Lo primero que tuvo que hacer el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de clásicas, después de teletransportarse cuánticamente a Ilión, fue buscar un callejón donde vomitar.
No fue difícil, incluso en su estado de embriaguez, ya que el ex escólico se había pasado casi diez años en Troya y sus alrededores y había TCeado a una callejuela situada a la salida de la plaza que se encontraba cerca de los aposentos de Héctor y Paris, donde había estado un millar de veces. Por suerte era de noche en Ilión. Las tiendas, los puestos del mercado y los tenderetes estaban cerrados a cal y canto, y ningún lancero ni guardia nocturno advirtió su silenciosa llegada. Fuera como fuese, necesitaba un callejón y lo encontró rápido, vomitó hasta quedarse seco y luego necesitó un callejón aún más oscuro y menos transitado. Por suerte los callejones eran muchos y estrechos cerca del palacio del difunto Paris, ahora hogar de Helena y palacio temporal de Príamo, y Hockenberry encontró enseguida el más oscuro y estrecho, apenas de metro y medio de ancho. Allí se acurrucó sobre unas pajas, se envolvió en la manta que había traído de su cubículo a bordo de la Reina Mab y se durmió profundamente.
Despertó poco después del amanecer, dolorido, hosco, con una resaca tremenda y plenamente consciente del ruido de la plaza cerca del palacio y del hecho de llevar ropa inapropiada de la Reina Mab; iba vestido con un suave mono gris de algodón y zapatillas de cero-g, algo que los moravecs habían considerado adecuado para un hombre del siglo XXI. El atuendo no casaba bien con túnicas, grebas de cuero, sandalias, togas, pieles, armaduras de bronce ni con los burdos tejidos de Ilión.
Llegó a la plaza pública sacudiéndose lo peor de la suciedad del callejón y dándose cuenta de la auténtica diferencia entre la carga de aceleración de 1,28-g en la que había estado viviendo y la gravedad de la Tierra; se sentía fuerte y ágil a pesar de la resaca. Hockenberry se sorprendió al ver la poca gente que había en la plaza. Justo después del alba era el momento de más concurrencia en el mercado; sin embargo, en la mayoría de los puestos atendían solamente los propietarios y las mesas al aire libre de las posadas estaban casi vacías. Las únicas personas que había al fondo de la plaza, delante del palacio de Paris y Helena, ahora de Príamo, eran los pocos guardias de las puertas y verjas.
Decidió que la ropa adecuada era más importante incluso que el desayuno, así que se internó en las sombras bajo el mercado y empezó a regatear con un anciano que sólo tenía un ojo y un diente, ataviado con un turbante rojo. Aquel anciano tenía el carro más grande con la gama más amplia de productos (principalmente restos o prendas robadas a cadáveres recientes), pero luchaba como un dragón por defender su oro. Hockenberry tenía los bolsillos vacíos, así que todo lo que tenía para regatear era la ropa de la nave y la manta que había traído. Como eran cosas bastante exóticas (tuvo que decirle al hombre que venía de Persia), acabó con una toga, sandalias de lazos altos, la capa de lana roja de algún desafortunado comandante, una túnica corriente, una falda y un poco de ropa interior. Hockenberry buscó la más limpia del carro, y como no encontró nada decente se contentó con la que no tenía piojos. También se marchó de la plaza con un ancho cinturón de cuero que tenía una espada que había visto mucha acción pero estaba todavía afilada, y dos cuchillos, uno de los cuales se colgó al cinto. El otro lo guardó en un pliegue especial, en la cara interior de la capa roja. Una mirada al boquiabierto anciano del diente único hizo saber a Hockenberry que el cambio había estado bien, y que el extraño mono probablemente valía lo que un caballo o un escudo dorado o algo mejor. «Ah, bien.»
Hockenberry no había preguntado al anciano ni a los otros aburridos comerciantes qué sucedía, por qué la plaza estaba casi vacía, a qué se debía la ausencia de soldados y familias, a qué la extraña calma en la ciudad... pero sabía que pronto iba a descubrirlo.
Cuando terminó de cambiarse de ropa tras el carro del mercader, el anciano y dos de sus vecinos le ofrecieron oro por su medallón TC. El tipo gordo del carro de fruta subió la oferta a doscientos pesos de oro y quinientas monedas tracias de plata, pero Hockenberry dijo que no, contento de haber cogido la espada y las dos dagas antes de empezar a desnudarse.
Después de tomarse un desayuno de pie, compuesto por pan fresco, pescado seco, un poco de queso y una bebida caliente parecida al té de una sustancia infinitamente menos satisfactoria que el café, volvió a internarse en las sombras y contempló el palacio de Helena al otro lado de la calle.
Podía TCear en sus aposentos privados. Era algo que había hecho antes.
«¿Y si ella está allí, entonces qué?»
¿Un rápido tajo con la espada y luego escapar TCeando, el perfecto asesino invisible? Pero ¿quién le aseguraba que los guardias no lo verían? Por enésima vez en los últimos nueve meses, Hockenberry lamentó la pérdida de su brazalete morfeador, la herramienta básica de los dioses para todos sus escólicos, que les permitía alterar las probabilidades cuánticas hasta el punto en que Hockenberry, Nightenhelser o cualquiera de los otros desgraciados escólicos podían desplazar instantáneamente a cualquier hombre o mujer en Ilión o sus alrededores, asumiendo no sólo su forma y su vestimenta, sino sustituyéndolos realmente a nivel cuántico. Esto había permitido que incluso el enorme Nightenhelser se morfeara en un niño de una tercera parte de su peso sin quebrar la regla acerca de la conservación de la masa que uno de los escólicos orientados hacia la ciencia le había explicado a Hockenberry hacía años.
Bien, Hockenberry ya no tenía capacidad morfeadora (el brazalete morfeador se había quedado en el Olimpo junto con su bastón táser, el micrófono direccional y la armadura de impacto), pero todavía tenía el medallón TC.
Tocó aquel círculo dorado que llevaba al pecho y... vaciló. ¿Qué iba a hacer cuando se enfrentara a Helena de Troya? Hockenberry no tenía ni idea. Nunca había matado a nadie, mucho menos a la mujer más hermosa a la que había hecho jamás el amor, la mujer más hermosa que había visto en su vida, rival de la diosa inmortal Afrodita... así que vaciló.
Se produjo una conmoción en las puertas Esceas. Caminó en esa dirección, mordisqueando los restos de su pan, con un odre de vino recién comprado colgándole del hombro, pensando en la situación que ahora encontraba en Ilión.
«He estado fuera más de dos semanas. La noche en que me marché (o la noche en que Helena intentó matarme) parecía que los aqueos iban a conquistar la ciudad. Desde luego, Troya y sus pocos dioses y diosas aliados (Apolo, Ares, Afrodita, deidades menores) no parecían capaces de defender la ciudad contra el decidido ataque de los ejércitos de Agamenón apoyados por Atenea, Hera, Poseidón y los demás.»
Hockenberry había visto lo suficiente de aquella guerra para saber que nada era seguro. Naturalmente, ésa era la visión de Homero: los acontecimientos en aquel pasado real, en esa Tierra real, en esa Troya real y alrededor de esa Troya real habían corrido en paralelo, si no seguido al pie de la letra, el gran poema de Homero. Ahora, con los acontecimientos divirgiendo tan dramáticamente en los meses pasados (gracias, lo sabía, a la intervención de cierto Thomas Hockenberry), todas las cartas estaban en el aire. Así que se apresuró a seguir a la gente que obviamente se dirigía a las puertas de la ciudad.
La encontró en la muralla sobre las puertas Esceas, con el resto de la familia real y un puñado de dignatarios que abarrotaban la ancha plataforma donde la había visto equiparar rostros con nombres durante la reunión del ejército aqueo ante los troyanos diez años antes. Ese día, ella le fue susurrando los nombres de los diversos héroes griegos a Príamo, Hécuba, Paris, Héctor y los demás. Hécuba y Paris estaban muertos, como muchos otros miles, pero Helena aún ocupaba la diestra de Príamo junto con Andrómaca. El viejo rey se había mantenido de pie revisando las tropas diez años antes, pero ahora estaba medio reclinado en el trono-con-litera en que lo transportaban. Príamo parecía haber envejecido mucho más de diez años y ya no era el rey vital que Hockenberry había conocido hacía apenas una década: el anciano era una caricatura encogida y marchita del poderoso Príamo.
Pero ese día la momia parecía bastante feliz.
—Hasta este día me había compadecido de mí mismo —exclamó Príamo, dirigiéndose a los dignatarios que lo rodeaban y a unos pocos cientos de guardias reales que ocupaban las escaleras y la llanura. No había ningún ejército a la vista (la Colina de Espinos y las inmediaciones de Ilión estaban despejadas de soldados), pero esforzándose y siguiendo la mirada de Helena, Hockenberry vio una gran multitud a casi tres kilómetros de distancia, donde estaban varadas las naves griegas. Parecía que el ejército troyano había rodeado a los aqueos, rebasando su foso y sus trincheras donde se empalaban los caballos y reducido los kilómetros de campamentos aqueos a un burdo semicírculo que apenas tenía unos centenares de metros de diámetro. Si así era, los griegos estaban de espaldas al mar y los rodeaba una poderosa fuerza troyana que esperaba el momento de atacar—. Me compadecía de mí mismo —repitió Príamo, su voz cascada cada vez más fuerte—, y pedí a demasiados de vosotros que se compadecieran también de mí. Desde la muerte de mi reina a manos de los dioses no he sido más que un viejo acosado y roto, dispuesto para la condenación... peor que viejo, más allá del umbral de la decrepitud... convencido de que el Padre Zeus me había marcado para un destino terrible.
»En los diez últimos años he visto perecer a demasiados hijos míos y estaba seguro de que Héctor se reuniría con ellos en los salones del Hades incluso antes de que el espíritu de su padre viajara allí. Estaba preparado para ver cómo secuestraban a mis hijas, cómo saqueaban mis tesoros, cómo robaban el Paladión del templo de Atenea y arrojaban a niños indefensos desde lo alto de nuestras murallas en el sangriento final de esta bárbara guerra.
»Hace un mes, amigos y familiares, guerreros y esposas, esperaba ver cómo las esposas de mis hijos eran arrastradas por las malditas manos de los argivos, a Helena muerta a manos del asesino Menelao, a mi hija Casandra violada. Por eso estaba dispuesto... no, ansioso por recibir a los perros argivos ante mis puertas e instarlos a comerme vivo, después de que la lanza de Aquiles o Agamenón o el hábil Odiseo o el cruel Áyax o el terrible Menelao o el poderoso Diomedes me abatiera y me atravesaran, y rompieran y arrancaran mi vieja vida de mi anciano cuerpo, y dieran de comer mis entrañas a mis perros... sí, esos fieles sabuesos que guardaban mis puertas y mis aposentos, dejando que esos amigos repentinamente rabiosos lamieran la sangre de su amo y comieran su corazón delante de todo el mundo,
»Sí, éste era mi lamento hace un mes, hace tres semanas... pero mirad al mundo renacido esta mañana, mis amados troyanos. Zeus retiró a todos los dioses... los que deseaban salvarnos, los que deseaban destruirnos. El padre de los dioses abatió a la propia Hera con uno de sus relámpagos. El poderoso Zeus ha quemado las negras naves de los argivos y ordenado a todos los inmortales regresar de inmediato al Olimpo para enfrentarse a su castigo por desobediencia. Sin los dioses ocupando ya los días y las noches de fuego y ruido, mi hijo Héctor ha guiado a nuestras tropas de victoria en victoria. Sin Aquiles para detener al noble Héctor, los cerdos aqueos han sido expulsados hasta las quillas quemadas de sus negras naves, sus campamentos del sur arrasados, sus campamentos del norte pasto de las llamas. Y ahora son atacados por el oeste por Héctor y nuestros compatriotas, por Eneas y sus dardánidas, por los dos hijos supervivientes de Antenor, Acamante y Arquóloco.
»Al sur, tienen cortada la retirada por los brillantes hijos de Licaón y nuestros fieles aliados de Celea, al pie del Ida donde Zeus en ocasiones planta su trono.
»Al norte, los griegos son acosados por Adrasto y Anfión, esbeltos en sus corsés de lino, que lideran a los epeos y los adestrios, maravillosos con su recién adquirido oro y bronce arrebatado a los aqueos muertos que cayeron en el pánico de su huida.
»Nuestros amados Hipótoo y Pileo, que sobrevivieron a diez años de matanza y estaban dispuestos a morir este mes con nosotros, con sus amigos y hermanos troyanos, hoy lideran a los oscuros guerreros pelagios junto con los capitanes de Abidos y la brillante Arisbe. En vez de muerte innoble y derrota, en este día, nuestros hijos y aliados están a pocas horas de ver la cabeza de nuestro enemigo, Agamenón, ensartada en una pica, mientras que nuestros tracios y troyanos y pelasgios y cicones y feonianos y paflagonios y halizonios han vivido para ver el final de esta larga guerra, y pronto estarán contando el oro de los derrotados argivos, pronto estarán recogiendo la bien ganada armadura de Agamenón y sus hombres. Este día, incapaces de huir a sus negras naves, todos los reyes griegos que vinieron a matar y saquear serán muertos y saqueados.
»Este día, con la voluntad de los dioses, y Zeus ya lo ha dejado claro, seremos testigos de nuestra victoria final. Veremos el final de esta guerra.
»¡Preparémonos ahora, antes de que termine este día de comienzos, para dar la bienvenida a Héctor y Deífobo en una celebración victoriosa que durará una semana, ¡no, un mes!, una fiesta de celebración y alegría que permitirá que vuestro fiel servidor Príamo de Ilión muera siendo un hombre feliz!
Así habló Príamo, rey de Ilión, padre de Héctor. Hockenberry no daba crédito a sus oídos.
Helena se apartó de Andrómaca y las otras mujeres, bajó las amplias escalinatas de vuelta a la ciudad con sólo la esclava-guerrera de Andrómaca, Hipsipila, a su lado. Hockenberry se ocultó detrás de la ancha espalda de un lancero imperial hasta que Helena se perdió de vista en las escaleras y luego la siguió.
Las dos mujeres bajaron por un estrecho callejón, casi a la sombra de la muralla oeste, luego siguieron por una calleja aún más estrecha y Hockenberry supo adónde se dirigían. Meses antes, durante su fase de celos después de que Helena lo dejara, las había seguido a ella y Andrómaca hasta aquí, para descubrir su secreto. Era aquí donde Andrómaca, la esposa de Héctor, tenía el apartamento secreto en el que Hipsipila y otra aya cuidaban a su hijo Astianacte. Ni siquiera Héctor sabía que su hijo estaba vivo, que el asesinato del bebé a manos de Afrodita y Atenea había sido un subterfugio de varias mujeres troyanas para poner fin a la guerra entre argivos y troyanos, volviendo la cólera de Héctor contra los propios dioses.
Bueno, pensó Hockenberry ahora, quedándose a la entrada del pequeño callejón para que las dos mujeres no advirtieran que las estaban siguiendo, el subterfugio había funcionado maravillosamente bien. Pero ahora la guerra con los dioses había terminado y parecía que la guerra de Troya estaba a punto de hacerlo.
Hockenberry no quería que llegaran al apartamento: allí había también guardias cicilios. Se agachó y recogió del suelo una piedra pesada, lisa y ovalada, del tamaño de su palma.
«¿De verdad que voy a matar a Helena?» No tenía respuesta para eso. Todavía no.
Helena e Hipsipila se detuvieron en la puerta del patio que conducía a la casa secreta. Hockenberry se situó en silencio detrás de ellas y llamó a la gran esclava de Lesbos con un golpecito en el hombro.
Hipsipila se volvió.
Hockenberry la golpeó en la mandíbula con un gancho. Incluso con la pesada piedra en la mano, la mandíbula huesuda de la mujerona casi le rompió los dedos. Pero Hipsipila cayó como una estatua derribada y su cabeza golpeó la puerta del patio. Se quedó en el suelo, claramente inconsciente, con la mandíbula rota.
«Magnífico —pensó Hockenberry—, diez años en la guerra de Troya y al final te has unido a la lucha... golpeando a traición a una mujer.»
Helena dio un paso atrás, la pequeña daga oculta que una vez encontrara el corazón de Hockenberry deslizándose ya desde su manga a su mano derecha. Hockenberry se movió con rapidez, agarró a Helena por la muñeca, forzándole la mano y el brazo contra la burda puerta y con un imperceptible movimiento de su mano derecha ensangrentada y arañada sacó el largo cuchillo del cinturón y colocó la punta bajo su suave barbilla. Helena soltó su arma.
—Hock-en-bee-rry —dijo, la cabeza hacia atrás, pero el cuchillo le arrancó ya sangre.
Él vaciló. El brazo derecho le temblaba. Si iba a hacer aquello, tenía que ser rápidamente, antes de que la zorra empezara a hablar. Lo había traicionado, le había dado una puñalada en el corazón y lo había dado por muerto, pero también había sido la amante más sorprendente que había tenido.
—Eres un dios —susurró Helena. Tenía los ojos muy abiertos, pero no demostraba ningún temor.
—No soy un dios —replicó Hockenberry, apretando los dientes—. Sólo un gato. Me quitaste una de mis vidas. Ya me habían dado una de más. Todavía me deben de quedar cinco.
A pesar del cuchillo que le cortaba la barbilla, Helena se echó a reír.
—Un gato con siete vidas. Me gusta la idea. Siempre has tenido una gracia especial con las palabras... para ser extranjero.
«Mátala o no la mates, pero decide ya... esto es absurdo», pensó Hockenberry.
Retiró la punta de la hoja de su garganta, pero antes de que Helena de Troya pudiera moverse o hablar la agarró por la negra cabellera, le colocó la daga en las costillas y se la llevó callejón abajo, lejos del apartamento de Andrómaca.
Habían completado el círculo, de vuelta a la torre abandonada que asomaba a la muralla de las puertas Esceas donde se había encontrado escondidos a Menelao y Helena, donde Helena lo había apuñalado después de que él TCeara a su marido al campamento de Agamenón. Hockenberry empujó a Helena por la estrecha escalera hasta arriba del todo, al piso despejado de la torre que había sido destrozada por los bombardeos de los dioses hacía meses.
La empujó hacia el borde, pero fuera de la vista de cualquiera que hubiese en la muralla abajo.
—Desnúdate —dijo.
Helena se apartó el pelo de los ojos.
—¿Vas a violarme antes de empujarme al vacío, Hock-en-bee-rry?
—Desnúdate.
Él esperó con el cuchillo preparado mientras Helena se despojaba de sus capas de seda. Aquella mañana era más cálida que el día en que se había marchado (aquel día de viento en que ella lo había apuñalado), pero la brisa a esa altura era lo bastante fresca para erizar los pezones de Helena y poner carne de gallina en sus pálidos brazos y su vientre. Mientras ella dejaba que cada capa de ropa fuera cayendo, él le dijo que se las fuera arrojando. Sin dejar de observarla con atención, palpó los suaves peplos y la ropa interior de seda. No había otras dagas ocultas.
Ella permaneció allí de pie a la luz de la mañana, las piernas levemente separadas, sin cubrirse los pechos ni la región púbica con las manos, sino dejando que los brazos le colgaran de modo natural a los costados. Tenía la cabeza alta y una finísima línea de sangre visible bajo su barbilla. Su mirada parecía mezclar un calmado desafío con una leve curiosidad sobre lo que iba a suceder a continuación. Incluso ahora, furioso como estaba, Hockenberry comprendió perfectamente que aquella mujer hubiera podido ser la causa de que cientos de miles de hombres se mataran unos a otros. Y fue una revelación para él poder estar tan furioso, a punto de asesinar, y seguir sintiendo deseo sexual por una mujer. Después de aquellos diecisiete días en el campo de aceleración de 1,28 de gravedad terrestre, se sentía fuerte en la Tierra, musculoso, potente. Sabía que podía agarrar a aquella hermosa mujer por un brazo y llevársela a donde quisiera, hacer lo que quisiera el tiempo que quisiera.
Hockenberry le devolvió la ropa.
—Vístete.
Ella lo miró con cautela mientras recogía sus suaves vestidos. Desde la muralla y las puertas Esceas llegaban gritos, aplausos y el golpeteo de las astas de madera de las lanzas sobre los escudos de bronce y cuero mientras Príamo terminaba su discurso.
—Dime qué ha pasado en los diecisiete días que he estado fuera —dijo Hockenberry entre dientes.
—¿Para eso has vuelto, Hock-en-bee-rry? ¿Para preguntarme por acontecimientos recientes? —Helena se aseguraba el corpiño sobre sus blancos pechos.
Hockenberry le señaló un trozo caído de piedra y, cuando ella se sentó, buscó otra losa para él a unos dos metros de distancia. Incluso con un cuchillo en la mano, no quería estar demasiado cerca de ella.
—Cuéntame qué ha pasado en estas últimas semanas —repitió.
—¿No quieres saber por qué te apuñalé?
—Lo sé —dijo Hockenberry, cansado—. Me hiciste que TCeara a Menelao fuera de la ciudad pero decidiste no seguirlo. Si yo estaba muerto y los aqueos tomaban la ciudad, cosa que estabas segura de que iban a hacer, siempre podrías decirle a Menelao que me había negado a llevarte. O algo así. Pero él te habría matado de todas formas, Helena. Los hombres, incluso Menelao, que no es la espada más afilada de la armería, pueden justificar la traición una vez. No dos.
—Sí, me habría matado. Pero te herí, Hock-en-bee-rry, para no tener ninguna posibilidad... y tener que quedarme en Ilión.
—¿Por qué?
Esto no tenía ningún sentido para el antiguo escólico. Y le dolía la cabeza.
—Cuando Menelao me encontró ese día, me di cuenta de que me alegraba ir con él. Me sentía casi feliz de que me matara, si ése hubiera sido su placer. Mis años aquí en Ilión como puta, como la falsa esposa de Paris, como el motivo de todas estas muertes, me han convertido en una malvada en todos los sentidos de la palabra. Baja, frágil, vacía por dentro... vulgar.
«Eres muchas cosas, Helena de Troya —se sintió tentado de decir—, pero vulgar no es una de ellas.»
—Pero con Paris muerto —continuó Helena—, no tenía marido, ni amo, por primera vez desde que era una muchachita. Mi primera reacción de alegría al ver a Menelao aquí en Ilión ese día, la reconocí pronto como la reacción del esclavo al ver de nuevo sus cadenas y grilletes. Para cuando te reuniste con nosotros en esta torre esa noche, todo lo que quería era quedarme en Ilión, sola, no como Helena, esposa de Menelao, no como Helena, esposa de Paris, sino sólo como... Helena.
—Eso no explica por qué me apuñalaste —dijo Hockenberry—. Podrías haberme dicho que ibas a quedarte después de que enviara a Menelao al campamento de su hermano. O podrías haberme pedido que te transportara a cualquier lugar del mundo: te hubiese obedecido.
—Ése es el verdadero motivo por el que intenté matarte —dijo Helena en voz baja.
Hockenberry sólo pudo mirarla con el ceño fruncido.
—Ese día decidí comprometer mi destino no al de ningún hombre sino al de la ciudad... a Ilión —dijo ella—. Y supe que mientras estuvieras aquí y vivieras podrías usar tu magia para llevarme a cualquier parte... a la seguridad... mientras Agamenón y Menelao entraban en la ciudad y la entregaban a las llamas.
Hockenberry pensó en esto durante un largo minuto. No tenía ningún sentido. Sabía que no lo tendría nunca. Descartó la idea.
—Háblame del último par de semanas y de lo que ha sucedido —dijo por tercera vez.
—Los días después de que te dejara aquí por muerto fueron sombríos para la ciudad —contestó Helena—. El ataque de Agamenón casi nos derrotó esa misma noche. Héctor había estado reflexionando en sus aposentos desde antes de que las amazonas partieran a su perdición. Después de que el Agujero se cerrara y fuera seguro que no iba a volver a abrirse, Héctor permaneció en sus aposentos, enfrascado en sus pensamientos, aislado incluso de Andrómaca... Ahora sé que ella pensó en revelarle el secreto de que su hijo aún vivía, sin saber cómo explicar el engaño de un modo que no pusiera en peligro su propia vida. Y durante las batallas de los días siguientes, los ejércitos de Agamenón y los dioses a su favor mataron a muchos troyanos. Sólo el protector de la ciudad, Febo Apolo, señor del arco de plata, que disparaba sus flechas siempre certeras contra las multitudes argivas impidió que fuéramos derrotados y destruidos en aquellos oscuros días antes de que Héctor volviera a unirse a la lucha.
»Y así, Hock-en-bee-rry, los argivos, a las órdenes de Diomedes, rompieron nuestras defensas en su punto más bajo: donde se alza el cabrahígo. Tres veces antes, en los diez años que precedieron a nuestra desdichada guerra contra los dioses, habían intentado los argivos tomar ese mismo punto, nuestra debilidad, quizá revelada por algún profeta dotado; pero por tres veces Héctor, Paris y nuestros campeones los habían rechazado: a Áyax el Grande y Áyax el Menor, luego a los hijos de Atreo, la tercera vez al propio Diomedes. Pero esta vez, cuatro días después de que intentara matarte y dejara tu cuerpo aquí para los carroñeros, Diomedes guió a sus guerreros de Argos en el cuarto asalto a este punto donde se alza el cabrahígo. Mientras las escalas de Agamenón se alzaban por la muralla oeste y arietes del tamaño de árboles grandes sacudían las puertas Esceas en sus enormes goznes, Diomedes atacó el punto más bajo de nuestra ciudad con sigilo y fuerza y, al amanecer del cuarto día, los argivos estaban dentro de la muralla.
»Sólo el valor de Deífobo, hermano de Héctor, el otro hijo de Príamo, el hombre que había sido elegido por la familia real para ser mi siguiente esposo... sólo Deífobo salvó la ciudad con su valor. Al ver la amenaza cuando los demás desesperaban ante las escalas y arietes de Agamenón, Deífobo convocó a los supervivientes de su antiguo batallón y el de Heleno, y al capitán llamado Asio, hijo de Hirtaco, y a unos cuantos cientos de hombres de Eneas que huían y, con el veterano Asteropeo, lanzaron un contraataque en las calles de la ciudad, convirtiendo el mercado cercano en una segunda línea de batalla. En terrible liza con el vencedor Diomedes, Deífobo luchó como un dios, deteniendo incluso la lanzada de Atenea, pues los dioses batallaban con tanta violencia como los hombres... ¡más!
»Al amanecer de ese día, la línea argiva fue detenida temporalmente: nuestra muralla junto al cabrahígo estaba rota, una docena de manzanas de la ciudad ardían ocupadas por los enfurecidos argivos, las hordas de Agamenón intentaban todavía escalar nuestras murallas al oeste y el norte, las grandes puertas Esceas colgaban astilladas y sujetas sólo por sus bandas de hierro... Y ésa fue la terrible mañana en que Héctor anunció a Príamo y los otros desesperados nobles que regresaría a la batalla.
—¿Y lo hizo? —preguntó Hockenberry.
Helena se echó a reír.
—¿Que si lo hizo? Nunca ha habido más gloriosa aristeia, Hocken-bee-rry. El primer día de su cólera, Héctor, protegido por Apolo y Afrodita de los rayos de Atenea y Hera, se enfrentó a Diomedes en justa lid y lo mató, atravesando con su mejor lanza al hijo de Tideo y haciendo huir a los combatientes de Argos. Al anochecer de ese día, la ciudad era de nuevo teucra y nuestros albañiles reconstruían la muralla junto al viejo cabrahígo, haciéndola tan alta como la muralla junto a las puertas Esceas.
—¿Diomedes muerto? —dijo Hockenberry, sorprendido. Diez años contemplando las batallas y el escólico había empezado a pensar que Diomedes era tan invulnerable como Aquiles o uno de los dioses. En la Ilíada de Homero, las hazañas de Diomedes (sus gloriosos combates singulares o aristeia) habían sido el único tema del Canto 5 y del inicio del Canto 6, el segundo en longitud y ferocidad del relato homérico después de la cólera desatada de Aquiles en los Cantos 20-22... una cólera que ya nunca se desencadenaría gracias a que el mismo Hockenberry había alterado los acontecimientos—. Diomedes está muerto —repitió Hockenberry, anonadado.
—Y Áyax también —dijo Helena—. Pues al día siguiente, Héctor y Áyax volvieron a encontrarse... Acuérdate de que una vez lucharon en combate singular pero se despidieron como amigos, tan valientes fueron cada una de sus acciones. Pero esta vez Héctor abatió al hijo de Telamón, usando su espada para quebrar el enorme escudo rectangular del griego, doblando su espada metálica, y cuando Áyax el Grande exclamó: «¡Piedad! ¡Ten piedad, hijo de Príamo!», Héctor no tuvo ninguna: atravesó con su espada el corazón del héroe enviándolo al Hades antes de que el sol se hubiera alzado un suspiro sobre el horizonte esa mañana. Los hombres de Áyax, aquellos afamados luchadores de Salamina, lloraron y desgarraron sus ropas en señal de duelo ese día, pero también retrocedieron llenos de confusión, chocando con los ejércitos de Agamenón y Menelao mientras rebasaban la Colina de Espinos... ya sabes, ese montículo que hay más allá de la ciudad, donde los dioses dicen que está el túmulo de la amazona Mirina.
—Lo conozco —dijo Hockenberry.
—Bueno, ahí es donde el ejército en fuga del muerto Áyax chocó contra las tropas de Agamenón y Menelao. Todo fue confusión. Pura confusión.
»Y en esa confusión entró Héctor, guiando a sus capitanes troyanos y sus aliados... Deífobo seguía a su hermano; Acama y el viejo Píroo guiaban a los tracios detrás; Mestles y el hijo de Antifo impulsaban a los meonios con gritos... Todos los héroes restantes troyanos, casi derrotados apenas dos días antes, fueron parte de esa carga. Yo estaba en la muralla esa mañana, Hock-en-bee-rry, y ninguno de nosotros, ni las troyanas, ni el viejo Príamo incapaz de caminar y traído en parihuelas, ni nosotras las esposas, ni las hijas, ni las madres, ni las hermanas, ni los niños, ni los viejos... nadie pudo ver nada durante tres horas, tan grande era el polvo que levantaban los miles de guerreros y los cientos de carros. A veces las andanadas de flechas que iban de un lado a otro oscurecían el sol.
»Pero cuando el polvo se asentó y los dioses se retiraron al Olimpo después del combate de esa mañana Menelao se había reunido con Diomedes y Áyax en la Casa de la Muerte y...
—¿Menelao ha muerto? ¿Tu marido ha muerto? —dijo Hockenberry. De nuevo estaba profundamente sorprendido. Esos hombres habían combatido y sobrevivido durante diez años luchando entre sí, y otros diez meses luchando contra los dioses.
—¿No acabo de decirlo? —preguntó Helena, irritada por la interrupción—. Héctor no lo mató. Cayó por una flecha surgida del aire, una flecha disparada por el hijo del muerto Pandaro, el joven Palmis, el nieto de Licaón, que usaba el mismo arco bendito por los dioses que Pandaro había empleado para herir a Menelao en la cadera hacía un año. Pero esta vez no había ninguna Atenea invisible para desviar el tiro y Menelao recibió la flecha a través de la abertura para los ojos de su casco y la flecha le atravesó el cerebro y salió por detrás.
—¿El pequeño Palmis? —dijo Hockenberry, consciente de que estaba repitiendo nombres como un idiota—. No puede tener más de doce años...
—Aún no tiene once —dijo Helena con una sonrisa—. Pero el niño usó el arco de un hombre: el de su padre muerto, Pandaro, abatido por Diomedes hace un año, y la flecha zanjó todas las deudas de mi esposo y resolvió todas nuestras dudas maritales. Tengo la armadura manchada de sangre de Menelao en mis habitaciones de palacio por si quieres verla... El muchacho, Palmis, se quedó con su escudo.
—Dios mío —dijo Hockenberry—. Diomedes, Áyax el Grande y Menelao muertos en apenas veinticuatro horas. No me extraña que hayáis expulsado a los argivos de vuelta hacia sus naves.
—No, el día bien podría haberse decantado hacia los aqueos si no hubiera aparecido Zeus.
—¡Zeus!
—Zeus —dijo Helena—. El día que había empezado con una victoria gloriosa, los dioses y diosas que estaban de parte de los argivos se enfurecieron tanto por la muerte de sus campeones que Hera y Atenea solas dieron muerte a un millar de nuestros valientes troyanos con sus fieros rayos. Poseidón, el que sacude la tierra, gritó con tanta furia que una docena de sólidos edificios de Ilión se precipitaron al suelo. Los arqueros cayeron de nuestras murallas como hojas en otoño. Príamo cayó de su trono-litera.
»Todas nuestras ganancias de ese día se perdieron en minutos: Héctor retrocedió, todavía luchando, mientras sus hombres caían a su alrededor; Deífobo fue herido en una pierna y al final su hermano tuvo que llevarlo a cuestas mientras nuestros troyanos lograban retirarse hasta la Colina de Espinos y atravesar las puertas Esceas.
»Las mujeres corrimos a ayudar y colocar la gran barra sobre las puertas hendidas, tan salvaje era la lucha: docenas de enfurecidos argivos entraron en la ciudad con nuestros héroes en retirada... y de nuevo Poseidón sacudió la tierra, haciendo caer a todos de rodillas mientras Atenea neutralizaba a Apolo en sus batallas aéreas y sus carros daban vueltas y destellaban en el cielo. Mientras, Hera lanzaba rayos explosivos de energía contra nuestras murallas.
»Entonces Zeus apareció en el este. Más grande y más impresionante de lo que ningún mortal lo haya visto jamás...
—¿Más impresionante que el día que apareció como un rostro en la nube del hongo atómico? —preguntó Hockenberry.
Helena se echó a reír.
—Mucho más impresionante, mi Hock-en-bee-rry. Este Zeus era un coloso, sus pies se alzaban por encima de la cumbre nevada del monte Ida, al este, su enorme pecho rebasaba las nubes, su ceño gigantesco estaba tan alto sobre nosotros que era casi invisible, más alto que las copas de los más altos estratocúmulos apilados, unos sobre otros, un día de verano antes de una tormenta.
—Uf —dijo Hockenberry, tratando de imaginarlo. Una vez se las había visto con Zeus (bueno, no exactamente, más bien había huido de él durante un terremoto en el Olimpo, después de escabullirse entre las piernas del señor de todos los dioses para agarrar el medallón TC caído y poder teletransportarse y marcharse al principio de la guerra entre humanos y dioses), y el padre de los dioses ya era de por sí impresionante cuando medía sus habituales quince metros de altura. Intentó imaginar a aquel coloso de quince kilómetros—. Continúa.
—Cuando este Zeus gigantesco apareció, los ejércitos se detuvieron petrificados como estatuas, las espadas alzadas, las armas a punto de ser arrojadas, los escudos en alto... Incluso los carros de los dioses se detuvieron en el cielo y Atenea y Febo Apolo se quedaron tan inmóviles como los miles de mortales de abajo. Zeus tronó de nuevo... no puedo imitar su voz, Hock-en-bee-rry, pues era todo trueno y todo terremoto y volcanes en erupción al mismo tiempo, pero tronó: ¡INCONTROLABLE HERA, TÚ Y TUS TRAICIONES DE NUEVO! TODAVÍA ESTARÍA DURMIENDO SI TU HIJO LISIADO Y UN MORTAL NO ME HUBIERAN DESPERTADO. ¡CÓMO TE ATREVES A TRAICIONARME CON TU CÁLIDO ABRAZO, SEDUCIRME Y CEGARME PARA PODER SALIRTE CON LA TUYA Y CUMPLIR TU VOLUNTAD DE DESTRUIR TROYA DESAFIANDO LA ORDEN DE TU SEÑOR!
—¿Tu hijo lisiado y un mortal? —repitió Hockenberry. El hijo lisiado debía ser Hefesto, dios del fuego. ¿Y el mortal?
—Eso es lo que tronó —dijo Helena, frotándose el pálido cuello como si su imitación del grave rugido-terremoto le hubiera lastimado la garganta.
—¿Y entonces? —instó Hockenberry.
—Y entonces, antes de que Hera pudiera hablar en propia defensa, antes de que ninguno de los dioses pudiera moverse, Zeus, el rey de la nube negra, la abatió con un rayo. Debe de haberla matado, por inmortal que pensáramos que era.
—Los dioses tienen un modo de regresar después de «morir» —murmuró Hockenberry, pensando en los grandes tanques curadores y los gusanos azules que había en el gran edificio blanco del Olimpo, atendidos por el gigantesco insectoide, el Curador.
—Sí, eso lo sabemos todos —dijo Helena con disgusto—. ¿No mató nuestro Héctor a Ares media docena de veces en los ocho meses pasados sólo para enfrentarse de nuevo a él cada vez unos días más tarde? Pero esto fue diferente, Hock-en-bee-rry.
—¿En qué?
—El rayo de Zeus destruyó a Hera: arrojó pedazos de su carro dorado a kilómetros de distancia y sobre los tejados de Troya llovieron oro derretido y acero. Y pedazos de la diosa misma cayeron desde el océano hasta el palacio de Príamo: trozos calcinados de carne rosada que ninguno de nosotros tuvo el valor de tocar y que permanecieron ardiendo y humeando durante días.
—Jesús —susurró Hockenberry.
—Y luego el poderoso Zeus abatió a Poseidón, abriendo un gran pozo bajo el dios del mar que huía y haciéndolo caer en él, gritando. Los gritos resonaron durante horas, hasta que todos los mortales, argivos y troyanos por igual, lloraron por el sonido.
—¿Dijo Zeus algo cuando abrió ese pozo?
—Sí —respondió Helena—, exclamó: ¡YO SOY ZEUS, QUE IMPULSA LAS NUBES DE TORMENTA, HIJO DE CRONOS, PADRE DE HOMBRES Y DIOSES, SEÑOR DEL ESPACIO DE PROBABILIDAD ANTES DE QUE CAMBIARAIS A PARTIR DE VUESTRAS DÉBILES FORMAS POSTHUMANAS! ¡YO FUI EL AMO Y CUIDADOR DE SETEBOS ANTES DE QUE OS ATREVIERAIS A SOÑAR CON SER INMORTALES! TÚ, POSEIDÓN, SACUDIDOR DE LA TIERRA, MI TRAIDOR, ¿CREES QUE NO SÉ QUE PLANEASTE CON MI ESPOSA DE OJOS DE BUEY PARA DERROCARME? ¡TE DESTIERRO AL TÁRTARO, BAJO EL MISMO HADES, Y TE ENVÍO AL POZO DE TIERRA Y MAR DONDE CRONOS Y JAPETO HACEN SUS LECHOS DE DOLOR, DONDE NI UN RAYO DE SOL PUEDE CALENTAR SUS CORAZONES, EN LAS PROFUNDIDADES DEL TÁRTARO RODEADO POR EL ABISMO DEL AGUJERO NEGRO MISMO!
Hockenberry esperó mientras Helena se detenía a aclararse de nuevo la garganta.
—¿Tienes agua, Hock-en-bee-rry?
Él le tendió el odre de vino que había llenado con agua de la fuente de la plaza y esperó en silencio mientras bebía.
—Y esto es lo que Zeus dijo cuando abrió un pozo bajo Poseidón y envió al sacudidor de la tierra gritando al Tártaro. Los soldados de la muralla que se asomaron al pozo no pudieron hablar durante días, sólo murmurar o gritar. —Hockenberry esperó—. Y entonces el padre de los dioses ordenó a todos los otros dioses que volvieran al Olimpo a enfrentarse a su castigo, me perdonarás, Hock-en-bee-rry si no imito el trueno de Zeus, y en un instante los carros voladores desaparecieron, el señor del arco plateado se marchó, Atenea se marchó, esa puta de Afrodita se marchó, Ares el sediento de sangre se marchó... todo nuestro panteón desapareció. Los dioses TCearon de vuelta al Olimpo como niños culpables a la espera de que su padre enfadado los golpee con la vara.
—¿Desapareció también Zeus? —preguntó Hockenberry.
—Oh, no, el hijo de Cronos apenas había empezado a jugar. Su gigantesca forma pasó por encima de Ilión y recorrió los kilómetros que hay entre aquí y la orilla como Astianacte cuando juega con su caja de arena, pasando por encima de sus soldados de juguete. Cientos de troyanos y argivos murieron bajo los gigantescos pies de Zeus ese día, Hock-en-bee-rry, y cuando llegó al campamento de Agamenón, Zeus extendió la mano y quemó todos los cientos de naves negras varadas en la orilla. Y a todas aquellas naves argivas que todavía estaban en el agua, o al convoy que venía de Lemnos trayendo vino enviado por Euneo, el hijo de Jasón, con regalos para los atridas Agamenón y el muerto Menelao, Zeus cerró su mano ardiente para convertirla en un puño y una gran ola se alzó, cubriendo las naves de Lemnos y los barcos argivos anclados... otra vez como si fueran juguetes, como Astianacte salpicando en su bañera, cuando hunde sus barcos de juguete de madera de balsa, tallados por los esclavos, con petulancia divina.
—Santo Dios —susurró Hockenberry.
—Sí, exactamente —dijo Helena—. Y entonces Zeus desapareció con un estallido del trueno más fuerte jamás oído, más fuerte aún que su voz que había ensordecido a centenares, y el viento aulló en el lugar donde el gigantesco Zeus había estado, agitando las tiendas aqueas y lanzándolas a docenas de metros por los aires, y arrancando los fuertes caballos troyanos de sus establos y enviándolos por encima de nuestras más altas murallas.
Hockenberry miró al oeste, donde los ejércitos de Troya habían rodeado al reducido ejército argivo.
—Eso fue hace casi dos semanas. ¿Han regresado los dioses? ¿Alguno de ellos? ¿Zeus?
—No, Hock-en-bee-rry. No hemos visto a ningún inmortal desde ese día.
—Pero eso fue hace dos semanas —dijo Hockenberry—. ¿Por qué ha tardado tanto Héctor en asediar al ejército argivo? Sin duda con las muertes de Diomedes, Áyax el Grande y Menelao, los aqueos estarían desmoralizados.
—Lo estuvieron —reconoció Helena—. Pero ambos ejércitos estaban aturdidos. Muchos estuvimos sordos durante días. Como te decía, los que estaban en la muralla o los argivos que se hallaban demasiado cerca del pozo del Tártaro fueron poco más que idiotas babeantes durante una semana. Se celebró una tregua sin que ninguno de los dos bandos la declarase. Recogimos a nuestros muertos, pues habíamos sufrido terriblemente durante los ataques de Agamenón, acuérdate, y durante casi una semana los cadáveres ardieron tanto aquí en la ciudad como a lo largo de los kilómetros de costa donde los aterrorizados argivos aún tenían sus campamentos. Entonces, en la segunda semana, cuando Agamenón ordenó a los hombres de los bosques que hay al pie del monte Ida que empezaran a talar árboles, para construir nuevas naves, naturalmente, Héctor inició el ataque. La lucha ha sido un trabajo lento y pesado. De espaldas al mar y sin naves para huir, los argivos han peleado como ratas acorraladas. Pero esta mañana, los pocos miles que quedan están rodeados al filo del agua y Héctor lanzará nuestro ataque final. Hoy termina la guerra de Troya, con Ilión aún en pie, Héctor el héroe de todos los héroes y Helena libre.
Durante un rato el hombre y la mujer permanecieron sentados en sus respectivas piedras, contemplando el oeste, donde la luz del sol destellaba sobre armaduras y lanzas y donde sonaban los cuernos.
—¿Qué harás conmigo ahora, Hock-en-bee-rry? —preguntó Helena por fin.
Él parpadeó, miró el cuchillo que todavía tenía en la mano y lo guardó en su cinturón.
—Puedes irte —dijo.
Helena lo miró a la cara, pero no se movió.
—¡Vete! —dijo Hockenberry.
Ella se marchó despacio. El sonido de sus sandalias subía por las escaleras de caracol. Hockenberry recordó el mismo suave sonido del día en que había yacido moribundo en aquel mismo lugar, hacía dos semanas y media.
«¿Qué hago ahora?»
Entrenado como escólico en su segunda vida, sentía la leal urgencia de informar de estas variantes de la Ilíada a la musa, y a través de ella a todos los dioses. Sonrió al pensarlo. ¿Cuántos dioses seguían existiendo en aquel otro universo donde el monte Olympos de Marte había sido transformado en el Olimpo? ¿Hasta dónde había llegado la cólera de Zeus? ¿Se había producido un genocidio divino allí arriba? Tal vez no lo supiera nunca. No tenía valor para teletransportarse de nuevo cuánticamente hasta el Olimpo.
Hockenberry tocó el medallón TC que llevaba bajo la túnica. ¿Volvía a la nave? Quería ver la Tierra (su Tierra, incluso aunque fuera la de tres mil años en el futuro) y quería estar con los moravecs y con Odiseo cuando la vieran. Ya no tenía ninguna función ni ningún deber que cumplir en el universo de Ilión.
Sacó el medallón TC y pasó la mano por el pesado oro.
No volvería a la Reina Mab. Todavía no. Tal vez no fuera ya escólico (los dioses podían haberlo abandonado igual que él los había traicionado), pero seguía siendo un estudioso. Décadas de enseñar la Ilíada, todos aquellos recuerdos de aulas maravillosamente polvorientas y estudiantes universitarios muy jóvenes, todos aquellos rostros, pálidos, pecosos, sanos, bronceados, ansiosos, indiferentes, inspirados, insípidos, volvieron ahora de repente, llenando los huecos. ¿Cómo no ver el último acto de esa nueva versión absurdamente revisada?
Tras retorcer el medallón, el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de clásicas, se teletransportó cuánticamente al asediado y condenado campamento aqueo.