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En cuanto faxeó en Cráter París, Daeman deseó haber llegado de día. O al menos haber esperado a que Harman o alguien más pudieran acompañarlo.

Eran más o menos las cinco de la tarde y la luz ya caía cuando llegó a la empalizada del faxpabellón situada a poco más de un kilómetro de Ardis Hall. Ya a la una de la madrugada estaba muy oscuro y llovía con fuerza en Cráter París. Había faxeado al nódulo más cercano al domi de su madre (un faxpabellón llamado hotel Inválidos por motivos que no comprendía nadie), y atravesado el portal con la ballesta alzada, girando y dispuesto. El agua que caía del techo del pabellón hacía que contemplar la ciudad pareciera asomarse a una cortina o una cascada.

Era irritante. Los supervivientes de Cráter París no protegían sus faxnódulos. Aproximadamente un tercio de las comunidades de supervivientes, con Ardis a la cabeza, habían alzado una muralla alrededor de sus faxpabellones y los vigilaban permanentemente, pero los residentes que quedaban en Cráter París se negaban a hacerlo. Nadie sabía si los voynix se faxeaban de un sitio a otro (parecía haber suficientes sin que tuvieran que recurrir a eso), pero los humanos nunca lo sabrían si lugares como Cráter París se negaban a controlar sus nódulos.

Naturalmente, el control había empezado en Ardis no como un intento para impedir que los voynix faxearan, sino como un modo de limitar el número de refugiados que llegaban después de la Caída. La primera reacción cuando los servidores se estropearon y la energía falló fue huir hacia la seguridad y la comida, así que decenas y decenas de miles de personas se habían puesto a faxear casi al azar en aquellas primeras semanas y aquellos primeros meses, huyendo a cincuenta emplazamientos alrededor del planeta en una docena de horas, agotando los suministros de alimento y luego faxeando de nuevo para marcharse. Pocos lugares tenían entonces su propia reserva de comida; ningún lugar estaba realmente a salvo. Ardis había sido una de las primeras colonias de supervivientes en armarse y la primera en rechazar a los refugiados enloquecidos por el miedo a menos que tuvieran alguna habilidad esencial. Pero casi nadie tenía ninguna habilidad destacada después de casi mil cuatrocientos años de lo que Savi había llamado «repulsiva inutilidad eloi».

Un mes después de la Caída y la primera confusión, Harman había insistido en las reuniones del Consejo de Ardis en que compensaran su egoísmo faxeando representantes a todas las otras comunidades, dando consejos sobre cómo cultivar cosechas, ideas para mejorar la seguridad, demostraciones sobre cómo sacrificar a sus propios animales y (cuando Harman descubrió la siglectura) seminarios para enseñar a los supervivientes dispersos a extraer información crucial de los antiguos libros. Ardis también había intercambiado armas y dado planos para hacer ballestas, arcos, flechas, lanzas, puntas de lanza, cuchillos y otras armas. Afortunadamente, la mayoría de los humanos a la antigua usanza habían estado usando los paños turín para divertirse durante medio Veinte, así que estaban familiarizados con todo lo que era menos complicado que una ballesta. Finalmente, Harman había enviado residentes de Ardis a los más de trescientos nódulos para pedir a todos los supervivientes ayuda para encontrar las legendarias fábricas y distribuidoras robóticas. Hacía demostraciones con una de las pocas armas de fuego que había traído de su segunda visita al museo de la Puerta Dorada en Machu Picchu y explicaba que, si querían sobrevivir a los voynix, las comunidades humanas necesitaban miles de esas armas.

Mientras contemplaba la oscuridad a través de la lluvia y los desagües, Daeman se dio cuenta de que habría sido difícil proteger todos los faxnódulos de la ciudad. Cráter París era una de las urbes más grandes del planeta hacía apenas ocho meses. Tenía veinticinco mil residentes y una docena de faxportales en funcionamiento. Si había que creer a los amigos de su madre, quedaban menos de tres mil hombres y mujeres. Los voynix recorrían las calles y correteaban y surcaban los viejos caminos elevados y las torres residenciales a voluntad. Ya era hora de sacar a su madre de aquella ciudad. Una vida (casi dos Veintes) acostumbrado a obedecer todos los deseos y caprichos de su madre habían hecho que Daeman cediera a su insistencia de quedarse.

De todas formas, parecía relativamente seguro. Había más de un centenar de supervivientes, la mayoría hombres, que habían asegurado el complejo de la torre, cerca de la zona oeste del cráter donde Marina, la madre de Daeman, tenía sus amplios apartamentos domi. Tenían agua gracias a los recolectores de lluvia que se extendían de tejado en tejado, y llovía casi siempre en Cráter París. Tenían comida gracias a los huertos de las terrazas y al ganado que habían traído de los antiguos campos atendidos por voynix y luego habían acorralado en los jardines, alrededor del cráter. A mediados de semana celebraban un mercado al aire libre en los cercanos Campos Ulises, donde todos los supervivientes del Cráter París Oeste se reunían para intercambiar alimentos, ropa y otras cosas esenciales para la supervivencia. Incluso faxeaban vinos de las comunidades vinícolas más lejanas. Tenían armas, incluso ballestas adquiridas en Ardis Hall, unos cuantos fusiles de flechitas y un proyector de rayos de energía que uno de los hombres había traído de un museo subterráneo abandonado que alguien había encontrado después de la Caída. Sorprendentemente, el arma de rayos de energía funcionaba.

Pero Daeman sabía que Marina se había quedado en realidad en Cráter París a causa de un cabronazo llamado Goman que era su principal amante desde hacía casi un Veinte completo. A Daeman siempre le había caído mal Goman.

Cráter París era conocido desde siempre como la Ciudad de la Luz, y así era en la experiencia de Daeman, que había crecido con globos de brillo flotantes en cada calle y bulevar, torres enteras iluminadas por luces eléctricas, miles de linternas y la estructura iluminada de trescientos metros de altura que simbolizaba la ciudad alzándose sobre todo lo demás. Pero ahora los globos de brillo estaban oscuros y habían caído, la red eléctrica había desaparecido, la mayoría de las linternas estaban oscuras u ocultas tras las ventanas cerradas, y la Puta Enorme se había apagado y estaba inactiva por primera vez en dos mil años o más. Daeman la miró mientras corría, pero su cabeza y sus pechos (normalmente llenos de burbujeante líquido rojo fotoluminiscente) eran invisibles bajo las oscuras nubes de tormenta, y los famosos muslos y glúteos no eran ya más que armazones de hierro negro que atraían los relámpagos que restallaban sobre la ciudad.

De hecho, fueron los relámpagos los que ayudaron a Daeman a recorrer las tres largas manzanas de la ciudad entre el faxnódulo del hotel Inválidos y la torre domi de Marina. Con la capucha de su anorak puesta para tener al menos la ilusión de estar seco en medio de la llovizna, Daeman esperaba en cada intersección con la ballesta alzada y luego corría hacia las zonas despejadas cuando los relámpagos le revelaban que las sombras en los portales y bajo los arcos estaban libres de voynix. Había probado cercanet y lejosnet mientras esperaba en el pabellón, pero ambos estaban inactivos. Esto era bueno para él, ya que los voynix usaban ambas funciones para localizar humanos. Daeman no necesitaba activar la función buscadora: aquél era su hogar, después de todo, a pesar de que la comadreja de Goman hubiera usurpado su lugar junto a su madre.

Había altares abandonados en algunos de los patios abandonados, iluminados por los rayos. Daeman atisbó las estatuas burdamente modeladas de cartón piedra que pretendían personificar a diosas con túnica, arqueros desnudos y patriarcas barbudos, mientras corría junto a esos tristes testimonios de la desesperación. Los altares estaban dedicados a los dioses olímpicos del drama turín (Atenea, Apolo, Zeus y otros) y esa locura adoradora había empezado incluso antes de la Caída tanto en Cráter París como en otras comunidades nódulo del continente que Harman, Daeman y los otros lectores de Ardis Hall ahora conocían como Europa.

Las efigies de cartón piedra se habían deshecho con la lluvia continua, de modo que los dioses abandonados una vez más de los altares acosados por el viento parecían monstruosidades jorobadas venidas de otro mundo. «Es más apropiado que adorar a los dioses turín», pensó Daeman. Había estado en la isla de Próspero, en el anillo-e, y había oído hablar del Silencio. Calibán en persona (o en cosa) había alardeado ante sus tres cautivos del poder de su dios, Setebos de las muchas manos, antes de que el monstruo matara a Savi y la arrastrara hacia las ciénagas-alcantarilla.

Daeman sólo estaba a media manzana de la torre de su madre cuando oyó un roce. Se escabulló en la oscuridad de un portal inundado por la lluvia y confió en la seguridad de la ballesta. Daeman tenía una de las armas nuevas que disparaban dos afiladas flechas de punta aserrada. Se llevó el arma al hombro y esperó.

Sólo los relámpagos le permitieron ver la media docena de voynix que avanzaban hacia el oeste a media manzana de distancia. No caminaban, sino que corrían por las fachadas de los viejos edificios de piedra como cucarachas metálicas, encontrando asidero con sus dedoshoja dentados y sus patas dobles. La primera vez que Daeman había visto a los voynix corretear así por las paredes había sido en Jerusalén, hacía unos nueve meses.

Ya sabía que aquellos seres tenían visión infrarroja, así que la oscuridad no lo ocultaría, pero las criaturas tenían prisa (corrían en dirección contraria a la torre de Marina) y ninguna conectó los sensores-IR del pecho hacia él en los tres segundos que tardaron en perderse de vista.

Con el corazón desbocado, Daeman corrió los últimos cien metros hasta la torre de su madre, que se alzaba en la curva occidental del cráter. La caja del ascensor manual no estaba a nivel de la calle, naturalmente. Daeman apenas pudo distinguirla a unos veinticinco pisos de altura a lo largo de la columna de andamios, justo donde los cubículos residenciales empezaban sobre la antigua explanada comercial. Había una cuerda con una campana colgando al pie del andamiaje para alertar a los residentes de la torre de la presencia de una visita, pero después de llamar durante un minuto entero Daeman no vio ninguna luz encenderse arriba ni sintió ningún tirón de respuesta.

Todavía jadeando por su carrera a través de las calles, Daeman escrutó la lluvia y pensó en volver al hotel Inválidos. Sería un ascenso de veinticinco pisos, casi todo por escaleras antiguas y oscuras, sin absolutamente ninguna garantía de que los quince pisos inferiores a la explanada abandonada estuvieran libres de voynix.

Muchas de las comunidades faxnódulo basadas en las ciudades antiguas o las torres altas tuvieron que ser abandonadas después de la Caída. Sin electricidad (los humanos ni siquiera sabían dónde se generaba la corriente ni cómo se distribuía), los pozos elevadores y ascensores no funcionaban. Nadie iba a subir y bajar cincuenta o sesenta metros (o mucho más en el caso de algunas comunidades torre como Ulanbat, con sus Círculos del Cielo, que tenían doscientos pisos) cada vez que necesitara buscar comida o agua. Pero, sorprendentemente, algunos supervivientes aún vivían en Ulanbat, aunque la torre se alzaba en un desierto donde no podían cultivarse alimentos ni había animales comestibles para cazar. El secreto era que la torre núcleo tenía faxnódulos cada seis pisos. Mientras otras comunidades continuaran intercambiando comida por los hermosos atuendos por los que Ulanbat siempre había sido famoso (y los tenían de sobra después de que un tercio de su población hubiera muerto a manos de los voynix antes de que hubiesen aprendido a sellar los pisos superiores), los Círculos del Cielo continuarían existiendo.

No había ningún faxnódulo en la torre de Marina, pero sus supervivientes habían demostrado un ingenio sorprendente al adaptar el pequeño ascensor exterior para el uso humano ocasional uniendo los cables a un sistema de poleas y palancas de forma que podían subir a tres personas desde la calle en una especie de cesta. El ascensor sólo llegaba hasta el nivel de la explanada, pero eso hacía que subir los últimos diez pisos fuera más soportable. No hubiese sido práctico para viajes frecuentes (el ascenso ponía los pelos de punta, con continuos sobresaltos y alguna caída ocasional), pero el centenar de residentes de la torre de su madre habían conseguido más o menos aislarse del mundo de la superficie, confiando en sus elevadas terrazas-jardín y sus acumuladores de agua, enviando a sus representantes al mercado dos veces por semana y teniendo poca relación con el mundo.

«¿Por qué no responden?» Daeman tiró de la cuerda otros dos minutos más, esperó otros tres.

Hubo un eco vibrante dos manzanas al sur, hacia el amplio bulevar que había allí.

«Decídete. Quédate o márchate, pero decide.» Daeman salió a la calle y volvió a mirar hacia arriba. Los relámpagos iluminaban las negras vigas de buckylazo y las brillantes estructuras de tribambú de las torres sobre la vieja explanada. Varias ventanas de arriba estaban iluminadas por linternas. Desde aquel punto de observación, Daeman vio las hogueras de señales que Goman mantenía encendidas en la parte de la terraza de su madre que daba a la ciudad, al socaire del techo de tribambú.

Llegaron a él más ruidos de roces en los callejones situados al norte.

—Al diablo —dijo Daeman. Era hora de sacar de allí a su madre. Si Goman y todos sus amigos intentaban impedirle que se la llevara a Ardis esa noche, estaba dispuesto a arrojarlos a todos al cráter desde la terraza si era preciso. Daeman le puso el seguro a la ballesta para no clavarse dos piezas de hierro dentado en el pie por error, entró en el edificio y empezó a subir por la oscura escalera.

Cuando llegó a la explanada supo que algo iba terriblemente mal. Las otras veces que había visitado el lugar en los últimos meses (casi siempre de día) había guardias con picas primitivas y arcos de Ardis más sofisticados. Esa noche no había nadie.

«¿Retiran la guardia de noche?» No, eso no tenía sentido: los voynix se mostraban más activos de noche. Además, Daeman había ido a visitar a su madre en varias ocasiones (la última vez hacía más de un mes) y había oído el cambio de guardia durante la noche. Incluso había hecho un turno entre las dos y las seis de la madrugada, antes de faxear de vuelta a Ardis cansado y con los ojos hinchados.

Al menos la escalera sobre la explanada era abierta por los lados; los relámpagos le mostraban la siguiente elevación o el siguiente rellano antes de subir las escaleras o cruzar un espacio oscuro. Mantuvo la ballesta alzada y el dedo sobre el seguro del gatillo.

Incluso antes de entrar en el primer nivel residencial donde vivía su madre supo lo que iba a encontrar.

Las señales de fuego en el barril de metal de la terraza que daba a la ciudad ardían con poca intensidad. Había sangre en el tribambú de la cubierta, sangre en las paredes y sangre bajo los aleros. El primer domi en el que entró, que no era el de su madre, tenía la puerta abierta.

Dentro había sangre por todas pares. A Daeman le resultaba difícil creer que hubiera tanta sangre en todos los cuerpos juntos del centenar de miembros de la comunidad. Había incontables signos de pánico: puertas bloqueadas a toda prisa y luego esas puertas y las barricadas hechas pedazos; pisadas ensangrentadas en terrazas y escaleras; jirones de ropa de cama arrojados aquí y allá; pero ningún verdadero signo de resistencia. No había flechas ensangrentadas ni lanzas clavadas en vigas de madera después de haber sido arrojadas y haber fallado el blanco. No había signos de que hubieran cogido las armas o las hubieran alzado.

No había cadáveres.

Exploró otros tres domis antes de hacer acopio de valor para entrar en el de su madre. En cada domi encontró sangre derramada, muebles destrozados, cojines rasgados, tapices rotos, mesas volcadas, muebles desparramados por todas partes... sangre sobre plumas blancas y sangre sobre pálida gomaespuma, pero ningún cadáver.

La puerta de su madre estaba cerrada. Las viejas cerraduras de pulgar habían desaparecido tras la Caída, pero Goman había sustituido el cierre automático por un simple cerrojo y una cadena que a Daeman le habían parecido siempre demasiado débiles. Ahora demostraron serlo. Después de llamar varias veces sin obtener respuesta, Daeman dio tres fuertes patadas y la puerta se quebró y se salió de sus goznes. Entonces Daeman se internó en la oscuridad, la ballesta por delante.

La entrada olía a sangre. Había luz en las habitaciones del fondo que daban al cráter, pero casi ninguna en el vestíbulo, el pasillo, ni la antesala pública. Daeman avanzó lo más silenciosamente que pudo, con el estómago revuelto por el hedor de la sangre y el chapoteo que sus pies producían al pisar charcos invisibles. Apenas veía lo suficiente para asegurarse de que nada o nadie le estuviera acechando y de que no había cadáveres en el suelo.

—¡Madre! —Su propio grito lo alarmó. Otra vez—. ¡Madre! ¿Goman? ¿Hay alguien?

El viento sacudía los voladores de la terraza, y aunque el cráter y la ciudad estaban oscuros, los destellos de los relámpagos iluminaban la zona principal del habitáculo. Los tapices de seda azules y verdes, que nunca le habían gustado pero a los que había acabado por acostumbrarse, habían ganado vetas y salpicaduras rojizas y marrones. El sillón nido que siempre reclamaba cuando estaba en casa (un vientre ergonómico de papel corrugado) estaba hecho pedazos. No había ningún cadáver. Daeman se preguntaba si estaba dispuesto a ver lo que tenía que ver.

Manchas y huellas de sangre procedentes de la terraza llevaban del salón común al comedor donde a Marina le encantaba disfrutar de la sobremesa. Daeman esperó al siguiente relámpago (la tormenta se había desplazado al este y transcurrían más segundos entre cada destello y el trueno subsiguiente), volvió a llevarse la ballesta al hombro y entró en el gran salón comedor.

Tres relámpagos sucesivos le mostraron la sala y su contenido. No había cadáveres, pero en la mesa de caoba de seis metros de su madre una pirámide de cráneos se alzaba hasta el techo, dos metros por encima de la cabeza de Daeman. Docenas de cuencas vacías lo miraban. El blanco de los huesos era como una imagen retinal entre cada relámpago.

Daeman bajó la pesada ballesta, puso el seguro y se acercó a la pirámide. Había sangre en toda la habitación, excepto sobre la mesa, que estaba impoluta. Delante de la pirámide de cráneos sonrientes y boquiabiertos había un viejo paño turín desplegado, con sus circuitos bordados centrados en línea con el cráneo superior.

Daeman se subió a la silla donde se sentaba siempre cuando estaba a la mesa de su madre y luego se subió a la mesa misma hasta situar el rostro a la altura del cráneo más alto de aquel centenar de cráneos. Con los destellos blancos de la tormenta que se alejaba, vio que todos los cráneos estaban mondos, eran puro blanco sin ningún resto carnoso de sus víctimas. El cráneo superior no estaba tan limpio. Le habían dejado varios rizos de pelo rojo; los habían dejado deliberadamente, como un moño.

Daeman tenía el pelo rojizo. Su madre tenía el pelo rojo.

Saltó de la mesa, abrió la ventana pared, se tambaleó hasta la terraza y vomitó al ojo rojo y único del cráter de magma que se hallaba a setenta kilómetros directamente por debajo. Vomitó de nuevo y otra vez y varias veces más, aunque no le quedaba nada que vomitar. Finalmente se dio la vuelta, dejó la pesada ballesta en el suelo de la terraza, se lavó la cara y la boca con agua de la vasija de cobre que su madre colgaba de cadenitas de adorno como bebedero para los pájaros y luego se desplomó, de espaldas a la barandilla de tribambú y contempló la ventana-puerta deslizante y abierta del comedor.

Los relámpagos eran cada vez más débiles y menos frecuentes, pero a medida que los ojos de Daeman se acostumbraban, el brillo rojo del cráter iluminó las paredes curvas de los incontables cráneos. Pudo ver el pelo rojo.

Nueve meses antes Daeman hubiese llorado como el niño de treinta y siete años que era. Ahora, aunque tenía el estómago revuelto y una negra emoción se cerraba como un puño en su pecho, trató de pensar con frialdad.

No tenía ninguna duda sobre quién o qué había hecho aquello. Los voynix no se alimentaban ni se llevaban los cadáveres de sus víctimas. No se trataba de violencia al azar. Era un mensaje para Daeman, y sólo una criatura en toda la oscura creación podía enviar un mensaje semejante. Todos los habitantes de la torre domi habían muerto y habían sido fileteados como peces, sus cráneos amontonados como cocos blancos, para entregar el mensaje. Y por el hedor fresco de la sangre, había sucedido sólo horas antes, quizás incluso menos.

Dejando la ballesta donde había caído de momento, Daeman se apoyó en las manos y las rodillas y se puso en pie (sólo porque no quería mancharse más las manos con la sangre que cubría el suelo de la terraza). Luego entró de nuevo en el comedor, rodeó la larga mesa, se subió por fin a ella para recoger el cráneo de su madre. Le temblaban las manos. No quería llorar.

Los humanos habían aprendido hacía poco a enterrar a sus semejantes. Siete habían muerto en Ardis en los ocho meses anteriores, seis a manos de los voynix, una joven por una misteriosa enfermedad que se la había llevado tras una noche de fiebre. Daeman no sabía que era posible que los humanos antiguos contrajeran males o enfermedades.

«¿Debería llevármela de vuelta conmigo, realizar alguna ceremonia funeraria junto a la muralla donde Nadie y Harman nos indicaron que creáramos el cementerio para nuestros muertos?»

No. Marina siempre había amado sus domis de Cráter París más que ningún otro lugar del mundo faxeable.

«Pero no puedo dejarla aquí con todos estos otros cráneos —pensó Daeman, sintiendo cómo lo recorría una oleada tras otra de emoción indescriptible—. Uno de estos otros cráneos es del cabrón de Goman.»

Llevó el cráneo a la terraza. La lluvia se había hecho mucho más intensa, el viento había caído y Daeman permaneció un buen rato junto a la barandilla, dejando que las gotas le mojaran la cara y limpiaran el cráneo. Por fin arrojó el cráneo por encima del borde de la barandilla y lo vio caer hacia el ojo rojo que había abajo hasta que la diminuta mancha blanca desapareció.

Recogió la ballesta y se dispuso a marchar, de vuelta cruzando el comedor, la zona comunitaria, el pasillo interior. De repente se detuvo.

No a causa de un sonido. El golpeteo de la lluvia era tan fuerte que no hubiese podido oír a un alosaurio a tres metros de distancia. Había olvidado algo. ¿Qué?

Daeman volvió al comedor, tratando de evitar las miradas acusadoras de las docenas de cráneos. «¿Qué podría haber hecho yo?», preguntó en silencio. «Morir con nosotros», le respondieron ellos de igual modo. Daeman recogió el paño turín.

Él, aquella cosa, había dejado el paño allí por algún motivo. El paño y la mesa eran las únicas cosas del complejo domi que no estaban manchados ni salpicados de sangre humana. Daeman se guardó el paño en el bolsillo del anorak y salió de aquel lugar.

La escalera que conducía a la explanada estaba oscura y aún más oscura la escalera cerrada que continuaba quince pisos por debajo de ésta. Daeman ni siquiera alzó la ballesta para estar preparado. Si eso, él, le estaba esperando, que así fuera. Sería una lucha de dientes y uñas y furias.

Nada lo esperaba.

Daeman había recorrido la mitad del camino hasta el faxpabellón del hotel Inválidos caminando decididamente por el centro del bulevar bajo la fuerte lluvia cuando sonaron un crujido y un chasquido tras él.

Se dio media vuelta, se apoyó en una rodilla y se llevó al hombro la pesada arma. No era su sonido: él era silencioso, con sus pies palmípedos de talones amarillos.

Daeman alzó el rostro y miró, boquiabierto. Algo que giraba había aparecido en la dirección del cráter, entre él y la torre domi de su madre. La cosa tenía varios cientos de metros de diámetro y giraba velozmente. Una especie de relámpago chisporroteaba a su alrededor como una corona de espinas eléctricas, y rayos de luz dispersos brotaban de la esfera. El aire húmedo estaba lleno de ruidos que hacían que las aceras se estremeciesen. Cambiantes diseños fractales llenaron la esfera hasta que ésta se convirtió en un círculo y el círculo se hundió, destrozando un edificio mientras se asentaba en el suelo y luego parcialmente bajo tierra.

La luz brotaba del círculo, pero no era una luz jamás vista en la Tierra. El círculo dejó de hundirse cuando una cuarta parte se clavaba en el suelo como un gigantesco portal. Sólo estaba a dos manzanas de distancia, llenando el cielo al este. El aire corría hacia él desde detrás de Daeman a velocidades huracanadas, casi derribándolo en su fuerte y ululante arrebato.

Había un mundo iluminado visible a través de los tres cuartos de círculo aún vibrante: un mundo de un mar azul en calma, suelo rojo, rocas y una montaña... no, un volcán que se alzaba a alturas imposibles delante de un cielo azul desleído. Algo muy grande y rosado y gris y húmedo emergió de aquel mar tranquilo y pareció correr hacia el agujero abierto sobre patas de ciempiés que a Daeman le parecieron manos gigantescas. Luego el aire delante de esa visión se llenó de escombros y polvo cuando los vientos arreciaron, se mezclaron, fueron absorbidos y murieron.

Daeman se quedó allí un momento más, mirando a través del polvo oscurecedor, con la mano alzada para cubrirse los ojos de la luz difusa pero aún cegadora que brotaba del agujero. Los edificios del Cráter París situados al oeste del agujero (y los muslos de hierro y el vientre vacío de la Puta Enorme) brillaron con la fría y extraña luz y luego desaparecieron en la nube de polvo. Otras partes de la ciudad permanecieron visibles y mojadas, envueltas en la noche.

Entonces se oyó el corretear de los voynix, urgente, con muchas patas, procedente de las calles situadas al norte y al sur.

Dos voynix salieron de un oscuro callejón en el bulevar de Daeman y se abalanzaron hacia él a cuatro patas, haciendo castañetear sus hojas asesinas.

Él los siguió con el visor de la ballesta, apuntó, disparó la primera flecha a la capucha correosa del segundo voynix, que cayó, y luego la segunda al pecho del primero. El voynix cayó pero siguió acercándose.

Daeman sacó con cuidado dos flechas aserradas de hierro de la bolsa que llevaba al hombro, volvió a cargar, apuntó y disparó ambas flechas al bulto nervioso central de la cosa, a una distancia de tres metros. Dejó de arrastrarse.

Más sonidos al oeste y al sur. La luz rojiza del agujero revelaba todo lo que había en la calle. El escondite que la oscuridad proporcionaba a Daeman había desaparecido. Algo gritó desde aquella nube de polvo, emitiendo un ruido que no se parecía a nada que Daeman hubiera oído jamás: profundos, malignos, los gruñidos incomprensibles parecían un terrible lenguaje gritado al revés.

Sin prisa, Daeman volvió a cargar, miró una última vez por encima del hombro la montaña roja visible a través del agujero en el cielo y el paisaje del Cráter París y luego corrió hacia el oeste, sin dejarse llevar por el pánico, hacia el hotel Inválidos.