¡Qué vida! Van dos meses que no consigo salir. Por la mañana el mate; después los lienzos, el plumero, las escobas, los peines, ¡qué sé yo! Más tarde, vuelta al mate, y en seguida la costura, las medias, y zurza Vd. aunque esté de mala gana. A la noche las visitas, el té, «¿Juana? La puerta, que llaman, y vaya Vd. aunque esté sentada descansando y no quiera levantarse». ¡Esto es atroz! Tentada estoy de casarme con Pedro, el criado de don Nicanor. Pero es tan tonto el infeliz, y luego usa unos chalecos tan largos de talle y tan feos. Rufino es diferente. Pero el pillo ha dado en hacerse el desdeñoso. No sé cómo haría. ¡Oh! Si yo pudiera imitar al niño otro gallo le cantará. El sí que es elegantón. Toma, como que tiene un amo que es un dije, más rico que el Potosí. ¡Qué pañuelos tan perfumados usa, y qué aceites, qué corbatas a la dernière! Estudiemos un poco lo que haré la primera vez que le vea.
.
¿Se puede entrar?
¡Adelante!
Él es.
¿Carmencita?
¡Ah! Rufino, entre Vd.…
¡Qué desdén!
¡Insolente! Salga Vd.
. Esa carta para la señorita Emilia.
Pues no me ha besado la mano el atrevido. ¡Tunante! En todo imita al patrón.
¡Ave María purísima!
¡Sin pecado concebida!
Otra cartita sin duda.
Muy buenos días, Carmen…
Entre Vd. Pedro.
De parte de mi amo, que como está la señora doña Dolores, la señorita Emilia, que cómo han pasado Vds. la noche, que si han sabido Vds. de don Manuel, y si…
¡Por Dios, acabe Vd. su retahíla! ¿Qué trae, qué quiere?
¡Qué chaleco, Virgen de Luján! Amarillo y flor romero. ¡Ja, ja, ja!
Esta carta.
¡Bobote!
No me atrevo.
Póngala Vd. ahí.
¿Está Vd. de mal humor?
No sé.
No ha de haber estado Vd. así con Rufino Saraví.
Y bien, ¿qué se le importa a Vd.?
¡Carmencita!
Déjeme Vd.
¡Y qué olor trae!
Así me trata Vd. después de sus promesas de ayer, y de haberme dicho en el mercado que…
Repare Vd. que ahora no más viene la señora.
Volveré luego.
Charro, no, no puede ser. Imposible que yo me case con un hombre que usa chaleco amarillo, que no tiene sombrero alto, ni cadena de reloj, que jamás se pone guantes. Se burlarían de mí.
Dos cartas. ¿Qué la dirán? Lo de siempre. Que es bonita; le pedirán una cita [para] que vaya esta noche al teatro de Colón, y más tarde al baile del club. Que no se comprometa para el primer vals. Declaraciones de amor.
¿Qué haces, Carmen?
¡Qué hago!
¿Qué cartas son esas?
De don Nicanor y de don Luis.
Vete y despacha adentro.
Sí, señorita.
¡Qué fastidio! Qué costureras. Si no se puede contar con ellas para nada. ¿Si me traerá las blondas Victorina? Faltan apenas unas cuantas horas, y aún no sé qué vestido me pondré. Tengo lo menos una docena, y todavía no acierto a elegir ninguno. Me pondré el del coronel, le gustará verme con él; y al fin, si estoy resuelta, ¿por qué no complacerle alguna vez, siendo tan bueno y tan amable como es? Pero veamos ¿qué dice la carta de Luis? No, primero leeré la de Nicanor; no, la de Luis; no, la de Nicanor. Pues que decida la suerte.
. A ver esta.
. ¡La de Luis!
«Emilia: El tiempo vuela como mi impaciencia, me parece que hace un siglo que no la veo a Vd., y sin embargo, apenas han transcurrido algunas horas. El baile es esta noche, ya lo sabe Vd. No se comprometa Vd. Quiero su brazo al salir del Colón, y el primer vals en el Club. Siempre de Vd. – Luis de Salazar». A ver Nicanor qué dice. ¡Cómo habrá llamado la atención su carruaje en las carreras de Belgrano!
. «Emilia: las carreras acabaron tarde; Vd. no quiso aceptar mi carruaje, y yo no pude deshacerme de algunos amigos importunos. Espero que por esto no echará Vd. en olvido su promesa. Nos veremos en la ópera; pero pido anticipadamente el primer vals en el club – Nicanor Ochagavia». ¡Qué compromiso! No sé qué hacer.
«Luis: bien oculta Vd. su impaciencia, pues hace cuarenta y ocho horas que no se le ve a Vd. por esta casa. Iré al Colón. En cuanto al brazo y al vals, estoy comprometida. Emilia Lerma y Pereda». «Nicanor: No fuimos a las carreras, porque mi tía se puso mala. Vd. no vino además, como nos lo había ofrecido. No sé si iré al teatro. El primer vals lo he ofrecido de antemano. – Emilia Lerma y Pereda».
.
¿Señorita?
Esas cartas cuando vengan por la contestación.
¡Qué costurera! No he visto nunca una embrollona igual. ¿Juana? Corre a la tienda de Anita, y dile que hasta cuando me quiere hacer esperar; pasa también por lo de Victorina.
Voy a volar señorita.
Haré un rodeo y veré a Rufo al pasar.
¡Pobre coronel! Su noble carácter me interesa tanto como sus vicisitudes; sus infortunios le hacen simpático; no es rico, pero me hará feliz, me dejará mi libertad, que como dice mi tía es la verdadera felicidad.
¿En qué piensas sobrina?
Mi tía… en que me caso con el coronel.
¿Con el coronel?
Con el coronel, sí, se lo prometí anoche, ahí en ese mismo sofá.
¡Imprudente!
¡Imprudente! ¿Y por qué tía? ¿No me ha dicho Vd. tantas veces que una huérfana debe casarse lo más pronto posible, que somos pobres, que nuestra pequeña renta nos alcanza apenas para el alquiler, que el pleito va mal, que los réditos del dinero tomado al coronel, se comen poco a poco la finca de la calle de Potosí? Pues bien, me caso. El coronel no es rico; pero tiene un sueldo seguro.
Sí, si no viene alguna revolución que lo mande a la inactiva.
Tiene también algunos bienes de fortuna.
¡Cien mil pesos, vaya una gran cosa!
Y una reputación militar hecha.
Con honra sobrina, no se manda al mercado, ni se arrastra coche, ni se paga lo que debemos en lo de Iturriaga.
Será prudente, mi tía, y me hará feliz, dejándome mi libertad.
¡Tu libertad! Pero es sobrina que con libertad no se vive; tú tienes hábitos y gustos que el coronel no podrá sostener, y entonces esa misma libertad, será un obstáculo a tu felicidad. Cuando te he predicado el casamiento no pensaba que pudieras fijarte en el coronel.
Me había Vd. hecho tantos elogios de él, diciéndome que era excelente…
Sí, excelente para amigo, para acompañarnos por su nombre y su posición social; pero no para marido, por su escasa renta y sus ningunos medios de adquirir.
¡Ah!…
Qué me había de imaginar que cometieras semejante disparate. Suponía que tu elección fluctuaba entre don Luis y don Nicanor.
¡Don Nicanor y don Luis! Ninguno de ellos me ha hablado de casamiento sino de amor.
¿Por dónde querías que empezaran? ¿Querías que de buenas a primeras te hablaran de matrimonio?
A mí me parecía que…
Tú no conoces a los hombres, sobrina. Ellos hablan siempre de amor, que es lo que quieren, y acaban por casarse, que es lo que no quieren, si se les sabe manejar.
Sin embargo, el coronel no ha procedido así. Me ha visitado algunos meses, me ha tratado con respeto y cariño, y cuando yo estaba lejos de sospechar sus intenciones me ha dicho sin rodeos: Emilia, es Vd. joven y virtuosa; no tiene Vd. más apoyo que su tía. ¿Quiere Vd. unir su suerte a la mía, y sellar así mi felicidad?
El coronel ha hablado el lenguaje franco y sencillo del caballero, del militar. Es una excepción a la regla general. Los otros dos el lenguaje del día, el lenguaje falso y banal de los salones; eres huérfana, hermosa, elegante, alegre, espiritual, han puesto sus ojos codiciosos en ti, y, al ver tu candor, se han hecho, como todos los hombres de su edad, la ilusión de una conquista fácil, halagándose de antemano con la innoble satisfacción de agregar una página más a la historia de sus liviandades.
¡Mi tía!…
Tú has escuchado sus declaraciones, has aceptado sus ofrendas, hoy las flores del uno, mañana el palco, el carruaje del otro. Ellos se han envanecido, y han creído, que más tarde aceptarías sus joyas. Han seguido adelante, y como al solicitar nuestra relación no han tenido sino un fin, cada cual ha continuado con su propósito, el uno fingiéndose generoso, desprendido, el otro serio y formal. Si hubieras seguido mis consejos, ya sabríamos a qué atenernos. No lo has querido, y ahora me dices, cuando menos lo esperaba, y como la cosa más natural del mundo, que te casas con el coronel.
Usted me hace reproches que no merezco mi tía. Yo he aceptado esas demostraciones por consejo de Vd. y jamás he pensado en nada que no fuera honesto, digno de mí.
¡Sobrina mía! Mis reproches no son a tu virtud; tengo pruebas de ella e ilimitada confianza en ti. Quería únicamente decirte, que así como has seguido mis consejos, aceptando las ofrendas de don Nicanor y de don Luis, hubieras debido no comprometerte con el coronel sin prevenírmelo.
Le había a Vd. oído ponderar tanto su generosidad, el modo como nos había facilitado los cien mil pesos de la hipoteca, rehusando por mucho tiempo el aceptarla, a pesar de la instancias de Vd. y creí que…
¡Pobre Emilia! Y creíste que era inmejorable para marido, olvidándote de que llevas un nombre que debemos sostener a toda costa, que necesitamos tener un palco, un carruaje, sirvientes; que no podemos renunciar a nuestras visitas: ¡eso sería descender! ¿Que tus trajes, tus adornos, todo lo que te hace brillar y nos da un lugar principal en la sociedad, no podía dártelo el coronel, cuyo sueldo es mezquino, y su renta en proporción? ¡Qué niña, qué niña por Dios!
¡Mi tía!
No, ese casamiento no puede verificarse, ni se verificará; es una locura. Y luego que el coronel puede ser tu padre. ¡Pues es una friolera!
Es que he comprometido mi palabra de honor.
¡Tu palabra de honor a los diez y seis años! ¡Jesús, qué gracioso! Una mujer no tiene palabra de honor, y las niñas mucho menos. ¡Pobres de ellas si la tuvieran! ¡Qué más quisieran los hombres! Yo arreglaré eso sobrina. ¡No me diera Dios más trabajos en mi vida!
Pero el coronel me dirá, y con razón, que soy una abominable coqueta, me despreciará, se vengará quizá.
Nada temas. Lo que es menester, es salvar tu posición; desligarte de un compromiso imprudente, contraído por tu imprevisión, que destruye todos mis cálculos y proyectos de porvenir. En lo que debes pensar, es en tu nombre te lo vuelvo a repetir; en que casándote con el coronel tendrías que renunciar a todos los placeres que amas, a la manera como te has educado. Pues no faltaba más sino que criaras tú misma [a] tus hijos, para enflaquecerte como un perro, y ponerte achacosa y fea en la flor de la juventud. No, Emilia querida, la felicidad es la libertad; pero la libertad con dinero, y eso no te lo puede dar el coronel, por mucho que te ame y desee hacerte el gusto en todo.
¿Qué piensa Vd. hacer mi tía?
Déjame, déjame Emilia; sabes que soy tu madre, y que no anhelo sino verte dichosa, festejada, envidiada. Tú has de hacer un casamiento, que haga rabiar a las demás mujeres, o yo dejaré de llamarme Dolores Quiñones de Salcedo. ¿Cuándo debe venir el coronel?
A las tres.
¿Y don Luis?
No vendrá, me ha escrito ofreciéndome su brazo para esta noche, a la salida del Colón, y pidiéndome el primer vals que se baile en el club.
¿Y qué le has contestado?
Que estoy comprometida.
¿Comprometida, con quién?
Con el coronel.
El coronel irá conmigo; yo le haré entender con indirectas que es una locura que piense en casarse contigo, y a las claras le diré, que un hombre de sus años acompañando a una joven como tú es un contrasentido. Ya lo verás. Felizmente soy mujer que en teniendo razón, le dice cuatro frescas en su cara al más pintado.
Mi tía, no vaya Vd. a cometer alguna indiscreción.
Pierde cuidado, pierde cuidado sobrina. ¡Él, un viejo, del brazo contigo, pues es idea! ¿Y ha escrito también don Nicanor, o sigue dándose importancia el muy amelcochado?
Sí, mi tía, ha escrito, haciendo igual solicitud, y le he contestado lo mismo que a Luis.
¿Por el coronel, no es verdad?
¡Qué quería Vd. que hiciera mi tía, después de lo prometido!
Lo prometido; esa palabra me ataca los nervios sobrina. No quiero que me la vuelvas a repetir.
Mi tía, yo haré lo que Vd. crea que me conviene más.
Así me gusta, hija mía. Oye pues mis instrucciones. Don Luis y don Nicanor te verán en el Colón antes de ir al club, y como es natural, te repetirán tu solicitud. Concédele al uno el brazo y al otro el vals. Pero al que le ofrezcas el brazo no se lo des; si se enoja mejor, le quitas el enojo bailando con él; si el otro se atufa por esto, le dices que harto has hecho con desairar a una persona que es tan amable con nosotras.
Pero mi tía eso no me parece bien.
Déjate de escrúpulos Emilia. Colúmpiate entre don Nicanor y don Luis, y el que se enoje, ya se le pasará la fanfurriña, que de algo ha de valer ser linda como una rosa y elegante como un figurín. Lo demás, eso de palabra empeñada, ya lo he dicho, es tontera, preocupación buena cuando se trata de algún asunto de honor; pero entre hombres y señoras, ¿pues no faltaba más?
Sin embargo, mi tía.
Nada, dales almíbar a los dos, baila alternativamente con uno y otro, que ninguno te lleve a la mesa; reserva ese favor para algún otro galán, que no te faltará, y ya verás si no se te humillan como unos corderos. Para los hombres, sobrina, la mejor táctica de todas es la versatilidad.
Ojala que no se equivoque Vd. mi tía, y que no vayamos a tener algún mal rato por proceder así.
¡Qué disparate! No, Emilia, pon en práctica mi plan de campaña y desde luego échate a dormir sobre tus laureles. Tengo yo más experiencia que milagros ha hecho nuestra Señora de Luján.
Dios lo quiera.
Sí, hija mía, no hablemos más de ello. Pensemos ahora en tu vestido. ¿Dónde está Carmen?
Fue a las tiendas de Anita y Victorina.
¡Y hará una hora! No lo digo, si está el servicio perdido, perdido. Ya se ve, han tomado con un furor la libertad, que no hay como sujetarlas. Y el día menos pensado se le levantan a una con el santo y la limosna, y deles Vd. palmada. ¡A propósito para ello es la policía que tenemos!
Quién sabe si no la han hecho que espere, mi tía.
Cuando no. Tú eres quién la echas a perder.
Querida Emilia
, Dolorcitas.
¡Qué amable!
¡Qué linda viene Vd.!
Vd. siempre cortesana misia Dolores.
Con cuánto gusto te veo Helena; llegas a propósito, espero por momentos unos vestidos, y quiero tomar para esta noche el que merezca tu aprobación. ¿Supongo que no dejarás de ir al club?
Pretende que no me podrá acompañar, que tiene no sé qué negocio…
Pretextos de celoso. ¡Pues no faltaba más! Privarla de una noche como lo de hoy, y estando tan hermosa.
No he dicho resueltamente que no, misia Dolores; he dicho que veremos.
¡Cómo veremos! No señor, es menester que vaya.
Y los niños, ¿Vd. no piensa en ellos señora?
Los niños, que quede la nodriza con ellos, y Felipa. ¿Quiere Vd. acaso que Helena se envejezca de cansancio y de hastío cuidando siempre de ellos?
Vd. exagera Dolorcitas.
¿Qué exagero?
No envejece el amor de los hijos señora.
¿Que no envejece, dice Vd. el tener en los brazos todo el santo día y toda la noche a un muchacho que grita como un becerro, que hay que mudarlo a cada rato, que no deja comer, ni respirar a la madre un minuto siquiera?
Misia Dolores; yo pienso que la mujer que ama a sus hijos hace todo eso con placer.
Así me parece a mí también.
Pero hija, ¿qué entiendes tú de eso?
Dice Vd. bien Emilia, lo que envejece y fastidia no son los placeres del hogar, ni el cuidado de los hijos; son los placeres que se buscan fuera de casa, los paseos, los bailes, las cenas a deshoras. No tiene Vd. más que echar la vista a la sociedad. Las que más se pintan y acicalan son las que menos paran en su casa. El hogar doméstico es el verdadero invernáculo de toda mujer juiciosa y discreta.
¡Jesús, y qué antiguo está Vd.! No parece Vd. un hombre del siglo, nadie diría al oírle sus ideas franciscanas que apenas tiene Vd. cuarenta años.
Aquí está Carmen.
A ver, a ver…
Será mejor que me marche. Un hombre entre mujeres y cintas hace un tristísimo papel.
¡Ay, qué lindo!
Volveré dentro de una hora
, misia Dolores.
¡Qué hermosa guarnición!
Emilia…
¡Ah! Este otro es más elegante.
No lo dije; ni más ni menos que si fuera un perro.
Mire Vd. este señorita.
Jesús que antigualla, vendrá por equivocación.
Este es el que me gusta a mí.
D.ª DOLORES
¡Bravo, hija mía, tienes mi mismo gusto!
HELENA
¿Cuánto vale ese Carmen?
CARMEN
Este mil, ese dos mil, este tres mil y aquel cuatro mil.
LAS TRES
Y es cierto que tiene mucha vista, pero es muy sencillo.
CARMEN
Este de cuatro mil sí es bonito.
D.ª DOLORES
Precioso,
calla entrometida.
HELENA
Toma ese Emilia.
EMILIA
Es muy caro.
D.ª DOLORES
¡Qué caro!
Si interrumpo me retiro…
Nada de eso, al contrario, denos Vd. su opinión, diciéndonos cuál de estos vestidos le gusta más.
¡Señora!, tan luego yo.
No le parece a Vd. que este de cuatro mil, es más elegante que este de mil y que esos otros.
Señora, si en materia de gustos soy completamente recluta ¡qué digo!, una especie de ciego. No entiendo jota de modas, apenas conozco la nomenclatura de los colores modernos.
¿Pero no le parece a Vd. que ya que Emilia se ha resuelto a ir al baile del club, debe llevar un vestido digno de su apellido, no un traje de mil pesos, que se encuentra en cualquier tienda de la vecindad?
Para las jóvenes, me parece que lo más adecuado es la sencillez. Nunca es más bella la juventud como cuando ostenta sus galas, su modestia, su virtud entre el follaje de flores naturales y de vaporoso tul.
Qué poético está Vd. coronel.
Qué económico y prosaico, di más bien Helena.
Pero mi tía, el coronel tiene su gusto, respetémoslo. Yo también estoy por la sencillez. Pero si a Vd. le parece que…
El Sr. don Luis de Salazar.
¡Qué fortuna!, qué à propos, como dicen los franceses. Ahora verán Vds. cómo tenemos aliados y derrotamos al coronel.
Que pase adelante, pronto, hazle entrar.
Señoras, señorita, coronel.
Acérquese Vd. don Luis.
LUIS
¡Qué maremagnum de cajas, y qué lindos gustos y qué soberbias telas! Las conozco de lejos.
El Sr. don Nicanor Ochagavia.
Otro aliado,
entre Vd. Sr. don Nicanor.
¡Oh! Prestigio del dinero.
¡Qué D.ª Dolores!
Continúen Vds. ya veo que se trata de asuntos de gravedad.
Cómo se conoce el hombre bien nacido y de sociedad, ¿eh?
¡Qué ridícula escena!
Veamos la opinión de Vds., Sr. don Nicanor, Sr. don Luis; el coronel está fuera de combate.
Daremos nuestro veredicto sin titubear.
Y con inglesa imparcialidad.
Así me gusta. A ver Emilia, expón tú el caso.
Cedo el informe a Helena.
Acepto la personería. Atención señores: se trata de saber cuál de estos vestidos es más digno de Emilia, más moderno, más elegante.
Este vale mil, este dos mil, este tres mil, y aquel cuatro mil.
¿Cuál les gusta a Vds.?
¡El color caña!
Sin disputa.
No se puede admitir discusión sobre el particular.
¡Farsantes!
Lo ve Vd. coronel.
Es el de cuatro mil, está Vd. derrotado.
Pero derrotado ignominiosamente.
Mi tía, generosidad con los vencidos.
¿Dónde han descubierto Vds. unos gustos tan nuevos?
Son lo que se llama una verdadera nouveauté.
No se lo decía a Vd. coronel.
No se lo decíamos a Vd.
Qué quieren Vds. señoras, cuestión de gustos.
De necio orgullo y de servil e indigna adulación.
No, de buen tono diga Vd. más bien coronel.
Eso es de bon ton.
El caballero nace y el gusto se hace; el coronel es de otra época.
¡Triple necio!
El señor tiene razón, el caballero nace, porque la dignidad no se compra, se la hereda.
Pues no hay que hablar más. Emilia, llevarás el de cuatro mil y un adorno que no le vaya en zaga. Por eso no hemos de ser menos ricas.
¡Aprobado!
¿No quieren Vds. que nos sentemos?
Yo no, querida Emilia, Carlos tarda, sospecho que no volverá, me voy.
¿Tan pronto?
Sí, tengo que prepararme.
Eso es otra cosa, no pierda Vd. tiempo entonces.
¿Espero que no faltarás?
Pierde cuidado.
Así me place oírla a Vd. No haga Vd. caso de su marido, si él no quiere ir, que se quede en casa. Pues no faltaba más sino que había Vd. de gastar su juventud meciendo chiquillos.
Vaya unas máximas morales.
Hasta esta noche Dolorcitas, caballeros
.
Cómo me gusta una mujer que no se deja dominar por su marido.
¡Vaya una vieja!
Sopla con la tía que ha de haber sido brava como un huracán.
Pero siéntense Vds. señores.
¿Con que al fin se resolvió Vd. Emilia?
Sí.
¿Y al teatro también?
Mi tía se ha empeñado, y es necesario obedecer.
Pues ya se ve que sí. Capaces eran de creer que no iba por falta de palco, y desde que don Luis nos proporciona el suyo, no veo por qué razón no hemos de disfrutar de la noche por entero.
Y luego que no siempre se oye en Buenos Aires un barítono como Celestino.
Y una cantatriz como la Briol.
Pobre Emilia, déjenla Vds. que goce, ya tendrá que sufrir y llorar cuando se case, sobre todo si tiene la desgracia de caer en manos de algún viejo regañón y avaro.
No son los viejos los que por lo común hacen desgraciadas a las mujeres.
Vd. no es voto coronel.
¿Por qué no mi tía?
Porque él no puede pensar en casarse.
Quién sabe señora.
El coronel no es tan viejo.
¡Necios!
Esto va largo, esperaré a la noche.
Me parece que pierdo el tiempo, esperaré hasta la hora de la ópera.
¿Y acompañará Vd., coronel, a estas señoras al teatro, o quiere Vd. misia Dolores que venga yo en persona?
¡Qué amable!
Lo mismo digo yo, excuso repetirles a Vds. que estoy siempre a su disposición.
¡Necios!
Sí, el coronel nos acompañará, no se incomoden Vds.
Calla niña por Dios, lo echarás todo a perder.
Como Vds. quieran, Emilia.
Entonces, me permitirán Vds. que me retire; misia Dolores, Emilia beso a Vds. los pies.
Me parece que el tiempo se prepara, y que Vds. harían bien en aceptar mi carruaje.
Gracias Luis.
¡Jesús, que niña!
No lo ofrezco por cumplimiento sino con la mejor voluntad.
Así lo creo; pero ya tenemos uno de alquiler.
¡Qué niña! ¡Qué niña!
Como Vds. manden. Misia Dolores, hasta muy luego, Emilia no eche Vd. en olvido mi petición; recorra Vd. su memoria; coronel, beso la mano de Vd.
Esta carta, que manda el Sr. don Nicanor.
Pues si acaba de salir de aquí.
Es para Vd. mi tía.
Lee Emilia, lee, a ver qué novedad es esa que le hace escribirme a mí.
«Mi querida Sra. Dolores Quiñones».
¿Y qué, no pone de Salcedo?
Sí, mi tía, pero como es tan largo…
Bueno, prosigue, veamos qué dice al fin.
«Sería Vd. tan buena que aceptará mi carruaje para esta noche, diciéndome a qué hora debe ir, y quiere Vd. que la acompañe quien queda de Vd. con todo respeto y consideración atento y seguro servidor – Nicanor Ochagavia».
Pronto Emilia, contéstale que aceptamos el carruaje, y su compañía con él, añade que a las ocho saldremos de casa. No quiero perder el primer acto del Trovador. Cuando una gasta su dinero debe ser para disfrutarlo bien.
¿Usted acepta el carruaje, misia Dolores?
Pues ya se ve que sí, y también el brazo de don Nicanor para Emilia; si antes no acepté su amable ofrecimiento fue porque estando presente don Luis, cuyo palco vamos a ocupar, no me pareció decente, ni propio decirle en sus barbas que no. Pero desde que es tan fino que se incomoda en escribir, ¿cómo rehusar?
Sin embargo…
¡Qué! ¿Pretendería Vd. que entráramos al Colón solas nuestras almas? ¡Lúcido papel haríamos! Lo primero que dirían es que nadie nos visita, que nos falta quien nos proporcione coche, que tenemos tal furor de teatro que aunque se caiga el cielo nos largamos a pie por esos barriales de Dios sin más reclinatorio que el brazo de Vd.
No señora, no digo eso; pero tomaremos más bien un coche de alquiler, y así no deberán Vds. favores a nadie.
Dice bien el coronel, para qué deber favores a nadie.
Calla sobrina, te lo pido por última vez, déjame manejar estos títeres y verás que no nos pesa ni ahora, ni después. ¡Qué idea! Las personas de pro no van al teatro acompañadas por amigos de confianza. Eso se queda para modistas y jornaleros. Toda señora casada debe tener siempre algún caballero a la moda, que reemplace a su marido, que, ocupado en sus negocios, no puede estar constantemente a las órdenes de su esposa. Lo mismo digo de las jóvenes. La que va al teatro sola, dicen que no tiene mérito, que no es elegante, ni bonita, y es desprestigiándose, adiós oportunidades, se queda para vestir santos. Sobre todo, esa es la moda francesa, y como ella da tono no hay que replicar. Por eso he aceptado el palco de don Nicanor; para que vean que Emilia tiene lo principal de Buenos Aires a su alrededor, que los jóvenes más guapos y acaudalados la siguen y obsequian a porfía; no por economizar cien pesos que los tira una en cualquiera cosa.
Pero Vd. no piensa en la murmuración, misia Dolores.
¡La murmuración! ¿Y de quién no se murmura? ¿Conoce Vd. alguna familia tan afortunada que no haya sido mordida hasta ahora por el diente maligno de la sociedad?
Además, teniendo una su conciencia tranquila.
Dices bien, hija mía, la conciencia tranquila, he ahí lo que se necesita; lo demás son vejeces, preocupaciones de gente rancia, que no ha frecuentado la sociedad. Sea virtuosa la joven, cumpla sus deberes la madre de familia, y no hay que tener miedo de las apariencias, que, como dice el proverbio con mucha sabiduría, engañan.
Me parece misia Dolores que Vd. interpreta el adagio a medias. No son solo las malas apariencias las que engañan. También engañan las que no lo son; engañan las buenas.
¡Es Vd. incorregible coronel!
Así será; pero soy de opinión que a la madre de familia, a la viuda, a la joven solterona celosa de su reputación y de su honor, no les basta la conciencia de su pureza y rectitud.
¿Y qué más quiere Vd. coronel?
Eso es, ¿qué más quiere Vd.?
La sociedad es ligera en sus juicios misia Dolores; cruel e implacable a veces, Emilia, en sus persecuciones contra la virtud. Así, la mujer que no quiera exponerse a enojosas y amargas censuras, es menester que junto con su recato salve las apariencias también. La virtud es un tesoro; pero tesoro que se empeña con mucha facilidad. Afortunada es sin duda la mujer que lo posee. Pero no basta ser virtuosa, en este pícaro mundo, es menester parecerlo así a los ojos de la sociedad.
¿De manera que Vd. quisiera que las damas anduvieran solas como hermanas de caridad?
No digo eso precisamente señora. Pero pienso que una señora casada, lo mismo que una joven soltera da menos pábulo a la crítica yendo sola, que acompañada por personas que solo tienen en ello el placer menguado de lisonjear su vanidad, llamando sobre sí las miradas de los que están en los balcones de los clubs o en las puertas de los cafés, murmurando del prójimo, sumando y restando, cómo es que fulana tiene palco y coche, cómo es que zutana no sale de la joyería de Favre y tiene cuenta en lo de Amoreti e Iturriaga.
¡Acabe Vd. por Dios coronel! Y tú Emilia, ponle ese billete a don Luis.
¿Y qué, de veras va Emilia a escribirle a don Luis?
Claro está que sí coronel. ¿Es acaso también alguna mala acción?
Parece, misia Dolores, que no conociera Vd. su tierra, la sociedad en que vive.
Pero coronel, ¿qué mal hay en que yo escriba cuatro líneas inocentes, que en nada me comprometen?
Tienes razón, hija mía, ninguno.
Misia Dolores…
Por favor coronel, deje Vd. sus suspicacias para otra cosa de más entidad; siéntese Vd. un momento mientras tomo mi tapado, que tengo que salir, y si Vd. no tiene algún quehacer me hará el favor de venir conmigo.
Y tú, sobrina mía, despacha y escribe.
Como Vd. mande señora.
¡Qué falta de sentido común, qué ceguedad!
. «Nicanor: Mi tía me encarga diga a Vd. que aceptamos el carruaje y el brazo de Vd. a las ocho. Emilia Lerma y Pereda».
¿Emilia?
Coronel.
¿Quiere Vd. concederme un favor?
Con mucho gusto coronel.
No envíe Vd. esa carta, rómpala Vd.
¿Por qué coronel?
Porque no es propio que una joven hermosa, cuyas pisadas siguen anhelosos veinte adoradores le escriba un billete, por inocente que sea, a un hombre soltero, joven, buen mozo, que si no es rico gasta lujo.
¿Qué mal hay en ello? Es un billete insignificante.
Insignificante en sí mismo, es verdad. Pero no insignificante por el uso de que de él puedan hacer.
Es Vd. muy desconfiado coronel, y de veras que no se me ocurre qué mal uso podrían hacer de un billete en el que hablo a nombre de mi tía. Además, ¡don Nicanor es un caballero!
No digo que no. Pero suponga Vd. un momento que don Nicanor mostrara ese billete.
Que lo muestre, quien lo lea verá desde luego que es un papel sin valor. ¡He escrito tantos así!
Y si no lo da a leer; ¿si sólo muestra la letra a la distancia o la firma, el nombre de Vd.?
¿No se me ocurre qué objeto pudiera tener en ello?
Ay Emilia, ¡qué ingenua y candorosa es Vd.! Vd. no comprende que allí donde el engaño y la malicia no alcanzan, alcanzan el orgullo impío, la infame y villana presunción de hacer aparecer lo que no existe en realidad.
Mi conciencia está tranquila coronel. Vd. me ofende con sus sospechas; es Vd. un escéptico, que todo lo ve al través de un prisma de perfidia e iniquidad.
No confunda Vd. la experiencia, el conocimiento del mundo con el escepticismo. ¿Cree Vd. que si yo no creyera en la virtud le hubiera hablado a Vd. el lenguaje del amigo leal, del soldado de corazón, solicitando su mano, para depositar en Vd. mi reposo y mi honor?
¡Mi mano!
¡Pobre coronel!
Emilia, en nombre de la palabra empeñada anoche por Vd. no envíe Vd. ese billete. Algo más, no vaya Vd. con don Nicanor al Colón. Vaya Vd. sola con su tía. Se lo suplico a Vd. de rodillas a sus pies.
¡Qué veo! ¡Estoy soñando! ¡Vd. coronel a los pies de mi sobrina!
Misia Dolores, protesto a Vd. que…
Mi tía, el coronel…
¡Qué desengaño!, qué desengaño, señor coronel. ¡Ay! A mí me va a dar algo.
¡Qué sofocación! ¡Quién lo hubiera sospechado!
Tranquilícese Vd. señora; juro por mi honor que…
¡Quite Vd. coronel! ¡Emilia! ¡Emilia!
¡Mi tía!
¡Jesús! ¡Jesús!
¡Carmen! ¡Carmen! ¡Agua!, agua fría.
Retírese Vd. coronel, yo explicaré a mi tía lo ocurrido, y la tranquilizaré.