En el colegio, todo parecía marchar sobre ruedas para Julia. Le entregó a la señorita Algeciras una libretita para suplir el chocolate, y ahora fue ella quien recibió un beso.
Después del recreo tenían clase de español y ciencias naturales y la maestra les pidió a Julia y a Maruca que fueran al salón de maestros en cuanto sonara el timbre que anunciaba la salida.
Se habían estado evitando desde el día anterior. Cuando llegaron al salón de maestros se toparon de frente. Julia la miró a los ojos, sin palabras ni amenazas, con mucha firmeza. Maruca aparentó indiferencia, pero no aguantó su mirada ni cinco segundos. Bajó la vista y empezó a buscar su pluma dentro de la enorme mochila como si esa fuera su única preocupación en la vida.
Doña Etcétera hizo pasar primero a Maruca que salió en un abrir y cerrar de ojos con un sobre en la mano. Después pasó Julia. Antes de entregarle un sobre idéntico, la maestra dio una enredada explicación diciendo que a veces no es tan fácil dilucidar la verdad y ser un buen juez, que, de alguna manera, las dos eran responsables de lo sucedido, que entendiera que ella estaba tratando de ser justa, etcétera, etcétera.
Julia se encaminó a la puerta desconcertada y en ese momento la maestra tuvo un impulso y le devolvió sin palabras su investigación de Panthera leo.
Aguantó la curiosidad, y no abrió el sobre hasta llegar a la casa. La maestra había puesto por escrito el mismo confuso discurso que le había soltado en la escuela, y concluía que la “consecuencia, que no castigo”, sería para las dos: tendrían que hacer juntas una investigación sobre el animal que eligieran, entre las dos, y entregarla antes del fin de mes para que ella compensara las calificaciones. Tomaría en cuenta la seriedad de la investigación, la redacción, la presentación, que no hubiera copias ni citas sin registro, etcétera, etcétera.
No podía explicarse ese injusto castigo, sobre todo porque le había devuelto la investigación. Era una forma muy clara de decir que aceptaba que la autora era Julia. Desde luego no haría ningún trabajo en equipo con Maruca Macorra, aunque le pusieran un cero en la boleta, o más bien dos, porque ese trabajo calificaría ciencias naturales y español.
¿A qué hora llegaría Sofía? Quería contarle lo sucedido, enseñarle la carta, buscar su apoyo.
Cuando por fin se abrió la puerta, esperó con impaciencia a que colgara las llaves, pusiera la bolsa en su lugar y se calzara las pantuflas. Cuando le entregó la carta de la señorita Domínguez la leyó con detenimiento.
–Hoy me habló Naty a la oficina.
–¿Sigue defendiendo a su Cuqui?
–No, fue una llamada casi tan complicada como la carta de la maestra, en resumen: quiere que aprovechen la oportunidad de hacer la nueva investigación para conocerse mejor…
–¿Y para hacernos amiguitas? –se burló Julia.
–Creo que ése es el plan… y te agradecería que fueras amable con ellas. Acuérdate de que Naty es mi amiga, y el señor Macorra, mi jefe.
–¿Y por eso yo tengo que permitir que la zombi vampira esa me pisotee?
–En esta casa no se dicen groserías.
–No es grosería, la estoy describiendo, y sí, ya sé que ésta no es mi casa –repuso Julia furiosa.
Buscó dónde esconderse y en ese momento descubrió que en el departamentito no había un sólo lugar donde llorar de rabia sin público. Conteniendo apenas su enojo, abrió el sofá cama, puso las sábanas y las cobijas, se metió entre ellas con la ropa puesta y empezó a llorar lo más silenciosamente que le fue posible. Un rato después, se acordó de la pelotita roja que le dio Rodrigo, pero ni modo de levantase a buscarla.
Al sonar el despertador a las seis treinta, muy puntual, su tía ya se había marchado. Le dejó un recado en la cocina diciendo que tenía un compromiso para desayunar antes de ir a la oficina y que esperaba que al regresar la encontrara de mejor humor.
Cuando se lavó los dientes, todavía con los pelos parados y las marcas de la almohada en el rostro, se miró profundo, redescubrió su rabia y soltó un gran rugido que debe haberse escuchado hasta la portería, porque cuando saludó al portero, Salustio, le preguntó muy intrigado:
–¿Oíste ese ruido hace un rato?
–¿Cuál?
–Una especie de rugido.
–Sí lo oí. Yo también creo que fue un rugido –contestó Julia sin hacer ninguna otra aclaración.
A la hora del recreo, desde lejos vio venir a la tigresa con su séquito de cebras.
Ella estaba junto a sus amigos, quienes se codearon preparándose para un encontronazo. Llegaron sonrientes hasta el lugar de las islas. Como si nunca hubiera pasado nada entre ellas, con una sonrisita estilo “Cuqui”, Maruca Macorra le dijo:
–Quihubo, Julia, ¿leíste el dictamen de doña Etcétera? No nos fue tan mal. Por lo pronto, ya no habló de ponernos una nota en la boleta, eso sí hubiera estado trágico, y ya ves que hasta ofreció que, si hacíamos el trabajo juntas, todo olvidado. Se vio buena onda, ¿no crees? Mi mamá dice que si te vienes a pasar el fin de semana en mi casa nos va a consentir mucho a las dos para que lo terminemos lo más pronto posible… ¿Cómo ves, amiguita?
En su voz no había ni un solo rasgo de ironía. Julia la miró con detenimiento, queriendo ubicar por dónde venía el golpe.
–Mira, Maruca, sí leí el dictamen de doña Etcétera y creo que nos fue muy mal. Yo prefiero dos ceros y cuatro notas en la boleta que ponerme a trabajar ni medio día contigo. Dile a tu mamá que agradezco la invitación, pero yo cuando estoy con una mentirosa, ratera y tramposa, me doy cuenta, aunque se disfrace de Rosita Fresita.
Fingiéndose muy sincera y en un tono confidencial, le dijo:
–Ya, Julia. No seas mala, ¿no ves que si bajan mis calificaciones mi papá me mata? Es súper, súper, exigente. Tu tía te puede contar, es su jefe en la oficina.
A Julia le molestó la referencia a su tía. ¿Ella qué tenía que ver? La pura mención le supo a amenaza.
–A mí me vale si tu papá te castiga, es más, me daría mucho gusto saber que por fin alguien te pone un alto.
–Debe haber una forma de que lo arreglemos –insistió Maruca–. Si tú no firmas el trabajo, doña Etcétera no lo va a aceptar y entonces sí nos truena a las dos.
–Pues que nos truene. Yo de todas formas haré los exámenes de semestre en otra escuela y, además, mis papás me creen y no le van a dar importancia a estos ceros.
Hasta que terminó su enfrentamiento con Maruca, Julia cayó en la cuenta de que se había ido formando un apretado círculo de mirones alrededor de ellas.
Estaban de veras sorprendidos de que alguien se opusiera con tanta decisión a la líder indiscutible de la fina y elegante pandilla del colegio.
Julia se dio cuenta de que había ganado el round, pero también descubrió que vendrían muchos más.
Durante la clase de doña Etcétera tuvo tiempo de mirar a la distancia a su adversaria.
Mientras ella sentía que todavía estaba acelerada, Maruca ya estaba en pose de Cuqui, la alumna impecable, dócil y amable con la que buscaba embaucar a la maestra.
“Debería ser actriz. Le sale muy natural. Si no la conociera yo también me lo creería”, pensó mientras la observaba.
Berenice y Andrea se afanaban escribiendo a toda velocidad. Entre las dos tomaban apuntes en los que anotaban hasta las comas de la maestra. Luego se turnaban para pasarlos en la computadora y se los daban a su jefa absoluta para que estudiara.
Al final del semestre, decían los que sabían, vendían copias de los apuntes. El cincuenta por ciento de las ganancias eran para Maruca y el resto se lo dividían sus esclavas.
–¿Qué les da para tenerlas hipnotizadas? ¿Por qué lo permiten?
Como ella no tenía a nadie a su servicio, se puso a tomar apuntes sobre el uso del subjuntivo. Fue al final de la clase cuando las llamó nuevamente la maestra.
–¿Ya definieron el tema de su trabajo?
–No nos hemos podido poner de acuerdo –dijo dulcemente Cuqui.
–Ni lo vamos a hacer nunca. Yo con ésta no trabajo –saltó Julia.
Con un gesto conciliador, la maestra las tomó a las dos de los hombros y subrayó:
–Amigarse es una parte fundamental de la calificación.
Aunque Julia dijo que no le importaba tener un cero, hizo cuentas de cuánto le iba a costar mantenerse en la raya.
Ya le había explicado el maestro Robledo que los exámenes valían treinta por ciento de la nota final. La investigación contaba como examen así que, si en eso le ponían cero, aún tenía los puntos de las tareas entregadas completas y bien hechas; los apuntes y el uniforme limpios y en orden; además había participado en clase y no había faltado ni un día. El resultado en la boleta iba a ser un siete, o más bien dos. “¡No es para tanto!”, concluyó.
Cuando su papá dijo que iría a una reunión de trabajo en Cocoyoc, Maruca entrevió cómo resolver lo del concierto. Le dijo a su mamá que iría a casa de Andrea a hacer un trabajo de ciencias naturales:
–Otro más, doña Etcétera es una pesada. Como no da la clase, nos obliga a nosotros a investigar.
Ya en la casa de Andrea sacó de su mochila su vestido verde de fiesta y las zapatillas con piedritas de colores. Se fueron al concierto y pensó que nadie, nunca, lo sabría. La ilusión duró un buen rato, cantaron, gritaron y bailaron al compás de Los Freeways junto con las hermanas de Andrea. Y cuando estaban más entusiasmadas, Andrea le dijo:
–Mira, Maruca, ¿qué no es tu papá el que lleva los refrescos hacia el palco de enfrente? Míralo.
Y Maruca lo vio… lo contempló con una familia que no era la suya, con dos adolescentes que brincaban y bailaban al mismo ritmo que Andrea y sus hermanas. Después de un breve silencio se repuso.
–No es mi papá, es su hermano. Se parecen, ¿verdad?
–¿No lo quieres ir a saludar?
–No, la verdad me cae muy mal. Prefiero que ni me vea –y se pasó a un asiento en el fondo del palco.
La siguiente canción fue una de las más populares del grupo, Andrea y sus hermanas aplaudían, cantaban y aullaban por turnos. Fue la señora Ramos quien observó el silencio y la extraña quietud de Maruca, acurrucada en la zona más oscura del palco.
Habían acordado que, al salir del concierto, Maruca se iría a dormir con Andrea; sin embargo, les dijo que le dolía el estómago y prefería que la dejaran en su casa.
A Naty, que no la esperaba, la sorprendió mucho verla llegar, con su vestido verde y las zapatillas de fiesta, y como una tromba aventar la mochila y correr a encerrarse en su recámara. Subió tras ella, la llamó, tocó con fuerza en la puerta. La única respuesta fue:
–Déjame en paz, tengo sueño.
Al recoger la mochila, Naty encontró tirado el programa del concierto de Los Freeways. Allí entendió la mitad del misterio.
Durante la semana, Julia tuvo toda clase de embajadores para tratar de convencerla de hacer el trabajo con Maruca.
Su tía Sofía volvió a la carga:
–¿Qué te cuesta ceder? Yo sé que la tramposa es ella. Tú, yo, la maestra y hasta Naty, todos sabemos que el trabajo es tuyo. ¿Qué te cuesta? –insistió.
–Ya estoy descubriendo por qué esa tipa siempre se sale con la suya. Es una chantajista… Pero conmigo no va a poder…
Naty se le acercó un día, a la salida de la escuela.
–Julia, siento mucho que te hayas quedado con una mala impresión, por eso quisiera que vinieras a casa, que trabajaran juntas, que se conozcan más. Tú serías muy buena influencia para Cuquis. Yo veo que en el fondo ella te respeta. Una amiga como tú, a la que no pueda dominar, es lo que necesita para cambiar.
–Y para que ella cambie, ¿yo tengo que ceder? No, si no cambia, peor le irá.
El miércoles fue Andrea, quien a la hora del recreo le llevó gomitas de colores para hacerle plática. Otra vez fue Berenice la que ofreció darle gratis todos los apuntes; hasta Alba le dijo:
–Haz el trabajo con Maruca, Julia. No te conviene de enemiga.
Mientras enviaba a sus embajadoras, Maruca se mantenía en segundo plano, un poco distante, como distraída en otras cosas.
El día de la clase de fotografía empezaron haciendo ejercicios de encuadre y jugando con la luz.
A todos les urgía mostrar las fotos que habían tomado en el jardín de niños. Twiga empezó por comentar el trabajo de cada uno, resaltando las diferencias entre las imágenes que los miembros del grupo habían tomado. Alba se había centrado en las manos de los niños, las maestras y las mamás; otros habían retratado sonrisas, juegos, objetos perdidos, los trabajos de los niños, los juguetes tirados, rejas. Julia observó que Maruca había hecho fotos muy buenas y expresivas de los niños llorando, peleando, enojados. La maestra fue resaltando los motivos elegidos por cada uno.
A través de la mirada de Twiga, Julia vio de verdad sus fotos. Eran todas sobre mamás abrazando a sus niños al salir del colegio.
Se quedó en silencio, viendo hacia adentro y reconoció que hacía muchos días que ella extrañaba un abrazo grande, grande de su mamá. Sintió que se le arrasaban los ojos de lágrimas. No quería que la vieran llorosa, así que siguió la receta de Abujú y forzó una sonrisa. Pidió permiso de ir al baño y dio una larga caminata por las enormes canchas deportivas de la escuela. Hubiera querido hacer una llamada a Londres en ese momento, pero no traía celular.
Cuando regresó al salón, Twiga había organizado las fotos en la pared, como si fuera un gran caleidoscopio. Julia y todos sus compañeros se sorprendieron con el hermoso mural construido con las miradas de todos.
Ya que sus alumnos gozaron el conjunto, la maestra los guio otra vez para observar los detalles que hacían excepcionales y únicas las fotos de cada uno. No se detuvo en aquellas que estaban fuera de foco o con poca luz, fue destacando los aciertos de cada uno y como ella era experta en ver, Julia fue siguiéndola mientras encontraba los dones que caracterizaban a cada uno de sus alumnos. Destacó mucho la expresividad de las fotos de Maruca. Julia empezó a impacientarse internamente. Lo que la maestra decía era cierto, pero ella no tenía ganas de verle cualidades a su peor enemiga. La mordieron un poco los celos y la envidia, pero se los guardó.
–Quiero que miren con cuidado la foto que puse en el centro.
Era un rostro reluciente y unos brazos bien abiertos. La mamá estaba en cuclillas, preparada para recibir a su hijo que debía estar en kínder uno. Le sonreía con la cara y con todo el cuerpo.
–¿En esta foto, qué emociones ven?
Todos fueron diciendo y Twiga rodeó la foto con papelitos donde iba escribiendo lo representado en la imagen. Para finalizar sólo dijo:
–¡Felicidades, Julia!
Eso la hizo muy feliz.
Estaba de buen humor cuando habló con sus papás por videollamada. Les mostró sus fotos y les contó todo lo que habían hecho en clase y las opiniones de la maestra Twiga.
–Ya veo que la fotógrafa se llama jirafa. O sea que tuviste una buena intuición cuando la conociste. ¿Te acuerdas de que me lo dijiste desde la primera vez que se encontraron?
–Pues sí, sí es. Tiene una capacidad de ver mucho más allá que todos los demás. Sabe descubrir los dones de cada uno, hasta a los peores del salón –dijo pensando en la fiera tigresa que ya la tenía harta.
Casi habían terminado de platicar cuando Sofía sacó el tema de la hija de su jefe, y la negativa de Julia a trabajar con ella.
Sus papás ya empezaban a tratar de convencerla cuando Julia les aclaró:
–Lo que no ha dicho tía Sofi es que la hija de su jefe es una ratera que me robó mi trabajo sobre Panthera leo, lo presentó como suyo y, además, quiso engañar a la maestra diciendo que la ladrona era yo… No voy a trabajar con ella de ninguna manera.
–Si eso es así, ni hablar, hija, tienes razón –dijo Enrique sonriendo a su hija y mirando fijamente a su hermana Sofía.
Ya en la cama hizo su recuento de esa semana. Iba a sacar seis o siete en ciencias naturales y en español, no iba a ceder frente a Maruca. Su tía Sofi se había quedado molesta, pero sus papás le habían dado la razón y además Twiga la felicitó. El saldo era bueno y, sin embargo, muchas cosas le pesaban.
No se estaba llevando tan bien con su tía; ya no sabía si quería regresar a su escuela; echaba de menos a Anahí, pero no tenía ganas de contestarle el teléfono; sus papás la apoyaban, pero desde taaan lejos casi no contaba.
En eso sonó la llegada de un mensaje a su teléfono.
Julia: quiero platicar contigo, aunque sea por mensajes. Por favor, mándame uno mañana en cuanto llegues de la escuela. Esta vez no quiero emojis, así que busca las palabras para nombrar tus sentimientos. Estaré esperándote.
Como si hubiera pasado por allí el hada del sueño, esa noche durmió a pierna suelta.
Entre clase y clase no hizo más que pensar en cómo sintetizar, en pocas palabras, todo lo que le estaba pasando. En cuanto la dejó el camión, subió al departamento de su tía, sin detenerse a platicar con Salustio, el portero, quien la miró extrañado. Ya habían hecho casi un ritual del saludo y la breve plática de todas las tardes.
Aunque no había nadie, fue por el celular y se metió al baño. Dentro de la regadera, sentada en el piso, escribió:
Ya estoy aquí, ma.
Apareció el letrerito que decía: “Luisa está escribiendo”, y supo que estaban conectadas:
¿Qué está pasando, Julia? Sentí las cosas muy tensas entre Sofía y tú.
Mi tía tiene mucho trabajo. Yo creo que le estorbo.
A Sofía lo que le estorba es el trabajo, no tú.
Maruca me robó mi investigación y ella quiere que yo haga como si nada pasara.
Deja que tu tía lo piense bien y estoy segura de que te va a entender.
Anahí se hizo novia de Alex, es una traidora.
Anahí será más tiempo tu amiga que novia de Alex.
No tengo amigos.
Tomás, Alba, Lila, Felipe, Javier, Roberta, Ximena, Santiago, Rodrigo, Camila…
Tú y mi pa están lejísimos.
Aquí estoy, pensando en ti y queriéndote con todo el corazón. Papá también. La próxima semana es el cumpleaños de Abujú. ¡No te lo puedes perder! Le diré a mi hermana Olivia que pase a recogerte. Hoy mismo le escribo a Sofía. Les vendrá bien el descanso.
Para despedirse intercambiaron fotos: Julia le mandó la que tanto le gustó a su maestra, y recibió a cambio una selfie de sus papás en el balcón de su cuarto, desde donde se veía a los lejos su universidad. También intercambiaron abrazos y besos.
Como todos los días de esa semana, Sofía había salido tarde y muy cansada del trabajo, por lo que casi no habían platicado. Quiso compensarlo e invitó a su sobrina a merendar el viernes en un restaurante cercano a la casa, donde muchas veces habían festejado, porque era el favorito de toda la familia.
Se concentraron en el menú, cada una por su lado y curiosamente terminaron pidiendo lo mismo: unas empanadas para cada quien y una ensalada para compartir.
Sofía empezó a platicarle que esa semana había sido muy pesada porque, además del trabajo habitual, le habían pedido que usara un programa nuevo para vaciar toda la información sobre su investigación para presentársela al director general.
Le explicó detenidamente todas las dificultades del nuevo programa.
–No sé por qué lo tienes que cambiar. Si el que tú usas te sirvió para hacer toda la investigación, pues preséntalo en ese mismo.
–La verdad, no sé por qué don Roberto insiste tanto.
Mientras comían con gusto, Julia descubrió que al final del comedor había una mesa enorme, donde estaba doña Etcétera con lo que parecía ser su familia completa. Eran como cinco mujeres, un señor que podría ser su esposo y muchos niños y jóvenes de diferentes edades. Era una mesa ruidosa y divertida, las carcajadas hacían que otras familias voltearan sonrientes y saludaran.
Cuando le explicó a Sofía que ésa era su maestra, se sorprendió mucho.
–Me la imaginaba seria y enojona.
–No, la verdad es muy amable y generalmente es paciente, aunque yo nunca la había visto tan contenta.
En ese momento vieron la explicación, los meseros se acercaron a la gran mesa con un enorme pastel y el pianista que estaba al otro lado del salón empezó a tocar las mañanitas.
–¡Es su cumpleaños! Dedujeron las dos al mismo tiempo.
Cuando vieron que pasaba el torrente de regalos y abrazos, Sofía tomó un hermoso ramito de flores que adornaba el centro de mesa y le dijo a Julia:
–¿Vamos?
A la maestra Domínguez le sorprendió el encuentro, y las presentó con su esposo, sus hermanas, sus hijas, las amigas de sus hijas que eran, dijo, como hijas adoptivas, y sus nietos y nietas.
Una niña como de nueve años se le acercó:
–Así que tú eres la famosa Julia… la de Panthera leo.
–Sí, yo soy –rio divertida y sorprendida de que doña Etcétera hubiera platicado con su familia de esa aventura.
Caminaron con calma hasta la casa. La noche estaba fresca y el ánimo de las dos muy sereno. Le había gustado mucho entrever ese otro lado de su maestra… Sí, era una elefanta cuidando que su manada se mantuviera unida.
Tras un rato compartiendo el silencio, Sofía volvió a insistir:
–Si tu maestra sabe la verdad, ¿qué te importa ceder y hacer el trabajo con Maruca para que se termine este lío?
–Ay, tía, mi mamá dice que me vas a entender, pero yo veo que no acabas de comprender lo que me hizo.
Maruca evadía a su mamá, pero eso no impedía que Naty se diera cuenta de que algo grave le pasaba. No era simplemente que hubiera mentido sobre el concierto. La confrontó y ella admitió que se fue con sus amigas porque le pareció injusto que no la dejaran ir. Aceptó, sin rechistar, el castigo de no usar la tableta por un mes. Eso le confirmó a su mamá que algo más grave había sucedido y ella tenía que averiguarlo, así que habló con la señora Ramos, la mamá de Andrea. Se citaron en la Cafetería del Parque. El desayuno fue largo. Primero hablaron de la escuela, de cómo habían crecido las niñas este año, de qué bueno era que sus hijas fueran tan amigas. Se les acababan los temas y Naty no se atrevía, hasta que dijo:
–Estoy muy preocupada por Maruca.
–Yo también –dijo la mamá de Andrea–, lo que vio el día del concierto debe haberla afectado mucho. Vi cómo se demudaba.
Ésa fue la introducción. A continuación le relató, punto por punto, lo que había presenciado.
Ahora la demudada era Naty.
Esa semana, aunque Julia fue a la escuela y realizó todas sus tareas, hubo un proyecto que ocupó su mente, tiempo libre y energía. El regalo para su abuela que cumplía tres cuartos de siglo: setenta y cinco años.
Pensó mucho en qué podría hacerle, porque a ella le gustaban más los regalos hechos a mano. Fue descartando, una a una, muchas ideas. Hasta se le ocurrió hablarle a Anahí para que le enseñara a hacer un collar con perlas y nuditos como el que había hecho para su mamá en Navidad, pero lo descartó porque Abujú siempre usaba los mismos aretes, la misma cadena y la misma pulsera con la que se le veía en todas las fotos desde que su abuelo se las regaló, hacía más de cincuenta años.
Le dio muchas vueltas y de pronto se acordó de algo que había oído platicar a Erika, la amiga de su mamá. No se acordaba de los detalles, tenía que hablar con ella, pero el número estaba en su casa, en la libreta verde junto al teléfono.
Convenció a Sofía de que el sábado la dejara pasar la mañana con la señora Lupita, la portera del edificio en donde Julia vivía con sus papás. Después recordó que había una solución más fácil. Le mandó a su mamá un mensajito y de inmediato recibió el teléfono de su amiga Érika. La invitó a comer unos ricos sopes para almorzar en su casa, como cuando sus papás hacían plan con ella. Le encargó los sopes a doña Lupe y se puso a esperar a que fuera sábado.
Sofía iba a aprovechar esa mañana libre para avanzar en su trabajo; así que la dejó muy de mañanita en el departamento. Estaba limpio y ordenado como lo habían dejado el día en que todo empezó a cambiar. Pero había algo en el aire que olía a encerrado, huellas de abandono en todos los objetos que no habían sido usados desde ese día. Julia pasó las manos por los sillones como si quisiera despertarlos suavemente de un largo sueño. Mientras Lupita subía el jugo y los sopes que había preparado, Julia sacó un trapo y la cera de los muebles.
–Apenas acabo de hacerlo, Julita.
–No es por limpiar, es por recordar, Lupita.
Y así fue pasando el trapo por toda la casa. Qué curioso, de todas las tareas que se distribuían en su familia cada semana, ella siempre evitaba sacudir, ¡qué flojera! Y ahora abrió las ventanas para que el aire fresco circulara y se dedicó a limpiar cada objeto como si con eso los volviera a la vida. Mientras lo hacía fue recordando las historias de las cosas que su mamá inventariaba a cada rato.
Los objetos de la casa se dividían en los que eran útiles y los que tenían una historia: “Esto fue un regalo de bodas; éste lo compraron en el primer viaje que hicimos juntos, a Pátzcuaro; aquel cuadro le encantaba a mamá cuando era niña y su tía se lo regaló cuando se fue a vivir a México; el florero de cristal ligero, elegante, perfecto, fue regalo de una de sus amigas un día de su cumpleaños, tenía una dedicatoria que la conmovió y guarda todavía en el cajón de su cómoda…”, recordó Julia.
Como Érika llegaría hasta las diez treinta, todavía le dio tiempo de revisar las plantas que seguro Lupita había regado con puntualidad porque estaban todavía floreando.
Sin embargo, se le olvidó darle agua a la preferida, la malva violeta que estaba en una jardinera un poco oculta para protegerla de la luz directa del sol. Casi estaba seca. Las regó con cuidado y se prometió traer unas cuantas de casa de su abuela la próxima semana.
Su papá no le llamaba malva, usababa su nombre científico que es Anoda cristata. Decía que se parecía a Luisa por solitaria, sencilla y bella y, sí, a Julia también le gustaba porque es una flor de una hermosura simple. A veces su mamá ponía algunas en su florero favorito y, cuando tenían visitas, de plano ponía la maceta en medio de la mesa de la sala. También la usaba si Julia tenía tos. Le preparaba un té de hojas de malva que le daba antes de dormir.
A Érika le encantó que la hija de su amiga la llamara. Siempre la había visto como una sobrina muy querida y allí estuvo muy puntual, con un regalito de sorpresa. Julia descubrió emocionada que era una cubierta para su celular.
–¡Le queda perfecto! –dijo después de probarla–. ¿Cómo supiste cuál comprar?
–Ah, es que yo acompañé a tu mami a elegir el teléfono que te darían antes de irse.
Julia puso la mesa para el almuerzo, mientras Lupita les calentaba la salsa, los frijolitos y los sopes.
Como ya le había advertido que quería hacer para Abujú un álbum como el que ella diseñó para su mamá, Érika trajo una copia y le mostró cómo lo hizo.
–Mi mamá cumplía ochenta años y nosotros hicimos una fiesta a la que invitamos, entre parientes y amigos, a cincuenta, más los hijos que somos cinco, éramos cincuenta y cinco. Como ves, el álbum se llama “80 razones para quererte”. A cada uno de los invitados le pedimos una razón por la que quieren a mamá. Los hijos escribimos seis cada uno. Las reglas que pusimos fue que dijeran cosas reales y concretas. No se valía salir con que te quiero porque eres “lo máximo”, ni cosas ñoñas como “eres única”.
”Si lo lees te darás cuenta de que entre todas estas razones hicimos una especie de retrato de mi mamá. Hay muchas que se repiten, porque como es muy buena cocinera, varios dijeron que hace el mejor mole de México, o un inigualable pastel de mil hojas. Pero hay otras, yo creo que las más bonitas, que cuentan recuerdos entrañables. No deben pasar de cinco renglones, porque si no pones límites unos van a escribir un renglón y otros un chorizo de diez páginas. Éste que te traje es una copia. Mi mamá guarda el original como tesoro. Te lo dejo y en cuanto lo desocupes me lo devuelves. Sería bueno que lo veas aquí, después de que yo me vaya, para que no te lo tengas que llevar a pasear a casa de Sofía.
–¿Tú crees que me dé tiempo de hacer uno así para Abujú? Ya falta muy poquito para la fiesta.
–Si quieres lograrlo tienes que empezar ahoritita. A nosotros nos tomó más de un mes. Claro que entonces no había tantos medios como ahora. Hoy mándale un mail a toda la familia, mañana recuérdale a cada uno por teléfono. Los tienes que tener antes del lunes para empezar a trabajar. Hay que ordenarlos, todo muy en limpio.
–Le voy a encargar a mi tía Silvia, que es muy buena gendarme, que se ocupe de que todos los de Peñón Dorado y los primos que estudian en León y en Querétaro me manden su aportación mañana mismo. También mandaré un mensaje por el chat familiar. Al tío Juan Luis, el esposo de Mirta, que no sé por qué se convirtió en el guardián de la memoria digital de esta familia, le pediré fotos de diferentes épocas de Abujú con todos.
–De lo que ya no te dará tiempo es de mandarla a empastar en piel como hicimos nosotros.
Julia sacó algunas de las libretas que hizo en su clase el año anterior y se las mostró.
–Qué buena idea, va a quedar precioso. Tienes que comprar una tela muy bonita.
–No la voy a comprar, Érika. Mi mamá guarda, hasta arriba del armario viejo, un vestido que fue de mi abuelita, que tiene una tela de florecitas de colores muy tenues como lavanda, rosa y unas cintas y encajes preciosos.
Lo fue a buscar y regresó con el botín.
Érika le advirtió muy seria:
–No cantes victoria. Si tu mamá guardó ese vestido tanto tiempo, por algo será. Mejor pregúntale antes de usar las tijeras.
Julia enrojeció al recordar lo que había sucedido con la laptop de Sofía. Sacó el teléfono y le mandó un WhatsApp. Luego hizo cuentas del tiempo y vio que si aquí eran las once de la mañana, en Londres debían ser las cinco de la tarde. ¿Dónde andarían en domingo a esa hora que no contestaban su mensaje?
Julia y Érika cruzaron apuestas. Érika se imaginó un concierto y Julia un paseo por el zoológico.
Almorzaron con calma, saboreando los sopes de Lupita. Después, entre las dos, recogieron la cocina. Lupita le insistía a Érika:
–Tú no, que eres la invitada.
–Si quieres que me sienta como en mi casa, déjame ayudar.
En eso estaban cuando llamó Luisa:
–No, Julia, ese vestido no lo toques. Me encanta, lo voy a arreglar para usarlo, por eso lo guardé… Me lo dio mi mamá a pesar de que Olivia también andaba tras él.
–Ay, ma, lo quiero para empastar el álbum de la abuela. Seguro la tela le va a encantar.
–No insistas, hija, no te lo voy a dar. A mí me evoca un día muy hermoso.
–Si a ti te trae recuerdos, imagínate cuántos le traerá a Abujú. Porfa, porfa, no seas así.
–Basta, Julia, no me manipules. ¡Tienes que entender que las cosas no pueden ser siempre como tú quieres!
Lo dijo enojada y eso fue lo que le sacó a Julia toda la cadena de molestias, incomodidades, respingos, resabios y rabias que había acumulado desde ese día en que todo empezó a cambiar. El día en que se fueron y la dejaron sola con una tía nada fácil, en una escuela que era un zoológico en el que se sentía como león enjaulado.
Se hizo un silencio breve y Julia soltó su retahíla.
–Tú fuiste la que me manipuló para que me quedara con Sofía, para que aceptara el cambio de escuela, para que prometiera portarme muy bien, porque tú eres la que siempre piensa que las cosas han de ser como tú quieres.
–Hija, no teníamos otra opción.
–Claro que sí. Te podías haber ido sola a presentar tu tesis y que mi papá fuera el siguiente semestre a presentar la suya…
–Te explicamos que hicimos el trabajo juntos, por eso lo tenemos que presentar los dos. Lo del diplomado salió después y era una oportunidad que no queríamos dejar pasar…
–¿Ves cómo todo va saliendo como a ti más te conviene? Voy a hacer el álbum con el vestidito que me bordó Abujú cuando cumplí cinco años.
–Ay, no lo desbarates, es precioso…
–Es mío, ma, ¿o también eso te lo dio a ti?
La conversación había ido subiendo de tono. Ya muy cortante Julia le dijo:
–Voy a colgar porque tengo mucho que hacer si quiero tener a tiempo el regalo. Mándame mañana mismo tus razones para querer a Abujú y las de mi papá. Como somos treinta y cinco entre hijos, yernos, nueras y nietos, nos tocan dos y además le voy a pedir a cada una de sus cuatro hermanas que me den una.
–Así van setenta y cuatro, te va a faltar una más.
–No, porque como yo lo estoy organizando, a mí me toca poner tres razones en vez de dos.
Julia ya iba a colgar cuando regresó Érika muy contenta con el vestido en la mano. Se fue antes de que el tono se pusiera tan ríspido y ahora venía feliz. Era como si en una obra de teatro un actor soltara su parlamento en una escena equivocada.
–¡Tengo la solución, tengo la solución! Pásame a tu mamá. Hola Luisa: me probé tu vestido porque como a las dos nos quedan las mismas cosas… Pues resulta que nos va a quedar muy largo porque tu mamá era más alta y además se usaban aquellos zapatos con plataformas. Contando el dobladillo nos sobran como quince centímetros. Si quieres te lo arreglo para que lo estrenes llegando y le doy a Julia lo que necesita para encuadernar el álbum –lo dijo de un tirón esperando una respuesta entusiasta y lo que obtuvo fue una respuesta que la dejó desconcertada:
–Muy bien, gracias, amiga.
En casa de Maruca el fin de semana empezó con un portazo tempranero de su papá y con un desayuno frío y desangelado con Natalia, quien tenía los ojos hinchados, huella clarísima de las broncas conyugales.
A Maruca, la actitud de su mamá le provocaba una rabia sorda.
“Eso te mereces… por no estar a su altura”, pensó la niña.
Esa frase las encerró en un mutismo hermético que cada una fue a vivir en su recámara.
Maruca le dio vuelta a la página intentando encubrir las preguntas que no se atrevía a formular. Naty tenía una idea fija que empezaba a cocinarse a fuego muy lento.
Fue casi al medio día cuando su mamá tocó la puerta para invitar a Maruca a caminar en el parque, en recuerdo de la última vez que platicaron largo y sin discutir.
–No se me antoja, gracias –contestó lacónica.
Desde la ventana la vio salir con el pelo recogido, sus zapatos deportivos y unos pants muy anchos que no ocultaban que ya era inminente la llegada del bebé.
Maruca vio por primera vez el dolor de su mamá y se quedó pasmada. Se guardó en el vestidor de su cuarto a pensar: algo más grande que ella estaba sucediendo en esa casa.
Julia y Érika pasaron toda la tarde juntas haciendo la portada del álbum para el cumpleaños de la abuela, uniendo retazos del dobladillo del vestido. Érika era muy buena para bordar. En un santiamén, que duró casi toda la tarde, ya tenía el letrero, con letras manuscritas en un estilo elegante de trazo amplio, que decía: “Abujú”, y abajo, “75 razones para quererte”. Érika sacó la máquina de coser de su amiga y rápidamente unió con encajes los recortes de tela que Julia había cortado en unos cuadros parejitos, idénticos. En el centro quedó el letrero bordado. Con eso haría la portada, y la contraportada sería un cuadrado grande de la misma tela. Finalmente, cosieron entre las dos el dobladillo del vestido y lo dejaron colgado, listo para que su mamá lo estrenara al regresar.