrigo que le ofrecía su casa por estar junto a su marido y sus hijos. Había vivido con los ngai tahu y sabía muchos de sus secretos. Conocía bien el precipicio, y solo de pensar en descenderlo un escalofrío le recorría la espalda. Ya no solo estaba preocupada por Doortje, sino también por Michael, Kevin y Patrick. Le habría gustado montar en un caballo e ir a la montaña para evitar que cometiesen alguna tontería, pero estaba al cuidado de los niños. Esa noche había acostado ella sola a May. Juliet nunca se ocupaba de la pequeña y Nandé no estaba únicamente destrozada por la pérdida de Doortje, sino que se veía acaparada por su señora. Lizzie ya conocía las señales del mal humor de la criolla, que descargaba sin piedad en su sirvienta. En cierto momento, Lizzie se hartó y envió a Nandé a su habitación.

—La chica ya ha terminado por hoy, Juliet, en algún momento ha de concluir la jornada laboral —espetó a su nuera cuando la oyó llamar una vez más a la criada—. Acuéstate y duerme, y espero que mañana alguien me cuente qué ha provocado toda esta tragedia. Conociéndote, algo tendrás que ver tú en esto. Así que reflexiona un poco y deja en paz a Nandé.

A partir de ahí, Juliet no volvió a abrir la boca, pero la muchacha negra lloró toda la noche. A Lizzie le extrañaba que se lamentara tanto por su anterior señora. Debía de ser una relación extraña la de esos bóers con los nativos. Doortje no veía más que una esclava en Nandé, pero había insistido en no dejarla sola en África porque se sentía responsable de ella. Y Nandé había dejado a Doortje a la primera oportunidad que se le había presentado, pero ahora se afligía como si se tratase de un miembro de su familia.

Cuando por fin reinó el silencio en la casa, Lizzie bebió una copa de vino para poder conciliar el sueño. Casi se sentía culpable de no estar triste, pero no podía creer que Doortje hubiera muerto. Al principio no le había gustado la joven bóer, su terquedad y beatería la ponían de los nervios, pero, en cierto modo, también la impresionaban. A Lizzie le hacía gracia admitirlo, pero a veces pensaba que Doortje se parecía un poco a ella. Lizzie no habría llegado adonde estaba si no hubiese seguido con ahínco sus planes y se hubiese mantenido fiel a sus objetivos. Había tenido una vida dura y agitada, sabía lo que era pasar hambre y ser humillada.

Sin embargo, nunca había pensado en arrojar la toalla y tampoco podía imaginar que Doortje van Stout lo hiciera. Tal vez el vínculo de Doortje con su hijo no fuera especialmente efusivo; pero, pese a ello, Lizzie no creía que la bóer fuese a arrojarse por un precipicio y abandonar a su hijo. Y menos aún cuando algo sucedido con anterioridad le había planteado dudas respecto al padre del niño. Lo que Lizzie suponía que había ocurrido en la casa de asambleas se acercaba bastante a la realidad. Doortje estaba acostumbrada a las indirectas e infamias de Juliet. Para que las cosas hubiesen llegado tan lejos como para que Kevin temiera que se hubiese suicidado, debía de haber sido mucho más que una discusión fuerte.

Lizzie pasó media noche cavilando hasta caer en un sueño inquieto. Se despertó al amanecer. Los hombres debían de estar preparándose para el descenso y Lizzie dio gracias a Dios de que no lloviese... Se quedó un rato acostada pensando, luego se levantó y miró por la ventana. No aguantaba estar más tiempo en casa. Se puso un vestido y una capa y se marchó hacia la cascada. Su maunga. Cuando estaba preocupada y necesitaba reflexionar, solía ir allí, ya que, por mucho que fuera anglicana y adorara al reverendo Burton, sus dioses estaban allí.

Sin embargo, la figura ovillada que se protegía del frío nocturno tras una roca no tenía nada de divino. A la luz todavía pálida del nuevo día, Lizzie pensó que se trataba de un animal tembloroso, pero luego reconoció el cabello rubio de Doortje. La joven todavía no la había visto, acurrucada contra una piedra y el rostro pegado a las rodillas, que se abrazaba con los brazos. Su vestido ligero estaba empapado, sucio y desgarrado. No era extraño, pues debía de haber estado caminando extraviada por el bosque durante horas.

—¡Doortje! —Lizzie corrió hacia su nuera, quitándose ya la capa para cubrir a la joven—. Dios mío, pequeña, ¿por qué no has entrado en casa? ¡Kevin piensa que has muerto! Los hombres te están buscando en el fondo del precipicio... Era donde estabas, ¿no? Por todos los santos, Doortje, estás aterida de frío.

Preocupada, enfadada y por fin aliviada, todo a un mismo tiempo, Lizzie envolvió a la muchacha con la capa. Doortje temblaba, pero daba señales de vida. Parpadeó a la primera luz del día y su mirada, infinitamente triste, encontró la de Lizzie.

—He perdido tu chal —susurró—. En el precipicio. Quería... Lo siento...

Se acurrucó de nuevo. Lizzie no pudo evitar pensar en un animalito herido. Se agachó y la abrazó dulcemente.

—¿Qué ha ocurrido, Doortje? Cuéntame.

Al principio pareció que Doortje cedía al abrazo, pero luego se apartó.

—Colin Coltrane... —dijo—. ¿Tú... tú también lo sabías?

Lizzie distinguió desesperación en los ojos de Doortje y el deseo desamparado de poder confiar en su suegra.

—¿El qué, cariño, qué tenía que saber yo? —La roca en la que estaban sentadas estaba húmeda y fría, no era un lugar precisamente cómodo—. Sería mejor que entrásemos para hablar —propuso Lizzie.

Doortje sacudió la cabeza.

—¡No, mientras ella esté allí! No quiero volver a verla. Ella... ella lo sabía... pero... ¡fue totalmente distinto!

Lizzie se esforzó por dar sentido a sus palabras.

—Juliet. No quieres entrar en casa mientras esté ella. Puedo entenderlo... Pero ¿qué es lo que ella sabía, Doortje? ¿Y qué significa para ti Colin Coltrane?

—¿Entonces tú también lo conoces? —susurró Doortje—. También lo sabías. Es cierto lo que ella dijo. Y con Matariki...

Lizzie respiró hondo.

—Sí —dijo—. Ignoro de qué secreto estás hablando, pero conocí a Colin Coltrane. Sedujo a mi hija y luego a Chloé, con lo que Matariki aún tuvo suerte. Solo le dejó una hija encantadora; a Chloé casi le destrozó la vida. ¡Es un estafador y un mal bicho, Doortje, da igual lo que te hayan dicho de él! Aunque yo... yo no debería censurarlo... —Se detuvo, pero luego algo en su interior le dijo que le debía a su nuera un voto de confianza. Compartiría el secreto más oscuro de su vida con ella—. Yo destrocé su vida cuando maté a su padre. Nadie lo sabe, Doortje, solo Michael, el reverendo y yo. Fue en legítima defensa, no tengo nada que reprocharme. Pero soy culpable de que Colin creciera huérfano de padre... si bien Kathleen hizo por él todo lo posible. Fue una buena madre para todos sus hijos...

—¿Es cierto que Kathleen...?

La voz de Doortje era ahogada. Le caía bien Kathleen, confiaba en ella... pero también esa mujer la había engañado. Kathleen, a quien había considerado su amiga, era la madre de su torturador. Y también ella debía de estar al corriente del origen de Abraham...

Lizzie pasó un brazo por los hombros de su nuera. Entretanto, el sol ya había salido y Lizzie esperaba que pronto hiciese algo más de calor. Doortje se moriría con la ropa mojada. Pero por ahora no podía cambiar nada. Lizzie le acarició dulcemente la espalda y empezó a hablarle. Del amor de juventud de Kathleen y Michael, del hijo que habían tenido juntos, Sean, y del intento desesperado de Kathleen de dar a su hijo un apellido legítimo. Se casó entonces con el tratante de ganado Ian Coltrane y tuvo dos hijos más con él, Colin y Heather.

—Pero Colin prefería a su padre, y cuando Kathleen acabó huyendo de su marido, el hijo no quiso ir con ella. Se quedó con Ian y se convirtió en un granuja como él. Y cuando maté a Ian...

—¿De verdad mataste al padre de Colin? —preguntó Doortje, incrédula. Hasta ese momento no lo había entendido.

Lizzie asintió.

—Fue en defensa propia —repitió—. Él... él quería... —Tuvo que obligarse a seguir hablando. Ian Coltrane tenía la intención de violarla y matarla. Todo por el yacimiento de oro que había en la cascada que en la actualidad guardaba Elizabeth Station—. Quería matarme —dijo—. Por maldad y codicia. Le pegué con una maza maorí.

Doortje tembló, pero ya no de frío.

—Colin... —musitó— abusó de mí. Y de mi hermana. Mi hermana está muerta. Pero yo... yo sobreviví pero me quedé embarazada. Y ahora... ahora todos saben que Abe... que Abe no es el hijo de Kevin y creen... creen que engañé a Kevin con Coltrane. —Sollozó.

Lizzie estrechó a Doortje y la meció como a un bebé. Por fin entendía ella también.

—Oh, Dios, debería haberme dado cuenta —suspiró—. Abe tiene el mismo color de pelo que Atamarie, y cada vez se parece más a ella... Debo de haber estado ciega... Pero te lo juro, Doortje, ¡yo no sabía nada!

—Ni yo —gimió la joven—. Nunca habría venido aquí si hubiese sabido que todos se enterarían de... mi deshonra.

Lizzie agitó la cabeza.

—Pues yo no me he enterado hasta ahora —intentó calmarla—. Y Michael tampoco. Por tanto, supongo que nadie que no haya visto a Colin de bebé se habrá dado cuenta. Así que tranquila. En realidad, las únicas personas dignas de consideración son Kathleen y Matariki, y tal vez Claire Dunloe. Por muy buena voluntad que le ponga, ignoro cómo Juliet ha llegado a esa conclusión... Es posible que intuya más de lo que sabe. —Lizzie reflexionaba, y de pronto su rostro se endureció—. ¿O crees que Kevin...?

Doortje negó con la cabeza.

—No. No puede ser tan... tan tonto, se habría puesto en sus manos.

Lizzie rio.

—¿A causa de la paternidad? Bueno, sabes...

Doortje sacudió la cabeza con más vehemencia.

—No por... por el... el asesinato. Me vengué, Lizzie. —Doortje tomó aire—. Yo maté a Colin Coltrane. Con un cuchillo. Yo... pelaba patatas y... —Lizzie escuchó la historia boquiabierta. Doortje le habló de la muerte de Colin, de la participación involuntaria de Kevin en el hecho y de la idea de Roberta de hacer desaparecer el cadáver—. Y Kevin se ofreció a casarse conmigo. Yo necesitaba... necesitaba un padre para mi hijo.

—Kevin debe de quererte mucho —dijo sencillamente Lizzie cuando su nuera hubo terminado—. Y no, no creo que haya hablado de todo eso con Juliet. Él...

Doortje se la quedó mirando.

—¿Por qué ha de hablar con ella? Si tanto me quiere, ¿por qué me engaña con ella?

Lizzie suspiró. A veces Doortje le recordaba a la ingenua niña del país de Oz...

—Doortje, Michael, al igual que Kevin, son en el fondo buenas personas. Hombres seductores, simpáticos, vitales... Michael siempre fue un amante maravilloso, y supongo que también Kevin se le asemeja en eso. —Doortje enrojeció al recordar la noche anterior—. Pero Michael siempre ha necesitado de una mujer que lo cuide —prosiguió Lizzie—. Kathleen era demasiado joven para eso cuando estaban en Irlanda. Y yo necesité la mitad de mi vida para entenderlo. Pero sin mí, Michael era como una hoja al viento, y Kevin es igual. En cierto modo, Juliet lo ha comprendido, lo domina, pero no es buena para él. Por fortuna, él lo sabe, aunque haya vuelto a dejarse seducir. Él... él ya huyó una vez de ella.

Lizzie tomó las manos frías y temblorosas de Doortje entre las suyas. Sabía que todavía desconcertaría más a la muchacha al hablarle de May y que era distinto revelar su propio secreto que la mentira de la vida de Patrick. Pero ahora lo único que servía era una franqueza sin piedad. En caso contrario, la hija de Kevin sería la próxima arma que Juliet utilizaría contra Doortje. Para sorpresa de Lizzie, Doortje casi asumió divertida la confesión.

—Kevin no es el padre de Abe y Patrick no es el padre de May... Y yo que siempre he pensado que esas raras historias melodramáticas que se publican en las revistas femeninas son demasiado rebuscadas... Pero... tú sí eres la madre de Kevin, ¿no?

Lizzie sonrió.

—Lo juro. Y en cuanto a los secretos: Kathleen sabe callar y Matariki también. Y estoy convencida de que ambas han hablado con Kevin en cuanto han notado el parecido entre Abe y Atamarie. Kevin no les habrá contado nada de la muerte de Colin, pero seguro que sí les ha dicho cómo nació Abe. Si consideras la violación como una deshonra, tendrás que hacerte a la idea de que hay un par de amigos que saben lo que te sucedió. ¡Pero nadie, Doortje, te cree capaz de haber engañado a tu marido!

La joven se pasó la mano por los ojos.

—Creo que ahora podré vivir con casi todo —respondió—. Salvo con Juliet. Crees que tengo que perdonar a Kevin, Lizzie... pero eso solo es posible si ella... si ella... bueno... ¿cómo consigo que se vaya?

Lizzie sonrió.

—No pienses en mazas de guerra ni en cuchillos afilados. Hay maneras más sencillas de deshacerse de gente como Juliet. Y podemos aprovecharnos de que es pronto... Ahora voy a enseñarte a lavar el oro, Dorothea Drury. Y con ello te admito definitivamente en nuestra familia, pues este secreto solo lo conocemos los Drury y los ngai tahu.

Juliet acababa de levantarse cuando Lizzie y Doortje volvían a casa. La bóer vacilaba, detestaba tener que hacer frente a Juliet, pero Lizzie insistió en que la acompañase.

—Lo soportaremos juntas, Doortje. Tal vez tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo, pero no quería... no quería herir a Patrick. Vamos a destruir los sueños de esa mujer, Doortje, y vamos a partirle el corazón, no hay otro remedio. ¡Pero no me dejes hacerlo sola!

Doortje se la quedó mirando y en sus ojos volvió a asomar la dureza de una bóer.

—Los corazones no se parten tan fácilmente —sentenció severa, y Lizzie suspiró.

Las dos se reunieron con Juliet durante el desayuno. Nandé trajinaba en la cocina, preparando tortitas y con el aspecto de haber pasado la noche llorando. No cabía duda de que no tenía ganas de preparar un desayuno opulento, al menos no hasta que vio a Doortje. Soltó un grito y dejó caer la sartén. La grasa caliente salpicó la bata de Juliet, pero Nandé no hizo ni caso.

Baas! ¡Mejouffrouw Doortje!

Nandé volvió a su lengua original. Balbuceaba palabras en un afrikáans elemental y se arrojó a los pies de Doortje para besarle la mano. La bóer la ayudó a ponerse en pie y la abrazó como a una hermana.

—Lizzie nos ha prohibido decir baas —murmuró Doortje con timidez.

Una sonrisa apareció en el rostro de Lizzie. Luego se volvió hacia Juliet, que empezaba a regañar a Nandé porque le había manchado la bata. Alzó la mano para hacerla callar; su gesto fue tan imperioso como la expresión de su rostro.

—Y ahora es tu turno, Juliet —anunció serena—. Ya tenemos bastante, Doortje y yo. Y Kevin, pues en estos momentos hablo también en su nombre. Patrick seguramente no opine igual, pero tampoco a él podría pasarle nada mejor que tu desaparición. Así que vayamos al grano. ¿Cuánto?

Doortje miraba sin comprender, y Juliet sonrió desconcertada.

—No entiendo —objetó—. ¿Cómo voy a irme? Soy la esposa de Patrick, ¿es que lo habéis olvidado? Y la madre de May. Tengo todo el derecho del mundo de vivir aquí.

Lizzie asintió.

—¿Cuánto? —repitió.

Juliet se apartó el pelo de la cara.

—¿Cuánto qué? —preguntó, hipócrita.

—Dinero, Juliet —respondió Lizzie—. De eso sí entiendes. Bien, hasta ahora lo has obtenido viniendo, en lugar de marchándote. Hagámoslo ahora al revés. Así que, ¿cuánto?

—¿Intentas comprarme? —Juliet se reclinó hacia atrás.

Lizzie gimió.

—Intentamos abreviar, Juliet. Tengo otras cosas que hacer. Pero está bien, te lo diré más claro: ¿cuánto dinero necesitas para marcharte hoy mismo?

—¿Adónde? —preguntó Juliet.

Lizzie se frotó la frente.

—A América. O a Europa. O a las islas Fiji. Cualquier lugar lejos de Nueva Zelanda. ¡Y deprisa!

Juliet rio.

—Las cosas no van tan rápidas. ¿O es que quieres comprarme un barco también?

Su suegra se encogió de hombros.

—Si no hay otro remedio. Pero te lo advierto: se hundiría. Así que, ¿cuánto?

Al final sonrió.

—Diez mil libras.

Lizzie contrajo el rostro.

—Vaya. Entonces prepárate, Juliet, al mediodía ya tienes que haber salido de casa. Puedes llevarte un coche, coge uno con toldo para no mojarte si vuelve a llover.

Juliet se la quedó mirando perpleja.

—¿Vas... vas a pagarme... diez mil libras? —Se le amontonaban los pensamientos y las palabras. ¿De dónde iba a sacar su suegra esa suma?

Lizzie, sin embargo, siguió hablando inmutable.

—Ve hasta Dunedin y deja el caballo en el establo de alquiler. Luego coges el tren a Christchurch. Llegarás hoy y te alojarás en el White Hart. En el plazo de tres días, a ser posible mañana, un abogado irá a buscarte. Tendrás que firmar el consentimiento del divorcio así como la renuncia total a todos los derechos sobre tu hija May.

—Hasta ahora no habíamos hablado de May —objetó Juliet—. Si... si tengo que renunciar a mis derechos sobre ella entonces... entonces quiero cinco mil más.

En el rostro de Lizzie solo había desdén.

—Resulta interesante comprobar que valoras en algo a tu hija —observó lacónica—. En fin, renunciarás por escrito y expresamente a todos los derechos sobre tu hija, y a cambio el abogado te dará quince mil libras en efectivo. Y te marcharás en el próximo barco.

Juliet sonrió.

—¿Y si no me voy? —inquirió.

El semblante de Lizzie se endureció.

—Hay hombres en este país que te ajustarían las cuentas por mucho menos que quince mil libras. No te pongas terca. —Dicho esto, se dio media vuelta—. Vamos, Doortje, iremos al poblado maorí y luego al precipicio. Que Nandé ayude a Juliet a hacer el equipaje, nos llevaremos a los niños. A lo mejor todavía podemos impedir que los hombres cometan la tontería de descender, aunque me gustaría recuperar el chal. Es muy bonito... y no hay que derrochar el dinero. —Dirigió una sonrisa cómplice a Doortje.

La joven pensó en el oro que Lizzie había escondido en el jardín. No cabía duda de que con él una podía comprarse muchos chales.

O librarse de Juliet Drury la Bree.