Harman pilotó el sonie desde la plataforma del jinker para que gravitara a tres palmos del suelo cerca de la puerta trasera de Ardis Hall; Petyr se reunió allí con él.
—Quiero ir —dijo el joven. Llevaba capa de viaje y cinturón, con una espada corta y un cuchillo colgados, y un arco y un carcaj lleno de flechas al hombro.
—Le he dicho a Daeman... —empezó a decir Harman, apoyándose en un codo y alzando la cabeza, tumbado en el hueco situado en la parte delantera central de la máquina voladora ovalada.
—Sí. Y ha sido un acierto... decírselo a Daeman. Sigue trastornado por la muerte de su madre y organizar a los mensajeros quizá lo distraiga. Pero necesitas a alguien que te acompañe al Puente. Hannah es lo bastante fuerte para llevar las parihuelas con Nadie, pero necesitáis a alguien que os cubra mientras lo lleváis.
—Haces falta aquí.
Petyr volvió a interrumpirlo. Su voz sonaba tranquila, firme, calmada, pero su mirada era intensa.
—No, no hago falta, Harman Uhr —dijo el joven barbudo—. El rifle de flechitas sí que es necesario, y voy a dejarlo aquí con los pocos cargadores que quedan, pero yo no hago falta. Como tú, llevo despierto más de veinticuatro horas... me espera un período de seis horas de descanso antes de volver a la muralla. Tengo entendido que le dijiste a Ada Uhr que Hannah y tú volveríais en unas cuantas horas.
—Debería ser así... —empezó a decir Harman, y se calló. Hannah, Ada, Siris y Tom traían las parihuelas con Odiseo-Nadie. El moribundo estaba envuelto en gruesas mantas. Harman bajó del sonie y ayudó a subirlo al nicho acolchado central. El sonie usaba campos de fuerza dirigidos como medio de sujeción para los pasajeros, pero también había una red de seda insertada en la periferia de cada hueco para la carga o los objetos inanimados, y Harman y Hannah la extendieron sobre el comatoso Nadie y la aseguraron. Su amigo bien podía estar muerto antes de que llegaran a la Puerta Dorada y Harman no quería que el cuerpo se sacudiera.
Harman avanzó y ocupó el hueco del piloto.
—Petyr va a venir con nosotros —le dijo a Hannah. Ella miraba al moribundo Odiseo y no demostró el más mínimo interés por la noticia—. Petyr —continuó—, atrás, a la izquierda. Y ten a mano tu arco y tu carcaj. Hannah, detrás, a la derecha. Con la red puesta.
Ada se acercó, se inclinó sobre la superficie metálica y le dio un rápido beso.
—Vuelve antes de que anochezca o tendrás problemas conmigo —dijo en voz baja. Regresó a la mansión con Tom y Siris.
Harman comprobó que todos llevaban sus redes, incluido él, y luego extendió ambas palmas bajo el borde de proa del sonie, activando el panel de control holográfico. Visualizó tres círculos verdes dentro de tres círculos rojos más grandes. Su palma izquierda brilló en azul y en su visión se superpusieron trayectorias imposibles.
—¿Destino la Puerta Dorada de Machu Picchu? —preguntó la voz monótona de la máquina.
—Sí —respondió Harman.
—¿Curso de vuelo más rápido? —preguntó la máquina.
—Sí.
—¿Listos para iniciar el vuelo?
—Listos —dijo Harman—. Vamos.
Los campos de fuerza de sujeción ejercieron presión. El sonie aceleró sobre la empalizada y los árboles, y rompió la barrera del sonido antes de alcanzar los dos mil pies de altitud.
Ada no vio partir al sonie y, cuando el estampido alcanzó la casa (había oído cientos durante el bombardeo de meteoritos, en la época de la Caída) su única reacción fue pedirle a Oelleo, a quien tocaba el mantenimiento de la casa esa semana, que comprobara si había cristales rotos y los arreglara si era necesario.
Descolgó una capa de lana del perchero del salón principal y salió al patio. Luego cruzó la puerta principal camino de la empalizada. La hierba (antes su hermoso jardín delantero, que se extendía colina abajo a lo largo de medio kilómetro, ahora pasto y terreno de Ardis donde se sacrificaba a los animales), aplastada por los cascos y las patas voynix, se había vuelto a congelar. Era difícil caminar sin torcerse un tobillo. Varios droshkies, tirados por bueyes, avanzaban por la linde de los árboles mientras hombres y mujeres colocaban cadáveres de voynix en su plataforma de carga. El metal de sus caparazones sería cortado y cosido para hacer ropa y escudos. Ada se detuvo a ver cómo Kaman, uno de los primeros discípulos de Odiseo el verano anterior, usaba unas tenazas especiales que Hannah había diseñado y forjado para arrancar las saetas de los cuerpos de los voynix. Las echaban en los cubos que llevaban en el droshky para limpiarlas y volver a afilarlas. La plataforma del droshky, las manos enguantadas de Kaman y el suelo congelado estaban azules de sangre voynix.
Ada recorrió la empalizada, entrando y saliendo por las puertas, charlando con cuadrillas de trabajo, instando a aquellos que se habían pasado en la muralla toda la mañana a que fueran a desayunar, y subió finalmente a la cúpula del horno para charlar con Loes y ver los últimos preparativos para el vertido de hierro de la mañana. Fingió no ver a Emme y los tres jóvenes con ballestas que caminaban treinta pasos tras ella todo el rato, escrutando los bosques en busca de movimiento, las ballestas doblemente cargadas y dispuestas.
Ada volvió a entrar en la casa por la cocina y comprobó la función temporal de su palma: habían pasado treinta y nueve minutos desde la marcha de Harman. Si su sonie tenía razón (y ella apenas podía creerlo, pues recordaba claramente el larguísimo viaje desde la Puerta Dorada hacía nueve meses, con una parada en lo que ahora sabía que era un bosque de álamos, en la zona antaño llamada Tejas), si su horario era correcto, ya habrían llegado. Luego una hora para encontrar aquel mítico nido curador, o al menos para meter al moribundo Nadie en uno de los sarcófagos temporales, y su amado volvería a casa antes de que sirvieran el almuerzo. Se recordó que al día siguiente le tocaba cocinar la cena.
Colgó la capa en su percha, subió a su habitación (la que compartía con Harman) y cerró la puerta. Había doblado el paño turín que Daeman había traído y lo había guardado en el bolsillo más grande de su túnica durante las conversaciones. Sacó el paño y lo desdobló.
Harman casi nunca se había colocado bajo el turín. Ella recordaba que Daeman tampoco lo usaba apenas: seducir a jovencitas era su idea de diversión antes de la Caída, aunque, para ser justos, también recordaba que se esforzaba por coleccionar mariposas en los prados y bosques cuando visitaba Ardis, en la época en que ella era una niña. Eran técnicamente primos, aunque la frase significaba poco en términos de consanguinidad en el mundo que había terminado hacía nueve meses. Como el término «hermana», el de «prima» era un tratamiento de respeto entre mujeres adultas que eran amigas desde hacía años; implicaba al menos la idea de una relación especial entre sus hijos. Ahora, como adulta ella misma, y embarazada además, Ada comprendió que el respetuoso «prima» podía significar que su difunta madre y la madre de Daeman (también muerta, advirtió con un sobresalto) habían elegido ser impregnadas por el mismo paquete de esperma paterno en momentos distintos de sus vidas. Eso la hizo sonreír y agradeció que el rechoncho y lascivo joven que una vez fue Daeman no hubiera conseguido nunca seducirla.
No, Harman y Daeman nunca habían pasado mucho tiempo bajo el paño turín. Pero Ada sí. Había escapado a las sangrientas imágenes del sitio de Troya casi diariamente durante los casi diez años de funcionamiento de los turines. Ada tenía que reconocer que le encantaban la violencia y la energía de aquella gente imaginaria (o al menos habían supuesto que eran imaginarios hasta que conocieron al Odiseo mayor en la Puerta Dorada), e incluso el lenguaje bárbaro, traducido de algún modo por el turín, le parecía una droga embriagadora.
Ada se tendió en la cama, se colocó el paño turín sobre la cara, puso los microcircuitos bordados contra su frente y cerró los ojos, sin esperar realmente que el turín funcionara.
Es de noche. Está en una torre, en Troya.
Ada sabe que es Troya (Ilión) porque ha visto la silueta nocturna de los edificios y las murallas de la ciudad cientos de veces en la pasada década, bajo el paño, pero nunca desde esta perspectiva. Se da cuenta de que se encuentra en una torre circular y semiderruida a la que le falta la pared sur. Hay dos personas agazapadas a unos pocos metros de distancia. Sostienen una manta sobre un fuego que no es más que ascuas. Los reconoce de inmediato, son Helena y su ex esposo Menelao, pero no tiene ni idea de por qué están juntos aquí, dentro de la ciudad, contemplando la muralla y las puertas Esceas y la batalla nocturna en pleno proceso. ¿Qué está haciendo aquí Menelao y cómo puede estar compartiendo una manta (no, es una capa roja de guerrero) con Helena? Durante casi diez años, Ada ha visto a Menelao y los otros aqueos batallar para entrar en la ciudad, presumiblemente para capturar o matar a esta misma mujer.
Es obvio que los aqueos luchan por conseguir acceder a la ciudad en este mismo momento.
Ada vuelve su cabeza inexistente para cambiar su ángulo de visión (esta experiencia del paño turín es distinta a todas las otras que ha tenido) y mira asombrada hacia las puertas Esceas y la alta muralla.
«Esto es como nuestra batalla de anoche, aquí, en Ardis», piensa, y casi se echa a reír por la comparación. En vez de una endeble empalizada de madera de tres metros y medio de altura, Ilión está rodeada por una muralla de seis metros de grosor y treinta de altura, y sus defensas se componen de muchas torres, poternas, troneras, trincheras, filas de estacas afiladas, fosos y parapetos. En vez de un ejército atacante de un centenar de silenciosos voynix, esta gran ciudad está siendo atacada por decenas de millares de griegos que gritan, rugen y maldicen. Las antorchas y los fuegos de campamento y las flechas incendiarias iluminan kilómetro tras kilómetro de la horda de héroes. Cada grupo tiene sus propios reyes, capitanes, escalas de asedio y carruajes; cada grupo se concentra en su propia batalla dentro de la batalla más grande. Ardis Hall tiene cuatrocientas almas; los defensores de Troya (ve miles de arqueros y lanceros tan sólo en los parapetos y escaleras de la larga muralla sur, visible desde la torre) están luchando por la vida de más de cien mil compatriotas, incluidos hijos, esposas, hijas y ancianos indefensos. En vez del único sonie silencioso de Harman sobrevolando un patio trasero convertido en campo de batalla, Ada ve el aire lleno de docenas de carros voladores, cada uno protegido por su propia burbuja de fuerza, sus divinos ocupantes arrojando rayos de energía contra la ciudad o hacia las hordas atacantes.
De todas las veces que ha estado bajo el turín, Ada nunca ha visto a los dioses olímpicos tan personalmente implicados en la lucha. Incluso desde la distancia distingue a Ares, Afrodita, Artemisa y Apolo volando y luchando en defensa de Troya, y a Hécuba, Atenea, Poseidón y otros dioses poco conocidos peleando del lado de los aqueos atacantes. No hay rastro de Zeus.
«Las cosas desde luego han cambiado durante los nueve meses que he estado apartada del turín», piensa Ada.
—Héctor no ha salido de sus apartamentos para liderar la lucha —le susurra Helena a Menelao. Ada vuelve su atención hacia la pareja. Están agazapados sobre el más diminuto de los fuegos de campamento, en la plataforma al aire libre. La capa roja de soldado hace invisibles las ascuas para cualquiera que pueda mirar desde abajo.
—Es un cobarde —dice Menelao.
—Sabes bien que no. No ha habido hombre más valiente en esta loca guerra que Héctor, hijo de Príamo. Está de luto.
—¿Por quién? —ríe Menelao—. ¿Por sí mismo? Le quedan horas de vida. —Indica las hordas de aqueos que atacan Troya desde todas las direcciones.
Helena también mira.
—¿Crees que este ataque tendrá éxito, esposo mío? A mí me parece descoordinado. Y no hay máquinas de asedio.
Menelao gruñe.
—Sí, tal vez mi hermano ha iniciado el ataque demasiado pronto... hay demasiada confusión. Pero si el ataque de esta noche falla, el de mañana tendrá éxito. Ilión está condenada.
—Eso parece —dice Helena en voz baja—. Pero siempre ha sido así, ¿no? No, Héctor no llora por sí mismo, noble esposo. Llora por su hijo asesinado, Escamandro, y por el final de la guerra con los dioses que podría haber vengado al bebé.
—La guerra fue una locura —gruñe Menelao—. Los dioses nos habrían destruido o nos habrían desterrado de la Tierra, igual que robaron a nuestras familias en casa.
—¿Crees a Agamenón? —susurra Helena—. ¿Todo el mundo ha desaparecido?
—Creo lo que Poseidón y Hera y Atenea le dijeron a Agamenón: que nuestras familias y amigos y esclavos y todos los demás en el mundo serán devueltos por los dioses cuando los aqueos prendamos fuego a Ilión.
—¿Podrían hacer una cosa así incluso los dioses inmortales, esposo mío..., eliminar a todos los humanos de nuestro mundo?
—Deben de haberlo hecho —dice Menelao—. Mi hermano no miente. ¡Los dioses le dijeron que lo habían hecho y nuestras ciudades están vacías! Y he hablado con otros que navegaron con él. Todas las granjas y hogares del Peloponeso están... chsss, viene alguien.
Da una patada para dispersar las ascuas, se levanta, empuja a Helena a las sombras más profundas de la pared rota y se sitúa en el lado ciego de la abertura a la escalera circular, la espada desenvainada y presta.
Ada oye el roce de sandalias en las escaleras.
Un hombre a quien Ada no ha visto nunca (vestido con capa y armadura de la infantería aquea pero menos fornido, con aspecto más débil que ningún soldado que haya visto bajo el turín) llega a la zona despejada donde la escalera termina bruscamente.
Menelao salta, sujeta al hombre para que no pueda levantar los brazos y le coloca la hoja en la garganta, dispuesto a abrirle la yugular de un solo tajo.
—¡No! —exclama Helena.
Menelao se detiene.
—Es mi amigo Hock-en-bee-rry.
Menelao espera un segundo, la expresión ceñuda y el antebrazo flexionado como si todavía planeara cortarle la garganta al hombre delgado, pero luego le desenvaina la espada y la arroja lejos. Empuja al hombre al suelo y se pone casi a horcajadas sobre él.
—¿Hockenberry? ¿El hijo de Duane? —gruñe Menelao—. Te he visto con Aquiles y Héctor muchas veces. Viniste con los seres-máquina.
«¿Hockenberry? —piensa Ada—. Nunca he oído un nombre parecido en el relato turín.»
—No —dice Hockenberry, frotándose la garganta y la rodilla desnuda y magullada—. Llevo años aquí, pero siempre como observador, hasta hace nueve meses, cuando empezó la guerra contra los dioses.
—Eres amigo de ese follaperros de Aquiles —ruge Menelao—. Eres lacayo de mi enemigo, Héctor, cuyo destino está sellado este día. Igual que el tuyo...
—¡No! —exclama de nuevo Helena. Da un paso al frente y agarra el brazo de su marido—. Hock-en-bee-rry es el favorito de los dioses. Y mi amigo. Fue él quien me habló de esta plataforma en la torre. Y recuerda que solía llevarse a Aquiles invisible, usando el medallón que lleva en la garganta para viajar como los propios dioses.
—Lo recuerdo —dice Menelao—. Pero un amigo de Aquiles y Héctor no es amigo mío. Nos ha descubierto. Les dirá a los troyanos dónde estamos. Debe morir.
—No —dice Helena por tercera vez. Sus blancos dedos parecen muy pequeños sobre el antebrazo bronceado y velludo de Menelao—. Hock-en-bee-rry es la solución a nuestro problema, esposo mío.
Menelao la mira, sin comprender.
Helena señala la batalla que tiene lugar más allá de las murallas. Los arqueros disparan cientos, miles de flechas en letales andanadas. Los desorganizados aqueos primero atacan la muralla con escalas, luego caen cuando el fuego cruzado de los arqueros hace mella en sus filas. Los últimos defensores troyanos luchan valientemente ante la muralla, a su lado de las estacas y de la trinchera (los carros aqueos se estrellan, la madera se quiebra, los caballos relinchan en la noche cuando las estacas penetran sus costados desprotegidos), e incluso los dioses y diosas que aman a los aqueos, Atenea, Hera y Poseidón, retroceden ante el maníaco contraataque de los principales dioses defensores de Troya, Ares y Apolo. Las flechas de energía violeta del Señor del Arco de Plata caen por todas partes entre los aqueos y sus aliados inmortales, haciendo caer a hombres y caballos como retoños bajo el hacha.
—No comprendo —gruñe Menelao—. ¿Qué puede hacer por nosotros este bastardo flacucho? Su espada ni siquiera tiene filo.
Todavía tocando el antebrazo de su esposo, Helena se arrodilla graciosamente y alza el pesado medallón de oro que cuelga con su gruesa cadena del cuello de Hockenberry.
—Puede llevarnos instantáneamente al lado de tu hermano, mi querido esposo. Es nuestra vía de escape. Nuestra única vía de escape para salir de Ilión.
Menelao frunce el ceño, comprendiendo.
—Échate atrás, esposa. Le cortaré la garganta y usaremos el medallón mágico.
—Sólo funciona para mí —dice Hockenberry en voz baja—. Ni siquiera los moravecs con su tecnología avanzada pudieron duplicarlo o hacer que funcionara para ellos. El medallón TC está sintonizado con mis ondas cerebrales y mi ADN.
—Es cierto —dice Helena, casi susurrando—. Por eso Héctor y Aquiles siempre se agarraban al brazo de Hock-en-bee-rry cuando usaban la magia de los dioses para viajar con él.
—Levántate —dice Menelao.
Hockenberry obedece. Menelao no es un hombre alto como su hermano, ni un buey fornido como Odiseo o Áyax, pero es casi un dios por su musculatura en comparación con el delgado Hockenberry y su barriga hinchada.
—Llévanos allí, hijo de Duane —ordena Menelao—. A la tienda de mi hermano, en la playa.
Hockenberry niega con la cabeza.
—Hace meses que no empleo el medallón TC, hijo de Atreo. Los moravecs explicaron que los dioses podían localizarme a través de algo llamado el espacio de Planck en la matriz Calabi-Yau: seguirme a través del vacío que los dioses utilizan para viajar. Traicioné a los dioses y me matarían si vuelvo a teletransportarme cuánticamente.
Menelao sonríe. Alza su espada, pincha el vientre de Hockenberry hasta que la sangre asoma por la túnica.
—Y yo te mataré ahora mismo si no lo haces, culo de cerdo. Y te sacaré lentamente las tripas mientras lo hago.
Helena aparta la mano del hombro de Hockenberry.
—Amigo mío, mira la batalla más allá de la muralla. Los dioses están todos concentrados en derramar sangre esta noche. Mira, ¿ves a Atenea replegándose con una horda de sus Furias? Mira al poderoso Apolo en su carro, disparando muerte a las filas griegas en retirada. Nadie reparará en ti si TCeas esta noche, Hock-en-bee-rry.
El hombre de aspecto débil se muerde los labios, mira de nuevo la batalla. Los defensores troyanos llevan una clara ventaja, pues más soldados salen por las poternas y portillas, cerca de las puertas Esceas. Ada ve a Héctor que, por fin, dirige a su tropa de elite.
—De acuerdo —dice Hockenberry—. Pero sólo puedo TCear a uno de vosotros cada vez.
—Nos llevarás a los dos al mismo tiempo —gruñe Menelao.
Hockenberry sacude la cabeza.
—No puedo. No sé por qué, pero el medallón TC sólo me permite teletransportar a una persona con la que estoy en contacto. Si me recuerdas con Aquiles y Héctor, te acordarás de que nunca TCeaba con más de uno, regresaba por el otro segundos después.
—Es cierto, esposo mío —dice Helena—. Yo misma lo he visto.
—Lleva a Helena primero, entonces —dice Menelao—. A la tienda de Agamenón en la playa, cerca de donde las negras naves están varadas en la arena.
Hay gritos en la calle, abajo, y los tres se apartan del borde de la plataforma en ruinas.
Helena se echa a reír.
—Esposo mío, querido Menelao, yo no puedo ir primero. Soy la mujer más odiada en la memoria de los argivos y aqueos. Incluso en los pocos segundos que harían falta para que mi amigo Hock-en-bee-rry volviera aquí y regresara contigo, los guardias de Agamenón o los otros griegos, al reconocerme como la puta que soy, me atravesarían con una docena de lanzas. Tú debes ir primero. Eres mi único protector.
Menelao asiente y atenaza a Hockenberry por la garganta.
—Usa tu medallón... ahora.
Antes de tocar el círculo de oro, Hockenberry logra decir:
—¿Me dejarás vivir si hago esto? ¿Me dejarás libre?
—Por supuesto —gruñe Menelao, pero incluso Ada puede ver la mirada que le dirige a Helena.
—Tienes mi palabra de que mi esposo Menelao no te hará daño —dice Helena—. Ahora ve, TCea rápidamente. Me parece que oigo pasos en las escaleras.
Hockenberry agarra el medallón de oro, cierra los ojos, retuerce algo en su superficie, y Menelao y él desaparecen con un suave plop de aire apresurado.
Ada se queda un minuto sola con Helena de Troya en la plataforma. El viento se alza, soplando suavemente a través de los ladrillos rotos y trayendo los gritos de los griegos en retirada y los troyanos que los persiguen en la llanura iluminada por las antorchas. La gente de la ciudad vitorea.
De repente, Hockenberry vuelve a aparecer.
—Tu turno —dice, tocando el antebrazo de Helena—. Tienes razón, ningún dios me ha perseguido. Hay demasiado caos esta noche.
Señala con la cabeza el cielo lleno de carros voladores y atronadores rayos de energía.
Hockenberry se detiene antes de volver a tocar su medallón.
—¿Estás segura de que Menelao no me hará daño cuando te lleve allí, Helena?
—No te hará daño —susurra Helena. Parece casi distraída, como si escuchara las pisadas en las escaleras.
Ada sólo oye el viento y los gritos lejanos.
—Hock-en-bee-rry, espera un segundo —dice Helena—. Necesito decirte que fuiste un buen amante... un buen amigo. Te aprecio mucho.
Hockenberry traga saliva.
—Yo... te aprecio, Helena.
La mujer del pelo negro sonríe.
—No voy a reunirme con Menelao, Hock-en-bee-rry. Lo odio. Lo temo. Nunca me someteré de nuevo a él.
Hockenberry parpadea y mira hacia las filas aqueas, ahora lejanas. Se están reagrupando más allá de sus trincheras con picas, a tres kilómetros de distancia, cerca de la interminable hilera de tiendas y hogueras, donde incontables navíos negros cubren la orilla.
—Te matará si toman la ciudad —dice en voz baja.
—Sí.
—Puedo TCearte lejos de aquí. A algún lugar seguro.
—¿Es cierto, mi querido Hock-en-bee-rry, que todo el mundo está vacío ahora? ¿Las grandes ciudades? ¿Mi Esparta? ¿Las recias granjas? ¿La isla de Odiseo, Ítaca? ¿Las doradas ciudades persas?
Hockenberry se muerde los labios.
—Sí —dice por fin—, es cierto.
—¿Entonces adónde podría ir yo, Hock-en-bee-rry? Incluso el Agujero ha desaparecido, y los olímpicos se han vuelto locos.
Hockenberry se encoge de hombros.
—Entonces tendremos que confiar en que Héctor y sus legiones los mantengan a raya, Helena... querida. Te juro que, pase lo que pase, nunca le diré a Menelao que elegiste quedarte atrás.
—Lo sé —dice Helena. De su ancha manga, un cuchillo aparece en su mano. Gira el brazo y clava la hoja corta pero afiladísima bajo las costillas de Hockenberry, hasta la empuñadura. Gira la hoja para encontrar el corazón.
Hockenberry abre la boca como para gritar pero sólo puede jadear. Agarrándose el torso ensangrentado, se desploma como un muñeco.
Helena ha liberado el cuchillo mientras caía.
—Adiós, Hock-en-bee-rry.
Baja rápidamente las escaleras. Sus zapatillas casi no hacen ningún ruido sobre la piedra.
Ada mira al hombre ensangrentado y moribundo, deseando poder hacer algo, pero es, naturalmente, invisible e intangible. Por impulso, recordando cómo Harman se comunicó con el sonie, alza la mano hasta el paño turín, palpa el bordado bajo sus dedos, y visualiza tres cuadrados azules centrados dentro de tres círculos rojos.
De repente Ada está allí, de pie en la plataforma expuesta y desvencijada, en la torre sin cima de Ilión. No está turinviendo algo de allí, está allí mismo. Nota el frío viento tirando de su blusa y su falda. Puede oler los extraños olores de las cocinas y el ganado flotando desde el mercado visible abajo, en la noche. Oye el fragor de la batalla que tiene lugar tras la muralla y siente la vibración en el aire de las grandes campanas y gongs que resuenan por todas las murallas de Troya. Mira hacia abajo y ve sus pies firmemente plantados en las losas resquebrajadas.
—Ayúdame... por... favor —susurra el hombre agonizante. Ha hablado en inglés común. Con los ojos abiertos de par en par por el horror, Ada se da cuenta de que puede verla... de que la está mirando. Usa sus últimas fuerzas para alzar su mano izquierda hacia ella, implorando, suplicando.
Ada se quitó de la frente el paño turín.
Estaba en su dormitorio de Ardis Hall. Muerta de pánico, con el corazón en la boca, convocó la función horaria de su palma.
Sólo habían pasado diez minutos desde que se había acostado con el paño turín, cuarenta y nueve minutos desde que su amado Harman se había marchado en el sonie. Ada estaba desorientada y levemente mareada de nuevo, como si las náuseas matutinas regresaran. Trató de espantar la sensación y sustituirla por resolución, pero sólo acabó experimentando náuseas mucho más fuertes.
Tras plegar el paño turín y esconderlo en el cajón de su ropa interior, Ada corrió a ver qué estaba pasando en Ardis.