Dejar huella en territorio ajeno

Aquella noche tuvo el primer encontronazo con su tía Sofi.

–No puedo creer que seas tan irrespetuosa como para usar mi computadora sin permiso. ¿Cómo entraste sin la contraseña?

–Me fijé cuando la pusiste el día que hablamos por videollamada con mis papás. Yo sólo quería mandarles un mail desde mi correo, y no podía usar el celular porque estaba descargado, así que por eso usé tu compu, pero no vi tus cosas, de veritas.

–Es el colmo que en mi propia casa deba estarme cuidando… No tenías derecho de usar la contraseña. Lo que hay en mi computadora es personal, eso quiere decir que nadie lo abre si yo no lo autorizo.

–Lo siento tía… es que en mi casa…

–Ésta no es tu casa, Julia. Aquí las reglas las pongo yo.

Las palabras cayeron con gran peso, dejándole claro que estaba en territorio ajeno. Después se hizo un silencio denso, que fue cuajando hasta hacerse sólido, irrompible.

En los días siguientes se hablaron con extrema cortesía, con fórmulas rebuscadas para no ser groseras, como quien se dirige a un extraño sólo para cosas muy elementales como: pásame el azúcar, por favor; llegaré a las siete y media; no olvides sacar la basura.

–Sí tía, así lo haré; sí tía, así lo haré.

Eso le pesaba a Julia más que el silencio. ¿Cómo era posible que una sola frase enfriara la calidez de una larga relación? “Ésta no es tu casa”… que no se te olvide.

El incidente tuvo un efecto profundo. Desde ese momento todos sus pasos fueron titubeantes y sus pensamientos cernidos tres veces, como la harina del pastel de manzana, antes de atreverse a expresarlos. Julia se repitió mil veces: “No debí hacer eso, ¡me pasé!”.

En la escuela las cosas tampoco fluían. Maruca ya no iba a buscar su lunch, pero la atravesaba con una mirada desafiante cada vez que se atrevía a levantar la mano para contestar una pregunta en el salón, cada vez que intervenía en un debate o una conversación en el aula.

Al finalizar la semana la llamó el maestro Robledo, el director, para explicarle las normas del colegio y cuáles eran las reglas del juego que iban sumando o restando puntos en las calificaciones mensuales.

El uniforme era obligatorio; no se podían usar las computadoras de la biblioteca para abrir los correos personales, pues se llenaban de virus; estaba prohibido traer celulares y tabletas, porque venían al colegio a estudiar y a convivir, no a estar clavados cada uno en su teléfono.

Los exámenes valían treinta por ciento de la nota final; las tareas, completas y bien hechas contaban también treinta por ciento; la limpieza de los apuntes y el orden en los cuadernos y en el uniforme contaba diez por ciento; la participación en clase sumaba o restaba veinte por ciento; y la asistencia puntual contaba diez por ciento.

Como no estaba cómoda en el colegio y tampoco en la casa de tía Sofi, cada tarde llamaba a Anahí, amiga inseparable e indispensable de la otra escuela, de su escuela. Ella le contaba con todo detalle lo que sucedía entre los amigos y Julia describía el desarrollo silencioso de sus desencuentros con la tigresa y el pequeño rebaño de cebras y otros rumiantes que la rodeaban.

–Por cierto –comentó Anahí–. Este sábado haremos una excursión al zoológico con todo el salón. Los organizadores son el maestro Fermín y adivina quién.

–¡Marcela, la de deportes!, segurito, segurito. No lo deja solo ni de chiste.

–Los dos estarán súper de acuerdo en que vengas al paseo. Pídele permiso a tu tía, mientras yo les aviso a ellos. Todo el salón se pondrá feliz si vienes, en especial ya te imaginas quién.

–Eso espero –suspiró Julia antes de colgar.

Se quedó pensando con nostalgia en sus pláticas con Anahí; estaban llenas de “quien tú sabes” o “adivina”, siempre salpicadas de esos guiños que hacían evidente su complicidad y los secretos que compartían.

Después de cenar le preguntó a Sofi con tiento:

–Este sábado los compañeros de mi escuela irán al zoológico, ¿me darías permiso de ir con ellos?

–Imposible, Julia. ¡Cómo me consultas con tan poco tiempo! Yo ya hice plan con Naty para vernos con ella y Maruca para ir al teatro. Imposible. Ya hasta compré los boletos. Iremos a ver el musical de El rey león.

Se mordió la lengua para no decir que su papá y su mamá no comprarían los boletos sin asegurarse antes de que todos querían y podían ir a la función.

La verdad era que moría de ganas de ir a ver esa obra, pero nunca hubiera escogido ir con Maruca Macorra. Además, no quería perderse la excursión al zoológico, era la única posibilidad que tendría en el trimestre de encontrarse con Panthera leo.

En su escuela de siempre, los viernes había clase de ciencias naturales, su preferida. Le encantaba que viniera el maestro Fermín a platicarles con tanto entusiasmo del cosmos, de plantas, animales y ecosistemas. Le gustaban los ejercicios, las investigaciones y las excursiones que organizaba.

En este nuevo colegio, a la maestra no parecía interesarle especialmente la naturaleza, pero como había que cumplir con el tema en el plan de estudios, les ordenó hacer el resumen de un capítulo del libro de texto.

Sin embargo, cuando ya se iba, propuso algo que pareció interesante.

–Quiero que cada uno de ustedes elija su animal preferido y haga una investigación amplia y completa sobre esa especie, el hábitat en el que vive, sus características físicas, relación con el entorno, cadena trófica a la que pertenece, cómo se relaciona con otras especies, etcétera, etcétera –hizo una pausa y continuó–: harán una investigación para presentarla a sus compañeros. Debe incluir imágenes, fotos o dibujos, y al menos cinco páginas de texto escrito, sin copiar de Wikipedia y sin faltas de ortografía. La calificación contará como examen de ciencias naturales y de español, por eso deben cuidar mucho la redacción, etcétera, etcétera.

Julia entendió con claridad por qué a la maestra la llamaban doña Etcétera y se entusiasmó con la tarea. No le costó trabajo elegir a su protagonista, sería, claro está, Panthera leo.

En el recreo se acercó a la biblioteca, la señorita Algeciras estaba desocupada y tuvo oportunidad de preguntarle si podría usar, de vez en cuando, una computadora a la hora del recreo o en el receso que daban después de la comida. Le explicó que sus papás estaban en Londres y en la casa de su tía, no “contaba” con una para hacer la investigación que les pidió la maestra Domínguez. Puso mucho cuidado en decir: “No puedo disponer de una”, así no mentía. La verdad es que sí había computadora, pero había quedado claro que no estaba en su casa y que su tía no se la iba a prestar, porque nunca, nunca, la iba a pedir.

El viernes, muy temprano, se comunicaron con sus papás por videollamada. Papá y Sofi monopolizaron la conversación hablando de los avances en sus respectivas investigaciones. Desde la orilla izquierda de la pantalla los ojos de su mamá buscaban a Julia, trataba de descifrar algo en sus expresiones, eso sin nombre que percibía con ojos de mamá leona. Lo que alcanzó a ver no se podía dirimir entre los cuatro, así que Luisa sólo preguntó:

–¿Todo bien?

–¡Todo bien! –contestó Julia forzando una alegre sonrisa y levantando el pulgar.

Justo cuando terminaron la sesión, llamó Anahí. Julia empezó a disculparse triste porque no podría ir a la excursión…

–Eres una súper suertuda: irás a ver El rey león y además vas a la excursión con nosotros. La pasaron para el próximo mes pues el camión ya estaba asignado para otros grupos.

Eso le dio mucho gusto, aunque no se podía imaginar tan contenta en el teatro con Maruca Macorra.

Dio vueltas y vueltas en la cama esa noche. No podía explicarle a su tía que justo la niña que ella había elegido para que fuera su “amiga” era la última con la que tenía ganas de encontrarse.

Desde el sillón la veía trabajar concentrada en la pantalla de su laptop, instalada en la mesa de cocina, convertida ahora en espacio de trabajo. Ella era la encargada de dar seguimiento a los protocolos para evaluar los efectos secundarios de las nuevas medicinas que se probaban en el laboratorio. Era un trabajo minucioso que realizaba con cuidado y mucha responsabilidad, por lo que podía representar en la salud de los pacientes.

Pero por su cuenta, en un trabajo que realizaba fuera de las horas de oficina, estaba evaluando una sustancia que evitaba que los pacientes en tratamiento de quimioterapia perdieran el cabello. Eso era un compromiso personal.

Cuando su madre tuvo cáncer, lo enfrentó con enorme valentía, sólo la vio desmoronarse cuando perdió el cabello y sus hermosas cejas empezaron a volverse ralas hasta borrarse por completo y no quedar ni una sola de sus bellísimas pestañas.

–Tengo ojos de pollo –decía burlándose de sí misma con una risa forzada que no engañaba a sus hijos.

Sofía comentaba: “Eran su identidad y su fuerza, por eso se vino abajo, allí dejó de luchar”.

Ya no trabajaba por su madre, eso no tuvo remedio, lo hacía por otras jovencitas como ella que, apenas al salir de la prepa, se tenían que hacer cargo de su vida, su casa y un hermano, sin más apoyo que una vivienda y una escuálida pensión.

Julia la imaginó en el pequeño departamento, que arreglaban entre los dos hermanos cada noche, haciendo la tarea juntos para mantener sus becas, trabajando desde muy temprano y estudiando hasta muy noche. Salieron adelante a base de mucho esfuerzo, de la férrea disciplina que les inculcó su padre y del enorme sentido del humor que Enrique heredó de los mejores tiempos de su mamá.

Le dio una gran ternura y empezó a entender su enojo y su reacción al verse invadida por el desparpajo de una sobrina que llegaba, irrumpía en su espacio, su tiempo, le desordenaba la vida y, encima, hacía cosas como abrir sin permiso su laptop.

La función de teatro empezaría a las cinco y el plan era ir las cuatro juntas a merendar después de la función, aprovechando que el señor Macorra iba a estar en una reunión con los socios del corporativo internacional en Valle de Bravo.

Sofía le había comentado que estaba muy contenta porque su jefe se había interesado en el trabajo que ella estaba realizando sobre la caída de pelo en pacientes de quimioterapia y hasta prometió buscar un espacio para que ella hiciera una presentación de sus resultados a nivel internacional. Las dos se sorprendieron cuando le llamó ese sábado, muy temprano, para pedirle que le enviara con urgencia unas tablas de resultados de las pruebas que había hecho.

Ella calculaba que terminaría esa etapa del trabajo en unas dos semanas y no estaba lista para enviarlo ese mismo día, pero tanto insistió el ingeniero Macorra, que se comprometió a trabajar a todo vapor para sintetizar sus cuadros y hacer las gráficas que facilitaran su lectura.

Julia tendría que ir al teatro sola con Maruca y su mamá. Para que no se desaprovechara el boleto de Sofía, a Julia se le ocurrió que podría invitar a Anahí, pero a su tía le pareció que, ya que Naty tendría que hacerse cargo de su sobrina, era más amable cederle el boleto para que ella invitara a quien le pareciera mejor.

Fue así como llegaron al teatro Julia, Naty, Maruca y una de las cebras: Andrea.

Cuquis y Andrea hicieron mancuerna desde el coche. Hablaban entre ellas, para ellas y en un idioma que sólo ellas entendían, pues todo eran medias palabras.

Lo que Julia no imaginaba era que podía hacer una magnífica mancuerna con Naty.

Cuando las íntimas amigas se fueron a comprar golosinas al vestíbulo del teatro sin esperarla, Julia no hizo intento de seguirlas. Sacó de su bolso un par de chocolates deliciosos que su mamá había traído de un viaje a Oaxaca y le invitó a Naty. El efecto de esos chocolates se hacía sentir enseguida: ponían a Julia dicharachera y de muy buen humor. Como además no quería darle el gusto a Maruca de verla incómoda y sola, se dedicó a platicar con Naty y pronto empezaron a hallar puntos de encuentro.

A las dos les encantaba el chocolate, las comedias musicales, los leones y las jirafas. Estaban de acuerdo en que las cebras eran muy aburridas y compartían una rara fascinación y un miedo secreto hacia los tigres.

Naty y Sofía fueron compañeras desde la secundaria, así que desde entonces conocía también al papá de Julia y hasta estuvo presente, invitada por su amiga, en la boda de Enrique y Luisa.

Como Maruca y Andrea las ignoraban ostensiblemente, las dos compartieron comentarios, aplaudieron las mismas escenas, se rieron juntas en algunos pasajes y admiraron la música, los bailes y los suntuosos trajes.

Al llegar la escena tristísima en que muere el rey león y Simba se queda solo, Julia no pudo evitar un suspiro por su papá que ahora estaba taaan lejos. Naty lo supo sin mediar palabras y acarició su espalda consoladoramente.

En ese momento, “por accidente”, Maruca tiró su refresco, empapando el único vestido de salir de Julia. Ella se secó con los pañuelos que le pasó Naty y, sin ningún comentario, siguió viendo la obra. No iba a darle a la Macorra el gusto de verla enojada y, menos todavía, de verla triste.

De regreso a casa, Cuqui y su amiga Andrea no soltaron el celular. Estaban fascinadas presumiendo a todo el que quisiera abrir Instagram que habían estado en la primera fila del teatro. En las fotos parecía que habían ido ellas dos solas.

Julia se interesó sinceramente por el embarazo de su nueva amiga. Le hizo muchas preguntas sobre cómo se sentía el crecimiento del bebé en su vientre, cuándo se movía y cuándo se quedaba quieto, quería saber si ya tenían fotografías, si se chupaba el dedo, si tenía mucho pelo o poco. Naty era precisa en los detalles. El viaje se hizo cortísimo.

Encontró a Sofía trabajando intensamente en la elaboración de los cuadros que su jefe requería para esa misma noche, no importaba a qué hora. Así que, tras dos comentarios generales sobre la obra y después de cenar un bocadillo frío, Julia se fue a dormir. Antes de acostarse le dijo:

–Tu amiga Naty es muy cool.

Sofía debió haber trabajado toda la noche pues ni siquiera recogió la mesa de la cocina-escritorio. Cuando Julia despertó aquel domingo vio la computadora abierta, los papeles apilados y a Sofía de bruces en la cama, en un sueño profundo con la misma ropa que llevaba puesta desde la mañana del sábado. Para no hacer ruido se puso a leer un capítulo al azar del libro dos de Harry Potter y se quedó dormida. Una hora más tarde la despertó el hambre.

Fue descalza hasta la cocina y abrió el refrigerador para comerse una rebanada de jamón y un vaso de jugo. Regresó a la sala y dobló cuidadosamente las sábanas y el edredón de plumas calentito, que su tía compró para ella. Recogió la sala sin hacer ruido y volvió a la cocina. Allí se le ocurrió que podía hacerle un rico desayuno a su tía para contentarla, para que se olvidara del pleito sobre la computadora y la casa que no era su casa. Ahora reconocía que Sofía tenía razón. Ella también se hubiera enojado si alguien husmeara su contraseña y la usara sin su permiso.

Hizo un recuento minucioso en el refrigerador, había tortillas, pero ella no se acordaba muy bien cómo hacía su papá la salsa de los chilaquiles. Buscó en la alacena y encontró harina para hot cakes, miel, y en el refrigerador tocino y huevos. Iba a preparar huevos escondidos. Los hacía con sus primos siempre que iba de fin de semana a casa de los Huerta. Se preparaban según las instrucciones de la caja y luego, se escondía un huevo estrellado bajo cada uno y todo se cubría con tocino y miel. ¡Una delicia!

Para hacer la mezcla tuvo que recoger el tiradero. Cuidadosamente fue tomando cada pila de papeles y colocándola en el escritorio de la sala en la posición exacta que mantenía en la cocina. Por último, con cuidado, trasladó la computadora, abierta como estaba. De esa manera, recuperó la mesa.

Hizo todo en orden como decía su mamá: “Cocinar es una actividad muy celosa, no la puedes hacer pensando en otra cosa porque nada sale bien”.

Diez minutos después, cuando estaba sirviendo el café que había preparado para despertar a Sofi, descubrió que su mamá tenía toda la razón. Se distrajo pensando en cómo una persona tan amable, tan serena y buena gente como Naty podía estar casada con un tipo así, y sobre todo, cómo había sido ella quien criara a Maruca.

Metida en sus pensamientos, no se dio cuenta de lo caliente que estaba el asa de la cafetera hasta que ya le estaba quemando la mano y la soltó sin miramientos en medio de la mesa-escritorio. Corrió al lavatrastes y abrió la llave de agua fría que refrescó su mano escaldada. Entonces volteó y vio cómo la cafetera caliente estaba chamuscando la blanca y limpísima cubierta de la mesa. Por más que se apuró a quitarla no pudo evitar que quedara la evidencia. Se habían levantado pequeños globos cafés que afeaban la superficie tan lisa y tan clara. La talló con cuidado usando la fibra, pero no estaba sucia, estaba quemada. Eso no tenía remedio.

Sintió que no había salida y en ese momento oyó a Sofía.

–Qué sorpresa, huele a café recién hecho.

Para aplazar lo irremediable, Julia sacó los mantelitos individuales y rápidamente cubrió con ellos su delito.

Al entrar a la cocina, Sofi todavía venía medio dormida. La noche anterior había tomado demasiado café, pero pudo enviar a tiempo las láminas que necesitaba el señor Macorra para hacer la presentación. De pronto se alarmó:

–Mis papeles, ¿dónde están…? No debiste tocarlos. Sólo yo conozco mi desorden.

Ya iba a empezar a gritar, pero se controló cuando vio que todo estaba cuidadosamente colocado en la sala.

Se sentó a la mesa. Estaba asombrada de que Julia hubiera hecho el desayuno y además lo hubiera “emplatado” tan bien. Lo saboreó con placer.

–Está rico, aunque es una bomba de carbohidratos. ¿Quién te enseñó?

–Mis papás. Ya ves que les gusta cocinar juntos los domingos. Primero me pedían que pelara las papas, que partiera zanahorias, que limpiara el tiradero, pero después ya me dejaron meter las manos a la masa, como dice mi ma.

–Yo en cambio aprendí muy tarde. Tu abuela no nos dejaba ni entrar a la cocina, decía que ese era su territorio. Después de que murió, durante mucho tiempo comimos tortas de jamón, atún, frijoles de lata y galletas. Un día, tu papá se hartó y le pidió a la vecina que le enseñara a hacer sopa de fideos.

–Le queda deliciosa.

–Eso mismo pensé yo, y así nos repartimos la chamba. Él la comida y yo la ropa, la limpieza y las demás tareas.

Todo parecía indicar que habían hecho una tregua, tanto que Julia se olvidó de su desastre y se puso muy tranquila a lavar los trastes. Cuando le cayó agua en la mano le ardió la quemadura que se había hecho. En ese momento su tía recogió los individuales y el grito de: “¿Qué pasó aquí?” le escoció a la niña más que la mano ardida.

Julia explicó la verdad y vio a Sofi contar lentamente del uno al cien mientras enrojecía hasta la raíz del cabello; después sólo oyó un bufido y el portazo que dio al encerrarse en su recámara. Hubiera preferido que le gritara. Verla contenerse resultaba mucho peor.

Recordó que su mamá le había explicado que no era buena idea reventar la ampolla de una quemadura, pues el líquido que contenía la protegía contra infecciones. Su mamá siempre la curaba con sábila, pero Sofía no tenía plantas en el departamento porque generalmente se le morían de sed. Así que Julia se lavó y se cubrió la quemadura con un solitario curita que encontró en el botiquín del baño.

Cuando su tía volvió a salir, ella había terminado de recoger y puesto en su lugar exacto los papeles de Sofía, aprovechando de paso para volver a cubrir la evidencia.

Se puso a ordenar la sala mientras la escuchaba llamar muy seria al portero del edificio para pedirle que consiguiera a alguien que cambiara el lunes mismo la cubierta quemada.

Fue un domingo largo, silencioso y aburrido. Esa noche soñó con Panthera leo; al despertar no recordaba el sueño, pero se sentía muy serena.

Durante la semana, la mesa achicharrada fue el tema de conversación diaria entre Sofía y el portero, que no conseguía una pieza del mismo tono de blanco que cubría el resto de la cocina. Sofía nunca le hizo un reclamo directo, pero cada plática con el trabajador era un recordatorio hiriente para Julia.

El miércoles por la tarde, abrió su correo en el celular y vio lo que esperaba: un mensaje de su mamá.

Luisa la extrañaba minuto a minuto. En el teléfono tenía la hora de Londres, pero en su reloj había dejado la de México para imaginar, en cualquier momento, qué estaría haciendo Julia.

No le preguntaba cómo se estaba llevando con su tía, ni si era fácil o difícil vivir con ella, pero seguro supo descifrar la mirada de Julia a través de la videollamada, porque le platicó con mucho detalle lo difícil que era para ella y para Enrique moverse en el departamento que, con mucha generosidad, les había prestado una de sus colegas de la universidad en Londres. Al final, como si supiera lo que había pasado, comentó: “Es muy fácil decir: ‘Mi casa es tu casa’, pero uno debe saber que cuando lo dicen, generalmente no es cierto”.

En la escuela las cosas no iban mejor. Se sentía en guardia, siempre cuidándose las espaldas de la mirada descalificadora de Maruca Macorra, cada vez que participaba en clase. Para colmo le dolía la quemadura en la mano y le pulsaba, sobre todo durante la noche.

Un día, a la hora de la salida, se acercó a saludar a la mamá de Maruca y ella se dio cuenta de que la ampolla que se formó en su palma tras la quemadura estaba infectada. Dejó a Maruca y a Andrea esperando en el coche, a pleno rayo del sol, para llevar a Julia a la enfermería.

Esa noche Sofía ya se había enterado de que su amiga había tenido que llevar a Julia a que la curaran. Se sintió apenada y culpable de no haber advertido cómo estaba la mano de su sobrina. Revisó el vendaje y, como para sanar la herida, le dijo:

–No te preocupes por la cubierta, ya la cambiaron y quedó como nueva.

Julia también quedó como nueva en unos días.

Lo más divertido esa semana fue hacer en la biblioteca su investigación sobre Panthera leo.

Descubrió cantidad de datos interesantes sobre los felinos. Especialmente la forma en que marcan y cuidan su territorio y esa relación intensa y protectora del grupo de hembras con las crías.

Cuando sus papás se conocieron, a él le asombró descubrir que los miembros de la enorme familia Huerta vivían juntos, en las diferentes casas de lo que una vez fue una hacienda en el Peñón Dorado. Las familias que integraban el clan criaban juntas a todos los primos, colaborando entre ellas en las cien tareas de cada día.

La abuela y dos de las tías cocinaban los domingos para el batallón completo; la tía Elena y su marido, que eran médicos, atendían desde una cortadita hasta una cirugía; había dos maestras que se ocupaban de regularizar a cualquiera que atrasara el paso en la escuela; un mecánico; una peluquera; dos modistas y una repostera.

Entre los primos más grandes, dos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para que los dejaran manejar el coche, así que repartían niños en las escuelas y traían del mercado lo que se ofrecía. Entre todos se atendían y cuidaban unos a otros.

A Enrique le pareció que eran una gran manada, un grupo compacto de muy activas leonas y leones que trabajaban en equipo, cumplían su función de proveer recursos, cuidar el territorio y proteger a los cachorros de diferentes camadas.

Luisa se separó del clan para ir a estudiar la universidad, y después lo hizo definitivamente cuando se casó con Enrique; aunque se reunían siempre en vacaciones, en los cumpleaños, en Navidad, y a Julia nunca le costó trabajo encontrar su lugar en ese familión.

Por eso su papá hacía burla de que ellos eran una nueva y pequeña familia de leones. La gran manada vivía en Peñón Dorado.

Se acordó de Abujú, su abuela, y miró el calendario del cuaderno de tareas. En unas semanas sería su cumpleaños setenta y cinco, no se podía perder esa fiesta.

Terminó de dibujar la melena del león, un pelaje denso y oscuro como el de su papá. Luego se entretuvo largo rato haciendo un esquema detallado de cómo se produce un rugido. Le pareció importante aclarar que el ruido atronador del gran felino no es el aire que sale de sus pulmones, sino el que entra. Cuando inspira el aire hace vibrar en su garganta un huesecillo flotante llamado hioides, y esa vibración y sus poderosas cuerdas vocales producen un bramido explosivo y profundo que se escucha a ocho kilómetros a la redonda.

Hizo una lista que tituló, “Razones para rugir”:

*proclamación territorial
*comunicación con su manada
*competencia por la pareja
*celos
*ira

Destacó la belleza y todas las cualidades de Panthera leo: es noble, leal, habilidoso, fuerte y valiente. Por esa razón siempre ha fascinado a los seres humanos. El primer dibujo de un león data de hace quince mil años.

No le dio mucha importancia a la información que lo describía como demasiado dormilón y tampoco a que deja todo el trabajo de cacería a cargo de las hembras de la manada.

Encontró mucha información sobre la especie y sus diferencias según la zona del planeta en la que crece. La fue tejiendo como una narración que salpicó de esquemas, recortes y fotos hasta tener una investigación de veinticinco páginas.

La portada sería el felino con la gran melena, por eso le dedicó toda una tarde al dibujo. En la segunda página puso el nombre científico de la especie y en el borde inferior derecho, su nombre completo: Julia Fuentes Huerta.

Cuando el camión de la escuela la dejó en la puerta del edificio, esperó a que se fuera y caminó cuatro cuadras hasta la mercería y papelería El esfuerzo. Había tomado algo del dinero que su papá le asignó para sus gastos semanales y que no había tocado desde que se fueron.

Se demoró un rato buscando lo que necesitaba: cartulinas de diferentes gruesos, retazos de tela de distintos estampados, un cúter y pegamento. La señora Amalia la atendió con paciencia e interés. Cuando supo cuál era su proyecto se ofreció a perforar todas las hojas de la investigación y las cartulinas que formarían las tapas del cuaderno. Julia estaba nerviosa, no quería que Sofía llegara antes que ella.

La señora Amalia notó su prisa y le enseñó cómo hacerlo.

–Si se te atora me lo traes mañana y lo hacemos entre las dos.

Julia salió de allí con su investigación casi terminada y una nueva amiga.

Iba muy contenta, pero cuando llegó al edificio su tía se estaba estacionando.

–¿Qué haces en la calle? ¿No te dejó el camión a las seis de la tarde? No sabes medir los riesgos. ¡¡¡Yo soy la responsable si algo te pasa!!!

Julia pensó: “No le preocupa tanto que me pase algo, sino que ella sería la responsable”.

Esa tarde descubrió que el silencio más denso es el que se concentra en el elevador y dura lo que tarda en subir cinco pisos.

Julia ya no quiso explicar que en su casa ella siempre iba sola a la papelería, porque su tía ya le había dejado muy claro que no estaba en su casa.

Fue hasta después de cenar cuando Sofía, por fin, vio la investigación de su sobrina y se sorprendió.

–Qué bonita forma de encuadernarlo. Las tapas se ven preciosas con esa tela llena de hojas verdes. La cabeza del león parece surgir de entre la selva. Es una portada genial. ¿Dónde aprendiste a coserlo así?

–En la escuela había que elegir algún taller, y como no soy buena para el bordado ni la carpintería, escogí encuadernación.

–Es curioso, Julia. Este león de la portada me recuerda a tu papá cuando era muy joven y tenía una gran melena.

–Sí, qué coincidencia, a mí también me lo recuerda.

Sofía revisó con cuidado la investigación, corrigió dos faltas de ortografía. Como eran acentos fue fácil arreglarlas y finalmente dijo con un tono de admiración:

–Está muy interesante tu trabajo. Leyéndolo aprendí cosas que no sabía.

Julia se demoró preparando su uniforme y sus útiles para el día siguiente, y guardando la investigación en la mochila: había que colocarla de manera que la portada no se aplastara. El elogio de Sofía le había devuelto el buen humor. Antes de irse a acostar, mientras se lavaba los dientes vio en el espejo su melena, esponjada como la de su papá, y ensayó un rugido que le salió como un alegre gruñido.

Maruca Macorra estaba de pésimo humor. Había dudado mucho si hacer su investigación sobre los gatos o los tigres. Finalmente decidió hacerla sobre los grandes felinos pero, aunque copió información bajada de internet sobre todo tipo de especies, no lograba darle un orden, y además estaba el asunto de la ilustración. A ella no se le daba eso de pintar, así que le pidió ayuda a su mamá. Ella lo hacía mucho mejor; sin embargo, a Maruca le parecieron muy infantiles los dibujos, como si fueran de una niña de quinto año.

–No hay tanta diferencia, tú eres de sexto.

–Parecen de niñita –se volvió a quejar Maruca.

–Si pintara a mi estilo, nadie creería que los hiciste tú.

La investigación contaría como examen de ciencias naturales y de español, esto significaría el treinta por ciento de la calificación. Ese mes Maruca había llevado todas las tareas y había hecho algunas preguntas en clase así que la participación se la tenían que calificar bien, pero una nunca sabía con doña Etcétera.

Sumó y restó puntos, pero no estaba del todo segura de que podría ganarle en la suma total al pesado de Tomás que, al parecer, no hacía otra cosa que ir juntando buenas notas cada día de la semana. Además, ahora estaba también Julia que participaba en todas las clases. Como venía de una escuela activa, no cerraba la boca, aunque el tema ni le importara. Además, se notaba que en ciertas áreas, como ciencias naturales, en su escuela anterior estaban más adelantados. Así que ahora en vez de un competidor tenía dos.

Su mamá no era muy exigente con las notas escolares y a veces hasta decía que no era lo más importante, pues algunos de sus compañeros menos brillantes en lo académico eran los que más habían destacado después profesionalmente, sin embargo, para Maruca era esencial tener el primer lugar del salón. Cada vez que le mostraba las calificaciones a su papá se pavoneaba orgulloso, diciendo:

–A pesar de ser mujer salió a mí. No es tan poca cosa como tú, Naty.

No soportaría que su papá la tratara con las frases despectivas que le dirigía a su esposa. Para no ser como ella, se aliaba con él.

–Ay, ma, ¿no te podías haber esforzado más? Ese tigre parece gato, no se le ve lo feroz por ningún lado.

Naty pensó que no había forma de tener contenta a su Cuqui.