Ada salió de Ardis Hall y se encontró en medio de la confusión, la oscuridad, la muerte y el terror.
Con Pety y un grupo de defensores había salido por la puerta principal al jardín sur, pero la noche era tan oscura que sólo pudo ver antorchas en las empalizadas y las vagas formas de gente que corría hacia la mansión. Oyó solamente gritos y chillidos.
Reman llegó corriendo. El hombre, barbudo y fornido, uno de los primeros llegados a Ardis a escuchar las enseñanzas de Odiseo, llevaba una ballesta sin saetas.
—Los voynix entraron primero por la muralla norte. Trescientos o cuatrocientos a la vez, concentrados, en masa...
—¿Trescientos o cuatrocientos? —susurró Ada. El ataque de la noche anterior había sido el peor y habían calculado que no más de ciento cincuenta criaturas, desplegadas, habían atacado el complejo.
—Hay al menos unos doscientos atacando cada muralla —jadeó Reman—. Pero han rebasado primero la muralla norte, tras una andanada de piedras. Un montón de los nuestros están heridos... no podíamos ver las piedras en la oscuridad y cuando los nuestros en los parapetos han caído hemos tenido que mantener la cabeza gacha. Algunos han corrido, los voynix han venido saltando, usando las espaldas de otros voynix como trampolín. Estaban entre el ganado antes de que pudiéramos llamar a las reservas. Necesito más saetas para la ballesta y una lanza nueva...
Intentó entrar en el vestíbulo donde se entregaban las armas, pero Petyr lo agarró del brazo.
—¿Habéis recogido a los heridos de la muralla?
Reman negó con la cabeza.
—Aquello es una locura. Los voynix han matado a todos los caídos, incluso a los que sólo tenían heridas leves en la cabeza o magulladuras por las piedras. No hemos podido... no hemos podido llegar hasta ellos.
El hombretón se volvió para ocultar el rostro.
Ada rodeó corriendo la casa en dirección a la muralla norte.
La enorme cúpula estaba ardiendo y las llamas iluminaban la confusión. Los barracones provisionales y las tiendas donde dormía más de la mitad de la gente de Ardis estaban ardiendo también. Hombres y mujeres corrían hacia Ardis Hall aterrorizados. El ganado mugía mientras las veloces sombras de los voynix lo masacraban: eso era lo que hacían antes los voynix, Ada lo sabía bien, sacrificar animales para los humanos, y todavía tenían sus letales hojas manipuladoras en los extremos de aquellos poderosos brazos de acero. Más vacas cayeron al barro y la nieve mientras Ada lo contemplaba todo horrorizada. Entonces los voynix se acercaron saltando hacia ella, cubriendo rápidamente los cien metros que los separaban de la casa con grandes brincos de saltamontes.
Petyr la agarró.
—Vamos, tenemos que retroceder.
—Las trincheras de fuego... —dijo Ada, librándose de su mano. Se abrió paso entre la corriente de gente hasta llegar a una de las antorchas del patio trasero, la encendió y corrió hacia la trinchera más cercana. Tuvo que esquivar a la multitud de hombres y mujeres que corrían hacia la casa. Pudo ver a Reman y otros tratando de dirigir la lucha, pero la muchedumbre, derrotada por el pánico, seguía corriendo. Muchos arrojaban ballestas, arcos y armas de flechitas de cristal. Los voynix ya habían rebasado la cúpula, sus sombras plateadas saltaban sobre el andamiaje en llamas, abatiendo a los hombres y mujeres que intentaban sofocar el fuego. Más voynix, docenas de ellos, saltaban, correteaban y se acercaban a Ada. La trinchera estaba a veinte metros de distancia, los voynix a menos de cuarenta.
—¡Ada!
Ella siguió corriendo. Petyr y un pequeño grupo de hombres y mujeres la siguieron hasta las trincheras, incluso mientras los primeros voynix saltaban sobre la primera zanja.
Los barriles de queroseno estaban en su sitio, pero nadie había vertido el líquido sobre la trinchera. Ada soltó la tapa y de una patada derribó el pesado barril, lo hizo rodar hasta el borde de la trinchera mientas el combustible de fuerte olor se derramaba viscosamente sobre la zanja. Petyr, Salas, Peaen, Emme y otros volcaron más barriles y empezaron a empujarlos.
Entonces los voynix cayeron sobre ellos. Una de las criaturas saltó la zanja y de un tajo le cortó a Emme el brazo a la altura del hombro. La amiga de Ada ni siquiera gritó. Miró su brazo perdido en un silencioso asombro, con la boca abierta. El voynix alzó el brazo y sus cuchillas cortantes destellaron a la luz.
Ada lanzó la antorcha a la zanja, recogió una ballesta caída y lanzó una saeta metálica contra la joroba de cuero del voynix. La criatura se apartó de Emme y se dio la vuelta, dispuesta a saltar contra Ada. Petyr derramó media lata de queroseno sobre su caparazón casi al mismo tiempo que Loes lanzaba su antorcha contra la cosa.
El voynix explotó en llamas y se tambaleó en círculos, sus sensores infrarrojos sobrecargados, los brazos metálicos agitándose. Dos hombres cercanos a Petyr lo aguijonearon con flechitas. Finalmente, cayó a la zanja y prendió toda la sección de la trinchera. Emme se desplomó y Reman la cogió, alzándola con facilidad, y se volvió para llevarla a la casa.
Una piedra del tamaño de un puño llegó de la oscuridad, rápida como un dardo y casi tan invisible, y golpeó a Reman en la nuca. Todavía sosteniendo a Emme, cayó de espaldas a la zanja. Sus cuerpos ardieron.
—¡Vamos! —gritó Petyr, agarrando a Ada por el brazo. Un voynix cruzó de un salto las llamas y aterrizó entre ellos. Ada disparó al vientre del voynix la saeta que le quedaba en la ballesta, agarró la muñeca de Petyr, esquivó al voynix que se tambaleaba y se volvió para echar a correr.
Ahora había incendios en todo el complejo y Ada vio voynix por todas partes: muchos más allá de la trinchera en llamas ya, todos dentro de las murallas. Algunos caían debido a las flechitas de cristal o eran detenidos por saetas y flechas certeras, otros eran destruidos cuando los golpeaba el estallido de las flechitas de cristal, pero los disparos humanos eran esporádicos, individuales, con mala puntería. La gente sentía pánico. La disciplina no se mantenía. La andanada de piedras que arrojaban los voynix invisibles desde el otro lado de las murallas, por otro lado, era incesante: una descarga constante y letal surgida de la oscuridad. Ada y Petyr trataron de ayudar a incorporarse a una muchachita pelirroja antes de que los voynix los arrasaran a todos. La mujer había sido golpeada por una piedra en la sien y tosía sangre sobre su túnica blanca. Ada soltó su ballesta vacía y usó ambas manos para ayudar a la mujer a levantarse y empezó a encaminarse hacia la mansión.
Las trincheras en llamas estaban siendo encendidas en los cuatro lados de Ardis Hall por los humanos que se retiraban, pero Ada vio que los voynix atravesaban el fuego o saltaban por encima. Sombras salvajes brincaban por todas partes en los jardines y la temperatura subió una docena de grados en pocos segundos.
La mujer se desplomó de nuevo contra Ada y casi la derribó al caer. Ada se agachó junto a ella, sorprendida por la cantidad de sangre que la muchacha pelirroja vomitaba sobre su túnica, pero Petyr intentaba ponerla en pie, guiarla en la retirada.
—¡Ada, tenemos que irnos!
—No.
Ada se agachó, se cargó a la joven sangrante al hombro, y consiguió ponerse en pie. Había cinco voynix rodeándolos.
Petyr había recogido del suelo una lanza rota y los mantenía a raya con fintas y golpes, pero los voynix eran más rápidos. Esquivaban y avanzaban más rápido de lo que Petyr podía girarse y atacar. Una de las criaturas agarró la lanza y se la arrancó de las manos. Petyr cayó de bruces casi a los pies de los voynix. Ada buscó desesperadamente a su alrededor un arma que poder agarrar o emplear. Intentó poner a la muchacha en pie para poder tener las manos libres, pero las rodillas de la pelirroja cedieron y volvió a caer. Ada se lanzó contra el voynix que se alzaba sobre Petyr, dispuesta a usar las manos desnudas contra él.
Entonces llegó una andanada de fuego de flechitas y dos de los voynix, incluyendo el que se disponía a decapitar a Petyr, cayeron. Las otras tres criaturas se giraron para enfrentarse al ataque.
Laman, el amigo de Petyr, que había perdido cuatro dedos de la mano derecha en el último ataque voynix, disparaba una pistola de flechitas con la mano izquierda. Su brazo izquierdo sostenía un escudo de madera y bronce y las piedras rebotaban en él. Tras Laman llegaron Salas, Oelleo y Loes (todos amigos de Hannah y discípulos de Odiseo), también con escudos para defenderse y armas de flechitas para matar. Dos de los voynix cayeron y el tercero cruzó de un salto la zanja ardiente. Pero más docenas venían corriendo, brincando, rodeando al grupo de Ada.
Petyr se puso en pie, tambaleante ayudó a Ada a recoger a la muchacha y se dirigieron hacia la casa, que todavía quedaba a más cien metros de distancia, con Laman guiándolos y Loes, Salas y la pequeña Oelleo dándoles protección a cada lado con los escudos.
Dos voynix aterrizaron en la espalda de Salas, hundiéndola en el suelo revuelto y lleno de barro y arrancándole la espina dorsal. Laman se volvió y disparó al voynix en la joroba una andanada entera de flechitas de cristal. La criatura cayó de lado en el suelo congelado, pero Ada vio que Salas estaba muerta. En ese instante, una piedra alcanzó a Laman en la sien y el hombre cayó al suelo sin vida.
Ada dejó que Petyr sujetara el peso de la muchacha mientras ella agarraba la pesada pistola de flechitas. Una sólida andanada de piedras llegó volando de la oscuridad, pero los humanos se acurrucaron tras los escudos de Loes y Oelleo. Petyr agarró el escudo caído de Laman y lo añadió a la barricada defensiva. Una de las piedras más grandes aplastó el brazo izquierdo de Oelleo a través del escudo de madera y cuero, y la mujer (amiga íntima del ausente Daeman) echó atrás la cabeza y gritó de dolor.
Había docenas, centenares de voynix alrededor de ellos, arañando, saltando, matando a los humanos heridos del suelo mientras muchos más corrían hacia Ardis Hall.
—¡Estamos aislados! —gritó Petyr. Tras ellos, las llamas de las trincheras habían perdido gran parte de su intensidad y los voynix saltaban al otro lado sin problema. El suelo estaba cubierto de más cuerpos humanos que de voynix.
—¡Tenemos que intentarlo! —gritó Ada. Con un brazo alrededor de la muchacha inconsciente, disparando la pistola de flechitas de cristal con la mano derecha, le gritó a Oelleo que levantara el escudo con el brazo derecho y lo colocara junto al de Loes. Tras esa débil barricada, los cinco corrieron hacia la casa.
Más voynix los vieron venir y saltaron para unirse a los veinte o treinta que bloqueaban el camino. Algunas de las criaturas tenían flechitas de cristal alojadas en sus caparazones y jorobas de cuero; la luz de las llamas prendía el cristal y bailaba con destellos rojos y verdes. Un voynix agarró el escudo de Oelleo, le hizo perder el equilibrio y le cortó la garganta con un poderoso tajo de su brazo izquierdo. Otro arrancó la muchacha de las manos de Ada, que puso la boca de la pistola de flechitas contra la joroba de la criatura y apretó el gatillo cuatro veces. El estallido voló la parte delantera del caparazón del voynix, que se desplomó encima de la muchacha inconsciente en medio de un charco de su propio fluido sanguíneo blanco, pero Ada oyó que la recámara vacía chasqueaba cuando una docena más de voynix saltaba para acercarse.
Petyr, Loes y Ada estaban de rodillas, tratando de proteger con los escudos a la muchacha caída. Loes disparaba con la única pistola de flechitas que quedaba y Petyr sujetaba la lanza rota preparándose para el siguiente ataque, pero sobre ellos convergían docenas de voynix.
«Harman», tuvo tiempo de pensar Ada. Advirtió que decía su nombre con una mezcla de amor absoluto y furia absoluta. ¿Por qué no estaba él aquí? ¿Por qué había insistido en marcharse en su último día de vida? Ahora el niño que crecía en su vientre estaba tan condenado como Ada, y Harman no estaba para proteger a ninguno de los dos. En ese momento Ada amó a Harman más allá de las palabras y lo odió al mismo tiempo. «Lo siento», pensó, y no se lo decía a Harman, ni hablaba consigo misma sino con el feto que llevaba en su interior. El voynix más cercano saltó hacia ella y Ada arrojó la pistola de flechitas vacía contra su caparazón de metal.
El voynix voló hacia atrás, roto en pedazos. Ada parpadeó. Los cinco voynix a cada lado cayeron o volaron por los aires. La docena de voynix que los rodeaba se agacharon, alzaron los brazos, mientras una lluvia de fuego de flechitas de cristal caía sobre ellos desde el sonie. Había al menos ocho humanos en el disco, sobrecargándolo, disparando locamente.
Greogi hizo descender la máquina a la altura del pecho. «¡Tonto!», pensó Ada. Los voynix podían saltar sobre el sonie, hacerlo caer. Si perdían el aparato, Ardis estaba perdido.
—¡Hurra! —gritó Greogi.
Loes los cubrió con su cuerpo mientras Petyr y Ada sacaban a la inconsciente muchacha pelirroja de debajo de la carcasa del voynix y la subían al centro del abarrotado sonie. Unas manos tiraron de Ada hacia arriba. Petyr se aupó como pudo. Llovían rocas alrededor. Tres voynix saltaron, más alto que las cabezas de la gente del sonie, pero alguien (la joven llamada Peaen) disparó un rifle de flechitas de cristal y dos de ellos cayeron. El último aterrizó en la parte delantera del disco, directamente ante Greogi. El piloto calvo apuñaló a la cosa en el pecho. El voynix se llevó la espada consigo al caer.
Loes se dio la vuelta y saltó a bordo. El sonie se tambaleó por el peso, vaciló, cayó, golpeó la tierra congelada. Los voynix llegaban ahora de todas partes y parecían mucho más grandes que de costumbre desde la perspectiva de Ada, tendida en la superficie ensangrentada del sonie caído.
Greogi hizo algo con los controles virtuales y el sonie se agitó, luego se alzó en vertical. Los voynix saltaron contra ellos, pero los que iban armados con rifles en los huecos exteriores los abatieron.
—¡Casi nos hemos quedado sin flechitas! —gritó Stoman desde atrás.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Petyr, inclinándose sobre Ada.
—Sí —consiguió responder ella. Había intentado detener la hemorragia de la muchacha, pero era interna. No podía encontrar tampoco ningún pulso en su garganta—. Creo que no... —empezó a decir.
Las piedras golpearon la parte inferior y los bordes del sonie como una granizada repentina. Una alcanzó a Peaen en el pecho y la derribó de espaldas sobre el cuerpo de la muchacha. Otra alcanzó a Petyr tras la oreja y empujó su cabeza hacia delante.
—¡Petyr! —chilló Ada, alzándose de rodillas para agarrarlo.
Él levantó el rostro, la miró intrigado, sonrió levemente y cayó de espaldas fuera del sonie, entre la masa agitada de voynix, veinte metros más abajo.
—¡Agarraos! —gritó Greogi.
Trazaron un círculo alto una vez, sobrevolando Ardis Hall. Ada se asomó para ver a los voynix en cada puerta, rebasando el porche, empezando a escalar por cada pared, aplastando cada postigo de las ventanas. La mansión estaba rodeada por un gigantesco rectángulo de llamas, y la cúpula encendida y los barracones aumentaban la luz. Ada nunca había sido buena con los números y estimaciones, pero calculó que había más de mil voynix dentro de las murallas, todos convergiendo hacia la casa.
—Me he quedado sin flechitas —gritó el hombre que iba en la parte delantera del sonie. Ada lo reconoció: Boman. Le había preparado el desayuno el día anterior.
Greogi alzó la cabeza, su cara blanca bajo la sangre y el barro.
—Deberíamos volar hasta el pabellón del faxnódulo —dijo—. Ardis está perdido.
Ada negó con la cabeza.
—Id vosotros si queréis. Yo me quedo. Dejadme allí.
Señaló la antigua plataforma del jinker, entre las tejas y las claraboyas del tejado. Recordó el día en que, siendo una adolescente, había guiado a su «primo» Daeman escaleras arriba para enseñarle esa plataforma: él había mirado debajo de su falda y descubierto que no llevaba ropa interior. Ada lo había hecho deliberadamente, porque sabía lo lujurioso que era su primo en aquellos días.
—Dejadme —repitió. Hombres y mujeres, sombras agazapadas como gárgolas esbeltas e inclinadas, disparaban desde las tejas, las anchas tuberías y desde la misma plataforma del jinker, lanzando flechitas de cristal y saetas y flechas a la creciente multitud de rápidos voynix de abajo. Ada advirtió que era como intentar detener una ola del océano arrojándole guijarros.
Greogi hizo revolotear el sonie sobre la abarrotada plataforma. Ada saltó y la ayudaron a bajar el cuerpo de la muchacha: Ada no sabía si estaba viva o muerta. Luego le tendieron a la inconsciente Peaen, que gemía. Ada bajó a ambas mujeres a la plataforma. Boman saltó el tiempo suficiente para arrojar cuatro pesadas bolsas de cargadores de flechitas al sonie y volver a subir a bordo. Después la máquina giró en silencio sobre su eje y se marchó, mientras las manos de Greogi manejaban hábilmente los controles virtuales, el rostro concentrado, cosa que le recordó a Ada a su madre cuando se empeñaba en tocar el piano en el salón principal.
Ada se acercó al borde de la plataforma del jinker. Estaba muy mareada y si alguien no la hubiera sujetado, habría caído. La oscura figura que la había salvado regresó al borde de la plataforma y continuó disparando un rifle de flechitas de cristal con su pesado tunk-tunktunk. Una piedra salió volando de la oscuridad y el hombre o la mujer cayó de espaldas sobre la plataforma del jinker, resbaló por el empinado tejado y se precipitó al vacío. Ada nunca llegó a ver quién la había salvado.
Se puso de pie al borde de la plataforma y miró con desapego próximo al desinterés. Era como si lo que estaba viendo formara parte del drama del paño turín, como si fuera algo vulgar e irreal que podía ver en una tarde lluviosa de otoño para pasar el rato.
Los voynix subían por las paredes exteriores de la mansión. Algunos de los postigos habían sido destrozados y las criaturas entraban en la casa. La luz de las puertas delanteras se desparramaba sobre los peldaños abarrotados de voynix, indicando a Ada que las puertas principales habían sido franqueadas: no debían quedar defensores humanos con vida en el salón principal ni el vestíbulo. Los voynix se movían a velocidad imposible de insecto. Llegarían al tejado en cuestión de segundos, no de minutos. Parte del ala oeste del hogar de Ada estaba ardiendo, pero los voynix iban a alcanzarla mucho antes de que lo hicieran las llamas.
Ada se volvió, tanteó en la oscuridad a lo largo de la plataforma del jinker, palpando los cuerpos húmedos que allí había, en busca del rifle de flechitas de cristal que su salvador había dejado caer. No tenía ninguna intención de morir con las manos vacías.