Después de siglos de calor semitropical, el verdadero invierno había llegado a Ardis Hall. No había nieve, pero los bosques adyacentes estaban pelados de hojas, excepto de las más tenaces, y la escarcha marcaba la zona sombreada de la gran mansión una hora después del amanecer. Cada mañana Ada contemplaba la línea de hierba teñida de blanco en el césped retroceder lentamente hacia la casa hasta que se convertía en una finísima línea de escarcha, y los visitantes contaban que en los dos pequeños ríos que cruzaban el camino en los dos kilómetros que había entre Ardis Hall y el pabellón del faxnódulo había placas de hielo flotante.
Esa tarde (una de las más cortas del año) Ada recorrió la casa encendiendo las lámparas de queroseno y muchas velas, moviéndose con soltura a pesar de estar en su quinto mes de embarazo. La antigua mansión, construida más de mil ochocientos años antes, antes del Fax Final, era bastante cómoda; casi dos docenas de chimeneas (usadas principalmente para propósitos decorativos y de entretenimiento durante los siglos anteriores) ahora calentaban la mayoría de las habitaciones. En las otras cámaras de la mansión de sesenta y ocho habitaciones, Harman había alterado los planos y luego había construido lo que llamaba estufas Franklin, que aquella tarde irradiaban suficiente calor para que Ada sintiera cierta modorra mientras pasaba del salón de abajo a las habitaciones y luego a la escalera y los salones superiores y las habitaciones encendiendo las lámparas.
Se detuvo en los grandes ventanales situados al fondo del pasillo de la segunda planta. Por primera vez en miles de años, pensó Ada, los bosques caían ante las hachas de los seres humanos... y no sólo para conseguir leña. En la penumbra gris del invierno que se filtraba por los paneles de gravedad veía la muralla que bloqueaba la visión pero también tranquilizaba la empalizada de madera que se extendía por la colina, en el prado del sur. La empalizada rodeaba Ardis Hall, a veces a sólo treinta metros de la casa, a veces a un centenar, hasta la linde del bosque. Habían talado más árboles para construir las torres que se alzaban en las esquinas y ángulos de la empalizada, y aún más para convertir las docenas de tiendas de verano en casas y barracones para las más de cuatrocientas personas que ya vivían en los terrenos de Ardis.
«¿Dónde está Harman?» Ada había intentado escapar de esa idea durante horas manteniéndose ocupada con una docena de tareas domésticas, pero ya no podía deshacerse de la preocupación. Su amante («esposo» era la arcaica palabra que le gustaba usar a Harman) se había marchado con Hannah, Petyr y Odiseo (que insistía en que lo llamaran Nadie, últimamente) poco después del amanecer, guiando un droskhy tirado por bueyes, para abrirse paso por los bosques y prados situados a más de quince kilómetros del río, cazar ciervos y buscar más ganado perdido.
«Ya deberían estar en casa. Me prometió que regresaría mucho antes de que oscureciera.»
Ada regresó a la planta baja y entró en la cocina. Durante siglos la enorme cocina sólo había sido atendida por los criados y los ocasionales voynix que traían comida de sus mataderos, pero ahora rebosaba de actividad humana. Esa noche les tocaba a Emme y Reman preparar la comida (normalmente unas cincuenta personas comían en Ardis Hall) y casi había una docena de hombres y mujeres ocupados horneando pan, preparando ensaladas, asando carne en un espetón en el enorme horno y produciendo un caos general que pronto desembocaría en una larga mesa llena de comida.
Emme advirtió la presencia de Ada.
—¿Han vuelto ya?
—Aún no —respondió Ada, sonriendo, intentando que no se le notara la preocupación.
—Lo harán —dijo Emme, palmeando la pálida mano de Ada.
No por primera vez, y no sin furia (le caía bien Emme), Ada se preguntó por qué la gente se sentía con más derecho de tocarte y darte palmaditas cuando estabas embarazada.
—Claro que sí —dijo—. Y espero que con venados y al menos cuatro de esas reses perdidas... o mejor aún, dos toros y dos vacas.
—Necesitamos leche —reconoció Emme. Volvió a palmear la mano de Ada y regresó a sus labores junto al fuego.
Ada salió. Durante un segundo el frío la dejó sin respiración, pero llevaba el chal y lo cerró alrededor de sus hombros y su cuello. Agujas de frío contra sus mejillas después del calor de la cocina. Se detuvo un instante en el patio trasero para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad.
«Al demonio», pensó, alzando la palma e invocando la función cercanet y visualizando un círculo amarillo con un triángulo verde en el centro. Era la quinta vez que intentaba la función en las dos últimas horas.
El óvalo azul cobró existencia sobre su palma, pero la imagen holográfica seguía siendo borrosa y estática. Harman había sugerido que aquellos fallos ocasionales de cercanet o lejosnet o incluso de la vieja función buscadora no tenían nada que ver con sus cuerpos (la nanomaquinaria continuaba en sus genes y su sangre, había dicho con una carcajada), pero tal vez tuviera algo que ver con los satélites y los asteroides relé en el anillo-p o el anillo-e, quizá debido a interferencias causadas por las lluvias de meteoritos nocturnas. Al alzar la cabeza al cielo cada vez más oscuro, Ada vio los anillos polar y ecuatorial girando en las alturas como dos bandas de luz que se entrecruzaran, cada anillo compuesto de miles de discretos objetos brillantes. Durante casi todos sus veintisiete años aquellos anillos habían sido tranquilizadores, el hogar amistoso de la fermería donde sus cuerpos eran renovados cada Veinte, el hogar de los posthumanos que los cuidaban y a cuyas filas ascenderían cuando cada persona cumpliera el Quinto y Final Veinte, pero ahora, Ada lo sabía por la experiencia de Harman y Daeman allí, los anillos estaban vacíos de posthumanos y contenían una terrible amenaza. El Quinto Veinte había sido mentira a lo largo de los siglos: un fax final a la muerte inconsciente por canibalismo a manos del ser llamado Calibán.
Las estrellas caídas (en realidad trozos de dos objetos orbitales que Harman y Daeman habían ayudado a desintegrar ocho meses antes) corrían de oeste a este. Pero aquello era una pequeña lluvia de meteoros, nada en comparación con el terrible bombardeo de aquellas primeras semanas tras la Caída. Ada reflexionó sobre la expresión que todos habían usado en los meses pasados. La Caída. ¿Caída de qué? Caída de los trozos del asteroide orbital que Harman y Daeman habían ayudado a Próspero a destruir, caída de los servidores, caída del tendido eléctrico, el final del servicio de los voynix que habían escapado al control humano esa misma noche... la noche de la Caída. Todo había caído ese día, hacía poco más de ocho meses, pensó Ada: no sólo el cielo, sino su mundo tal como lo habían conocido ellos y generaciones previas de humanos antiguos durante más de catorce Cinco Veintes.
Ada empezó a sentir la intranquilidad de la náusea que había tenido durante los primeros tres meses de embarazo, pero era de ansiedad, no un mareo matutino. Arqueó el cuello por la tensión. Pensó «fuera» y el cercanet se apagó, probó con lejosnet (tampoco funcionaba), trató la primitiva función buscadora, pero los tres hombres y la mujer que quería encontrar no estaban lo bastante cerca para que brillara en rojo, verde o ámbar. Apagó todas las funciones de su palma.
Invocar cualquier función le daba ganas de leer más libros. Ada alzó la cabeza para ver las ventanas iluminadas de la biblioteca (distinguió las cabezas de la gente que había allí sigleyendo) y deseó estar con ellos, pasando las manos por los lomos de los nuevos volúmenes traídos y almacenados en los últimos días, contemplar las palabras doradas fluir por sus manos y brazos y llegar hasta su mente y su corazón. Pero había leído ya quince gruesos libros en aquel corto día de invierno y la sola idea de más siglectura le daba náuseas.
«Leer, o al menos sigleer, es muy parecido a estar embarazada —pensó, bastante satisfecha de la metáfora—. Te invade de sentimientos y reacciones para los que no estás preparada... te hace sentir demasiado llena, no del todo tú misma, dirigida de repente hacia un momento predestinado que cambiará toda tu vida para siempre. —Se preguntó qué diría Harman sobre la metáfora (era brutal criticando sus propias metáforas y analogías) y sintió que la náusea de su estómago pasaba a su corazón cuando la preocupación volvió a apoderarse de ella—. ¿Dónde están? ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien mi amado?»
El corazón de Ada latía con fuerza mientras se acercaba a la brillante hoguera y la red de andamios de madera que formaban la cúpula de Hannah, atendida veinticuatro horas al día porque el bronce y el hierro y otros metales estaban siendo convertidos en armas.
Loes, un amigo de Hannah, y un grupo de hombres jóvenes atendían y mantenían aquel día los fuegos.
—Buenas noches, Ada Uhr —saludó el hombre, alto y delgado. La conocía desde hacía años, pero prefería llamarla formalmente usando el tratamiento honorífico.
—Buenas noches, Loes Uhr. ¿Alguna noticia de los vigías?
—Ninguna, me temo —respondió Loes, apartándose de la abertura de la parte superior de la cúpula. Ada notó distraídamente que el hombre se había afeitado la barba y que tenía la cara roja y sudorosa por el calor. Trabajaba con el torso desnudo en una noche en que podía nevar.
—¿Ha llovido esta noche? —preguntó Ada. Hannah la informaba de esas cosas (y los aguaceros nocturnos siempre eran un espectáculo dramático), pero el horno de metal no era una de las responsabilidades de Ada y se había convertido para ella en un hecho de su nueva vida de interés sólo tangencial.
—Por la mañana, Ada Uhr. Y estoy seguro de que Harman Uhr y los demás volverán pronto. Pueden encontrar el camino con facilidad a la luz de los anillos y las estrellas.
—Oh, sí, desde luego —respondió Ada. Entonces, como si se lo pensara antes dos veces, preguntó—: ¿Has visto a Daeman Uhr?
Loes se secó la frente, habló en voz baja a uno de los otros hombres que corrían a traer leña y respondió.
—Daeman Uhr se marchó a Cráter París esta tarde, ¿recuerdas? Va a traer a su madre a Ardis Hall.
—Ah, sí, es cierto —dijo Ada. Se mordió los labios, pero no pudo evitar preguntarlo—: Se marchó antes de que oscureciera, espero.
Los ataques de los voynix entre Ardis y el faxnódulo habían aumentado en las últimas semanas.
—Oh, sí, Ada Uhr. Se marchó con tiempo de sobra para llegar al pabellón antes del crepúsculo. Y llevaba una de las nuevas ballestas. Esperará hasta después del alba para regresar con su madre.
—Eso está bien —dijo Ada mirando al norte, hacia la empalizada de madera y el bosque que había más allá. Ya estaba oscuro en el lado despejado de la colina y los últimos rayos de luz caían del cielo occidental donde se congregaban nubes oscuras. Imaginó cómo sería la oscuridad bajo los árboles de fuera—. Nos veremos en la cena, Loes Uhr.
—Hasta entonces, Ada Uhr. Buenas noches.
Se cubrió la cabeza con el chal porque el viento arreciaba. Se encaminaba hacia la puerta norte y la torre de vigilancia que allí había, pero sabía que no debería distraer a los guardias con su ansiedad. Además, ya se había pasado allí una hora por la tarde, contemplando la zona norte, esperando casi alegre. Pero eso había sido antes de que la ansiedad se apoderara de ella en forma de náusea. Ada caminó sin rumbo por la cara norte de Ardis Hall, saludando a los guardias que se apoyaban en sus lanzas cerca de la rotonda. Ya habían encendido las antorchas de gas situadas a lo largo del camino.
No podía entrar. Demasiado calor, demasiadas risas, demasiada conversación. Vio a la joven Peaen en el porche, hablando entretenida con uno de sus jóvenes admiradores de Ulanbat que se había mudado a Ardis después de la Caída, uno de los muchos discípulos de Odiseo cuando el viejo era maestro, antes de convertirse en el taciturno Nadie, y Ada volvió a la relativa oscuridad del patio lateral porque no quería tener que saludar siquiera.
«¿Y si Harman muere? ¿Y si está ya muerto en algún lugar, ahí fuera, en la oscuridad?»
Expresar el pensamiento con palabras la hizo sentirse mejor, consiguió que la náusea remitiera. Las palabras eran como objetos, hacían la idea más sólida, menos parecida a un gas venenoso y más como un horrible cubo de pensamiento cristalizado que podía hacer girar en las manos, estudiando sus terribles facetas.
«¿Y si Harman muere?» Ella no moriría: Ada, siempre realista, lo sabía. Seguiría viviendo, tendría a su hijo, tal vez volvería a amar.
El último pensamiento hizo que la náusea regresara y se sentó en un frío banco de piedra desde donde podía ver la ardiente cúpula y la puerta norte cerrada, más allá.
Ada sabía que en realidad nunca se había enamorado hasta que conoció a Harman. Aun cuando lo quería, sabía de niña y de joven que los flirteos y tonteos no habían sido amor, en un mundo antes de la Caída donde había poco más que flirteos y tonteos: con la vida, con los otros y consigo misma.
Antes de Harman, Ada no había conocido nunca el profundo placer que satisface el alma que produce dormir con la persona amada. Y no se trataba de ningún eufemismo, pues pensaba en dormir junto a él, despertar junto a él por la noche, sentir su brazo alrededor cuando se dormía y lo primero cuando despertaba por la mañana. Conocía los sonidos menos conscientes de Harman y su contacto y su olor: un aroma externo y masculino, mezcla de cuero del establo visible más allá de la cúpula y de la fragancia otoñal del suelo del bosque.
Su cuerpo se había imprintado con su contacto, y no sólo del contacto íntimo de sus actos de amor, sino de la levísima presión de su mano sobre el hombro o un brazo o la espalda al pasar. Sabía que echaría de menos la presión de su mirada casi tanto como echaría de menos su contacto físico: de hecho, su conciencia de ella y sus atenciones se habían convertido en una especie de caricia constante para Ada. Cerró los ojos y se permitió sentir su gran mano cerrada sobre la suya, fría, más pequeña: sus dedos siempre habían sido largos y finos, los de él cortos y anchos, su palma callosa siempre más cálida que la suya. Echaría de menos su calor. Ada advirtió que lo que más añoraría de Harman si estaba muerto, tanto como la esencia de su amado, era la forma que le daba a su futuro. No a su destino, sino a su futuro: la inefable sensación de que el día siguiente significaba ver a Harman, reír con Harman, incluso estar en desacuerdo con Harman. Añoraría eternamente la sensación de que la continuación de su vida era algo más que otro día respirando, el don de otro día de relación con su amado por el espectro de todas las cosas.
Sentada allí en el frío banco con los anillos girando en lo alto y la lluvia de meteoros nocturna aumentando de intensidad, su sombra proyectada sobre el césped cubierto de blanca escarcha por el brillo de aquella luz y la cúpula, Ada advirtió que era más fácil contemplar la propia mortalidad que la muerte de un ser amado. No era una revelación completamente nueva para ella (había imaginado esa posibilidad antes; Ada era muy, muy buena imaginando cosas), pero la realidad de la sensación era en sí misma una revelación. Al igual que sentir la nueva vida en su interior, la sensación de pérdida y de amor por Harman la hacía saberse de algún modo, imposiblemente, más grande no sólo que sí misma sino que su capacidad para pensar o sentir.
Ada había esperado que le encantara hacer el amor con Harman, compartir su cuerpo con él y aprender el placer que el cuerpo de él podía proporcionarle, pero le sorprendió descubrir que a medida que su intimidad crecía, era como si cada uno de ellos hubiera descubierto otro cuerpo, no de ella, no de él, sino algo compartido e inexplicable. Ada nunca había hablado de eso con nadie (ni siquiera con Harman, aunque sabía que él compartía el sentimiento), y su opinión era que había hecho falta la Caída para liberar ese misterio en los seres humanos.
Los últimos ocho meses transcurridos desde la Caída habían sido una época dura y triste para Ada: los servidores habían quedado inutilizados; su vida de comodidades y fiestas había terminado para siempre; el mundo que había conocido y en el que había crecido se había perdido; su madre, que se había negado a volver al peligro de Ardis Hall y se había quedado en la mansión de Loman, cerca de la costa este, había muerto con otras dos mil personas, en el ataque masivo de los voynix ese otoño... La desaparición de la amiga-prima Virginia de su casa en las afueras de Chom, en el Círculo Ártico; la preocupación sin precedentes por la comida y la calefacción y la seguridad y la supervivencia; el terrible hecho de saber que la fermería había desaparecido para siempre y la certeza de la ascensión al cielo del anillo-p y el anillo-e no era más que un mito perverso; el conocimiento de que sólo la muerte los esperaba algún día y que incluso el lapso de vida marcado por los Cinco Veintes no era ya su derecho de nacimiento, que podían morir en cualquier momento... Todo tenía que haber sido aterrador y opresivo para una mujer de veintisiete años.
Había sido feliz. Ada había sido más feliz que en ningún otro momento de su vida. Había sido feliz con los nuevos desafíos y con la necesidad de encontrar valor además de la necesidad de confiar y depender de los demás para vivir. Había sido feliz aprendiendo que amaba a Harman y que él la amaba a ella de un modo que su antiguo mundo de faxfiestas y lujos proporcionados por los servidores y las conexiones temporales entre hombres y mujeres nunca hubiese permitido. Tanto como infeliz se sentía cada vez que él se marchaba a una partida de caza o para dirigir un ataque a los voynix o en un viaje en sonie hasta la Puerta Dorada de Machu Picchu o a otro antiguo sitio, o que hacía uno de sus faxviajes de enseñanza a cualquiera de las trescientas y pico de comunidades de supervivientes. «Al menos la mitad de los humanos de la Tierra han muerto desde la Caída, y ahora sabemos que nunca hubo un millón de nosotros, que el número que los posthumanos nos dieron hace siglos había sido siempre una mentira.» Ella era igualmente feliz cada vez que él regresaba; gloriosamente feliz cada día frío, peligroso e inseguro que él estaba allí, en Ardis Hall, con ella.
Continuaría adelante si su amado Harman había muerto. Sabía en el fondo que continuaría, sobreviviría, lucharía, pariría y criaría a ese hijo, que quizá volvería a amar... pero también sabía esa noche que la feroz y deslumbrante alegría de los ocho meses pasados desaparecería para siempre.
«Deja de comportarte como una idiota», se ordenó.
Se levantó, se ajustó el chal y ya se había dado la vuelta para entrar en la casa cuando sonó la campana de la torre de vigilancia y oyó la voz de uno de los vigías.
—¡Se acercan tres personas desde el bosque!
Todos los hombres que se encontraban en la cúpula dejaron su trabajo, agarraron las lanzas o los arcos o las ballestas y corrieron a las murallas. Los centinelas de los patios del este y el oeste también corrieron hacia las escaleras y parapetos.
«Tres personas.» Ada se quedó momentáneamente petrificada donde estaba. Cuatro personas habían partido por la mañana, con un droshky adaptado tirado por un buey. No hubiesen regresado sin el droshky y el buey a menos que algo terrible hubiera sucedido, y si alguien hubiera estado herido, pongamos con un esguince de tobillo o una pierna rota, hubiesen usado el droshky para transportarlo.
—Tres personas se acercan por la puerta norte —gritó de nuevo el vigía de la torre—. Abridla. Traen un cuerpo.
Ada soltó el chal y corrió lo más rápido que pudo hacia la puerta norte.