Horas antes de que los voynix atacaran, Harman tuvo la impresión de que iba a ocurrir algo terrible.
Aquella salida no era realmente necesaria. Odiseo (Nadie ahora, se recordó Harman, aunque para él el fornido hombretón de la barba entrecana siempre sería Odiseo) había querido traer carne fresca, localizar parte del ganado perdido y explorar la zona montañosa del norte. Petyr sugirió que usaran el sonie, pero Odiseo argumentó que incluso con las hojas de los árboles caídas sería difícil ver algo del tamaño de una vaca desde un sonie. Además, quería cazar.
—Los voynix también quieren cazar —dijo Harman—. Cada semana que pasa se vuelven más osados.
Odiseo (Nadie) se había encogido de hombros.
Harman los había acompañado a pesar de su convencimiento de que todos tenían cosas mejores que hacer. Hannah trabajaba en un fuelle de hierro y su ausencia probablemente retrasaría los planes. Petyr había estado catalogando los cientos de libros traídos en las dos últimas semanas y estableciendo prioridades sobre cuál debería ser sigleído primero. El mismo Nadie había estado hablando de realizar él solo un viaje en sonie en busca de la fábrica robótica que se hallaba en las orillas de lo que antaño fuera el lago Michigan y que todavía no habían encontrado. Y Harman probablemente hubiese dedicado el día entero a su obsesivo intento por penetrar en todonet y descubrir más funciones, aunque también había estado pensando en ir a Cráter París con Daeman para recoger a la madre de su amigo.
Pero Nadie (que iba constantemente de caza en solitario) había querido salir con los otros esta vez. Y la pobre Hannah, que estaba enamorada de Odiseo-Nadie desde el día que lo conoció en el puente Puerta Dorada de Machu Picchu, hacía más de nueve meses ya, insistió en acompañarlo. Luego Petyr, que había llegado a Ardis Hall para ser discípulo de Odiseo, antes de la Caída, cuando el viejo impartía todavía lecciones de su extraña filosofía, pero que ahora sólo era discípulo de Hannah en el sentido de que estaba irremediablemente enamorado de ella, también había insistido en ir. Así que al final Harman había accedido a acompañarlos porque... no estaba seguro de por qué había accedido. Tal vez porque no quería dejar a tres enamorados cruzados a solas en el bosque, todo el día, armados.
Más tarde, mientras caminaba detrás de ellos en el frío bosque y pensaba en esto, Harman tuvo que sonreír. Se había encontrado aquella expresión, «amantes cruzados», justo el día anterior, leyendo visualmente en lugar de usando la función de siglectura Romeo y Julieta.
Harman estaba borracho de Shakespeare aquella semana. Se había leído tres obras en dos días. Le sorprendía que pudiera caminar, mucho menos mantener una conversación. Tenía la cabeza llena a rebosar de cadencias increíbles, de un torrente de vocabulario nuevo, y más sabiduría sobre la complejidad de lo que significa ser humano de lo que había esperado conseguir nunca. Le daban ganas de llorar.
Si lloraba, sabía con cierto rubor, no sería por la belleza y el poder de las obras: la idea del teatro era nueva para Harman y su mundo posletrado. No, lloraría de pena egoísta por el hecho de no haber conocido cosas como Shakespeare hasta menos de tres meses antes de que se cumplieran sus cinco veintenas de años permitidas. Aunque estaba seguro, puesto que había ayudado a destruirla, de que la fermería orbital no faxearía más humanos antiguos al anillo-e en su Quinto Veinte (ni en cualquier otro Veinte, por cierto), noventa y nueve años de pensar que su vida en la tierra terminaría de golpe la medianoche de su centésimo cumpleaños era algo difícil de descartar.
A medida que se iba acercando el atardecer los cuatro caminaban lentamente por el borde de un acantilado, de regreso de su infructuoso día. Su ritmo nunca era más rápido que el del lento buey que habían traído para tirar del droshky. Antes de la Caída, los vehículos se equilibraban sobre una rueda por medio de giróscopos internos y eran tirados por voynix, pero sin energía interna ahora las malditas cosas no podían equilibrarse, así que habían sacado las tripas mecánicas y las partes móviles de cada vehículo y habían colocado un yugo para el buey, mientras que la única y fina rueda central había sido sustituida por dos más anchas y un eje recién forjado. Harman opinaba que los droshkies y carricoches así remendados resultaban patéticamente burdos, pero eran los primeros vehículos de ruedas construidos por los humanos en más de mil quinientos años de no-historia.
Ese pensamiento también le dio ganas de llorar.
Se habían internado unos seis kilómetros hacia el norte, casi siempre recorriendo los bajos acantilados de un afluente de un río que Harman ahora sabía que se llamaba Ekei y, antes, Ohio. El droshky era necesario para transportar los ciervos que pudieran cazar, aunque Nadie era capaz de caminar kilómetros con un ciervo muerto sobre los hombros, así que su avance fue lento en el sentido en que sólo puede serlo el avance de un buey.
De vez en cuando, dos de ellos se quedaban junto al carro mientras otros dos se internaban en el bosque con arcos o ballestas. Petyr llevaba un rifle de flechitas (una de las pocas armas de fuego que había en Ardis Hall), pero preferían cazar con armas menos ruidosas. Los voynix no tenían orejas, pero su oído era excelente.
Durante toda la mañana, los tres humanos antiguos habían estudiado sus palmas. Por algún motivo desconocido los voynix no aparecían en los buscadores, lejosnet, ni en las funciones todonet, rara vez usadas, pero sí que salían en cercanet. Pero claro, como Harman y Daeman habían aprendido con Savi nueve meses antes en un lugar llamado Jerusalén, los voynix también usaban cercanet: para localizar humanos.
Aquel día no importaba. A mediodía todas las funciones se desconectaron. Los cuatro confiaron en sus ojos, pusieron más cuidado en el bosque y vigilaron la linde de los árboles cuando atravesaban praderas o seguían la línea de los acantilados.
El viento que soplaba del noroeste era muy frío. Todos los antiguos distribuidores habían dejado de funcionar el día de la Caída y, además, antes no necesitaban ropa gruesa, así que los tres humanos llevaban burdos abrigos y capotes de lana o piel. Odiseo, Nadie, parecía inmune al frío: llevaba la misma armadura pectoral y el mismo tipo de faldita corta que siempre vestía en sus expediciones, con sólo una corta capa roja sobre los hombros para darse calor.
No encontraron ningún ciervo, cosa extraña. Por fortuna no encontraron ningún alosaurio ni otros dinosaurios tampoco. La opinión general en Ardis Hall era que los pocos dinos que aún cazaban tan al norte habían emigrado al sur durante aquella desacostumbrada ola de frío. La mala noticia era que los tigres de dientes de sable que habían aparecido el verano anterior no habían emigrado con los grandes reptiles. Nadie les enseñó deposiciones frescas no muy lejos de las huellas de ganado que llevaban siguiendo casi todo el día.
Petyr se aseguró de que su rifle energético tenía un cargador nuevo de flechitas de cristal.
Regresaron después de encontrar cajas torácicas y huesos dispersos y ensangrentados de dos de las reses perdidas en una zona rocosa del acantilado. Diez minutos más tarde encontraron la piel, el pelaje, las vértebras, el cráneo y los colmillos sorprendentemente curvos de un dientes de sable.
Nadie alzó la cabeza y giró trescientos sesenta grados, escrutando cada distante árbol y peñasco. Mantenía las dos manos sobre su larga lanza.
—¿Hizo esto otro dientes de sable? —preguntó Hannah.
—Eso, o un voynix —respondió Nadie.
—Los voynix no comen —repuso Harman, advirtiendo lo tonto que era su comentario en cuanto lo hizo.
Nadie negó con la cabeza. Sus rizos grises se agitaron con el viento.
—No, pero este dientes de sable pudo haber sido atacado por una pareja de voynix. Los carroñeros u otros gatos se lo comieron luego. ¿Veis esas marcas de deposiciones en el suelo blando de allí? Al lado hay dos huellas de voynix.
Harman las vio entonces, pero sólo después de que Nadie volviera a señalarlas.
Se dieron la vuelta entonces, pero el estúpido buey caminó más despacio que nunca, a pesar de que Nadie lo azuzaba con el palo de su lanza e incluso con el extremo afilado en alguna ocasión. Las ruedas y el eje chirriaban y crujían y, una vez, tuvieron que reparar un radio suelto. Las nubes bajas se sumaron a un viento aún más frío y la luz del día empezó a desvanecerse cuando estaban todavía a tres kilómetros de casa.
—Mantendrán nuestra cena caliente —dijo Hannah. Hasta su reciente estallido de amor, la alta y atlética joven siempre había sido optimista. Pero en aquel momento su sonrisa era forzada.
—Prueba tu cercanet —dijo Nadie. El viejo griego no tenía funciones. Pero, por otro lado, su cuerpo a la antigua usanza, carente de las alteraciones nanogenéticas de los dos últimos milenios, no aparecía en cercanet, lejosnet ni ninguna función buscadora de los voynix.
—Sólo estática —dijo Hannah, mirando el óvalo azul que flotaba sobre su palma. Lo apagó.
—Bueno, ahora ellos tampoco pueden vernos —dijo Petyr. El joven sostenía una lanza en una mano y llevaba el rifle de flechitas de cristal colgado al hombro, pero su mirada permanecía fija en Hannah.
Continuaron avanzando por el prado, sintiendo la hierba alta y quebradiza rozarles las piernas, mientras el droshky reparado chirriaba más fuerte que de costumbre. Harman miró las piernas desnudas de Odiseo-Nadie por encima de las sandalias atadas con correas y se preguntó por qué sus pantorrillas y canillas no eran un laberinto de cardenales.
—Parece que ha sido un día inútil —dijo Petyr.
Nadie se encogió de hombros.
—Ahora sabemos que algo grande está atacando a los ciervos cerca de Ardis —contestó—. Hace un mes, yo habría matado a dos o tres en un largo día de caza como éste.
—¿Un nuevo depredador? —preguntó Harman. Se mordió los labios sólo de pensarlo.
—Podría ser —dijo Nadie—. O a lo mejor los voynix matan la caza y espantan el ganado en un intento de dejarnos morir de hambre.
—¿Tan listos son los voynix? —preguntó Hannah. Los seres orgánico-mecánicos siempre habían sido considerados mano de obra esclava por los humanos: mudos, tontos, programados como los criados para cuidar, para recibir órdenes y proteger a los seres humanos. Pero los criados se habían estropeado todos el día de la Caída y los voynix habían huido y se habían vuelto letales.
Nadie volvió a encogerse de hombros.
—Aunque pueden funcionar por su cuenta, los voynix reciben órdenes. Siempre lo han hecho. De qué o de quién, no estoy seguro.
—No de Próspero —dijo Harman en voz baja—. Después de estar en la ciudad llamada Jerusalén, que rebosaba de voynix, Savi dijo que la cosa noosfera llamada Próspero había creado a Calibán y los calibani como protección contra los voynix. No son de este mundo.
—Savi —gruñó Nadie—. No puedo creer que la vieja esté muerta.
—Lo está —dijo Harman. Daeman y él habían visto al monstruo Calibán asesinarla y llevarse su cadáver, arriba, en la isla orbital—. ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías, Odiseo... Nadie?
El hombre maduro se frotó la barba corta y gris.
—¿Cuánto tiempo? Sólo hacía unos cuantos meses de tiempo real... pero a lo largo de más de un milenio. A veces dormíamos juntos.
Harman pareció sorprendido y, de hecho, dejó de caminar.
Nadie se echó a reír.
—Ella en su críonicho, yo en mi sarcófago de la Puerta Dorada. Todo muy correcto y adecuado. Dos bebés en cunas separadas. Si puedo tomar en vano el nombre de uno de mis compatriotas, diría que fue una relación platónica. —Nadie se rió de buena gana aunque nadie lo acompañó. Pero cuando terminó de reír, añadió—: No creas todo lo que esa vieja chocha os dijo, Harman. Mentía mucho, entendía mal muchas más cosas.
—Era la mujer más sabia que he conocido —dijo Harman—. No volveré a conocer a nadie como ella.
Nadie esbozó su sonrisa de pocos amigos.
—La segunda parte de esta afirmación es correcta.
Encontraron un arroyo que desembocaba en un riachuelo más grande. Iban manteniendo el equilibrio precariamente sobre rocas y troncos caídos mientras lo cruzaban. Hacía demasiado frío para mojarse los pies y la ropa a menos que fuera necesario. El buey se retrasó en el agua helada, haciendo oscilar el droshky. Petyr cruzó primero y montó guardia con el rifle de dardos preparado mientras lo hacían los otros tres. No seguían el mismo camino de vuelta, sino que se mantenían a un centenar de metros. Sabían que tenían que cruzar un risco boscoso más y luego un largo prado rocoso y luego otra pradera antes de llegar a Ardis Hall, el calor, la comida y la relativa seguridad.
El sol se había ocultado tras un banco de nubes oscuras, al suroeste. En cuestión de minutos estuvo tan oscuro que los anillos proporcionaron la mayor parte de la luz. Había dos linternas en el droshky y velas en la mochila de Harman, pero no las necesitarían a menos que las nubes ocultaran también los anillos y las estrellas.
—Me pregunto si Daeman ha ido a buscar a su madre —dijo Petyr. El joven parecía incómodo con los largos silencios.
—Ojalá me hubiera esperado —dijo Harman—. O al menos esperado a que fuera de día en el otro extremo. Cráter París no es muy seguro hoy en día.
Nadie gruñó.
—De todos vosotros, sorprendentemente, Daeman parece el mejor dotado para cuidar de sí mismo. Te ha sorprendido, ¿no, Harman?
—En realidad no —respondió Harman. Al instante advirtió que no era verdad. Menos de un año antes, cuando había conocido a Daeman, lo había considerado un regordete y quejumbroso niño de mamá cuyas únicas aficiones eran capturar mariposas y seducir a jovencitas. De hecho, Harman estaba seguro de que Daeman había ido a Ardis Hall hacía diez meses para seducir a su prima Ada. En sus primeras aventuras, Daeman se había mostrado tímido y quejica. Pero Harman tenía que reconocer que los acontecimientos habían cambiado al joven, y mucho más para mejor de lo que lo habían cambiado a él. Fue un hambriento pero decidido Daeman (veinte kilos más delgado pero infinitamente más agresivo) quien se había enzarzado en combate singular con Calibán en la gravedad casi cero de la isla orbital de Próspero. Y había sido Daeman quien había conseguido sacar de allí con vida a Harman y Hannah. Desde la Caída, Daeman se había mostrado más tranquilo, más serio y dedicado a aprender todas las técnicas de lucha y supervivencia que enseñaba Odiseo.
Harman tenía un poco de envidia. Se consideraba el líder natural del grupo de Ardis: más viejo, más sabio, el único hombre de la Tierra que sabía leer hacía ocho meses, el único hombre en la Tierra que sabía entonces que la Tierra era redonda. Pero Harman tenía que admitir que la ordalía que había fortalecido a Daeman lo había debilitado a él, en cuerpo y espíritu. «¿Es por mi edad?» Físicamente, Harman parecía tener treinta y tantos o apenas cuarenta años, como cualquier varón de Cuatro Veintes de antes de la Caída. Los gusanos azules y los burbujeantes productos químicos que había visto en los tanques de la fermería lo habían renovado durante sus primeras cuatro visitas. Pero ¿psicológicamente? Harman tenía motivos para preocuparse. Tal vez la vejez era la vejez, no importaba lo habilidosamente que hubiera sido reelaborada tu forma humana. Además, Harman cojeaba por las heridas que había recibido en la pierna en la Isla Infernal de Próspero ocho meses antes. Ningún tanque de fermería esperaba para deshacer todo el daño causado, ningún servidor avanzaba flotando para vendar y sanar el resultado de cada pequeño descuido. Harman sabía que su pierna nunca se pondría bien, que cojearía hasta el día en que muriera... y este pensamiento aumentaba su extraña tristeza de aquel día.
Atravesaron el bosque en silencio. Cada uno de ellos parecía a los demás perdido en sus propios pensamientos. A Harman le llegó el turno de tirar de la traílla del buey, que cada vez se mostraba más tozudo y caprichoso a medida que iba oscureciendo. Lo único que faltaba ya era que el estúpido animal se sacudiera y estrellara el droshky contra un árbol. Tendrían que quedarse allí toda la noche reparando el maldito vehículo o dejarlo y llevarse el buey a casa sin él. Ninguna de las dos alternativas resultaba atractiva.
Harman miró a Odiseo-Nadie, que caminaba por delante, refrenando el paso para seguir el ritmo del lento buey y el renqueante Harman, y luego miró a Hannah, que contemplaba con tristeza a Nadie, y a Petyr que hacía lo mismo con Hannah, y quiso sentarse en el frío suelo y llorar por el mundo que estaba demasiado ocupado sobreviviendo para llorar. Pensó en la increíble obra que acababa de leer, Romeo y Julieta, y se preguntó si algunas cosas y algunas locuras eran inherentes a la naturaleza humana incluso después de casi dos milenios de evolución autoprovocada, nanoingeniería y manipulación genética.
«Tal vez no debería haber permitido que Ada se quedara embarazada.» Este pensamiento acosaba a Harman.
Ella quería tener un hijo. Él quería tener un hijo. Era más, curiosamente, después de todos esos siglos, los dos querían una familia: un hombre que se quedase con la mujer y el hijo para criarlos entre ambos y que no lo criasen los servidores. Aunque todos los humanos anteriores a la Caída conocían a su madre, casi ninguno había conocido (ni había querido conocer) a su padre. En un mundo donde los varones seguían siendo jóvenes y vitales hasta su Quinto y Final Veinte, en una población pequeña (menos de trescientas mil personas en todo el mundo, según había dicho Savi), y en una cultura compuesta por poco más que fiestas y breves relaciones sexuales, donde la belleza juvenil se valoraba por encima de ninguna otra cosa, era casi seguro que muchos padres se apareaban sin saberlo con sus hijas.
Esto molestó a Harman después de haber aprendido a leer él solo y tuvo sus primeros atisbos de las culturas previas y los valores perdidos hacía mucho tiempo («demasiado tarde, demasiado tarde»), pero el incesto no hubiese escandalizado a nadie más hacía nueve meses. Los mismos nanosensores fabricados genéticamente en el cuerpo de una mujer que le permitían elegir los paquetes de esperma cuidadosamente almacenados meses o años después de la relación, nunca habrían permitido que la mujer eligiera a alguien de su familia inmediata como macho reproductor. Simplemente, no podía suceder. La nanoprogramación era a prueba de bobos, aunque los humanos que se apareaban lo fueran.
«Pero ahora todo es diferente», pensó Harman. Necesitarían una familia para sobrevivir, no sólo a los ataques de los voynix y las vicisitudes de la vida tras la Caída, sino para organizarse para la guerra que Odiseo había asegurado que vendría. El viejo griego no quería decir nada más sobre su profecía de la noche de la Caída, pero entonces dijo que una gran guerra se avecinaba: algunos especulaban que era una guerra relacionada con el sitio de Troya que todos habían disfrutado bajo sus paños turín antes de que aquellos microcircuitos imbuidos dejaran de funcionar también. «Nuevos mundos aparecerán en tu jardín», le había dicho a Ada.
Cuando salieron a la pradera, antes del tramo final de bosque, Harman advirtió que estaba cansado y asustado. Cansado de decidir siempre qué estaba bien, ¿quién era él para haber destruido la fermería, liberado posiblemente a Próspero y para estar siempre dando sermones sobre la familia y la necesidad de organizar grupos de protección? ¿Qué sabía él, a sus noventa y nueve años, tras haber malgastado toda su vida sin adquirir cultura?
Y tenía miedo no tanto de la muerte (aunque todos habían compartido ese miedo por primera vez en un milenio y medio de experiencia humana) como del cambio que había contribuido a causar. Y le daba miedo la responsabilidad.
«¿Teníamos derecho a permitir que Ada se quedara embarazada ahora?» En aquel nuevo mundo los dos habían decidido que nada tenía más sentido (incluso a pesar de las múltiples dificultades e incertidumbres) que fundar una familia, aunque «fundar una familia» fuera una extraña expresión, ya que costaba un gran esfuerzo incluso pensar en tener más de un hijo. Sólo se permitía tener un hijo a las mujeres humanas antiguas durante el milenio y medio de gobierno de los ausentes posthumanos. Para Ada y Harman había sido motivo de desorientación y hasta les había dado vértigo comprender que podían tener varios hijos si así lo decidían y su biología los acompañaba. No había lista de espera, ni necesidad de aprobación posthumana dada por medio de servidores. Por otro lado, no sabían si un humano podía tener más de un hijo. ¿Lo permitirían su genética alterada y su nanoprogramación?
Habían decidido tener un bebé mientras Ada seguía en la veintena y pensaban que podían enseñar a los demás, no sólo a los de Ardis sino a los de todas las otras comunidades de faxnódulos supervivientes, cómo podía ser una familia biparental.
Todo esto asustaba a Harman, incluso aunque estaba seguro de que hacía bien. Primero estaba la incertidumbre de que la madre y la criatura sobrevivieran a un parto que no se desarrollaba en la fermería. No había ningún humano antiguo vivo que hubiera visto nacer a un bebé humano: el nacimiento, como la muerte, era algo que sucedía cuando te faxeaban al anillo-e para que lo experimentaras a solas. Y como sucedía con todos los humanos anteriores a la Caída que sufrían heridas graves o una muerte prematura, como Daeman cuando lo devoró un alosaurio, nacer en la fermería era algo tan traumático que tenía que ser bloqueado de la memoria. Las mujeres no recordaban más sobre la experiencia del parto en la fermería que sus hijos.
En el momento adecuado del embarazo, un momento anunciado por los servidores, la mujer era faxeada y regresaba sana y delgada dos días más tarde. Durante muchos meses los bebés eran alimentados y cuidados exclusivamente por servidores. Las madres tendían a mantenerse en contacto con sus hijos, pero tenían poco que ver en lo referente a su crianza. Antes de la Caída, los padres no sólo no conocían a sus hijos, sino que nunca sabían que habían engendrado uno, ya que su contacto sexual con esa mujer podía haber tenido lugar años o décadas antes.
Ahora Harman y los otros leían libros sobre el antiguo hecho del parto: el proceso parecía increíblemente peligroso, bárbaro, incluso cuando tenía lugar en un hospital (que parecía ser una versión primitiva de la fermería), incluso cuando era supervisado por un especialista. Y no había una sola persona en todo el planeta que hubiera visto nacer a un bebé.
Excepto Nadie. El griego había llegado a admitir que en su antigua vida, en aquella era irreal de sangre y guerra de la aventura del paño turín había visto al menos parte del proceso del nacimiento de algunos niños, incluido su propio hijo, Telémaco. Él era la comadrona de Ardis.
Y en un mundo nuevo donde no había médicos (nadie comprendía cómo sanar la herida o el problema de salud más simples), Odiseo-Nadie era un maestro en el arte de curar. Sabía de cataplasmas. Sabía cómo coser heridas. Sabía cómo arreglar huesos rotos. En la década que había pasado viajando a través del tiempo y el espacio después de escapar de una tal Circe había aprendido técnicas modernas, como lavarse las manos y lavar el cuchillo antes de cortar un cuerpo vivo.
Nueve meses antes Odiseo había hablado de quedarse en Ardis Hall sólo unas cuantas semanas para luego continuar su viaje. Si el viejo intentaba marcharse, Harman sospechaba que cincuenta personas le saltarían encima y lo amarrarían, sólo para tenerlo allí con su experiencia: hacer armas caseras, despellejar las piezas, cocinar en fogatas, forjar metal, coser ropa, programar el sonie para volar, curar y desinfectar heridas... ayudar a nacer a un bebé.
Ya veían el prado más allá del bosque. Los anillos eran engullidos por las nubes y estaba muy oscuro.
—Quería ver a Daeman hoy... —empezó a decir Nadie.
Fue lo último que tuvo tiempo de decir.
Los voynix saltaron de los árboles como enormes arañas silenciosas. Había al menos una docena. Todos tenían extendidas sus hojas de matar.
Dos aterrizaron sobre la espalda del buey y le cortaron la garganta. Dos aterrizaron cerca de Hannah y la acuchillaron, haciendo volar sangre y tela. Ella dio un salto atrás, intentando levantar la ballesta y esquivar el golpe, pero el voynix la derribó y se adelantó para terminar el trabajo.
Odiseo gritó, activó su espada (un regalo de Circe, según les había contado hacía tiempo) para que vibrara y saltó hacia delante blandiéndola. Trozos de caparazones y brazos de voynix volaron por los aires y la sangre blanca y el aceite azul salpicaron a Harman.
Un voynix aterrizó sobre Harman, dejándolo sin aliento, pero consiguió girar sobre sí mismo y alejarse de sus hojas giratorias. Un segundo voynix aterrizó a cuatro patas y se irguió, moviéndose como algo surgido de una pesadilla acelerada. Tras ponerse en pie, alzando la lanza, Harman apuñaló a la segunda criatura en el mismo instante en que la primera lo alcanzaba en la espalda.
Hubo una explosión entrecortada cuando Petyr puso el rifle en funcionamiento. Las flechitas de cristal pasaron zumbando junto a la oreja de Harman mientras el voynix que tenía detrás giraba y caía bajo el impacto de un millar de lascas brillantes. Harman se volvió justo cuando el segundo voynix saltaba. Le clavó la lanza en el pecho y vio cómo la criatura caía, pero maldijo al notar que le arrancaba la lanza de las manos al precipitarse girando al suelo. Intentó recogerla, pero dio un salto atrás y echó mano del arco que llevaba al hombro cuando otros tres voynix se volvieron hacia él y lo atacaron.
Los cuatro humanos le dieron la espalda al droshky mientras los ocho voynix restantes formaban un círculo y los rodeaban, los dedoshoja brillando a la luz del crepúsculo.
Hannah alcanzó con dos flechas de su ballesta el pecho del voynix que tenía más cerca. La criatura cayó, pero continuó su ataque a cuatro patas, arrastrándose sobre sus hojas. Odiseo-Nadie avanzó y cortó a la cosa en dos con su espada de Circe.
Tres voynix acorralaron a Harman. No tenía ningún sitio al que huir. Disparó su única flecha, la vio rebotar en el pecho metálico del voynix y luego se le echaron encima. Esquivó, sintió algo acuchillarle la pierna y luego rodó bajo el droshky (olía la sangre del buey, un sabor a cobre en la nariz y la boca) y se incorporó al otro lado. Los tres voynix saltaron por encima del droshky.
Petyr giró, se agachó y disparó todo un cargador de varios miles de flechitas contra las figuras que saltaban. Los tres voynix aterrizaron hechos pedazos, convertidos en un amasijo de sangre orgánica y aceite de máquina.
—¡Cúbreme mientras vuelvo a cargar! —gritó Petyr, buscando en el bolsillo de su capa otro cargador de flechitas y encajándolo en su sitio.
Harman bajó su arco (las cosas estaban demasiado cerca), sacó una espada corta forjada en el horno de Hannah hacía apenas dos meses y empezó a acuchillar las dos formas metálicas más cercanas. Eran demasiado rápidas. Una lo esquivó. La otra le arrancó la espada de las manos.
Hannah saltó al droshky y disparó una descarga de la ballesta a la espalda del voynix que atacaba a Harman. El monstruo se volvió pero siguió atacando, con los brazos metálicos alzados, las hojas dando vueltas. No tenía boca ni ojos.
Harman se agachó para esquivar el golpe asesino, aterrizó sobre sus manos y pateó al ser en las rodillas. Fue como darle una patada a una gruesa tubería de metal forrada de hormigón.
Los cinco voynix restantes ya estaban justo al lado del carro donde se encontraba Harman, acorralándolos a Petyr y a él, antes de que el joven pudiera alzar el rifle de flechitas de cristal.
En ese segundo, Odiseo rodeó el carro con un grito asesino y se lanzó contra ellos, la espada corta convertida en un destello dentro de un destello. Los cinco voynix se volvieron hacia él, los brazos y hojas giratorias en movimiento.
Hannah alzó la pesada ballesta pero no tenía un blanco claro. Odiseo se encontraba en medio de la masa de violencia y todo se movía demasiado rápido. Harman se asomó al droshky y sacó una de las lanzas de caza de repuesto.
—¡Odiseo, agáchate! —gritó Petyr.
El viejo griego se agachó, aunque no supieron si porque había oído el grito o por el ataque voynix. Había destrozado a tres de los seres, pero los tres últimos aún funcionaban y eran letales.
BRRPPPPPPPPRRRRRRRRBRRRRRRRRRRRRPBRPP. El rifle de flechitas, en modo automático, sonó como si alguien golpeara con una pala de madera las hojas de un ventilador que girara despacio. Los tres últimos voynix fueron arrojados dos metros hacia atrás, sus caparazones cubiertos de diez mil flechitas que brillaban como un mosaico de cristal roto a la moribunda luz de los anillos.
—Jesucristo —jadeó Harman.
El voynix que Hannah había herido se alzó tras ella al otro lado del droshky.
Harman le arrojó la lanza con las pocas fuerzas que le quedaban. El voynix se tambaleó hacia atrás, se arrancó la lanza y quebró el asta.
Harman saltó al droshky y sacó otra lanza del fondo del vehículo. Hannah disparó dos flechas contra el voynix. Una de ellas rebotó y se perdió en la oscuridad, bajo los árboles, pero la otra se hundió en él profundamente. Harman saltó del droshky y clavó la última lanza en el pecho del último voynix. La criatura se retorció y retrocedió tambaleándose otro paso.
Harman arrancó la lanza, volvió a clavarla con la violencia de la locura, retorció la punta aserrada, la sacó y volvió a clavarla.
El voynix cayó hacia atrás, rebotando en las raíces de un viejo olmo.
Harman se puso a horcajadas sobre el voynix, ajeno a sus brazos y hojas, que todavía giraban, alzó la lanza azulina, la descargó, la retorció, la arrancó, la alzó, volvió a clavarla más profundamente en el caparazón de la criatura, la sacó, la hundió donde estaría la ingle de un ser humano, retorció la punta para causar el máximo daño en las suaves partes internas, la extrajo desgajando parte del caparazón y volvió a hundirla tan ferozmente que notó que la punta golpeaba el suelo y las raíces. Sacó la lanza, la alzó, volvió a hundirla, la alzó...
—Harman —dijo Petyr, poniéndole una mano sobre el hombro—. Está muerto. Está muerto.
Harman miró alrededor. No reconoció a Petyr ni podía conseguir que sus pulmones recibieran suficiente aire. Oyó un ruido violento y advirtió que era su propia respiración entrecortada.
Estaba demasiado oscuro. Las nubes habían cubierto los anillos y la oscuridad, bajo los árboles, era demasiado intensa. Podía haber cincuenta voynix más en las sombras, dispuestos a saltar.
Hannah encendió la linterna.
No había más voynix en el súbito círculo de luz. Los caídos habían dejado de retorcerse. Odiseo estaba todavía en el suelo, con uno de los voynix caídos encima. Ninguno de los dos se movía.
—¡Odiseo! —Hannah saltó del droshky con la linterna y apartó de una patada el cadáver del voynix.
Petyr dio la vuelta y se arrodilló junto al hombre caído. Harman se acercó cojeando lo más rápidamente que pudo, apoyándose en su lanza. Los profundos arañazos en la espalda y las piernas empezaban a dolerle.
—Oh —dijo Hannah. Estaba de rodillas, sujetando la linterna sobre Odiseo. La mano le temblaba—. Oh —repitió.
La armadura de Odiseo-Nadie se había desgajado de su cuerpo. Las correas de cuero estaban rotas. Su ancho pecho era un entramado de profundas heridas. Un solo tajo le había arrancado parte de la oreja izquierda y un pedazo de cuero cabelludo.
Pero era el daño en el brazo derecho del viejo lo que hizo que Harman se quedara boquiabierto.
El voynix, en su salvaje intento por hacer que Odiseo soltara la espada de Circe, cosa que no había hecho, pues aún zumbaba en su mano, había reducido el brazo del hombre a jirones y casi se lo había arrancado del cuerpo. La sangre y los tejidos desgarrados brillaban a la áspera luz de la linterna. Harman vio el blanco hueso.
—Santo Dios —susurró. En los ocho meses transcurridos desde la Caída, nadie en Ardis Hall o en ninguna de las comunidades de supervivientes que Harman conocía había sufrido heridas de esa consideración y había sobrevivido.
Hannah golpeaba la tierra con un puño mientras apretaba la palma de la otra mano contra el pecho de Odiseo.
—No noto los latidos de su corazón —dijo, casi con calma. Sólo sus ojos salvajes, blancos a la luz de la linterna, traicionaban esa calma—. No noto los latidos de su corazón.
—Ponedlo en el droshky... —empezó a decir Harman. Sintió el temblor y la náusea tras la descarga de adrenalina que sólo había experimentado una vez con anterioridad. La pierna mala y la espalda lacerada le sangraban abundantemente.
—A la mierda el droshky —dijo Petyr. El joven hizo girar el pomo de la espada de Circe y la vibración cesó y la hoja volvió a ser visible. Le tendió a Harman la espada, el rifle de flechitas y los dos cargadores de repuesto. Luego se agachó, se apoyó en una rodilla, se cargó a Odiseo, muerto o inconsciente, al hombro, y se puso en pie.
—Hannah, guía el camino con la linterna. Vuelve a cargar tu ballesta. Harman, cubre la retaguardia con el rifle. Dispara a cualquier cosa que parezca que va a moverse.
Avanzó tambaleándose hacia la última pradera con la figura sangrante al hombro, y parecía irónica, horriblemente, el propio Odiseo cuando llevaba el cadáver de un ciervo.
Asintiendo aturdido, Harman apartó la lanza, se guardó en el cinturón la espada de Circe, alzó el rifle de flechitas y siguió a los otros dos supervivientes a la salida del bosque.