Daeman esperaba que hiciera frío cuando faxeó al nódulo de Cráter París, pero no tanto.
El aire dentro del faxpabellón del León Protegido era demasiado frío para respirar. El pabellón en sí estaba bañado en cordones de denso hielo azul, los filamentos se solapaban y se pegaban a la estructura circular del faxnódulo como tendones alrededor de un hueso.
Daeman había tardado más de trece horas en faxear a los otros veintinueve nódulos y advertirlos de la llegada de Setebos y el hielo azul. Los rumores se le habían adelantado: gente de otros nódulos ya avisados había faxeado antes que él, muerta de pánico, y todo el mundo tenía preguntas. Les decía lo que sabía y luego se marchaba lo más rápidamente posible, pero siempre había más preguntas: ¿dónde se estaba a salvo? Todas las comunidades tenían agrupaciones de voynix. Varias habían sufrido pequeños ataques, pero pocas habían experimentado el tipo de serio asalto que Ardis había repelido la noche anterior a la marcha de Daeman. ¿Adónde ir?, querían saber todos. ¿Dónde se estaba a salvo? Daeman les contaba lo que sabía de Setebos, el dios de muchas manos de Calibán, y del hielo azul, y luego faxeaba... aunque dos veces tuvo que echar mano de la ballesta para marcharse.
Chom, visto desde el faxpabellón situado en la cima de una colina, a un kilómetro de distancia, era una burbuja azul de hielo muerto. Los Círculos de Ulanbat estaban completamente cubiertos por los extraños hilos azules y Daeman faxeó de inmediato antes de que el frío lo retuviera allí. Pulsó el código de Cráter París sin saber qué le esperaba allí.
Ahora lo sabía. Hielo azul. El faxnódulo del León Protegido estaba enterrado en el extraño hielo de Setebos. Daeman se subió rápidamente la capucha de termopiel y se colocó la máscara de ósmosis... e incluso así el aire estaba tan frío que casi le quemó los pulmones. Se echó la ballesta a un hombro ya cargado con su pesada mochila y sopesó sus opciones.
Nadie, ni siquiera él mismo, le reprocharía que se diera la vuelta de inmediato, faxeara de regreso a Ardis e informara acerca de lo que había visto y oído. Había completado su trabajo. Aquel faxpabellón era una tumba de hielo azul. La abertura más grande de la docena aproximada que resultaban visibles no tenía más de setenta y cinco centímetros de diámetro y se curvaba en un túnel de hielo que bien podía no llevar a ninguna parte. Y si entraba en el laberinto de hielo que Setebos había creado sobre los huesos de una ciudad muerta, ¿y si no regresaba? Podían necesitarlo en Ardis. Desde luego necesitaban la información que había recopilado en las últimas trece horas.
Daeman suspiró, descargó la mochila y la ballesta, se agachó junto a la abertura más grande (era baja, estaba cerca del suelo), metió la mochila, la empujó con la ballesta y empezó a arrastrarse sobre el hielo, sintiendo el frío del espacio profundo a través de sus manos y rodillas protegidas por la termopiel.
El camino fue agotador y, al final, doloroso. A menos de cien metros, el túnel se bifurcaba; Daeman siguió la rama izquierda porque parecía que había más luz. Cincuenta metros más allá, el túnel caía levemente, ensanchándose de manera considerable, y luego continuaba casi recto.
Daeman se sentó, sintiendo el frío llegar a sus posaderas a través de sus ropas y la termopiel, y entonces sacó una botella de agua de su mochila. Estaba agotado y deshidratado después de horas de faxear y las ansiosas confrontaciones con tanta gente asustada. Había racionado su agua, pero todavía le quedaba esta media botella. No le sirvió de nada, porque el agua estaba firmemente congelada. Se guardó la botella en la túnica, junto a la termopiel molecular, y contempló la pared de hielo.
No era perfectamente lisa: nada del hielo azul lo era. Todo estaba estriado, y había algunas estrías que corrían horizontal o diagonalmente de un modo que parecía que podría encontrar asideros para las manos o los pies. Pero continuaba subiendo al menos treinta metros, apartándose lentamente de la vertical hasta que se perdía de vista por arriba. La luz del sol parecía más fuerte allá en lo alto.
Sacó de la mochila dos piolets para el hielo que había hecho forjar a Reman el día anterior. Hasta que encontró la palabra en uno de los viejos libros de Harman, Daeman nunca había oído la palabra «piolet». Si hubiera escuchado la palabra antes de la Caída le habría parecido tonta y aburrida. Los seres humanos no utilizaban herramientas. Ahora su vida dependía de esas cosas.
Los piolets, de treinta centímetros de largo, tenían un lado recto y afilado, el otro curvo y aserrado. Reman lo había ayudado a forrar los mangos con cuero, que podría sujetar incluso con los guantes de termopiel. Las puntas habían sido afiladas todo lo que permitía la piedra de Hannah.
Tras incorporarse, echar la cabeza atrás, colocarse la máscara de ósmosis firmemente sobre la boca y la nariz, Daeman se echó de nuevo la mochila al hombro, se aseguró de que la correa de la ballesta estuviera firmemente asegurada sobre su hombro izquierdo (la pesada arma colgaba en diagonal sobre la mochila, a su espalda) y alzó uno de los piolets, lo clavó en el hielo, volvió a golpear, y se alzó cuatro palmos pared arriba. El túnel no era mucho más ancho que la chimenea principal de Ardis, así que Daeman se apoyó en la pierna derecha mientras colocaba la rodilla izquierda sobre la pared de hielo para apoyarla allí un momento. Alzó el segundo martillo lo más alto que pudo y lo clavó en el hielo, aupándose hasta que quedó colgando de un instrumento y con el peso apoyado en el otro. «La próxima vez —pensó—, voy a conseguirme unos clavos afilados para las botas.»
Jadeando, riendo por haber tenido la idea de volver a hacer aquello por segunda vez, con el aliento helándose en el aire incluso a través de la máscara de ósmosis y la mochila amenazando con arrancarlo de su precario asidero, Daeman fue clavando los piolets y tallando asideros para sus pies, se aupó, insertó las punteras de las botas en ellos, clavó más alto el martillo derecho, se aupó, marcó asideros para los pies con el izquierdo. Después de avanzar otros tres metros, se quedó colgando de ambos piolets y se echó atrás para mirar la chimenea de hielo. «Hasta ahora bien —pensó—. Sólo diez o quince movimientos más y llegaré a la curva, a treinta metros de altura. —Otra parte de su mente susurró—: Y descubrirás que es un callejón sin salida. —Y una parte aún más oscura de su mente murmuró—: O te caerás y morirás.» Expulsó todas las voces de su cabeza. Los brazos y las piernas empezaban a temblarle por la tensión y la fatiga. En la próxima parada tallaría una muesca más profunda para los pies, para poder descansar más fácilmente. Si tenía que volver por la chimenea de hielo, tenía cuerda en la mochila. Pronto descubriría si había traído suficiente.
Por encima de la chimenea de hielo, el túnel se nivelaba a lo largo de veinte metros más o menos, se bifurcaba dos veces más y luego desembocaba en una abertura amplia como un cañón en el hielo azul. Daeman guardó los piolets con manos temblorosas y agarró la ballesta. Cuando llegó a la abertura, alzó la cabeza y vio la brillante luz de la tarde y el cielo azul: se extendía a derecha e izquierda, el suelo estriado a veces caía diez, quince metros y más, el fondo de la abertura conectado solamente por puentes de hielo, las paredes cuajadas de estalactitas y estalagmitas y cubiertas aquí y allá sobre él por puentes de grueso hielo. Secciones de edificios emergían de la capa azul helada y luego volvían a ser engullidos por ella; Daeman vio segmentos de ladrillo asomando, ventanas rotas y persianas con escarcha, torres de tribambú y añadidos de buckyfibra a los edificios más antiguos de la Edad Perdida que había debajo, todos iguales ahora en la tenaza del hielo azul. Daeman se dio cuenta de que estaba en la calle Rambouillet cerca del faxnódulo del León Protegido, pero seis pisos por encima de la calle por la que había caminado y que había recorrido en droshkies tirados por voynix toda su vida.
Delante, al noroeste, el suelo de la abertura descendía lentamente hasta llegar al nivel original de la calle. Daeman se cayó dos veces en la resbaladiza pendiente, pero había sacado uno de los piolets de la mochila y ambas veces detuvo su caída con la garra de hierro curvo.
Más despacio ahora, la luz azul y el aire todavía quemándole los pulmones, al fondo de una hendidura de sesenta metros cuyas paredes de hielo estaban hechas de incontables hilos de lo que a Daeman cada vez le parecían más una especie de tejido vivo, vio una segunda abertura-túnel cruzándose en diagonal y la reconoció de inmediato. «La avenida Daumesnil.» Conocía bien aquella zona: había jugado allí de niño, había seducido a muchachas de adolescente, había llevado a su madre a dar incontables paseos de adulto.
Si seguía la otra abertura, a su derecha, el sureste, le llevaría lejos del cráter y el centro de la ciudad, al bosque llamado de Vincennes. Pero no quería alejarse del centro de Cráter París: había visto el Agujero aparecer al noroeste, muy cerca de la torre domi de su madre, justo en el Cráter. Para ir en esa dirección, tendría que subir por la avenida Daumesnil hacia el mercado de tribambú llamado el Oprabastel, situado justo frente a un antiguo montón de escombros cubiertos llamados la Bastilla. Había librado peleas a pedradas allí de niño, con los otros niños de su torre domi, arrojando piedras a los niños del oeste, niños que los de su barrio insultaban siempre llamándolos «bastillitas radiactivos» por algún motivo que no conocía nadie, ni adulto ni niño.
El hielo azul parecía más denso y más ominoso en la dirección del Oprabastel, pero Daeman comprendió que no tenía elección. Había visto a Setebos en esa dirección, hacia el Cráter.
La trinchera en la que se encontraba giraba de nuevo hacia el este antes de cruzarse con la avenida Daumesnil. Este corredor, más grande, era demasiado profundo para entrar en él directamente, así que Daeman lo cruzó pasando por un puente de hielo. Al mirar hacia abajo vio las ruinas de tribambú y everplas de la calle y la avenida que había conocido toda la vida, pero la zanja continuaba más profunda, revelando capas de ruinas de alguna ciudad antigua de acero y ladrillo bajo el Cráter París con el que estaba familiarizado. Tuvo la horrible imagen del cerebro gris y rosado que era Setebos arañando la tierra con sus muchas manos, descubriendo los huesos de la ciudad bajo la ciudad. «¿Qué estaba buscando?» Y entonces a Daeman se le ocurrió un pensamiento aún más horrible: «¿Qué podía estar enterrando?»
Las cuerdas y estalagmitas azules sobre el nivel normal de la calle eran demasiado gruesas para permitirle continuar hacia la avenida Daumesnil, pero, sorprendentemente, había un trecho de camino verde paralelo a la avenida. Clavó una saeta de hierro doblada en el hielo para asegurar su bajada de nueve metros, pasó por ella una cuerda y descendió con cuidado, consciente de que una pierna rota en aquel momento probablemente significaría la muerte. Había un colgante helado cerca del fondo y tuvo que soltarse y deslizarse por la cuerda los últimos tres metros hasta el absurdo suelo de hierba situado al pie de la trinchera.
Había una docena de voynix esperando en la oscuridad, bajo el saliente.
Daeman se sorprendió tanto que soltó la cuerda al mismo tiempo que echaba mano a la ballesta que tenía cruzada a la espalda. Cayó a cuatro patas, resbaló en la hierba y retrocedió de espaldas sin lograr sacar la pesada arma. Se quedó allí medio tumbado, con las manos vacías, buscando los brazos de acero alzados, las afiladas hojas asesinas y los caparazones emergentes del grupo de voynix congelados en el acto de saltar hacia él desde sólo dos metros de distancia.
Congelados. Las doce criaturas estaban hundidas en el hielo azul con sólo trozos de hojas o brazos o piernas o caparazón sobresaliendo. Ninguno tocaba del todo el suelo con los pies. Estaba claro que el hielo los había capturado en el acto de correr y saltar. Los voynix eran veloces. ¿Cómo podía aquel hielo azul haberse formado tan rápidamente para pillarlos así?
Daeman no tenía ninguna respuesta, sólo sentía agradecimiento por que así fuera. Se puso en pie, se palpó la espalda y las costillas doloridas por haber caído sobre la ballesta y la abultada mochila y tiró de la cuerda. Podría haberla dejado en su sitio (tenía más de cien palmos más y podría subir por aquel acantilado de hielo rápidamente cuando regresara en vez de abrirse paso trabajosamente con sus piolets), pero tal vez le hiciera falta toda la cuerda antes de que terminara el día. Dirigiéndose ahora hacia el noroeste, en paralelo a la avenida Daumesnil, en lo que aún seguía considerando el Promenade Plantee (el familiar paso elevado de tribambú congelado ahora a veinte metros sobre él), Daeman armó la ballesta, se aseguró de que la pesada arma estaba amartillada y preparada y siguió el imposible sendero de hierba verde hacia el corazón de Cráter París.
Promenade Plantee, así había llamado todo el mundo al paso elevado. Era uno de esos extraños nombres antiguos, con palabras que parecían anteriores al lenguaje común del mundo. Nadie que Daeman conociera había preguntado jamás su significado. Se preguntó ahora mientras seguía la franja verde del cañón oscuro y cada vez más profundo, a través del hielo azul y las ruinas excavadas, si el paso que había conocido habría sido llamado como aquel sendero más antiguo y olvidado, enterrado hasta que Setebos había considerado oportuno excavarlo con sus muchas manos.
Daeman avanzó con cautela y con una creciente sensación de ansiedad. No sabía qué podía encontrarse. Su principal objetivo era echarle un buen vistazo a Setebos, si era Setebos, y quizá poder informar a todos en Ardis Hall de cómo era la ciudad de hielo azul después de su invasión. Pero al ver otras cosas congeladas en el hielo azul orgánico, a cada lado del Promenade (media docena más de voynix, pilas de cráneos humanos, más ruinas que no habían visto la luz del día desde hacía siglos), se le humedecieron las palmas y se le secó la boca.
Deseó haber traído una de las pistolas de flechitas de cristal que Petyr había encontrado en el Puente. Daeman recordaba claramente a Savi disparando una nube de flechitas contra el pecho de Calibán casi a bocajarro, allí, en la gruta subterránea de la isla orbital de Próspero. No había matado al monstruo; Calibán había aullado y sangrado, pero también había alzado a Savi en sus largas manos y le había mordido el cuello con un horrible chasquido de sus mandíbulas. Luego la criatura se había zambullido en la ciénaga llevándose el cadáver al sistema de alcantarillado y a los túneles inundados.
«He venido a encontrar a Calibán», pensó Daeman, reconociendo enteramente este hecho por primera vez. Calibán era su enemigo, su némesis. Daeman había aprendido la palabra un mes antes y supo de inmediato que en su vida ese término sólo era aplicable a Calibán. Y, después de intentar matar a la criatura en la isla de Próspero y dejarla allí para morir después de manejar la máquina agujero-negro en órbita que era la isla, era también muy posible que Calibán considerara que Daeman era su némesis.
Daeman así lo esperaba, aunque la idea de luchar de nuevo contra la criatura le secaba la boca y le humedecía las manos todavía más. Entonces Daeman recordó haber tenido en las manos el cráneo de su madre, recordó el insulto burlón de aquella pirámide de cráneos (un insulto que sólo podía proceder de Calibán, el hijo de Sycórax, la criatura de Próspero, adorador de ese dios de la violencia arbitraria, Setebos) y siguió caminando, la ballesta cargada con sus dos inadecuadas pero afiladas y aserradas saetas de hierro, preparada y dispuesta.
Se encontraba a la profunda sombra de otro saliente más grande cuando vio las formas destacarse del hielo azul. No eran voynix congelados: parecían humanos, gigantes, musculosos y retorcidos, con la piel gris azulada y los ojos en blanco.
Daeman apuntó con la ballesta y se quedó quieto treinta segundos antes de comprender qué estaba mirando.
«Estatuas.» Había aprendido el significado de la palabra gracias a Hannah: piedra o cualquier otro material moldeado en forma humana. No había habido ninguna estatua en Cráter París y el mundofax de su juventud y la primera vez que vio una había sido en la Puerta Dorada de Machu Picchu, apenas diez meses antes. Ese lugar, o al menos los habitáculos globulares verdes aferrados a los pilares como enredaderas, era más un museo que un puente, pero Hannah (siempre más interesada en moldear metal fundido que en otra cosa) les explicó que las formas humanas que estaban mirando eran estatuas, obras de arte, también una idea extraña. Evidentemente aquellas estatuas no tenían otro motivo para existir que alegrar la vista. Daeman sonrió a su pesar al recordar lo sucedido en el Puente: habían creído que Odiseo, Nadie ahora, era una de las estatuas del museo hasta que se había movido y les había hablado.
Estas formas no se movían. Daeman se acercó y bajó la ballesta.
Las figuras eran enormes (más del doble del tamaño natural) y sobresalían del hielo porque el antiguo edificio del que formaban parte se había ladeado hacia delante. Las formas grises de piedra u hormigón eran idénticas: un hombre, sin barba, con rizos alrededor de la masa gris que hacía las veces de cabello, desnudo a excepción de una pequeña camisa sin mangas que llevaba recogida sobre el torso. El brazo izquierdo estaba inclinado y doblado, la mano en la nuca. El brazo derecho era enorme, musculoso, doblado por el codo y la muñeca, con la enorme mano derecha reposando en el torso desnudo, justo por debajo del pecho, en realidad tirando de los grises pliegues de hormigón de la camisa. La pierna derecha del hombre era el otro único miembro visible. Sobresalía de la fachada del edificio un saliente o una especie de canal sobre pequeñas ventanas que recorría la hilera de idénticas estatuas masculinas como si taladrara sus caderas.
Daeman se acercó, sus ojos adaptándose a la oscuridad bajo el saliente de hielo azul. La cabeza del hombre (de la estatua) estaba ladeada a la derecha, la mejilla gris casi tocando el hombro gris, y la expresión del rostro esculpido resultaba difícil de describir: los ojos cerrados, los labios curvados hacia arriba. ¿Era agonía o algún tipo de placer orgásmico? Podía ser ambas cosas, o tal vez una emoción más complicada conocida por los humanos de entonces y perdida en la época de Daeman. La larga fila de formas idénticas que emergía de la fachada de la antigua ruina y de la pared de hielo azul hizo pensar a Daeman en una fila de bailarines que se desnudaban para un público invisible. «¿Qué había sido aquel edificio? ¿Qué uso le habían dado los Antiguos? ¿Por qué aquella decoración?»
Cerca de la fachada había letras. Daeman las reconoció como tales después de los meses que había pasado con Harman y su propio aprendizaje de la siglfunción.
SAGI
M YUNEZ
YANOWSKI
1991
Daeman nunca había aprendido a leer, pero por costumbre colocó su mano cubierta por la termopiel sobre la fría piedra y convocó la imagen mental de cinco triángulos azules seguidos. Nada. Tuvo que reírse de sí mismo: no se podía sigleer la piedra, sólo los libros, y sólo determinados libros. Además, ¿actuaría la siglfunción a través de la termopiel molecular? No tenía forma de saberlo.
Sin embargo, Daeman sabía leer los números. Uno-nueve-nueve-uno. Ningún código de faxnódulo llegaba tan alto. ¿Podría ser algún tipo de explicación de las estatuas? ¿O algún antiguo intento de fijar las figuras más firmemente en el tiempo, igual que la semblanza humana había sido fijada en la piedra? «¿Cómo se numera el tiempo?», se preguntó. Daeman trató por un momento de imaginar qué podía significar en años uno-nueve-nueve-uno... ¿Los años desde el reinado de algún antiguo monarca, como Agamenón o Príamo en el drama turín? ¿O tal vez era parte de la manera en que el artista de estas perturbadoras estatuas proclamaba su propia identidad? ¿Era posible que todo el mundo en la Edad Prohibida se identificara a sí mismo con números en vez de con nombres?
Daeman sacudió la cabeza y salió de la gruta de hielo azul. Estaba perdiendo el tiempo y la rareza de aquellas cosas (esos edificios y estatuas que deberían haber permanecido enterrados, esos pensamientos de personas distintas a todas las que había conocido, tratando de dar un valor numérico al tiempo mismo) era tan grande y perturbadora como el recuerdo de Setebos al salir del Agujero: un cerebro hinchado y sin cuerpo transportado por ratas escurridizas.
Para encontrar a Calibán y Setebos (o para permitirles que lo encontraran) tendría que hacerlo en la cúpula-catedral.
No era una catedral verdadera, por supuesto: Daeman conocía esa palabra, «catedral», sólo desde hacía unos meses. La había encontrado en un libro de Hannah en el que había aprendido muchas palabras y del que casi no había entendido nada. Pero el interior de la enorme cúpula le parecía a Daeman lo que imaginaba que sería una catedral, aunque desde luego ninguna catedral como ésa se había alzado jamás en la ciudad ahora llamada Cráter París.
Mientras la luz duró, siguió la zanja verde del Promenade Plantee a lo largo de la trinchera de la avenida Daumesnil hasta que ésta terminó en una masa de hielo que supuso sería el Operbastel. Aunque la zanja se había convertido en un túnel que parecía que corría por la calle Lyon hasta la de la Bastilla, siguió por allí. Encontró más túneles y más zanjas estrechas (en una pudo extender los brazos y tocar ambas paredes de hielo a la vez) que llevaban, a su izquierda, hacia el Sena.
Durante toda la vida de Daeman y cien Cinco-Veintes antes de que naciera, el Sena había estado seco y pavimentado con cráneos humanos. Nadie sabía por qué se encontraban allí los cráneos, sólo que siempre habían estado en el mismo lugar: parecían como los cantos blancos y marrones que pavimentaban cualquiera de los muchos puentes que se podían cruzar en droshky, barouche o carricoche, y nadie se había preguntado jamás adónde había ido a parar el agua del río, ya que el cráter, con su kilómetro y medio de anchura, se cruzaba con el antiguo cauce fluvial. Ahora había más cráneos, cráneos recientemente liberados de cuerpos humanos vivos, que forraban las paredes de la zanja que Daeman seguía hacia la Île de la Cité y el borde oriental del cráter.
Según las pocas leyendas que aún quedaban en una cultura ampliamente carente de historia, oral o de cualquier otro tipo, Cráter París se había formado hacía más de dos milenios, cuando los posthumanos habían perdido el control de un diminuto agujero negro creado durante una demostración en un lugar llamado el Institut de France. El agujero se había abierto paso hasta el centro de la tierra pero el único cráter que había dejado en la superficie del planeta estaba allí mismo, entre el faxnódulo del hotel Inválidos y el nódulo del León Protegido. Las leyendas insistían en que donde estaba el cráter un enorme edificio llamado el Luv (o a veces el Lover) había sido absorbido hacia el centro de la tierra con el agujero fugitivo, que se había tragado un montón de «arte» de los humanos antiguos. Como el único arte que Daeman había visto eran unas cuantas «estatuas», no imaginaba que la pérdida del Luv tuviera demasiada importancia si todo lo que contenía era tan estúpido como los bailarines desnudos de la avenida Daumesnil que había dejado atrás.
Daeman no logró ver nada desde la zanja abierta que conducía a la Île de la Cité, así que se pasó casi una hora escalando una pared de hielo, tallando peldaños laboriosamente, clavando saetas dobladas por donde pasar su cuerda, colgando frecuentemente de uno de sus dos piolets de hielo para dejar que el sudor terminara de correrle por los ojos y que su corazón reposara. Una cosa buena del tremendo ejercicio de la escalada: ya no tenía frío.
Llegó a la cima de la pared de hielo azul más o menos donde antes se hallaba el extremo occidental de la Île de la Cité. El hielo tenía treinta metros de profundidad y Daeman esperaba poder ver al menos la línea de edificios a la que estaba acostumbrado, las altas torres domi de buckylazo y tribambú rodeando el cráter, la torre de su madre al otro lado y, más allá, La putain énorme, la gigantesca mujer desnuda de trescientos metros de altura hecha de hierro y polímero. «Una estatua sólo es una estatua grande —pensó—, sólo que antes desconocía el término.»
Ninguna de esas cosas era visible. Justo delante de Daeman, mirando al oeste, una enorme cúpula de hielo azul orgánico se alzaba al menos sesenta metros sobre el nivel de la antigua ciudad. Sólo esquinas, bordes, sombras y alguna terraza ocasional sobresalían donde el anillo de torres antaño orgullosas había rodeado el cráter. El alto domi de su madre era invisible. También la putain, más al oeste. Además de la enorme cúpula azul, que a la vez bloqueaba y absorbía lo que Daeman advirtió que era la luz del atardecer, la zona que rodeaba el cráter era una masa de torres de hielo, parapetos, complejos mosaicos y azules estalagmitas congeladas que se alzaban hasta una altura de cien pisos o más. Todas esas torres y protuberancias que rodeaban la cúpula estaban conectadas a través del aire por telarañas de hielo azul que parecían delicadas pero que, advirtió Daeman, debían ser tan anchas como cualquiera de las amplias avenidas de la ciudad. Todo chispeaba con la luz del sol y parecía que había rayos y puntos de luz moviéndose dentro de las torres y telarañas y la cúpula misma.
—¡Jesucristo! —susurró Daeman.
Si las brillantes torres de hielo que se elevaban sesenta, ochenta, cien plantas por encima de la capa de hielo que cubría la antigua ciudad eran impresionantes, la cúpula era lo más soberbio de todo.
Al menos de doscientos pisos (Daeman calculaba su altura y su sorprendente masa comparándolas con los atisbos de las antiguas torres domi que asomaban en el flanco de la cúpula), con más de un kilómetro y medio de radio desde su posición, en la Île de la Cité, hasta el enorme vertedero de basura que su madre solía llamar los Jardines Luxemburgo, al sur, y al norte más allá del patio llamado bulevar Haussman, envolviendo la torre domi de Gare St. Lazare, donde solía vivir el amante más reciente de su madre, y luego al oeste casi hasta el Champ de Mars donde la putain de piernas abiertas era siempre visible. Pero no aquel día. La cúpula bloqueaba incluso a una mujer de trescientos metros de altura.
«Si hubiera faxeado al nódulo del hotel de los Inválidos habría acabado dentro de la cúpula», pensó.
La idea le hizo latir con más fuerza el corazón que la escalada por el hielo, pero entonces tuvo dos pensamientos aterradores en rápida sucesión.
«Setebos construyó esta cosa sobre el cráter», pensó primero. Parecía imposible, pero tenía que ser cierto. De hecho, con el brillo anaranjado de la puesta de sol reflejándose suavemente en las torres y la propia cúpula, Daeman vio un brillo rojo que surgía del hielo, una pulsación roja que sólo podía proceder del cráter.
Su segundo pensamiento fue: «Tengo que entrar ahí.»
Si Setebos seguía en Cráter París, era allí donde estaría esperando. Si Calibán se encontraba presente, era en la cúpula donde estaría.
Con las manos temblorosas de frío («de frío», se dijo), Daeman volvió a la pared de hielo, aseguró la cuerda alrededor de una viga de tribambú que emergía del hielo azul y descendió hasta la zanja que le esperaba.
Ya estaba oscuro al pie del estrecho cañón de hielo (si alzaba la cabeza veía las estrellas en el pálido cielo). El único camino para salir de la Île de la Cité era entrar en uno de los muchos túneles que se abrían como ojos en el hielo, túneles donde todavía estaría más oscuro.
Daeman encontró una abertura a la altura del pecho, por encima del suelo de la zanja y se metió por él, sentía el frío aún más profundo llegarle a través del hielo a las rodillas y las palmas de las manos. Sólo la termopiel lo mantenía vivo. Sólo la máscara de ósmosis impedía que el aliento se le congelara en la garganta.
Apoyándose en las rodillas cuando podía, rozando con la mochila el estrecho techo de hielo que tenía encima, con la ballesta por delante, Daeman se arrastró sobre el vientre hacia el rojo brillo que iluminaba la cúpula-catedral que tenía delante.