37

Hockenberry se encamina hacia la burbuja de astronavegación para enfrentarse a Odiseo, quizá para recibir una paliza, pero al final se queda a emborracharse con él.

Hockenberry ha tardado más de una semana en hacer acopio de valor para ir a hablar con el otro único ser humano que hay a bordo. Cuando va, la Reina Mab ha alcanzado su punto de giro y los moravecs le han advertido que habrá veinticuatro horas de gravedad cero antes de que la nave rote de proa hacia la Tierra, las bombas empiecen a explotar de nuevo y la gravedad de 1,28 puntos se restablezca durante la fase de deceleración. Mahnmut y el Integrante Primero Asteague/Che han ido a asegurarse de que su cubículo fuera a prueba de caída libre, es decir, que todas las esquinas agudas estuvieran acolchadas, las cosas sueltas guardadas para que no salieran flotando, hubiera zapatillas y esterillas de velcro... Pero nadie le había advertido a Hockenberry que una reacción común a la gravedad cero es un mareo atroz.

Hockenberry se marea. Su oído interno le indica que cae sin control y que no hay ningún horizonte en el que fijarse: su cubículo no tiene portillas ni ventanas ni nada a lo que asomarse, y aunque las instalaciones del cuarto de baño han sido diseñadas para funcionar en el entorno predominante de 1,28-g, Hockenberry no tarda en aprender a usar las bolsas de vuelo que Mahnmut le trae cada vez que anuncia que empieza a marearse de nuevo.

Pero seis horas de náuseas han sido suficientes y al cabo del tiempo el escólico empieza a sentirse mejor e incluso disfruta dando patadas por el cubículo acolchado, flotando desde su camastro atornillado hasta su escritorio bien asegurado. Finalmente pide permiso para salir de su habitación, permiso que se le concede de inmediato. Entonces Hockenberry se lo pasa como nunca flotando por los largos pasillos, bajando por las anchas escaleras de la nave, que parecen tan inútiles ahora en un mundo verdaderamente tridimensional, y abriéndose paso de un asidero al siguiente en la maravillosamente bizantina sala de máquinas. Mahnmut es su fiel ayudante en el trayecto. Se asegura de que Hockenberry no agarra por descuido una palanca en la sala de máquinas o se olvida de que las cosas siguen teniendo masa aunque no tengan peso.

Cuando Hockenberry anuncia que quiere visitar a Odiseo, Mahnmut le dice que el griego se encuentra en la burbuja de astronavegación de proa y lo lleva allí. Hockenberry sabe que debería despedir al pequeño moravec, que Odiseo merece una disculpa y una conversación en privado, y darle una paliza, posiblemente, por eso la faceta cobarde del escólico deja que Mahnmut se quede. Sin duda el moravec no permitirá que Odiseo lo despedace miembro a miembro, por mucho derecho que el griego secuestrado pueda tener a hacerlo.

La burbuja de astronavegación consiste en una mesa redonda anclada en medio de un océano de estrellas. Hay tres sillas unidas a la mesa, pero Odiseo utiliza una simplemente para anclarse, enganchando su pie desnudo entre las tablas. Cuando la Reina Mab gira o pivota (cosa que hace mucho en estas veinticuatro horas sin impulso), las estrellas pasan de largo de un modo que habría hecho que Hockenberry corriera a buscar una bolsa de cero-g hace unas cuantas horas, pero que ahora no le molesta. Es como si siempre hubiera vivido en caída libre. «Odiseo debe sentir lo mismo», piensa Hockenberry, porque el aqueo ha vaciado tres odres de vino de los nueve o diez que hay atados a la mesa con largos cables. Le pasa uno a Hockenberry empujándolo por el aire con un gesto de sus dedos, y aunque Hockenberry tiene el estómago vacío no puede rechazar el vino ofrecido como gesto de reconciliación. Además, está excelente.

—Los artefactoides lo fermentan y lo guardan en algún lugar de este navío impío —dice Odiseo—. Bebe, pequeño artefacto. Únete a nosotros, moravec.

Esto último se lo dice a Mahnmut, que se ha aupado a una de las sillas pero declina la bebida agitando su metálica cabeza.

Hockenberry pide disculpas por haber engañado a Odiseo, por haberlo llevado hasta el moscardón para que los moravecs lo secuestraran. Odiseo descarta la disculpa.

—Pensé en matarte, hijo de Duane, pero ¿para qué? Obviamente los dioses han ordenado que haga este largo viaje, así que no es cosa mía desafiar la voluntad de los inmortales.

—¿Todavía crees en los dioses? —pregunta Hockenberry, dando un largo trago al potente vino—. ¿Incluso después de haber ido a la guerra contra ellos?

El barbudo estratega frunce el ceño cuando oye estas palabras, luego sonríe y se rasca la mejilla.

—A veces puede ser difícil creer en tus amigos, Hockenberry, hijo de Duane, pero siempre hay que creer en tus enemigos. Sobre todo si tienes el privilegio de que los dioses se cuenten entre ellos.

Beben un minuto en silencio. La nave vuelve a rotar. La brillante luz del sol apaga las estrellas un instante, la nave gira hacia su propia sombra una vez más y las estrellas reaparecen.

El vino golpea a Hockenberry con una oleada de calor. Está contento de estar vivo; se lleva la mano al pecho, tocando no sólo el medallón TC sino la fina cicatriz que ya desaparece bajo su túnica, y se da cuenta de que después de diez años de vivir entre griegos y troyanos, ésta es la primera vez que se sienta a beber y charlar con uno de los grandes héroes y principales personajes de la Ilíada. Qué extraño, después de haber impartido clases sobre eso durante tantos años.

Los dos hombres charlan un rato sobre los acontecimientos que vieron antes de salir de la Tierra y la base del Olimpo: el Agujero entre los mundos cerrándose, la batalla entre las amazonas y los hombres de Aquiles. A Odiseo le sorprende que Hockenberry sepa tanto de Pentesilea y las otras amazonas, y a Hockenberry no le parece necesario decirle al guerrero que lo ha leído todo gracias a Virgilio. Los dos hombres especulan sobre lo rápido que se reemprenderá la guerra real y si los aqueos y argivos, de nuevo bajo el liderazgo de Agamenón, vencerán finalmente las murallas de Troya.

—Puede que Agamenón tenga la fuerza bruta para destruir Ilión —dice Odiseo, los ojos fijos en las estrellas—, pero si la fuerza y el número le fallan, dudo que tenga el arte.

—¿El arte? —repite Hockenberry. Lleva tanto tiempo pensando y comunicándose en griego antiguo que rara vez tiene que detenerse a reflexionar sobre una palabra. Odiseo ha empleado la palabra dolos, que podría significar «astucia» de un modo que implica alabanza o abuso.

Odiseo asiente.

—Agamenón es Agamenón: todos lo ven por lo que es, pues no es capaz de nada más. Pero yo soy Odiseo, conocido en el mundo por todo tipo de argucias.

De nuevo Hockenberry oye la palabra dolos y se da cuenta de que Odiseo está alardeando de la misma astucia cruel que hizo a Aquiles decir de él hace meses: «Odio a ese hombre como las mismas puertas de la muerte que... se abren a los mentirosos.»

Odiseo obviamente había entendido el insulto de Aquiles aquella noche, aunque decidiera no darse por aludido. Ahora, después de cuatro odres de vino, el hijo de Laertes se enorgullece de su astucia. No por primera vez Hockenberry se pregunta si podrán tomar Troya sin el caballo de madera de Odiseo. Piensa en los matices de esta palabra, dolos, y tiene que sonreír para sí.

—¿Por qué sonríes, hijo de Duane? ¿He dicho algo gracioso?

—No, no, honorable Odiseo —dice el escólico—. Estaba pensando en Aquiles... —Decide callarse antes de decir algo que enfurezca al otro hombre.

—Soñé con Aquiles anoche —dice Odiseo, girando cómodamente en la silla para mirar la esfera casi completa de estrellas que lo rodea. La burbuja de astronavegación se extiende por el casco de la Reina Mab, pero el metal y el plástico reflejan sobre todo la luz de las estrellas—. Soñé que hablaba con él en el Hades.

—¿Está muerto entonces el hijo de Peleo? —pregunta Hockenberry. Abre un odre de vino.

Odiseo se encoge de hombros.

—Fue sólo un sueño. Los sueños no aceptan el tiempo como límite. No sé si Aquiles respira o si ya se arrastra entre los muertos, pero es seguro que el Hades algún día será su hogar... como lo será de todos nosotros.

—Ah —dice Hockenberry—. ¿Qué te dijo Aquiles en el sueño?

Odiseo vuelve su oscura mirada hacia el escólico.

—Quería saber si su hijo, Neptolemo, se había convertido en un campeón en Troya.

—¿Y se lo dijiste?

—Le dije que no lo sabía, que mi propio destino me llevó lejos de las murallas de Ilión antes de que Neptolemo pudiera entrar en batalla. Esto no satisfizo al hijo de Peleo.

Hockenberry asiente. Puede imaginar la petulancia de Aquiles.

—Traté de consolar a Aquiles —continúa Odiseo—. Decirle cómo los argivos lo honraban como dios ahora que estaba muerto... cómo los hombres vivos cantarían siempre sus valerosas hazañas, pero no quiso escucharme.

—¿No?

El vino no sólo es bueno: es maravilloso. Envía calor líquido a florecer por el vientre de Hockenberry y le hace sentirse flotando más libremente aún que en cero-g.

—No. Me dijo que me metiera las canciones de gloria por el culo.

Hockenberry estalla en una especie de carcajada. Burbujas y perlas de vino tinto flotan libres. El escólico trata de atraparlas, pero las esferas rojas estallan y le dejan los dedos pegajosos.

Odiseo sigue contemplando las estrellas.

—La sombra de Aquiles me dijo anoche que prefería ser un campesino destripaterrones, con las manos callosas no de empuñar la espada sino el arado, y pasarse diez horas al día mirando el culo de un buey, que ser el mayor héroe del Hades, o incluso su rey, y gobernar sobre muertos que no respiran. A Aquiles no le gusta estar muerto.

—No —dice Hockenberry—. Veo que no.

Odiseo hace una pirueta en cero-g, agarra el respaldo de su silla, y mira al escólico.

—Nunca te he visto combatir, Hockenberry. ¿Luchas?

—No.

Odiseo asiente.

—Eso es inteligente. Es sabio. Debes venir de un largo linaje de filósofos.

—Mi padre combatió —dice Hockenberry, sorprendido por los recuerdos que irrumpen de pronto. No ha pensado en su padre ni se ha acordado de él en los últimos diez años de su segunda vida.

—¿Dónde? —pregunta Odiseo—. Dime en qué batalla. Puede que yo estuviera allí.

—En la de Okinawa.

—No conozco esa batalla.

—Mi padre sobrevivió a ella —dice Hockenberry, sintiendo que la garganta se le tensa—. Era muy joven. Diecinueve años. Estuvo en los marines. Volvió a casa ese mismo año y yo nací tres años después. Nunca hablaba de eso.

—¿No alardeaba de su valentía ni le describió la batalla a su hijo? —pregunta Odiseo, incrédulo—. No me extraña que te convirtieras en filósofo en vez de en guerrero.

—Nunca la mencionaba —dice Hockenberry—. Yo sabía que había estado en la guerra, pero descubrí que había participado en la batalla de Okinawa sólo años más tarde, leyendo antiguas cartas de recomendación de su oficial en jefe, un teniente no mucho mayor que mi padre cuando combatieron. Yo estaba a punto de licenciarme en clásicas por entonces, así que utilicé mis habilidades como investigador para aprender algo sobre la batalla donde mi padre recibió un corazón púrpura y una estrella de plata.

Odiseo no pregunta por estos premios de extraño nombre. En cambio dice:

—¿Se portó bien entonces tu padre en la batalla, hijo de Duane?

—Creo que sí. Lo hirieron dos veces, el 20 de mayo de 1945, durante la lucha por un lugar llamado Sugar Loaf Hill en la isla de Okinawa.

—No conozco esa isla.

—No, claro —dice Hockenberry—. Está muy lejos de Ítaca.

—¿Hubo muchos hombres en esa batalla?

—El bando de mi padre tenía 183.000 hombres dispuestos a entrar en combate —dice Hockenberry. También él contempla ahora las estrellas—. Su ejército fue transportado a la isla de Okinawa en una flota de más de mil seiscientos barcos. Había 110.000 enemigos esperándolos, atrincherados en las rocas, los corales y las cuevas.

—¿No había ninguna ciudad que asediar? —dice Odiseo, mirando al escólico con expresión de interés por primera vez desde que comenzó la conversación.

—Ninguna ciudad, no —responde Hockenberry—. Fue sólo una batalla en una guerra más grande. El otro bando quería matar a nuestra gente para impedir una invasión de su isla natal. Nuestro bando acabó matándolos como pudo... Rociaban de fuego sus cuevas, los enterraban vivos. Los camaradas de mi padre mataron a más de cien mil de los ciento diez mil japoneses que había en la isla. —Toma un sorbo—. Los japoneses eran nuestros enemigos entonces.

—Una victoria gloriosa —dice Odiseo.

Hockenberry bufa.

—Las cifras de... hombres, barcos... me recuerdan nuestra guerra de Troya —dice el argivo.

—Sí, muy similares —dice Hockenberry—. Igual que la ferocidad de la lucha. Cuerpo a cuerpo en la lluvia y el barro, día y noche.

—¿Regresó tu padre con un gran botín? ¿Esclavas? ¿Oro?

—Trajo a casa una espada samurái, la espada de un oficial enemigo, pero la guardó en un arcón y ni siquiera me la enseñó cuando era niño.

—¿Fueron enviados a la Casa de la Muerte muchos camaradas de tu padre?

—Contando los hombres que combatían en tierra y en el mar, murieron 12.520 estadounidenses —dice Hockenberry. Su mente de estudioso (y su corazón de hijo) no tiene ningún problema para recordar las cifras—. Hubo 33.631 heridos en nuestro bando. El enemigo, como dije, perdió a más de cien mil hombres, miles y miles de ellos quemados hasta la muerte y enterrados en las cuevas y agujeros que habían cavado para luchar.

—Los aqueos hemos perdido a más de veinticinco mil camaradas delante de las murallas de Ilión —dice Odiseo—. Los troyanos han construido piras funerarias para al menos la misma cantidad de los suyos.

—Sí —dice Hockenberry con una leve sonrisa—, pero en un período de diez años. La batalla de mi padre en la isla de Okinawa sólo duró noventa días.

Guardan silencio. La Reina Mab vuelve a rotar, tan suave y majestuosamente como un gigantesco animal marino en el agua. La brillante luz del sol se desparrama sobre ellos y ambos alzan la mano para cubrirse los ojos. Luego las estrellas regresan.

—Me sorprende no haber oído hablar nunca de esa guerra —dice Odiseo, tendiéndole al escólico un nuevo odre de vino—. Pero, de todas formas, debes estar orgulloso de tu padre, hijo de Duane. Tu pueblo debe de haber tratado a los vencedores de esa batalla como a dioses. Se cantarán canciones al respecto durante siglos en torno a vuestras hogueras. Los nombres de los hombres que combatieron y lucharon allí serán conocidos por los nietos de los nietos de los héroes, y los detalles de cada combate individual serán cantados por bardos y poetas.

—Lo cierto —dice Hockenberry, dando un largo trago— es que casi todo el mundo en mi país ha olvidado ya esa batalla.

¿Estás oyendo esto?, envía Mahnmut por tensorrayo.

. Orphu de Io está en el casco de la Reina Mab, comprobando con otros moravecs de durovac durante las veinticuatro horas que la nave no está sometida a aceleración ni deceleración, haciendo inspecciones y llevando a cabo reparaciones de daños menores causados por impactos de micrometeoritos, estallidos solares, o los efectos de las bombas de fisión que han estado detonando tras ellos. Es posible trabajar en el casco mientras la nave está en camino (Orphu ha estado fuera varias veces en las dos últimas semanas, moviéndose por el sistema de pasarelas y escalerillas dispuestas para ese fin), pero gran ioniano ya ha dejado claro que prefiere la gravedad cero a lo que ha descrito como trabajar en la cara de un edificio de cien plantas mientras está acelerando, con una sensación demasiado real de la popa y la placa impulsora de la nave tan cerca.

Hockenberry parece bastante borracho, envía Orphu.

Eso creo, responde Mahnmut. Este vino que Asteague/Che hizo replicar en las cocinas es potente, basado en una muestra del vino medeo de un ánfora «prestada» de la bodega de Héctor. Hockenberry ha estado bebiendo durante años versiones inferiores de este vino con los griegos y troyanos, pero sin duda con moderación: los troyanos mezclan más agua que vino en sus copas. A veces le añaden agua salada o perfumes como la mirra.

Eso sí que parece bárbaro, envía Orphu por el tensorrayo.

En cualquier caso, responde Mahnmut, el escólico no ha comido nada desde que se mareó, así que su estómago vacío no puede ayudarle a mantenerse sobrio.

Parece que volverá a sentirse mareado más tarde.

Si vomita, envía Mahnmut, ahora te toca a ti traerle bolsas para el mareo. Ya le he sujetado la cabeza lo bastante para un ciclo de veinticuatro horas.

Lástima, contesta Orphu de Io, me encantaría hacerlo, pero creo que los pasillos del nivel de habitáculos humanos de la nave no son lo bastante anchos para mí.

Espera, envía Mahnmut. Escucha esto.

—¿Te gustan los juegos, hijo de Duane?

—¿Juegos? —dice Hockenberry—. ¿Qué tipo de juegos?

—El tipo de juegos que practicamos durante una celebración, o un funeral —responde Odiseo—. Los juegos que habríamos tenido en el funeral de Patroclo si Aquiles hubiera aceptado la muerte de su amigo y nos hubiera permitido celebrar un funeral por su desaparición.

Hockenberry permanece en silencio un minuto.

—Te refieres a competiciones de disco, jabalina... ese tipo de cosas.

—Sí —dice Odiseo—. Y carreras de carros. Carreras a pie. Lucha y pugilismo.

—He visto combates de pugilismo en vuestros campamentos, donde se encuentran las negras naves —dice Hockenberry, arrastrando la lengua levemente—. Los hombres luchan sólo con las manos envueltas en tiras de cuero.

Odiseo se echa a reír.

—¿Qué otra cosa iban a llevar en las manos, hijo de Duane? ¿Almohadones grandes y suaves?

Hockenberry ignora la pregunta.

—El verano pasado, en tu campamento, vi a Epeo derrotar a una docena de hombres. Les aplastó las rodillas y les rompió la mandíbula. Muy sanguinario. Aceptó todos los retos y combatió desde primera hora de la tarde hasta mucho después de que saliera la luna.

Odiseo sonríe.

—Recuerdo esos combates. Nadie pudo vencer al hijo de Panopeo ese día, aunque muchos lo intentaron.

—Dos hombres murieron.

Odiseo se encoge de hombros y bebe más vino.

—Diomedes entrenaba y apoyaba a Euríalo, hijo de Mecisteo, tercero al mando de los combatientes argólidos. Le hacía correr cada mañana antes del alba y endurecerse los puños golpeando piezas de bueyes recién salidos del matadero. Pero Epeo lo dejó tieso esa noche con sólo veinte asaltos. Diomedes tuvo que sacar a rastras a su hombre del círculo y los pies del pobre Euríalo dejaron diez surcos en la arena. Pero vivió para combatir otro día... y la próxima vez no bajará la guardia, tenlo por seguro.

—El pugilismo es un asunto sucio —cita Hockenberry—, y si lo practicas mucho tiempo tu mente se convierte en una sala de conciertos donde nunca deja de sonar música china.

Odiseo suelta una risotada.

—Eso tiene gracia. ¿Quién lo dijo?

—Un tipo sabio llamado Jimmy Cannon. [1]

—Pero ¿qué es música china? —dice Odiseo, todavía riendo—. ¿Y qué es exactamente una sala de conciertos?

—No importa —dice Hockenberry—. ¿Sabes?, en todos estos años de guerra, no recuerdo que vuestro campeón de lucha, Epeo, se distinguiera jamás en la aristeia... el combate singular por la gloria.

—No, eso es cierto —reconoce Odiseo—. El propio Epeo dice que no es un gran guerrero. A veces el valor que hace falta para enfrentarte a otro hombre con los puños desnudos no es el que hace falta para atravesar el vientre de un enemigo con la punta de tu lanza y luego retorcer la hoja al sacarla para desparramar las tripas del contrario como si fueran asaduras en el suelo.

—Pero tú puedes hacerlo. —La voz de Hockenberry es grave.

—Oh, sí —ríe Odiseo—. Pero los dioses lo han querido así. Soy de una generación de aqueos a quienes Zeus decretó que, desde la juventud a la vejez, libráramos nuestras brutales guerras hasta el amargo final, hasta que nosotros mismos cayéramos, hasta el último hombre.

Odiseo es todo un optimista, envía Orphu.

Realista, más bien, dice Mahnmut por tensorrayo.

—Pero estabas hablando de juegos —dice Hockenberry—. Te he visto luchar. Y ganar. Y has ganado también carreras a pie.

—Sí, más de una vez me he llevado la copa en una carrera mientras que Áyax tuvo que contentarse con el buey. Atenea me ayudó poniéndole la zancadilla al grandullón para permitirme cruzar primero la línea de meta. Y también he vencido a Áyax en la lucha, cogiéndolo por el hueco de la rodilla, empujándolo hacia atrás, e inmovilizándolo antes de que ese gigante tontorrón se diera cuenta de que lo había derribado.

—¿Te convierte eso en un hombre mejor? —pregunta Hockenberry.

—Por supuesto que sí —truena Odiseo—. ¿Qué sería del mundo sin el agon, la agonía de un hombre contra otro, para que todos vean el orden de precedencia entre los hombres como no hay dos cosas iguales en la tierra? ¿Cómo podría nadie vivo reconocer la calidad si la competición y el combate cuerpo a cuerpo no permitieran a todo el mundo saber quién encarna la excelencia y quién simplemente consigue la mediocridad? ¿En qué juegos destacas, hijo de Duane?

—Me presenté al equipo de carreras en mi primer año en la universidad —dice Hockenberry—. No conseguí que me seleccionaran.

—Bueno, yo tengo que admitir que no soy demasiado malo en el mundo de los juegos donde compiten los hombres —dice Odiseo—. Sé cómo manejar un arco bien tallado y pulido y soy el primero entre mis camaradas en alcanzar a mi oponente en una buena turba de enemigos, incluso con mis amigos empujándome, todos intentando apuntar a la vez. Un motivo por el que estuve dispuesto a seguir a Aquiles y Héctor a la guerra contra los dioses fue mi ansiedad por demostrar mi habilidad como arquero contra la de Apolo... aunque en el fondo de mi corazón sabía que era una locura. Cada vez que un mortal rivaliza con el dios con el arco, mira al pobre Eurito de Ocalia, puedes apostar a que ese hombre morirá de muerte súbita, no de vejez en los salones de su propia casa. Y no creo que fuera a enfrentarme con el señor del arco plateado a menos que tuviera mi mejor arco, y nunca me lo llevo a la guerra cuando navego en las negras naves. Ese arco está ahora en la pared de mi salón grande. Ifito me lo regaló como signo de amistad cuando nos conocimos: el arco perteneció a su padre, el arquero Eurito en persona. Yo apreciaba mucho a Ifito, y lamento haberle dado solamente una espada y una burda lanza a cambio del mejor arco de la tierra. Heracles asesinó a Ifito antes de que yo tuviera tiempo de llegar a conocerlo bien.

»En cuando a las lanzas, puedo arrojar una a la misma distancia que un hombre puede disparar una flecha. Y me has visto luchar y practicar el pugilismo. En cuanto a correr... sí, me viste derrotar a Áyax, y puedo correr horas sin vomitar el desayuno, pero en una distancia corta, muchos corredores me dejarán atrás en el polvo a menos que Atenea intervenga a mi favor.

—Yo podría haber entrado en ese equipo —dice Hockenberry, casi murmurando para sí ahora—. La larga distancia era lo mío. Pero ese tipo llamado Brad Muldorff... lo llamábamos el pato, me dejó en el último puesto.

—El fracaso sabe a bilis y vómito de perro —dice Odiseo—. Ay del hombre que se acostumbre a ese sabor. —Bebe más vino, echa atrás la cabeza para tragar, se limpia las gotitas de la barba marrón—. Sueño que hablo con Aquiles muerto en los oscuros salones del Hades, pero de quien realmente quiero saber es de mi hijo Telémaco. Si los dioses van a enviarme sueños, ¿por qué no sueños de mi hijo? Era un niño cuando me marché, tímido e inmaduro, y me gustaría saber si se ha convertido en un hombre o en uno de esos zánganos inútiles que frecuentan los salones de hombres más dignos que ellos, buscando una esposa rica, molestando a los muchachitos y tocando la lira todo el día.

—Nosotros no llegamos a tener hijos —dice Hockenberry. Se frota la frente—. Creo que no los tuvimos. Los recuerdos de mi vida verdadera son confusos y difusos. Soy como un barco hundido que alguien ha reflotado por motivos propios, sin molestarse en bombear toda el agua... contentándose sólo con que flote. Demasiados compartimentos siguen todavía inundados.

Odiseo mira al escólico, obviamente sin comprender y obviamente sin sentir interés suficiente para formular una pregunta.

Hockenberry mira de nuevo al caudillo griego, su mirada súbitamente concentrada e intensa.

—Respóndeme a esto si puedes... Quiero decir, ¿qué hace falta para ser un hombre?

—¿Para ser un hombre? —repite Odiseo. Abre los dos últimos odres de vino y le tiende uno a Hockenberry.

—Sssí... discúlpame, sí. Ser un hombre. Convertirse en un hombre. En mi país, el único rito de paso es la entrega de las llaves del coche... o cuando te acuestas con alguien por primera vez.

Odiseo asiente.

—Acostarte con alguien por primera vez es importante.

—¡Pero sin duda no puede tratarse de eso, hijo de Laertes! ¿Qué hace falta para ser un hombre.... o un ser humano, ya puestos?

Esto podría estar bien, le envía Mahnmut a Orphu por tensorrayo. Yo mismo me lo he preguntando varias veces... y no sólo cuando intento comprender los sonetos de Shakespeare.

Todos nos lo hemos preguntado, responde Orphu. Todos los que estamos obsesionados con las cosas humanas. Lo que es lo mismo que decir todos los moravecs, ya que nuestra programación y ADN diseñado nos lleva a estudiar y tratar de comprender a nuestros creadores.

—¿Ser un hombre? —repite Odiseo, la voz seria, casi distraída—. Ahora mismo tengo que orinar. ¿Tienes que orinar tú, Hockenberry?

—Quiero decir —continúa el escólico—, tal vez tenga algo que ver con la consistencia. —Tiene que repetir la palabra dos veces antes de pronunciarla bien—. Consistencia. Quiero decir, mira tus juegos olímpicos comparados con los nuestros. ¡Míralo!

—El otro moravec me enseñó a orinar en esa letrina, tiene una especie de vacío que lo absorbe todo incluso cuando estamos flotando, pero me resulta condenadamente difícil no enviar pompitas flotando por todas partes, ¿a ti no, Hockenberry?

—Mil doscientos años tuvisteis los griegos vuestros juegos en marcha —dice Hockenberry—. Cinco días de juegos, cada cuatro años, durante mil doscientos años, hasta que algún remilgado emperador cristiano de Roma los abolió. ¡Mil doscientos años! Con sequía y con hambruna, con pestes y plagas. Cada cuatro años, las guerras se detenían y vuestros atletas viajaban hasta Olimpia para rendir homenaje a los dioses y competir en las carreras de carros, las carreras a pie, la lucha, el disco, la jabalina y el pankration... esa extraña mezcla de lucha libre y kickboxing que nunca he visto y apuesto a que tú tampoco. ¡Mil doscientos años, hijo de Laertes! Cuando mi pueblo recuperó los juegos no pudo mantenerlos más de cien años sin que tres de ellos fueran cancelados por guerras y los países se negaran a comparecer porque estaban jodidos por esta u otra leve ofensa, e incluso vimos cómo los terroristas asesinaban a los atletas judíos...

—Tengo que mear —dice Odiseo, soltando el odre y girando, listo para volver a su cubículo—. Ahora vuelvo.

—Tal vez lo único consistente es lo que dijo Homero: «Siempre nos son queridos el banquete y el arpa y la danza y los cambios de ropajes y el cálido baño y el amor, y el sueño.»

—¿Quién es Homero? —pregunta Odiseo, deteniéndose en el aire ante la puerta irisada de la burbuja de astronavegación.

—Nadie que tú conozcas —dice Hockenberry, bebiendo más vino—. Pero ¿sabes lo que...?

Se calla. Odiseo se ha marchado.

Mahnmut atraviesa la compuerta de la cubierta médica, se ata aunque tiene combustible de impulsión a reacción en la mochila, y sigue pasillos, escaleras y líneas de carga por toda la Reina Mab. Encuentra a Orphu de Io soldando en las puertas de la bodega de carga donde está ubicada La Dama Oscura, encajada entre las alas plegables de la lanzadera de reentrada.

—Podría haber sido más ilustrativa —dice Mahnmut por su frecuencia privada de radio.

—La mayoría de las conversaciones comparten esa cualidad especial —responde Orphu—. Incluso las nuestras.

—Pero nosotros normalmente no estamos borrachos durante nuestras conversaciones.

—Puesto que los moravecs no ingerimos alcohol por motivos estimulantes o depresivos, técnicamente tienes razón —dice Orphu, su caparazón, patas y sensores relucientes con la lluvia de chispas de su soplete—. Pero hemos hablado de cosas mientras estabas hipóxico, drogado con toxinas de fatiga y, como dirían los humanos, cagado de miedo, así que la deslavazada conversación de Odiseo y Hockenberry no habría sido extraña a mis oídos... si tuviera oídos.

—¿Qué diría Proust sobre lo que hace falta para ser humano... o para ser un hombre, ya puestos? —pregunta Mahnmut.

—Ah, Proust, ese pesado —dice Orphu—. Estuve leyéndolo otra vez esta mañana.

—Una vez trataste de explicarme sus pasos hacia la verdad —dice Mahnmut—. Pero primero me dijiste que tenía tres pasos, luego cuatro, después tres, luego otra vez cuatro. Creo que tampoco me dijiste cuáles eran. De hecho, creo que perdiste el hilo de lo que estabas diciendo.

—Sólo te estaba poniendo a prueba —retumba Orphu—. Para ver si estabas escuchando.

—Eso dices tú. Creo que tenías un momento moravec.

—No sería el primero —dice Orphu de Io. La sobrecarga de datos de sus cerebros orgánicos y sus bancos de memoria cibernética era un problema en alza a medida que los moravecs alcanzaban su segundo o tercer siglo de existencia.

—Bueno —dice Mahnmut—, dudo que las ideas de Proust sobre la esencia de ser humano tengan demasiado que ver con Odiseo.

Cuatro de los brazos de múltiples articulaciones de Orphu están ocupados soldando, pero encoge otros dos.

—Acuérdate de que probó con la amistad, incluso como amante, como uno de esos caminos —dice el ioniano—. Así que tiene eso en común con Odiseo y nuestro escólico. Pero el narrador Proust descubre que su propia llamada a la verdad es escribir, examinar matices de otros matices de su vida.

—Pero antes rechazó el arte como forma de creación —dice Mahnmut—. Creo que me dijiste que decidió que el arte no era el camino a la verdad, después de todo.

—Descubre que el verdadero arte es una forma de creación —responde Orphu—. Escucha este párrafo del principio de El camino de Guermantes: «La gente de buen gusto nos dice hoy que Renoir es un gran pintor del siglo XVIII. Pero al decirlo olvidan el elemento tiempo, y que hizo falta mucho, incluso en pleno siglo XVIII, para que Renoir fuera considerado un gran artista. Para conseguir reconocimiento, el pintor original o el artista original actúa como lo hace un oftalmólogo. El tratamiento que nos aplica con la pintura o con la prosa no siempre es agradable. Cuando ha terminado nos dice: “¡Mirad!” Y entonces el mundo a nuestro alrededor, que no fue creado de una vez y para siempre, sino que se crea de nuevo cada vez que nace un artista original, nos parece completamente diferente del mundo antiguo, pero perfectamente claro. Las mujeres pasan por la calle, completamente distintas a las que hemos visto con anterioridad porque son Renoirs, esos Renoirs que insistentemente nos negamos a ver como mujeres. Los carruajes, también, son Renoirs, y el agua, y el cielo; nos sentimos tentados a salir a pasear por el bosque que es idéntico al que vimos por primera vez y nos pareció cualquier cosa menos un bosque, como por ejemplo un tapiz de innumerables tonos, pero sin los tonos precisos y peculiares de los bosques. Así es el nuevo universo perecedero que acaba de ser creado. Durará hasta que un nuevo pintor con originalidad precipite la siguiente catástrofe geológica.» Y luego sigue explicando cómo los escritores hacen lo mismo, Mahnmut: provocar la existencia de universos nuevos.

—Seguro que no lo dice en sentido literal —contesta Mahnmut—. Eso de provocar la existencia de universos nuevos.

—Creo que habla literalmente —replica Orphu por la banda de radio, más serio que nunca al parecer de Mahnmut—. ¿Has estado siguiendo las lecturas del sensor de flujo cuántico que Asteague/Che transmite por la banda común?

—No, en realidad no. La teoría cuántica me aburre.

—Esto no es teoría —dice Orphu—. Cada día que llevamos en este tránsito Marte-Tierra la inestabilidad cuántica entre los dos mundos, dentro de nuestro sistema solar entero, se ha vuelto mayor. La Tierra está en el centro de ese flujo. Es como si todas sus matrices de probabilidad espaciotemporales hubieran entrado en una especie de vórtice, en alguna región de caos autoinducido.

—¿Qué tiene eso que ver con Proust?

Orphu desconecta el soplete. La gran placa de las puertas de la bodega de carga está perfectamente soldada.

—Alguien o algo está jugueteando con mundos, quizá con universos enteros. Rompe la matemática del flujo de datos cuánticos y es como si diferentes espacios cuánticos Calabi-Yau pudieran de algún modo coexistir en un Brana. Es casi como si nuevos mundos intentaran cobrar existencia... como si su existencia fuera deseada por algún genio singular, tal como sugiere Proust.

En algún lugar de la Reina Mab se encienden impulsores invisibles y la larga y poco elegante (aunque hermosa) nave de acero y negro buckycarbono rota y vuelca. Mahnmut se agarra a un asidero, los pies se le separan de la nave, mientras trescientos metros de máquina atómica dan una voltereta como un acróbata circense. La luz del sol se desliza sobre los dos moravecs y luego se pone tras las enormes placas impulsoras de popa. Mahnmut reajusta sus filtros polarizados, ve de nuevo las estrellas y sabe que aunque Orphu no puede verlas en el espectro visible está escuchando sus chirridos por radio. «Ese coro termonuclear», lo llamó una vez el ioniano.

—Orphu, amigo mío —dice Mahnmut—, ¿te me estás volviendo religioso?

El ioniano retumba en el subsónico.

—Si estoy volviéndome religioso y si Proust tiene razón y se crean universos reales cuando esas mentes raras y casi únicas de los genios se concentran en crearlos, creo que no quiero conocer a los creadores de esta realidad. Aquí hay algo maligno en funcionamiento.

—No veo por qué... —empieza a decir Mahnmut, pero se calla para escuchar la banda común—. ¿Qué es una alarma doce-cero-uno?

—La masa de la Mab acaba de reducirse en sesenta y cuatro kilogramos —dice Orphu.

—¿Vertido de residuos orgánicos?

—No exactamente. Nuestro amigo Hockenberry acaba de teletransportarse cuánticamente.

El primer pensamiento de Mahnmut es que Hockenberry no se encuentra en estado para TCear a ninguna parte y que deberían haberlo detenido. Los amigos no dejan a los amigos teletransportarse borrachos. Pero decide no compartir este pensamiento con Orphu.

—¿Oyes eso? —dice Orphu un segundo después.

—No, ¿qué?

—He estado monitorizando las frecuencias de radio. Acabamos de desplegar la antena de alta intensidad para que apunte a la Tierra, o, más bien, al anillo orbital polar que rodea la Tierra, y acaba de detectar una emisión de onda modulada que nos es enviada vía máser.

—¿Qué dice? —Mahnmut siente que el corazón orgánico empieza a latirle más rápido. No contrarresta la adrenalina, sino que deja que la bombee.

—Procede definitivamente del anillo polar —dice Orphu—, el situado a unos treinta y cinco mil kilómetros de la Tierra. El mensaje es una voz de mujer. Y sólo dice, una y otra vez: «Traedme a Odiseo.»