El domingo amaneció tarde, pero enseguida empezaron los preparativos para la excursión. Los ocho primos mayores, repartidos en cuatro casas familiares, se vistieron para ir de escalada. Cada año trepaban juntos el Peñón Dorado. Un enorme monolito que mide más de trescientos cincuenta metros de altura.
Martín, el esposo de Elisa, famoso guía del lugar, se encargaba de organizar y liderar el grupo. Acordaron que subirían caminando por la ruta más larga, la que llaman “la culebra”, hasta llegar al mirador y la última pared vertical. Allí se quedarían Romina, Julia y Leticia a esperar a que los mayores treparan por los clips hasta la cumbre y regresaran.
La caminata era larga, les llevó más de hora y media llegar al mirador.
Al principio iban cantando y platicando. Martín les contó algunas leyendas del pueblo. La del charro negro que espantaba en las noches, la versión de la llorona de por allá y la historia de la caverna oscura. La caverna es un pozo profundo cuya entrada es un círculo perfecto. Cuentan que guarda un gran tesoro, no de oro ni piedras preciosas sino de sabiduría: quien lo encuentre conocerá su centro y definirá, de golpe, quién es y hacia dónde va. Durante mucho tiempo, nadie se había atrevido a buscarlo, pues se decía que era custodiado por una inmensa víbora. Hace algunos años se organizó una expedición de valientes dispuestos a enfrentar al reptil, pero lo único que hallaron, dicen, fue un lugar pantanoso lleno de excremento de los murciélagos que poblaban el pozo.
A medida que se hacía más empinado el camino, fueron volviéndose más silenciosos, concentrados en el esfuerzo. A Julia le dio por pensar y repensar lo platicado con su abuela y, cada vez que le daba vuelta a algún tema, le encontraba nuevas aristas, como el panorama cambiante que veían desde el Peñón en cada nuevo recodo.
Fue agarrando un buen ritmo de caminata y pronto dejó atrás a Romina y a Leticia, se emparejó con Eli y alcanzó a Martín.
–Pronto estarás lista para trepar hasta arriba.
–Uy, apenas tengo doce y no nos dejan subir hasta los quince –se quejó Julia.
–Aunque estás bien flaquita tienes fuerza en las piernas y buenos pulmones. Mira a Romina cómo viene resoplando.
Al llegar al mirador, los mayores prepararon cuerdas y arneses, llevaban botas de escalar y casco. Martín revisó a cada uno, ajustaron la cordada y empezaron a trepar por los clips que forman una escalera vertical hasta la cima, sesenta metros más arriba.
Las primas medianas los miraban subir, a ellos y a otros grupos de escaladores que intentaban el ascenso por las diferentes rutas. Fue entonces cuando Julia descubrió, a lo lejos, una figura que le pareció familiar.
–Miren, Romi, Leticia. ¿Ven allá a lo lejos a ese chico que trepa por la zona del grillo, el de la chamarra naranja?, me recuerda al hermano de Anahí, que me cae súper bien. Lo conozco hace mil años y antes nunca me hablaba, pero ya se le pasó la mudez.
–¿Y te gusta? –preguntó Ro.
–Mmm, no sé. Lo voy a pensar.
Romina tenía hambre y fue a comprar gorditas para todas, mientras las dos primas siguieron disfrutando el panorama un buen rato. Julia llevaba su cámara y tomó muy buenas fotos. Leticia le contó con detalle sus planes y también sus dudas sobre ir a hacer la secundaria a Querétaro, aunque para eso todavía le faltaban seis meses.
Se comieron las gorditas y, en eso estaban, cuando vieron el accidente. La cuerda en la que iba el chico de la chamarra naranja con otros dos escaladores se zafó y los vieron rodar treinta metros hacia el fondo dando tumbos por la ladera casi vertical. Se quedaron pasmadas, tratando de dilucidar si los accidentados estaban vivos o no. En eso regresaron sus primos con Martín.
Decidieron descender inmediatamente a rapel para tratar de ayudar. Martín tomó la delantera.
Romina pidió aventón a los repartidores de refrescos que habían ido a hacer una entrega en el mirador y las bajaron en su camioneta.
Al llegar a la zona del accidente los vieron. Raspados, sangrantes, pero estaban bien, uno de los chicos parecía tener el brazo lastimado y ya había llegado la ambulancia que se los llevaría, pero faltaba uno, el de la chamarra naranja. Cuando Julia oyó que se llamaba Beto le dio un vuelco el corazón.
“Entonces sí es él”, pensó. Se imaginó a sí misma dándole a Anahí la horrible noticia por teléfono. Sacudió la cabeza para liberarse de ese pensamiento.
Había una cuadrilla de voluntarios buscándolo. Y a lo lejos oyeron las voces: “¡Aquí está, cayó dentro de la caverna!”
Se acercaron en silencio y escucharon su voz.
–¡Aquí, ayuda, sáquenme!
Empezaron a alistar las cuerdas para subirlo, pero estaba herido y débil, no podría trepar solo, alguien debía bajar para amarrarlo.
Martín se preparó, pero pronto se dieron cuenta de que en el pozo había una parte muy estrecha por donde no cabría, se necesitaba alguien muy delgado…
Se miraron entre sí, entonces sin apenas meditarlo, Julia dijo:
–Voy.
–De ninguna manera –saltó Elisa–, eres apenas una niña y es peligroso.
Abajo se escuchaba la voz cada vez más débil y asustada del muchacho. Eso puso una urgencia nueva en los movimientos de los excursionistas que le abrocharon el arnés a Julia y soltaron poco a poco la cuerda para que bajara los seis metros que tenía de profundidad el pozo.
Descender fue rápido. Cuando llegó al fondo se acordó de la caca de murciélago que decían que lo cubría y le dio un asco que se tradujo en arcadas, pero entonces alumbró a Beto con la linterna del casco prestado por Martín.
El hermano de Anahí tenía más cara de sorpresa que de susto.
–Julia, ¿tú qué haces aquí?
–Estábamos de excursión y te vimos caer.
–Tengo algo en la pierna que no me deja mover, creo que me la rompí –dijo con una voz débil.
Julia desenganchó la cuerda de su arnés. Ése fue el momento en que empezó a sentir miedo de verdad. Era como si hubiera roto el cordón umbilical que la ataba a los otros. Las manos se le endurecieron, las sentía torpes cuando fijó el gancho en el arnés de su amigo.
–Ya está. Súbanlo –gritó con voz quebrada.
Lentamente se inició el movimiento y Beto empezó a ascender. Cuando la pierna herida pasó junto a su cara alcanzó a ver el fémur roto y expuesto.
Sacar al muchacho no fue tarea fácil, se atoraba en el pasaje estrecho y tuvieron que tirar con mucha fuerza, se oían sus quejidos.
Entonces vino para Julia la peor parte del miedo.
¿Y si no lograban sacarlo y se quedaban atrapados dentro? ¿Y si había una víbora? ¿Y si llegaban los murciélagos? ¿Y si nunca más…? Arriba las voces indicaban que estaban haciendo, junto con Beto, el recuento de los daños. Parecía que se habían olvidado de ella.
Quería llamarlos, pero era como si su voz no pudiera subir, se quedaba atrapada en el ambiente denso de la caverna, en el lodo de las paredes, en su propia garganta que estaba seca. El olor ácido del excremento de los murciélagos le impedía respirar, abrió la boca e intentó jalar aire. Un frío denso le subía desde los pies hasta helarle la cabeza. Empezó a adormecerse, su cuerpo quería huir, pero ella sentía que empezaba a hundirse en ese piso fangoso. Su corazón latía desbocado.
De pronto, la voz clara y potente de Ro lo cubrió todo. Cantaba una canción que les enseñó la abuela para ahuyentar el miedo. Era una tonada alegre, armoniosa y suave. Julia se sintió acompañada y tuvo un instante de iluminación. Respiró muy hondo, profundo, llenó de aire sus pulmones y luego lo expelió lentamente. Poco a poco dejó de imaginar las pesadillas del miedo y sólo pensó en el aire que inhalaba y exhalaba, una y otra vez. La respiración empezó a articular de nuevo su cuerpo, su sangre dejó de ser helada como de reptil y se fue entibiando hasta sentir calidez en todo el cuerpo. Se serenó lentamente. Su corazón recuperó el ritmo y entonces sintió su centro. En el mero centro del cuerpo, una energía nueva salía de él y conectaba su estómago con su cabeza, con las yemas de los dedos, con las plantas de sus pies y las puntas de sus cabellos. Se sintió conectada, era parte de algo más grande que ella misma. Empezó a cantar con Romina.
Repetían la canción por quinta vez, cuando el gancho de la cuerda pegó en su casco y supo que era el momento de colocarlo en el arnés y volver a la luz. Con una determinación nueva, sin asco, sin temor a ensuciarse, empezó a trepar por las paredes resbalosas de lodo, mientras sus primos jalaban la cuerda que la ataba a ellos.
En un santiamén estaba fuera, trenzados todos en un abrazo múltiple, con la cara sucia de lodo y lágrimas. Sus primas le trajeron agua para lavarse y fue entonces cuando lo dijo:
–Gracias, Romi. Tu voz me arrancó del miedo.
–No tardamos casi nada en sacarte, ni tres minutos –alardeó Martín.
–Pues fueron tres largos minutos en el fondo del océano –bromeó Julia.
Los pasillos del lujoso hospital eran todos iguales, decorados con suaves tonos pastel; los cuadros en las paredes repetían escenas del campo, árboles y flores. Después de observarlos durante más de una hora, Maruca no podría describir ninguno. Estaban hechos para pensar en otra cosa.
Miró a Chelo, la cocinera, con la que casi nunca cruzaba palabra. Ella fue quien la localizó en casa de Andrea, la que le dijo que su mamá debía irse al hospital, que la llevaría con Ponce, el chofer. Que fuera para allá.
El médico llegó para explicarles que, a pesar de la emergencia, el parto había salido bien. El bebé estaba sano y fuerte, un varón de tres kilos y medio. Podrían verlo en el cunero en cuarenta minutos. La señora debía descansar y después tendrían que evaluar sus heridas.
–¿Cómo fue el accidente? –le preguntó el doctor a Maruca, quien lo miraba sorprendida, sin respuesta.
–No fue accidente –intervino Chelo, y sus palabras fueron llenando el aire que Maruca casi no podía respirar–. Discutieron fuerte en su recámara. Desde afuera se oían los gritos. La señora salió con una maleta diciendo que se iba. Que tenía que hacerlo por ella misma, por Cuquis y también por el bebé. No quería que creciera para ser un hombre como él. Entonces sí, el patrón se enojó hartísimo…
Maruca empezó a llorar todas las lágrimas que tenía guardadas, con sus dudas y también con los miedos y rencores profundos, innombrables.
–¿Es la primera vez, o esto ya había ocurrido antes? –preguntó el médico.
Todo lo que Maruca no había querido ver ni oír se le vino encima como un aluvión.
Esa tarde tuvo un encuentro muy importante consigo misma, y lo propició una persona que tenía años viviendo en su casa casi sin ser vista, transparente como los grandes vidrios que lavaba todas las semanas.
Chelo le contó todo lo que había oído:
–Escuché cuando doña Naty le contó por teléfono a su amiga Elena, la que vive allá en Chapala, todo lo que supo por la mamá de tu amiga. En unos días llamó doña Elena y me dijo que le urgía platicar con tu mamá. No hablaron en el corredor sino en su cuarto, y yo nomás me imaginé, pero seguro le confirmó con datos lo de la otra familia, porque esa noche, cuando te fuiste a acostar, ella se quedó esperando a tu papá en la sala. Yo creo que la venció el sueño porque allí durmió, hasta después de que te fuiste a la escuela. Fui a despertarla porque el señor quería su desayuno, y ya ves que no le gusta que lo prepare yo. Entonces vinieron los reclamos de ella y la furia de él. Tu papá te echó a ti toda la culpa, por desobediente, por mentirosa y chismosa, por haberte ido sin permiso al concierto ése. Y le insistía: “Ese auditorio atestado de gente donde Maruca creyó que me vio”. Dijo que te iba a mandar a un internado y, entonces sí, tu mamá sacó toda su fuerza para defenderte, para echarlo de la casa, para gritarle que de él no necesitaba nada.
Maruca supo, con toda claridad, de quién era hija y con quién podía contar de verdad.